Ulises Velázquez Gil
Decía el escritor español Emilio
Castelar que “los discursos se escriben con una hora de trabajo y veinte años
de lectura”; para los tiempos que corren, cuando escuchamos hablar de un
discurso, de inmediato viene a nosotros una imagen hasta cierto punto molesta:
el político en turno, haciendo alarde de sus desatinos. Sin embargo, en el
ámbito académico no sucede así, puesto que una forma generosa de divulgar el
conocimiento se debe gracias a esta forma de escritura, oral en cuanto a su
lectura como a su atenta escucha. Insignes instituciones como las Academias de
la Lengua y de la Historia, el Seminario de Cultura Mexicana, la Sociedad
Mexicana de Geografía y Estadística y El Colegio Nacional han hecho del discurso
una decorosa tradición.
Para el
caso de El Colegio Nacional, cada que un nuevo integrante presenta su discurso
de ingreso (o lección inaugural) nos da la oportunidad de conocer algo de la
experiencia vital del flamante recipiendario en su campo de acción, sea en las
ciencias, en la cultura y en las artes. Tal es el caso del escritor Juan
Villoro quien nos entrega en Históricas
pequeñeces. Vertientes narrativas en Ramón López Velarde un tema de su
acendrado interés y escrutinio por la literatura mexicana.
(Paréntesis
aparte: La dinámica del discurso de ingreso obedece a tres fases: una, la
salutación por parte del presidente en turno de la institución que recibe al
nuevo integrante; dos, la lección inaugural de dicho individuo, y, por último,
la respuesta de otro integrante, a guisa de bienvenida a la corporación, donde
además de resaltar la obra hecha en el campo de acción del nuevo integrante,
pondera el trabajo recién presentado.)
En Históricas pequeñeces Juan Villoro nos
lleva de la mano por la vida, obra y milagros del poeta Ramón López Velarde,
cuya presencia en las letras mexicanas aún resiste a los embates del tiempo
actual, que insiste en tildarlo de “poeta nacional”, a lo que el autor de
Albercas nos replica lo siguiente: No hay
nada más equívocque un “poeta nacional”, como se ha llamado a López Velarde.
Nadie puede suplantar con sus versos a un país. El autor de La sangre
devota ha contado con el dudoso
privilegio de representar las esquivas esencias vernáculas. También ha sido el
poeta más y mejor leído de México […].
Por
fortuna y por desgracia, el hecho de ser “el poeta más leído de México” se ve
de dos maneras: por un lado, los lectores dedicados y honestos en su
conocimiento del poeta zacatecano, y, por el otro, a una plétora de exagerados
en ensalzar una monolítica figura, sin importar el partido en turno. Ante estas
circunstancias, el discurso de Villoro justiprecia a un autor en espera de una
justa lectura y, por qué no, de una biografía ideal, aunque, para los poetas,
aseguraba Octavio Paz, con su obra nos basta para cubrir esa demanda. La posteridad está llena de malentendidos y
modifica la vida de sus favoritos. López Velarde es un personaje central del
relato de la modernidad mexicana. Vivió en crisis con su país, pero su destino
fue similar al de José Guadalupe Posada. […] En forma póstuma, fue convertido en precursor de una revolución en la
que no creía. (Y esa “revolución” la vino a armar en el campo de batalla de
las letras mexicanas.)
Otro
aspecto que Villoro aborda en su discurso es el sinnúmero de coincidencias con
otro importante escritor del siglo XX, James Joyce, a quien, a la primera de
cambios, resultaría imposible relacionar con el zacatecano, pero Villoro,
citando a Roman Jakobson, suscribe que “mientras más alejados estén los
términos equiparados y más fuerte sea el vínculo que los une, mayor será el
efecto.” Sus biografías guardan
semejanzas significativas pero genéricas. Compartieron la misma época; fueron
lectores de la Biblia, Laforgue y Baudelaire; se criaron en un ambiente
obsesivamente católico y despreciaron a una potencia extranjera que amenazaba
la cultura local (el celo antibritánico de Joyce es comparable al repudio por
lo norteamericano de López Velarde). […]
admiraron la tradición y procuraron transgredirla.
En los 71
años y pico de existencia de El Colegio Nacional, esta empresa no es del todo
nueva, dado que, 33 años antes, Salvador Elizondo hizo lo propio en Ida y vuelta: Joyce y Conrad, su
discurso de ingreso, autores capitales en cuanto a su forma de innovar la
narrativa se refiere. (Noblesse oblige…)
Pero sigamos al pendiente del empeño propio de Villoro: El sistema de comparaciones, la explotación de las posibilidades
naturales del habla, la mitologización de lo cotidiano y la libertad rítmica
del lenguaje emparentan a ambos autores. Señalo una concordancia menos fácil de
advertir y más profunda: la manera en que educan su estilo literario.
La
pericia con que Juan Villoro nos guía por el mundo de López Velarde, se
complementa con algo de su propio ingenio narrativo, expuesto en la novela El testigo, donde el zacatecano se asoma
y sorprende al lector a lo largo de la trama, incluso trayéndolo hasta nuestros
días, justo en el momento en que se lleva a cabo la ceremonia de ingreso en El
Colegio Nacional, cuya frase final deviene glorioso sino: El poeta que se fue, acaba de volver. (Habría que preguntarse
también ¿y cuándo dejó de irse?)
Por
último, digno es resaltar la respuesta de Eduardo Matos Moctezuma a dicha
lección inaugural, quién, pese a ser arqueólogo de oficio y profesión, no ceja
en compartirle a su flamante colega su profesión de fe ante la palabra y frente
a la vida elegida: […] puedo decir que el
mundo de la literatura me apasiona y he tratado de penetrar en él a costa de
que la vista se desgaste y el espíritu se enriquezca. […] mi quehacer cotidiano
es estar en contacto con los hombres que fueron y que el tiempo los dejó
ocultos en la tierra. Soy, simplemente –recordando a Proust–, un buscador del
tiempo perdido. (¿Qué otra cosa es la literatura sino esa persistente
empresa?)
Ante los
ingentes y dedicados empeños de instituciones beneméritas como El Colegio
Nacional, el discurso se reivindica ante nuestros sentidos como una forma
esperanzadora para salir avante de todos los contratiempos de la vida; famosas primeras palabras que suscitan
curiosidad y reencuentro, destino y querencia, contra un tiempo en apariencia
desconcertante. Leer a Juan Villoro siempre es un deleite, pero acercarse a su
obra mediante Históricas pequeñeces
nos augura una victoria segura dentro de un mundo cada vez menos ancho y
lamentablemente más ajeno. Y que la vida y las lecturas lo confirmen o lo
transformen. (Sin duda.)
Juan Villoro. Históricas pequeñeces. Vertientes narrativas en Ramón López Velarde.
Discurso de ingreso. México, El Colegio Nacional, 2014.
(23/febrero/2015)