lunes, 25 de febrero de 2008

El calendario contraataca

En estos últimos días, donde las ferias del libro y las mudanzas documentales están a la orden del día, me he sentido presa de un pequeño objeto que (¡ay, Dios!) cómo nos hace la vida imposible: el calendario. Y más ahora cuando, al iniciar el día, tengo que enfrentarme con uno de hojas desprendibles. Pero vayamos por partes.
Desde el inicio de los tiempos, medir el tiempo (y su paso, claro está) ha sido de imperiosa necesidad para la sobrevivencia del hombre; cada época histórica originó sus propios instrumentos para hacerlo, pero aún así, el tiempo se iba -literalmente- como agua. Así que para tener un mayor control del propio tiempo, se creó el calendario. Mediante éste, ya se tenía algo de control al respecto, pero digamos que no suele ser así, porque cada cultura y/o civilización, tenía su propia versión del calendario. (Para los judíos, el tiempo rebasa la frontera de los 4 miles; los musulmanes andan en su séptimo -¿octavo tal vez?- siglo de vida, y mientras tanto, nosotros, católicos irredentos, navegamos por las aguas del vigésimo primer siglo. ¡Qué tal!) Pero sobre esas minucias históricas, habrá otro tiempo y con mejor documentación para hablar de ello.
Ahora bien, un calendario como objeto cumple muchas funciones, además de la primaria que es anunciarnos el tiempo que corre. Digna es de notar la documental e ilustrativa. Recuerdo que, cuando niño, mi padre me regaló un calendario de la Lotería Nacional; cada mes iba acompañado por una fotografía de las obras artísticas del patrimonio arquitectónico de México, como, por ejemplo, Chichén-Itzá, la catedral de Puebla, la ciudad de Guanajuato o nuestro Zócalo multiusos en la Ciudad de México. Y, claro, cada fotografía bien acompañada con su respectiva nota explicativa. Dentro de este estilo de calendarios, se incluyen los que, anualmente, prepara el Archivo Calles-Torreblanca (con imágenes del México revolucionario del s. XX), los que regala El Colegio Nacional con la obra artística de sus miembros, y me atrevería a decir que hasta los de índole artística que venden en las librerías. (Paréntesis aparte: el non escritor Héctor Anaya prepara y difunde uno muy peculiar. Su Calendario de la Lectura y la Escritura, además de la excelente selección fotográfica y de dibujos sobre escritores, a estas alturas del partido se he vuelto herramienta necesaria para la difusión de la cultura en México. Y, claro, porque la cultura es cosa de todos los días.)
También hay que resaltar una variante muy popular, donde las hojas desprendibles pueden abarcar cada día o la friolera de dos meses. Regularmente, tanto pequeños com medianos negocios como estanquillos, carnicerías, reparadoras de calzado o boutiques de ocasión, escogen esa variante para agradecer la preferencia de sus clientes, ilustrado con el cromo de su elección, desde las fotos de bebés en situación humorística hasta la clásica fotografía de una ciudad europea. Respecto a los de día desprendible, al reverso de cada papelillo, desde recetas de cocina, consejos prácticos para el hogar hasta frases célebres y chascarrillos de gusto variopinto, hacían su aparición para hacer, del día en curso, graficante o, al menos, decente. (Otra función au ralenti: sirve como cuadro de ocasión para adornar la pared dondequiera que se coloque.)
La variante más práctica (e doblemente engorrosa) es el calendario de bolsillo. Sus costos de producción son mínimos -en apariencia- y se puede llevar a donde sea. (La razón de estas notas se relaciona con este tipo de calendario, pero me explicaré mejor.) En el mes de noviembre, después de una agradable tarde en las instalaciones del INEHRM, una amiga mía, Elvia Luna, me regaló un calendario 2008 de bolsillo que sacó un importante banco. Le agradecí sobremanera ese pequeño gesto porque el que traía en la cartera ya no sería para nada. (Cuestión de reemplazos.) Aquello fue el comienzo de una larga y sinuosa cadena de eventos. A la semana siguiente, el vigilante de mi colonia, como antesala de la gratificación navideña, me obsequió un calendario semejante, pero hecho de un material muy sencillo, que corrió con la misma suerte que el bancario: lo metí entre las hojas de un cuadernillo azul, mismo que uso para anotar de todo. (Y conste que no es María Roiz.) Y para acabarla de rematar, pasaba frente al Centro Cultural de España, allá por la calle de Guatemala, cuando un dependiente del centro me obsequió un programa mensual de dicho lugar ¡¡con un calendario 2008 en su interior!! ("¡A la libreta!", me dije con pesar.) Y de allí, pa'l real. Vaya, hasta llegué a pensar que todo ello era un compló en mi contra por decir a los cuatro vientos que detestaba el tiempo. (Y bien que me dejo avasallar por él. ¡Qué lata!)
Sea cual sea su toral función, no cabe duda que un calendario conserva intacta su principal naturaleza. De cualquier manera, con o sin tiempo encima de uno, lo necesitamos, aunque nos duela. Por mi parte, sé que los calendarios que traigo en mi libreta tendrán un usuario menos prejuicioso y sin el prurito que tengo encima. (Habrá un día...) Y, a pesar de todo esto, cuando diciembre tenga la última palabra, jugar de nuevo ese juego de toma y daca que comienza, sin tapujos, cuando nuestro tendero de confianza nos extiende, junto con la mercancía, el cambio y un "Muchas gracias", un nuevo calendario para el año entrante y que Dios nos agarre confesados. (Auch.)

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