miércoles, 21 de enero de 2015

La novela interminable de Jean Meyer

Ulises Velázquez Gil

En Estas ruinas que ves, Jorge Ibargüengoitia decía de los habitantes de Cuévano (un Guanajuato apenas disimulado) su propensión de confundir lo grandioso y lo grandote. En estos tiempos, donde anteponer el adjetivo bicentenario a cuanta cosa esté cercana, se olvida lo esencial (incitar a la reflexión, como debe de ser) y se gasta la pólvora en infiernitos, es decir, en colosales desfiles y faraónicos segundos pisos. Incluso, dicha obsesión ha permeado hasta en los ámbitos editoriales, donde pululan las llamadas “novelas históricas”, que, en su mayor parte, se sirven del chismorreo y la polémica barata. Y aunque una marcada ventaja sea la publicación y/o reedición de varios estudios serios y canónicos al unísono, no deja de parecer odioso el panorama. Una honrosa excepción, dentro de los dos campos (investigación seria vs. narrativas petulantes), recae en la figura señera y sin concesiones del historiador franco-mexicano Jean Meyer, hoy flamante Premio Nacional de Ciencias y Artes 2011, que, a la par de sus investigaciones sobre la Cristiada, la historia de Rusia y el choque de las Iglesias Católica y Ortodoxa, también incursionó por los terrenos de la novela histórica.
En la impecable trayectoria de Meyer, su ingreso en la novela se dio en 1989 con A la voz del Rey (2ª ed., Tusquets, 2011), que versa sobre el primer levantamiento en contra de la corona española, en 1801, encabezada por el indio Mariano, también llamado Máscara de Oro, cuya mesiánica cruzada suscita molestias a las autoridades de la Nueva España, pero también desinteresadas simpatías, en especial las del cura José María Mercado, posterior lugarteniente de Hidalgo en la siguiente década. Por tratarse de una primera novela, y sirviéndose de los acervos documentales de Jalisco y Nayarit, Meyer hilvanó ficción pura con algunos de los documentos encontrados para darle un toque de veracidad, digámoslo así, al relato; aún así, inauguró una nueva vertiente en su, ya de por sí, importante obra.
Para 1993 publicó una segunda llamada Los tambores de Calderón (hoy Camino a Baján, Tusquets, 2010), donde se dan cuenta los sucesos que se dieron en los primeros años de la guerra de Independencia: desde la caída de Fernando VII en 1808 hasta la muerte de Miguel Hidalgo en 1811, dando fin a la primera campaña insurgente. Meyer nos lleva de la mano para que conozcamos de primera fuente a aquellos personajes labrados en bronce (Hidalgo y José María Mercado, caudillo insurgente en Nayarit, a quien conocimos en A la voz del Rey) pero también saca del (¿injusto?) olvido las satanizadas figuras por la “historia oficial” (Félix Calleja y Juan Antonio Riaño), para aplicarles el mismo cartabón y así quitarles tanto la santidad patriótica como el desagravio centenario, es decir, bajándolos del pedestal, y, desde luego, también del caballo. (Claro está que Meyer pondera las victorias y las reformas sociales del cura Hidalgo, sin olvidarse de las amargas consecuencias de su campaña, pero también hace lo propio con las antipatías hacia el Gral. Calleja como enemigo de los insurgentes… ¡pero con marcadas aspiraciones independentistas! Eran tiempos donde era mejor significarse que justificarse. Ni modo.) Cabe decir también que Camino a Baján tiene dos importantes puntos de referencia: el sabroso, erudito y gratificante estilo de su maestro y amigo Luis González y González, cuyas obras ya son un marcado referente en la historiografía mexicana, y, desde luego, Los pasos de López de Jorge Ibargüengoitia, que nos muestra a un Hidalgo –algo disimulado, saben–irreverente y hasta simpático a nuestros ojos: nada que ver con el viejecito bonachón de las estampitas de papelería.
Aunque Meyer no sea novelista de primera profesión, el recurso de la novela en algo sirve a sus intenciones de difundir la historia, de compenetrarse en su estudio y consabida profundización. Sin embargo, decide volver a territorio conocido gracias a Yo, el francés. Crónicas de la Intervención Francesa en el México (1862-1867) (Tusquets, 2002), para hablar de un hecho toral no sólo en la historia mexicana, sino también en la francesa; adentrarse en el relato de los soldados franceses que participaron en la campaña mexicana, de cierta forma llenaba algunos boquetes respecto a cómo fue esa etapa del siglo XIX, pero también el propio Meyer se sirvió de este relato como ajuste de cuentas con sus orígenes –algunos de los militares provenían de Alsacia-Lorena, cabe decir–, es decir, como extranjero en tierras extranjeras. Y aunque muchos le reprochen sus invenciones (incluso él lo reconoce en varios momentos), sus intenciones persisten en el empeño y el resultado es una obra impecable, digna de muchas lecturas, como estudio serio y pródigo en datos, inclusive como la “novela” de un francés hecho en México. (Paréntesis aparte: mientras leía Yo, el francés, en algún momento se me apareció el “fantasma” de una obra anteriormente leída: Soldados de Salamina de Javier Cercas; quizás sólo sea una coincidencia, pero el tiempo habrá de confirmarlo. Seguro.)
Con todo, podemos dar por seguro que la presencia de un francés (“que contrajo mujer y nacionalidad mexicanas”, según don Luis González y González) dentro de nuestra historia –porque toda Historia tiene las suyas propias, desde luego– ayuda fervorosamente a encontrarnos con nuestra identidad, con miras hacia una mejor e incluyente comprensión de nosotros mismos, de sabernos parte de esa novela interminable que hacemos día tras día. Y dentro de lo que cabe, Jean Meyer persiste en esa ingente labor, esperemos que así sea por mucho tiempo. (Ojalá… ¡¡ojalá!!)

(21/noviembre/2011)

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