miércoles, 14 de noviembre de 2018

Prontuarios de la memoria


Ulises Velázquez Gil

Una historia intercalada en el filme La eternidad y un día, del cineasta griego Theo Angelopoulos, versa en torno a un poeta que, a fuerza de recobrar su lengua materna y escribir un canto de amor a su patria, le “compra palabras” a la gente que se cruza en su camino, retribuyéndole de forma generosa por ello. En el diario empeño de la vida por abrirse paso, todos compramos palabras, es decir, nos hacemos de ellas en el buen sentido, y así comunicarnos con el resto del mundo, de inscribirles un fragmento de la memoria propia. 
Luego de sus navegaciones por las redes sociales (cuya bitácora lleva por nombre #Enredados), Laura García Arroyo nos entrega un nuevo libro, donde el encanto del “¡ábrete sésamo!” ronda por sus páginas: Funderelele y más hallazgos de la lengua, resultado de sus andanzas y maestranzas por diccionarios y constantes lecturas, así también por las conversaciones y encuentros con sus colegas, amigos y gente de a pie. Este libro pretende dar una muestra de las diferentes formas en las que uno se topa con nuevas palabras y narra en primera persona cómo algunas llegaron a mí, a mi vocabulario, a mi vida. Cómo las hallé, o me hallaron, cuándo empezó mi historia con ellas y como el descubrimiento de cada una llegó de la manera más inesperada, extraña, peculiar e impredecible. O no tanto. Porque las palabras desconocidas nos rodean, siempre están ahí
En Funderelele se reúnen 71 palabras, a guisa de “diccionario personal” que no sigue un orden estrictamente alfabético -similar a los diccionarios del orden común-, sino más bien afectivo y vivencial, donde cada palabra […] se convierte en feliz encuentro en el que un nuevo término pasa a formar parte de un léxico que va creciendo y con él, el mundo y nuestra forma de existir en él. Sin embargo, hay otras palabras que nos resultan ajenas en la vida diaria, mas no para los diccionarios ni para los oficios que las usan para provecho propio. Tal es el caso de aporcar, término propio de la jardinería, y que para Laura García Arroyo tiene un significado entrañable, que le remite a su abuelo: […] tenía un rincón especial: una huerta en la que veíamos crecer jitomates, lechugas, zanahorias, papas y algún experimento que a veces terminaba en el plato. “Me niego a que mis nietos piensen que las verduras nacen en los supermercados”, decía mientras preparaba la herramienta y nos reunía en fila para darnos instrucciones
Una maestra mía de grato recuerdo en la carrera de Letras Hispánicas solía decir que en la lengua materna dos cosas son ineludibles: contar e insultar. Y como cada texto de Funderelele tiene su propia historia, dejemos que la segunda opción nos sirva para llegar a otra palabra de interés para la autora, coprolalia, de la que comparto el siguiente fragmento:  Es como un acto reflejo. Bajo del avión y en cuanto piso Barajas mi vocabulario ibérico más grosero empieza a dispararse sin control. Es como si estuviera contenido aguardando ese momento para salir y explotar como fuegos artificiales. Y cuando se trata de develar el otro lado de la figura pública (de dichosa vista por la tevé), con glosofobia uno se da cuenta de que todos tenemos algo en común: La gente cree que no me pongo nerviosa frente a una cámara de televisión. Claro, después de dieciséis años al aire la cosa no ha mejorado, pero lo que no saben es que los dos primeros años hasta me daba fiebre durante el dichoso programa. 
Un ensayo de Raymundo Ramos sobre Roland Barthes, Hifología (palabra que seguro sería del interés de Laura García, me imagino), comienza con una frase devastadora por sencilla: Amamos los neologismos. A lo largo de las páginas de Funderelele aparece uno muy peculiar, nomofobia, que nos revela una instantánea poco sonada de su autora: Yo lo descubrí en 2014, en mi tercera visita a un centro de atención a clientes en busca de mi cuarto aparato del año. No, no fue una terapia de choque para aprender a vivir sin celular, fue más bien el acercarme a los cuarenta y darme cuenta de que mi memoria se estaba saturando y de repente me resultaba más fácil dejar olvidados objetos en lugares a los que no sabía volver. (¿Ya descubrieron de qué va la palabra? No lo digan… a menos que sea para recomendar su lectura.) 
Mientras proseguimos la travesía por las palabras enumeradas en este libro, una y otra vez caemos en la cuenta de que algunas de ellas no nos suenan a la primera de cambios, pero a medida que se tome alguna al azar, por un lado, contamos con el significado concreto, breve, “de diccionario”, y, por el otro, un texto más amplio al respecto, a caballo entre el ensayo y la memoria, donde quede asentada la preferencia (fidelidad, diríase) de la autora por esa palabra: virgulilla, tija, petricor, paparrucha (favorita de las redes sociales, en particular de un sujeto de infausta presencia, allende la frontera norte), letológica -algo extraña para una mujer de palabras, qué cosas-, y la que da nombre al libro; con todo y su “incierto” origen, sigue ganando batallas una vez que se hace de un lugar en nuestro vocabulario. Me gustan las palabras que bailan. Esas cuyas sílabas transmiten ritmo, sonoridad y prácticamente provocan una sonrisa al pronunciarlas y al escucharlas. Es el caso de funderelele, que se convirtió en una de mis favoritas desde que la conocí
(Paréntesis aparte. Cuando Milan Kundera preparaba sus “Sesenta y siete palabras”, suerte de glosario que enumera los tópicos que predominan en su obra narrativa, al saber del sismo que sacudió a la Ciudad de México en septiembre de 1985, le preocupó el destino de un colega y amigo suyo que vivía allí; días después de que éste diera señales de vida, Kundera, en señal de gratitud, incluyó el nombre de su amigo dentro de su vocabulario personal.) 
A semejanza de Milan Kundera, Laura García incluyó en esas 71 palabras tremofobia, cuyo texto cuenta con una extensión mayor respecto de los demás, y se enfoca en contarnos su experiencia con los temblores; particularmente, el ocurrido el 19 de septiembre de 2017 en la Ciudad de México, cuyos resabios aún permanecen: […] Los llegados a esta ciudad después del ’85 hemos vivido varios temblores de diferente intensidad, pero ninguno como el del 19 de septiembre, dos horas después del simulacro que nos recordaba el desastre anterior. […] Ese día me convertí en tremofóbica. (Después de leer el texto de marras, se podrán decir muchas cosas, pero nunca esperaremos indiferencia del lector. Así con las palabras.) 
En suma, acercarse a Funderelele y más hallazgos de la lengua nos recuerda, brevemente, nuestra naturaleza como seres hechos de palabras, quienes a semejanza del poeta descrito en el filme de Theo Angelopoulos -que mencioné al inicio de estas líneas-, encontramos en las palabras el camino a seguir. Para quien decida hacer suyas estas 71 -en espera, siempre, de aumentar su número-, descubrirá otras maneras de asir el tiempo, prontuarios de la memoria que nos ayudan a encontrar nuestro lugar en el mundo, con todo y sus altibajos. 
En el panorama actual de las letras mexicanas, Funderelele tienen un justo lugar, junto a Los pegasos de la memoria de Beatriz Escalante (por su condición híbrida, que hilvana memorias con ensayo) y el Diccionario del caos de Fernando Rivera Calderón (en aras de enunciar los pasos dados por la realidad); pero el camino es amplio y todavía nos depara grandes sorpresas… 
Quede en ustedes, lectores, sumarse a esa travesía, y hacerse en el camino de nuevas acompañantes, en espera de que cada día sea una maravillosa escala de vida. (Así sea.)

Laura García Arroyo. Funderelele y más hallazgos de la lengua. México, Destino, 2018.

(7/noviembre/2018)

lunes, 5 de noviembre de 2018

Lunas 2018: encuentros y regresos

Hace tiempo, cuando hacía referencia a cosas gratas o conocidas que me sacaban una sonrisa o, por lo menos, un grato recuerdo, siempre soltaba la siguiente frase: Nada como volver a los viejos puertos, y al momento de escribir las presentes líneas, la empleo de nueva cuenta para un suceso anual que espero con enorme alegría: las Lunas del Auditorio
Luego de varias sorpresas por correo electrónico y de una pasarela de invitados posibles, quien esto escribe, por sexta vez consecutiva (y séptima, en nueve años), consiguió entradas para la XVII entrega del galardón que concede el Auditorio Nacional a lo mejor del espectáculo en México: cuatro boletos, tal y como me sucedió en 2014 y el año pasado. 
Después de una breve caminata desde la parada forzada donde me dejó el camión, llegué al Paseo de la Reforma e hice dos cosas ineludibles: contemplar el gentío en torno a la alfombra roja (donde desfilaron tanto artistas nominados como gente del medio musical y de la tevé) y saludar a un viejo amigo, el Auditorio Nacional, mientras llegaban mis invitadas: una arquitecta dinámica e inteligente, y la sofisticada internacionalista con quien estuve en 2016. 
Cerca de las 7:30, Lupita, mi amiga arquitecta, hizo su gloriosa llegada, una vez que logró sortear los imprevistos de la Línea 7 del Metro. Mientras llegaba Mónica, mi amiga internacionalista, platicamos acerca del talento artístico que veríamos a lo largo de la ceremonia, pero también de nuestras escalas en el llamado “coloso de Reforma”. “Sólo estuve aquí para una obra de teatro, hace mucho tiempo”, me confesó Lupita. En cambio, para mí, ya eran varias ocasiones que andaba por ahí, y en particular esta edición de las Lunas es un “regreso a casa”, porque en 2008 entré por primera vez al Auditorio Nacional y vi a Edith Márquez, cantante confirmada en el elenco de 2018. A diez minutos para las ocho de la noche, Mónica llegó al lugar citado y muy bien acompañada. Una vez hechas las presentaciones, los cuatro ingresamos por la parte izquierda del auditorio. 
Como llegamos al filo de la hora, nos acomodaron en la parte superior del segundo piso, pero los lugares disponibles escaseaban, así que resolvimos salir de ahí y correr hacia la parte derecha del auditorio. “Esto me recuerda la película Ocho y medio, donde los personajes van de un lado a otro”, les dije. Por fin, encontramos lugares disponibles… pero pegados al techo del auditorio. Una vez sentados, a las 8:15 pm comenzó la ceremonia. Café Tacvba fue el grupo encargado de abrir el espectáculo, en cuya participación interpretó sendas canciones del Jei Beibi, su álbum más reciente: “Futuro” y “Olita de altamar”. Al término de su participación, se presentaron los conductores: Paola Rojas (de frecuente presencia en ceremonias anteriores), Natalia Téllez (también constante desde 2016) y Arath de la Torre. 
Durante tres horas y pico, disfrutamos de maravillosas participaciones musicales, categorías de clásica presencia y los reconocimientos especiales que cada año confiere el Auditorio Nacional; la Revelación de este año fue el cantautor El David Aguilar, mientras que el Teatro de la Ciudad de México “Esperanza Iris” recibió el reconocimiento como Recinto Emblemático. Por el lado de las Trayectorias, Horacio Franco, el bailarín Isaac Hernández y Patricia Reyes Espíndola fueron los galardonados de la edición 2018. 
Respecto a los números musicales, de la energética participación de Café Tacvba pasamos al bolero y la canción ranchera con Edith Márquez; mientras que una selección del musical Los miserables nos llegó al alma (y al borde de las lágrimas, como me suele pasar con los musicales). Para los amantes de la música de banda, La Arrolladora Banda El Limón de René Camacho les cayó como anillo al dedo, y para las jóvenes espectadoras, Mario Bautista, con todo y que hace tres años le tocó hacerla de conductor. (Recuerdo que se hizo chiquito cuando estuvo frente a Paul van Dyk, pero por algo se empieza ¿no creen?) Una vez que terminó su participación, pasamos al intermedio, donde Mónica y su novio fueron al baño, mientras Lupita y quien esto escribe revisamos nuestros teléfonos y sacamos fotos. Cuando Mónica volvió, me comentó que cerca del cuarto para las once, dejarían el lugar, por compromisos ineludibles; de cualquier manera, agradecí su presencia y que aquellas palabras de 2016 (“¡Ya quiero mi boleto para el año entrante!”) siguen vigentes para 2019. Terminó el intermedio y el siguiente grupo que entró a escena fue Love of Lesbian, agrupación barcelonesa de rock, cuya participación me dejó en 50-50, es decir, “Bajo el volcán” me aburrió, pero “Manifiesto delirista” me levantó el ánimo. (“Es buen grupo, pero me quedo con Dorian”, le decía a Lupita y a Mónica.) Y cuando terminó la segunda canción, Mónica y su acompañante dejaron el auditorio. Prometimos vernos más seguido, porque “sólo en ocasiones así podemos vernos”. Asentimos por entero. 
El resto de la ceremonia lo pasamos muy bien Lupita y yo; al momento que los conductores presentaron a Yuri, cuando anunciaron un dueto de ella con el trio Matisse, Lupita se emocionó tanto que al momento de escuchar “Cómo le hacemos”, se apresuró a grabarlo en su celular y recordarlo cuantas veces quisiera. (Me recomendó que escuchara a Melissa, la vocalista, en su canal de YouTube, y descubrir que también como solista destella talento.) Luego de varias categorías y un reconocimiento especial, Sofía Reyes subió al escenario para cantar un éxito suyo, “1, 2, 3” (y conste que no es anuncio de crema para el pelo), y minutos después, la Única e Internacional Sonora Santanera nos metió mucho ritmo con sus clásicos de antaño y con una versión muy particular de “El yerberito moderno”. (Sólo faltó el “¡azúcar!”, si me permiten decirlo…) Y como grand finale, ¡Fey!, quien salió de entre el público, interpretando una versión muy nostálgica de “Gatos en el balcón”, para luego seguirse con un popurrí de sus grandes éxitos, eso sí, con arreglos nuevos y muy ad hoc para los tiempos actuales. (Vaya, con decirles que me levanté de mi asiento para corearlas y bailarlas. Si me vieran mis hermanos, que sí son fans suyos…) 
Casi llegada la medianoche, el público emprendió la salida del auditorio después de haber disfrutado de un grandioso espectáculo, donde todos los gustos quedaron más que complacidos; mientras la gente hacía fila para entrar al baño, Lupita y yo buscábamos un programa de mano debajo de los asientos, en los pasillos o incluso en los botes de basura: “No me voy de aquí sin mi programa de mano: ¡los colecciono!” (Hice lo mismo con una amiga nuestra, en 2015, y cerca de los baños encontramos varios ejemplares desechados u olvidados…) A medida que entrábamos y salíamos, nuestros teléfonos se llenaban de fotos propias y del Auditorio Nacional, y cuando ya me había hecho a la idea de no tener mi programa de este año, en el bote de basura de la entrada vi uno y no lo pensé dos veces para sacarlo de ahí. Pasadas las doce de la noche, emprendimos el regreso, al fin que llevamos el mismo camino (literalmente). 
Cada año que acudo a las Lunas del Auditorio, siempre me obsequia nuevas propuestas musicales por escuchar más adelante (en 2016 supe de Marlango, y en esta ocasión, de Love of Lesbian), sobre todo, maravillosas amistades e invitadas que hacen posible estos instantes. (Me hubiera gustado juntar a mis invitadas de años anteriores, pero la vida siempre hace de las suyas…) Ahora sólo queda coordinar agendas y planear la logística para responder correctamente las dinámicas para asistir a la décimo octava edición, para finales de octubre de 2019, diez años después de mis primeras Lunas. (Después de todo, nada se compara al “volver a viejos puertos”, ¿no lo creen así?)