Ulises Velázquez Gil
“Las ciudades destruyen las costumbres”,
condenaba enérgico un José Alfredo Jiménez en una de sus canciones más
emblemáticas, lo mismo interpretada por María de Lourdes que por Joaquín
Sabina. Si nos adecuamos al contexto que vivió el guanajuatense ilustre, esto
es una señal de peligro, pero cinco décadas después, más que destruirlas, las
transforma de una manera desconcertante, o si se quiere, hasta descarriada. A
caballo entre la poesía y el ensayo, Hernán Bravo Varela, citadino emergente,
nos entrega en Historia de mi
hígado y otros ensayos un repertorio de doce imágenes que confirman
aquel cambio. Y como buen ensayista que se respete (aunque, en su caso, es todo
lo contrario), cuenta cómo le fue en la feria.
Uno de esos ensayos, “Como en
feria”, en efecto, consigna el surrealismo predominante en las ferias del
libro; concretamente, en la FIL
de Guadalajara. (La verdadera
Feria ocurre en su exterior, y el libro está por escribirse en una noche en
blanco.) Fuera de todas las actividades propias de una feria, Bravo
Varela reflexiona acerca de su carácter religioso, a semejanza de La Villa o de San Juan de los
Lagos; además, sus remembranzas resaltan el acto de la lectura como una
liturgia propia de laicos y locos metidos a la lectura, entre éstos, un vicario
singular llamado José Emilio Pacheco.
Volviendo a nuestras calles
conocidas, de los doce ensayos compilados, encuentro dos que se hallan
encabalgados por si naturaleza irreverente. Por un lado, “Elogio de lo nulo”
hace una crónica de las músicas secretas que cada individuo lleva por sus
venas, ocultas bajo el burocrático nombre de educación sentimental. Como
destellos de una luz inexplicable, las baladas encierran hallazgos dignos de
una ponderación más minuciosa y menos visceral, a la altura de tantos juicios
nuestros que, emitidos con supina idiotez, llegan a arrancar aplausos. Por el
contrario, “Orquesta vacía” es el contrapunto de dos aspiraciones musicales;
dirigir una música, o dirigirse en la música. Para el primer tópico, el autor
se sabe derrotado de antemano; para el otro, la victoria, pese a no esperarla
con anticipación, es lo único seguro. Y para ambos escenarios, el karaoke permite explayarse en
ello. Quien ha cantado en un
karaoke, lo sabe: ausente la música, deslumbrado por focos de setenta y cinco
watts, apenas se puede distinguir entre penumbras al público que se encuentra
allí reunido. Si Orfeo bajó a los infiernos al rescate de Eurídice,
no cabe la menor duda que se puede caer en ellos y salir airoso pese al
pronóstico reservado.
Para los casos de
“Permanencia involuntaria”, un lugar non
sancto adquiere carta de internacionalización: el baño. Blas
Matamoro confesó alguna vez extrañado que, estando en un bar en Nueva York, se
le ocurrió preguntar por dónde se encuentra el baño, y en inglés le
respondieron: Behind the blue door, y su mente comenzó a divagar acerca de la
puerta triste o lo triste que está le gente cuando va al baño. Sea cual sea el
estado de ánimo que uno tenga, sólo una cosa es segura de soportar, es decir,
“resistir la vieja música de cámara de su propio cuerpo al orinar, silbar,
toser o soltar sus flatulencias [y] está listo para escuchar la nueva sinfonía
del mundo con solicitud, buen ánimo y cordura”. Una de las cualidades que el
baño tiene por donde quiera que se vea, además de desahogar funciones
fisiológicas, es también como reducto de la privacía… intelectual. Marcelino
Menéndez y Pelayo y Jules Michelet, famosos usuarios suyos, entran en escena
gracias al mirón escatológico que pintó Mario Vargas Llosa en Los cuadernos de don Rigoberto.
Aunque se vea, a la primera de cambios, como un ensayo algo escueto en tamaño,
la profundidad del tema queda más que evidente. Inclusive, desde el uso que se
le da al adjetivo privado,
procedente de un verso de San Juan de la Cruz hasta el engorroso aviso de ocupado sobre la puerta del
retrete.
La intuición cinematográfica
del atípico Stanley Kubrick, la impuntualidad de Marilyn Monroe, la mirada
sesgada sobre el camaleón y hasta una serie de silogismos aprobados por Margo
Glantz, no tendrían mayor importancia si nos olvidáramos del ensayo que da
nombre al libro: “Historia de mi hígado”, bitácora de un descarriado ungido al
hedonismo cuando cae preso por la hepatitis. “Hay que aprovechar las ventajas
de la enfermedad”, sugería Pascal en sus Pensamientos
y la lista de obras literarias generadas en ese leitmotiv llenaría el poco espacio del que
dispongo; para Bravo Varela significó un impasse
que lo motivó a replantearse su humanidad (entiéndase esto como ser humano,
claro). Antes consideraba al
cuerpo mi más discreto cómplice. Aun en los instantes de mayor plenitud, debía
conformarse con ser testigo presencial de sus mismas obras. Cuánta nobleza:
permitir tres orgasmos en una sola noche, la degustación de una comida
interminable, una proeza atlética o el saldo blanco de un fin de semana en los
más bajos fondos sin pedir nada a cambio, sin protagonismos –y, sobre todo, sin
antagonismos. (¿Réquiem para un sueño? No lo creo…) Sin embargo,
contar su experiencia de la enfermedad –sin más referentes que César Aira,
Roberto Bolaño y hasta sí mismo– recupera en esas líneas un tiempo que fue, con
todo y sus dislates, pero no lo añora en demasía, sino que lo recrea para
seguir avante.
Y si se trata de seguir adelante, “Punto
de rompimiento” recupera su experiencia como tenista en entrenamiento,
compaginado con algunas similares en el mundo del deporte. Por ejemplo, Robert
Frost, poeta y corredor de fondo, es, para él, su paradigma más cercano. (No
cabe duda que la remembranza es un deporte de alto rendimiento.)
Con todo, Historia de mi hígado y otros ensayos
consigna los pasos (¿perdidos?), los recuerdos y el aprendizaje de un escritor
empeñado en el oficio en horas 24 de vivir la ciudad, incluidos también los
altibajos a los que se haya sujeto. Doce ensayos (¿peregrinos?), como crónicas
de un descarriado, que dibujan aspectos muy peculiares de ese viandante llamado
Hernán Bravo Varela. Si me permiten decirlo, este libro (ganador del primer
lugar en la categoría de Ensayos, dentro del certamen Letras del Bicentenario 2010,
convocado por el Gobierno del Estado de México) es a Bravo Varela lo que Enseres para sobrevivir en la ciudad
para Vicente Quirarte, Réquiem
para un Ángel para Jorge F. Hernández, o Tránsito para Claudina
Domingo, es decir, las consecuencias del cambio de costumbres de una ciudad que
se nos escapa impunemente de las manos; aunque también existe un espacio para
la esperanza y la memoria, hallando decoroso reducto en sus páginas. Por último,
si José Alfredo Jiménez hubiera conocido a Hernán Bravo Varela, seguramente
este último le daría la razón, porque, entre dos descarriados, la única que
conocen sólo entiende de dolores en común. (Se
non è vero, è ben trovato.)
Hernán Bravo Varela. Historia de mi hígado y otros ensayos.
Toluca, México, Gobierno del Estado de México / Secretaría de Educación, 2011.
(Biblioteca Mexiquense del Bicentenario. Letras, 25. Ensayo)
(9/marzo/2012)
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