miércoles, 26 de noviembre de 2014

Soledades a contrapunto

Ulises Velázquez Gil

“Escribir es, siempre, convocar fantasmas. Escribo: convoco fantasmas. Convoco fantasmas: escribo”, nos dice Julieta Campos en Un heroísmo secreto. Para quienes asumimos a diario las batallas colaterales al oficio de escribir, aquellos fantasmas son de gran ayuda tanto en la confección de un texto como en su consistente lectura, y no es para menos, puesto que la literatura, como aquel cuento de Juan José Arreola, es el lugar de las apariciones.
            Cazadora de fantasmas sin remitente, Valeria Luiselli nos entrega su primera novela, Los ingrávidos, a guisa de experiencia en ese “lugar de las apariciones”, donde una voz inusitada habla por persona interpósita para dar fe de su tránsito por el mundo; concretamente, en la ciudad donde radica la autora, Nueva York, escenario dúplex para dos historias en apariencia opuestas.  
            Entre los quehaceres de una asalariada del ámbito editorial, madre de dos hijos, y lectora en horas 24, para más señas, se le presenta una insólita aparición literaria, Contemporáneo por partida doble, y de quien suscribirá su itinerario por esa ciudad (aunque, por decirlo de alguna forma, ninguna urbe suele ser la misma): Todo empezó en otra ciudad y en otra vida, anterior a ésta de ahora pero posterior a aquélla. Por eso no puedo escribir esta historia como yo quisiera –como si todavía estuviera ahí en fuera sólo esa otra persona–. Me cuesta hablar de calles y de caras como si aún las recorriera todos los días. No encuentro los tiempos verbales precisos. […]
            En ese juego de tiempos (y de lecturas, por consiguiente), aparece ese extraño inquilino en la vida de la narradora, de improviso entre sus oficios lectores en la editorial donde trabaja. Entre White y Minni (jefe y compañera de trabajo, respectivamente) y una flota de autores tan disímiles como Carlos Díaz Dufoo Jr., Josefina Vicens e Inés Arredondo, aparece en escena un sujeto llamado Gilberto Owen: primero, como otro autor por editar (en aras de ser absolutamente novedoso, o por lo menos, de salir avante del paso editorial), para después volverse compañero de ruta por una ciudad que, como si en ello se definiera el concepto de ciudadanía, sigue tratando como forasteros a sus habitantes. Un viernes por la tarde, mientras hojeaba libros en la biblioteca de la Universidad de Columbia para llevar a la editorial […] di con una carta del poeta Gilberto Owen a Xavier Villaurrutia: “Vivo en Morningside Av. 63. En la ventana derecha hay una maceta que parece una lámpara. Tiene redondas llamas verdes…”.
Una vez que se convoca al otro narrador de esta historia, tanto la vida de la joven editora como la presencia del autor de Novela como nube, se alterna en un sube y baja de encuentros, vivencias (¿acaso ensoñaciones?) dentro de un ambiente repleto de ausencias. Para Owen, las de sus hijos, las de un prominente Federico García Lorca (aún en proceso de volverse poeta en Nueva York) y los ecos de Clementina Otero, inclusive hasta las de sus compañeros de ruta (Contemporáneos a la distancia); mientras que para ella, éstas se concretan en un marido guionista de entrada por salida, una bebé todavía sin hablar y en el hijo mayor, llamado el mediano, entre dos tamaños del asombro. ¿De qué es tu libro, mamá?/ Es una novela de fantasmas./ ¿Da miedo?/ No, pero da un poco de tristeza./ ¿Por qué? ¿Porque están muertos?/ No, no están muertos./ Entonces no son tan fantasmas./ No, no son fantasmas.  
Mientras la narradora transita por los andenes de la edición, en el tiempo que le queda libre se enfrasca en la escritura de una novela, donde personajes tan atípicos como Dakota (experiencia acústica en el abismo de la cubeta) y Moby (falsario vendedor de pasados artificiales) aparecen y desaparecen a su antojo; incluso, de tan subrepticios que son, no sabemos si fueron inventados, o simplemente están de paso, a la vera de otra historia para contar. Todo es ficción, le digo a mi marido, pero no me cree./ ¿No estabas escribiendo una novela sobre Owen?/ Sí, le digo, es un libro sobre el fantasma de Gilberto Owen. (¿Será cierto?) 
Respecto a la estructura de la novela, tanto los recuerdos de Owen como las andanzas de la narradora encuentran en el fragmento (llámese párrafo corto, apunte marginal, nota al calce, o tarjeta de visita) su recurso ideal para la sucesión y ulterior desarrollo de ambas historias, hasta finalmente fusionarse en una sola línea, donde se trastocarán dos mundos en oposición aparente, como dos trenes al paso en una estación del Metro (subway). Paréntesis aparte: cada uno de los fragmentos que conforman la novela, funcionan a semejanza de los vagones del Metro, es decir, como pequeños universos donde se delate una sensación inesperada, cita a ciegas con el destino, quizás invitación al viaje: El metro, sus múltiples paradas, sus averías, sus aceleraciones repentinas, sus zonas oscuras, podría funcionar como esquema del tiempo de esa otra novela./ El metro me acercaba a las cosas muertas; a la muerte de las cosas. […].        
            En las vidas paralelas de Owen y de la narradora editorial, dos personajes funcionan como sus leales correspondencias, enlaces entre el tiempo y la palabra: Homer Collyer y el mediano. En el primero, los recuerdos y el eco que de éstos queda en la vida, para Owen son la guía ineludible por parte de un vidente ciego; para el segundo caso, entre neologismos (trabajorio, Consincara, tornado de giraviento) y una enorme capacidad de asombro, latente en su proteico estado infantil, es para la narradora su tabla de salvación, antes que la realidad o la desmemoria la disperse hacia el silencio, cuyo cerco la bebé comienza a romper…   
Con todo, en esta novela se alternan sucesivamente dos universos en apariencia opuestos, con el fin de significarse en una ciudad donde hasta la más nimia ocurrencia (o neologismo, o bagatela coleccionable) resumen los latidos de una vida. Desde el territorio libre de la página en blanco, y en el empeño de conjurar fantasmas, siempre saldrán a nuestro encuentro uno, dos, tres, varias soledades a contrapunto, cuyas travesías interiores ejecutan un secreto mecanismo, capaces de remover hasta la sensibilidad más escondida de su lector en potencia, porque, después de todo, y como asegura Vicente Quirarte respecto de Gilberto Owen, “El escritor es el muerto que nunca acaba de irse”. Y en Los ingrávidos quede ya la evidencia de su transitoriedad. (Lo demás, sólo el tiempo… y los lectores.)
    
Valeria Luiselli. Los ingrávidos. México, Sexto Piso, 2011.

(1º/agosto/2014)

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