miércoles, 1 de marzo de 2017

Narrar la memoria

Ulises Velázquez Gil

En el portentoso prólogo de Memorias y autobiografías de escritores mexicanos, antología publicada en la Biblioteca del Estudiante Universitario de la UNAM, Raymundo Ramos nos lanza una sentencia tan certera como incendiaria: Recordar es un arte difícil. Para quienes hacen de la memoria una extensión de la vida y de las letras, lo más difícil no es contar las cosas cómo fueron ni como se recuerdan, sino serle fiel al suceso vivido, cosa que hoy en día no consiguen (ni por tantito) autobiografías complacientes ni testimoniales bisoños.
Sin embargo, de entre toda esa palabrería vuelta estrategia de mercado, autobombo, o signo de los tiempos (imagínense por qué), viene a mi mente una frase latosa cuando de tomar a la memoria como escudo de armas se trata: Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga, proveniente de una de las más grandes novelas mexicanas del siglo XX: Los recuerdos del porvenir de Elena Garro.
Conocida como narradora (La semana de colores, Andamos huyendo Lola, Los recuerdos del porvenir) y dramaturga (Un hogar sólido, El árbol, Felipe Ángeles), a Elena Garro (1916-1998) no le eran ajenos otros géneros, como la poesía (recientemente reunida y publicada bajo el cuidado de Patricia Rosas Lopátegui), el periodismo (entrevistas y reportajes a diestra y siniestra) y el ejercicio memorialista, es decir, su incursión en el campo donde lo difícil no es recordar, sino serle fiel al recuerdo.
En la segunda mitad de los años 30, en México, varios escritores y artistas agrupados en la Liga de Escritores Antifascistas Revolucionarios (LEAR) fijaron su mirada hacia España, en aras de ofrendarle su talento y su pasión a favor de una empresa de buenas razones y muchos amores llamada Segunda República Española, en ese momento endeble por la guerra civil donde los bandos republicano, fascista y monárquico se arrebataban el porvenir del país. Ante ello, voluntarios de diversas partes del mundo (agrupados en las llamadas Brigadas Internacionales) se integraron al frente republicano para reforzar sus defensas. Y aunque fue notable la participación en el ámbito bélico, digno también es de resaltar la participación en el campo intelectual y artístico, tal y como lo demostraron los representantes mexicanos de la LEAR, como Juan de la Cabada, Silvestre Revueltas, Fernando Gamboa, David Alfaro Siqueiros, y dos jóvenes de talento explosivo: Octavio Paz y Elena Garro.
De prosapia ibérica por vía paterna, Elena Garro encontró en la España de la guerra civil tanto personajes interesantes como sucesos inusitados, de los que da fe en un señero volumen llamado Memorias de España 1937 (México, Siglo XXI, 1992), hasta el momento el único de sus libros dedicado exclusivamente al ejercicio de la memoria. (Más lo que se acumule en aquel baúl con esencia felina resguardado por la Universidad de Princeton.)
Conformado por dieciocho capítulos, Elena Garro nos comparte su experiencia y sus andanzas por Madrid, Valencia… y el campo de batalla. En aquellos días yo era menor de edad, en España había una guerra civil y en México se daban de bofetadas en la calle los partidarios de uno y otro bando. Los mexicanos acudían a la embajada española para enrolarse en el ejército español. “Sí, sí, pero ¿en cuál bando?”, preguntaban los funcionarios. “En cualquiera, lo que quiero es ir a matar gachupines”, contestaban. Al menos eso se decía… […]
En ese momento, una joven cuya vida se repartía entre la danza contemporánea, el teatro y una inmensa (e intensa) pasión por la lectura, no sabría el giro que habría de dar su vida en ese atribulado 1937 en España. El viaje a España fue feliz. Yo, sin saber cómo ni por qué, iba a un Congreso de Intelectuales Antifascistas, aunque yo no era anti nada, ni intelectual tampoco, sólo era estudiante y coreógrafa universitaria. El barco inglés “Empress of Britain” era imponente y el capitán me mandó flores a la mesa, porque Nicolás Guillén y Juan Marinello hicieron correr la broma de que yo era una estrella rusa de ballet, que viajaba de incógnito. “La Pacecita tiene madera de artista”, decía Juan Marinello, a quien yo, por majadera, llamaba Juan Martinelo, pues siempre hablaba de Martí…
Estrella rusa del ballet, inglesa de cascos ligeros, ¡agente secreto, estilo Mata Hari!... Por epítetos y adjetivos, no paraban sus compañeros, y de cierta forma le “ayudaban” a conseguir cigarros Lucky Strike, o al menos un trato menos difícil cuando se vivía a salto de mata.
Pese a las circunstancias que le rodeaban, es decir, con la política como el pan de todos los días, para Elena su viaje a España fue una enorme oportunidad para ir más allá del charco atlántico, donde París, Francia, le era más interesante que la causa republicana enarbolada por sus coetáneos, como los cubanos arriba mencionados y un Alejo Carpentier tan lejos de Cuba y tan cerca de los Campos Elíseos, a los que les augura un mal destino andando el tiempo.
Una característica de la obra elengarriana, según Emmanuel Carballo, es la inclusión de personajes reales en su narrativa, a guisa de homenaje, o para consumar una vendetta literaria. (En Los recuerdos del porvenir se pueden encontrar ambas: por un lado, Ixtepec, pueblo donde se desarrolla la novela, remite a la Iguala de su infancia, y por el otro, convierte en boticario al poeta y traductor español Tomás Segovia. Un cuento de La semana de colores está protagonizado por Eva y Leli, a primera vista, Elena y su hermana Devaki cuando eran niñas.)
Dentro de los linderos de la memoria, los personajes reales aparecen sin filtro, es decir, tal y como se dejaron ir en el tiempo. De los más entrañables que aparecen en Memorias de España, están el narrador campechano Juan de la Cabada y los poetas españoles León Felipe y Luis Cernuda, de quien tenemos la siguiente estampa: En Valencia, cuando me escapaba a la playa, veía todos los días a un inglés tendido sobre una toalla blanca y con un bañador azul. […] No fue él quien me dirigió la palabra, fui yo: “¿Usted es inglés?” “No, soy español.” “Pues tiene un color más bonito que el mío”, dije. “Es que hace más tiempo que vengo a la playa”, contestó. “Yo casi no puedo venir. Estoy casada con un poeta y a esa gente no le gusta el deporte…”, dije. El joven rubio enrojeció aún más: “Yo también soy poeta, me llamo Luis Cernuda”, dijo. Casi no supe que decir, pero vi que era verdad que Concha Albornoz era su única amiga. Concretamente, con Juan de la Cabada logra una fuerte amistad mientras transcurre el viaje por España; además de “vigilarlo” por encargo de los “camaradas” para que escribiera su “Taurino López” (uno de sus mejores cuentos), con De la Cabada improvisaba romances jocosos para que el trayecto hacia otros frentes fuera menos pesado. Y qué decir de León Felipe, cuya mirada no cesaba de sorprender a Elena. (Seguro que ya presentía el carácter melancólico de su ulterior poesía…)
-¿Qué pasa, León Felipe?
-Me duele España, chiquilla, me duele…
También a mí me dolía.
(Esa dolencia persistió tres décadas después, como transterrado, en la tierra natal de su colega más joven.)
Así como en varias páginas de Memorias de España Elena Garro expresa (y critica) la pasión política y el fervor por defender a una nación desvalida, también aparecen claras muestras de solidaridad con los suyos, como Silvestre Revueltas, más dejado a su suerte que ella, donde el alcohol y la presión de los “camaradas” para componer su México en España (himno de los combatientes mexicanos en el frente de batalla), fueron dos factores que delimitaban su infortunio. Cuando Elena le muestra las dos capas que compró con el dinero que le diera Paco Picos, un amigo de Madrid, Revueltas le pide que le preste una para cuando éste diera un gran concierto en México; Elena ofreció obsequiársela llegado el momento. ¡Pobrecito Revueltas!, para él no hubo milagros. En México, cuando iba estrenar El renacuajo paseador mi capa no le sirvió de nada, pues la noche del estreno se murió de pulmonía. ¡Así es la vida! Él, el artista más pobre, que no tuvo ni para comprarse un abrigo en España, por lo que armé un escándalo con los compañeros cuando propuse que cotizáramos todos para comprárselo, tuvo en su entierro coronas de gran lujo.  Con la mitad de una se hubiera podido comprar un abrigo magnífico en Madrid. Ante su tumba abierta estaban todos los intelectuales que nunca le resolvieron sus problemas, excepto Juan de la Cabada.
Una peculiaridad primordial de Memorias de España 1937: decir las cosas por su nombre. Ante la muerte de Revueltas, ella se indigna por la poca consideración de sus colegas hacia el compositor, y páginas sobran donde Elena crítica la poca congruencia de los intelectuales hacia sus propios colegas. (En ese sentido, hubiera tenido en José Revueltas, hermano de Silvestre, a un afortunado aliado en esos empeños, pero la política de su tiempo encerró a uno y expulsó a otra.)
Dentro de la obra de Elena Garro, ¿qué lugar ocupa Memorias de España 1937? Frente a sus “hermanas” novela, cuento, nouvelle y poesía, el ejercicio memorialista entrega nombres y apellidos reales, sin que el tamiz de la ficción les otorgue otro brillo. Aquí Elena no se anda por las ramas en cuanto a homenajes y vendettas, sino que al retratar a sus contemporáneos, los justiprecia mejor. De la Cabada, Revueltas, León Felipe y Cernuda, genios en estado puro; Siqueiros, Alberti, Paz, destellantes e incendiarios. Sobre este último: Los mexicanos siempre compadecieron a Paz por haberse casado conmigo. ¡Su elección fue fatídica! Me consuela saber que está vivo y goza de buena salud, reputación y gloria merecida, a pesar de su grave error de juventud. (Por todas las peripecias que les tocó en suerte vivir, su vida sería algo más que una novela… eso creo.)
Frente a libros como Paños menores de Gerardo Deniz y el díptico memorialista de Andrés Iduarte, Un niño en la Revolución mexicana y El mundo sonriente, Memorias de España 1937 sobresale por una prosa sin concesiones, donde cada nombre (presencia, diríase) busca su lugar correspondiente dentro de la historia (con y sin mayúscula inicial). Muchos de los personajes (todos, inclusive) aparecen allí con defectos y virtudes, y eso los vuelve interesantes a nuestros ojos (porque los integérrimos, como decía Javier Garciadiego, no nos interesan para nada).
Con todo, y en pleno fervor centenario (que para Elena Garro viene a ser una indispensable redención), parafraseo a Jorge F. Hernández al decir que hoy debe nacer el próximo lector de Elena Garro; uno al que le queden guangos todos los prejuicios, y se quede con la obra, sin más ni más, porque, después de todo, para narrar la memoria siempre habrá ocasión, porque si el acto de recordar sigue siendo un arte difícil, una vida como la de Elena Garro por sí sola sobrepasa ese paradigma. (Sin duda alguna.)

[Versión ligeramente modificada del texto leído en la mesa redonda Elena Garro: El despliegue de una partícula revoltosa, el 27 de septiembre de 2016 en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán.]
(28/septiembre/2016)

No hay comentarios.: