miércoles, 5 de marzo de 2008

La papelería de las maravillas

Hace poco platicaba con Leyvi Castro acerca de lo engorroso que resulta visitar una papelería en tiempos de efervescencia escolar, es decir, cuando los niños (acompañados por sus papás) abarrotan dicho lugar en busca de los artículos para el uso diario en la escuela. Dicha situación eleva a rango de alerta sísmica toda escala en éstas. Sin embargo, no todo está perdido. Expliquemos por qué.
Para quienes somos visitantes asiduos de las papelerías, cada escala que se hace en éstas resulta ser una maravilla, por donde quiera que se vea esto. Vamos por partes. Cuando niños, antes de las clases, era de imperiosa necesidad pasar frente a una para comprar los aditamentos necesarios para el día, como cuadernos, lápices o bolígrafos, dado que su compra se había dejado hasta última hora, por x, y, z razones. (La mayoría de las veces, ésta nos salvaba del patíbulo escolar.) Y una segunda escala (postrer al día laboral, desde luego) reinflaba a los escolares toda autoestima, con gloriosas recompensas a elegir: álbumes de moda, estuches de colores y una interminable cantidad de dulces que harían ver la casa de Hansel y Gretel como sucursal de la Maddox. Y los días siguientes, pasaba lo mismo. De ida y vuelta. (Cuento de nunca acabar.)
Aparte de las compras escolares y las recompensas ocasionales, en estas papelerías de barrio siempre había cabida para las sorpresas, como, por ejemplo, encontrar ese ansiado juego de mesa para diezmar al ejército del tiempo, o también hallar un regalito para salir del paso -ni digo para qué fechas, porque se me viene el mundo encima-, y cosas así por el estilo. (No cabe duda que en un lugar así, más de mundo y medio le cabía.) En una palabra, una completa cueva de las maravillas: expresión con que Gabriel García Márquez denominó a ciertos negocios del Centro Histórico. (Y razones no le faltaban...)
Con la llegada de los emporios papeleros, la variedad de los artículos aumentó y, con ello, dos reacciones encontradas: una, se calcó el ambiente autista del súper, y la otra, los hedonistas -leáse escritores, puppy scholars y oficinistas de ocasión- daban libre curso a sus vicios. Los primeros, buscando el tipo de papel para plasmar ese intento de novela que haría temblar al mismo Saramago; los segundos, moviendo cielo, mar y tierra para conseguir la libreta de moda, mientras que los últimos, simple y sencillamente se hacían de los artículos de papelería como si armasen un refugio anti-bombas. (A título personal, las plumas fuente, los bolígrafos de tinta gel y las agendas me sumen en un estado contemplativo sólo comparable al que se vive en La Villa cada 12 de Diciembre.) Y a pesar de estos asegunes, las maravillas no sólo permanecían, sino que se multiplicaban.
En una palabra, siempre habrá papelerías que nos saquen del hoyo, pero también para mostrarnos que el mundo, aunque ancho y ajeno, tiene cabida para todos. (Sea con la compra de un cuaderno nuevo, sea con una bolsa de dulces o un juguetito en la mano.) Por donde quiera que se vea, la verdadera maravilla de las papelerías reside en la sorpresa que nos depara cada día. Ni más, ni menos.

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