viernes, 1 de junio de 2012

Boticario y bibliógrafo

Ulises Velázquez Gil
(@Cliobabelis)

En el mundo de la medicina, ha existido una sana convivencia entre dos tendencias cuya toral misión de cuidar la salud no se discute ni se negocia. Entre alópatas (que curan lo semejante con su contrario) y homeópatas (los similares se alivian entre sí), así anda el juego y cada quien es libre de elegir el remedio que más le acomode. Después de todo, la salud, como la cultura, es un derecho.
            Un bibliófilo por los cuatro costados, Adolfo Castañón (México, D. F, 1952), a lo largo de más de media vida entregado a las letras mexicanas, ha sabido administrarnos en pequeñas y grandes dosis sus saberes encontrados gracias a la lectura, así también con otro tipo de lectura, una que se conforma por viajes, conversaciones, la vida misma; en ambos casos, llevando a efecto lo que su padre –hombre de leyes y de libros– decía: para conversar con él, su interlocutor debía convertirse en libro y, por añadidura, conocerlo a fondo.
            Como todo autor incipiente que se respete, Castañón comenzó su trayectoria literaria con un volumen de poesía, El reyezuelo, y su travesía editorial con una revista juvenil, Cave Canem, pero su acendrada francofilia lo ha conducido por los senderos de Michel de Montaigne, acompañado, desde hace más de treinta años, por una bellísima e inteligente compañera llamada Marie Boissonnet. (A la sazón, maestra de francés de quien esto escribe hace un buen rato. C’est la vie.)
            Otra forma de leer el mundo desde la mirada castoñesca, es el trabajo editorial. Desde la segunda mitad de los años 70, y hasta el comienzo de los dosmiles, Castañón trabajó en una de las casas editoriales más prestigiadas de México, el Fondo de Cultura Económica, dictaminando libros y aprendiendo el oficio de la investigación; un preclaro ejemplo de ello, los quince tomos que componen las Obras Completas de Octavio Paz. Y mientras la mayéutica editorial hacía de las suyas, aquel editor también preparaba su propia bibliografía, muestrario de pasiones y obsesiones donde la conversación que buscaba su padre se lograba a plenitud, con miras a fortalecer tres tipos de experiencia: vivencial (Los oficios del editor, El jardín de los eunucos, Recuerdos de Coyoacán, Viaje a México), vicaria (Arbitrario de literatura mexicana, América Sintáxis, Alfabeto de las esfinges, La gruta tiene dos entradas) y virtual (A veces prosa). En todos los casos, un curioso impenitente.
            Entre su vastísima bibliografía, que comprende ensayo, cuento y poesía, hay un autor (o una literatura, si se prefiere) fundamental para Castañón, cuyo esmero y dedicación se refleja tanto en libros como en empresas culturales en común. Nos referimos, sin duda, a Alfonso Reyes, polígrafo y diplomático de tiempo completo, quien formó parte de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1918 –primero, como académico correspondiente, en 1940 ascendió a numerario– hasta su muerte en 1959, ostentando el cargo de Director general. Medio siglo después, su obra sigue suscitando enorme interés igual a críticos como a lectores: la edición en siete volúmenes de su Diario, por ejemplo.
            El 10 de marzo de 2005, la Academia Mexicana de la Lengua recibió oficialmente a Adolfo Castañón como académico de número, sexto ocupante de la silla II, cuidada con anterioridad por Héctor Azar y Francisco Monterde. Aunque para aquel tiempo la Academia ya se había trasladado a su sede actual en Liverpool 76, para la ceremonia de Castañón el viejo edificio de Donceles 66 recobró algo de su gloria de antaño.
Su discurso de ingreso, Trazos para una bibliografía comentada de Alfonso Reyes, con especial atención a su postergada antología mexicana: “En busca del alma nacional”, amén de compartir sus gratas remembranzas del dramaturgo Azar y el crítico Monterde, Castañón recupera una añeja intentona alfonsina: una antología de textos de y sobre México que el propio Reyes pensaba realizar, “un proyecto que lo acompañará como tal desde entonces hasta su muerte: la antología de escritos mexicanos que en ese 1926 se titulaba: En busca del alma nacional. […] El proyecto recibiría otros títulos: el último sería Horizontes mexicanos, como se bautizaría a la selección que en noviembre de 1959 […] trabaja con el entonces joven editor y escritor Gastón García Cantú”. Dentro de esa larga y fructífera empresa, obras como Visión de Anáhuac e Ifigenia cruel quedarían intactas, tal y como Reyes las concibió, mientras que, por otro lado, se le agregarían textos ex profeso, como algunas cartas y varias notas necrológicas sobre colegas y amigos. Finalmente, Castañón pondera también los libros fundamentales para adentrarse en ese universo llamado Alfonso Reyes, aunque, está de más decirlo, la mejor manera de conocerlo es leyéndolo. A guisa de bienvenida, José Luis Martínez celebró su ingreso con la fraternidad que sólo la admiración por Alfonso Reyes puede ofrendar. (Los tres, en distintas épocas de la vida, han hecho de los libros, más que una obligación con la cultura mexicana, un modo de vida.)
A principios de este año, la Academia Mexicana de la Lengua le encomendó una gran responsabilidad al autor de Alfonso Reyes: caballero de la voz errante: el cargo de Archivero-Bibliotecario, antecedido por Vicente Quirarte, José G. Moreno de Alba y Andrés Henestrosa. (Para un íntegro hombre de letras, una prístina misión.)
Por la peculiar naturaleza de su bibliografía, a Adolfo Castañón podría considerársele como una especie de boticario, administrando con sabiduría y franqueza los saberes adquiridos con el tiempo; para curar la pesadumbre editorial, le inyecta vitalidad a la literatura, plural en forma y fondo. Sea como sea, Adolfo Castañón sabrá recetarle buenos remedios a una corporación más que centenaria, con miras hacia la impecable salud de las letras mexicanas. (Contemos con ello, de verdad.)