Ulises Velázquez Gil
En el portentoso prólogo de Memorias
y autobiografías de escritores mexicanos, antología publicada en la Biblioteca del
Estudiante Universitario de la
UNAM , Raymundo Ramos nos lanza una sentencia tan certera como
incendiaria: Recordar es un arte difícil.
Para quienes hacen de la memoria una extensión de la vida y de las letras, lo
más difícil no es contar las cosas cómo fueron ni como se recuerdan, sino serle
fiel al suceso vivido, cosa que hoy en día no consiguen (ni por tantito)
autobiografías complacientes ni testimoniales bisoños.
Sin embargo, de entre toda esa palabrería vuelta
estrategia de mercado, autobombo, o signo de los tiempos (imagínense por qué), viene
a mi mente una frase latosa cuando de tomar a la memoria como escudo de armas
se trata: Yo sólo soy memoria y la
memoria que de mí se tenga, proveniente de una de las más grandes novelas
mexicanas del siglo XX: Los recuerdos del
porvenir de Elena Garro.
Conocida como narradora (La semana de colores, Andamos huyendo Lola, Los recuerdos del porvenir)
y dramaturga (Un hogar sólido, El árbol,
Felipe Ángeles), a Elena Garro (1916-1998) no le eran ajenos otros géneros,
como la poesía (recientemente reunida y publicada bajo el cuidado de Patricia
Rosas Lopátegui), el periodismo (entrevistas y reportajes a diestra y
siniestra) y el ejercicio memorialista, es decir, su incursión en el campo
donde lo difícil no es recordar, sino serle fiel al recuerdo.
En la segunda mitad de los años 30, en México,
varios escritores y artistas agrupados en la Liga de Escritores Antifascistas Revolucionarios
(LEAR) fijaron su mirada hacia España, en aras de ofrendarle su talento y su
pasión a favor de una empresa de buenas razones y muchos amores llamada Segunda República Española, en ese
momento endeble por la guerra civil donde los bandos republicano, fascista y
monárquico se arrebataban el porvenir del país. Ante ello, voluntarios de
diversas partes del mundo (agrupados en las llamadas Brigadas Internacionales)
se integraron al frente republicano para reforzar sus defensas. Y aunque fue
notable la participación en el ámbito bélico, digno también es de resaltar la
participación en el campo intelectual y artístico, tal y como lo demostraron
los representantes mexicanos de la
LEAR , como Juan de la Cabada , Silvestre Revueltas, Fernando Gamboa,
David Alfaro Siqueiros, y dos jóvenes de talento explosivo: Octavio Paz y Elena
Garro.
De prosapia ibérica por vía paterna, Elena Garro encontró
en la España
de la guerra civil tanto personajes interesantes como sucesos inusitados, de
los que da fe en un señero volumen llamado Memorias
de España 1937 (México, Siglo XXI, 1992), hasta el momento el único de sus
libros dedicado exclusivamente al ejercicio de la memoria. (Más lo que se
acumule en aquel baúl con esencia felina resguardado por la Universidad de
Princeton.)
Conformado por dieciocho capítulos, Elena Garro nos
comparte su experiencia y sus andanzas por Madrid, Valencia… y el campo de
batalla. En aquellos días yo era menor de
edad, en España había una guerra civil y en México se daban de bofetadas en la
calle los partidarios de uno y otro bando. Los mexicanos acudían a la embajada
española para enrolarse en el ejército español. “Sí, sí, pero ¿en cuál bando?”,
preguntaban los funcionarios. “En cualquiera, lo que quiero es ir a matar
gachupines”, contestaban. Al menos eso se decía… […]
En ese momento, una joven cuya vida se repartía
entre la danza contemporánea, el teatro y una inmensa (e intensa) pasión por la
lectura, no sabría el giro que habría de dar su vida en ese atribulado 1937 en
España. El viaje a España fue feliz. Yo,
sin saber cómo ni por qué, iba a un Congreso de Intelectuales Antifascistas,
aunque yo no era anti nada, ni intelectual tampoco, sólo era estudiante y
coreógrafa universitaria. El barco inglés “Empress of Britain” era imponente y
el capitán me mandó flores a la mesa, porque Nicolás Guillén y Juan Marinello
hicieron correr la broma de que yo era una estrella rusa de ballet, que viajaba
de incógnito. “La Pacecita
tiene madera de artista”, decía Juan Marinello, a quien yo, por majadera,
llamaba Juan Martinelo, pues siempre hablaba de Martí…
Estrella rusa del ballet, inglesa de cascos
ligeros, ¡agente secreto, estilo Mata Hari!... Por epítetos y adjetivos, no
paraban sus compañeros, y de cierta forma le “ayudaban” a conseguir cigarros
Lucky Strike, o al menos un trato menos difícil cuando se vivía a salto de
mata.
Pese a las circunstancias que le rodeaban, es
decir, con la política como el pan de todos los días, para Elena su viaje a
España fue una enorme oportunidad para ir más allá del charco atlántico, donde
París, Francia, le era más interesante que la causa republicana enarbolada por
sus coetáneos, como los cubanos arriba mencionados y un Alejo Carpentier tan
lejos de Cuba y tan cerca de los Campos Elíseos, a los que les augura un mal
destino andando el tiempo.
Una característica de la obra elengarriana, según
Emmanuel Carballo, es la inclusión de personajes reales en su narrativa, a
guisa de homenaje, o para consumar una vendetta
literaria. (En Los recuerdos del porvenir
se pueden encontrar ambas: por un lado, Ixtepec, pueblo donde se desarrolla la
novela, remite a la Iguala
de su infancia, y por el otro, convierte en boticario al poeta y traductor
español Tomás Segovia. Un cuento de La
semana de colores está protagonizado por Eva y Leli, a primera vista, Elena
y su hermana Devaki cuando eran niñas.)
Dentro de los linderos de la memoria, los
personajes reales aparecen sin filtro, es decir, tal y como se dejaron ir en el
tiempo. De los más entrañables que aparecen en Memorias de España, están el narrador campechano Juan de la Cabada y los poetas españoles
León Felipe y Luis Cernuda, de quien tenemos la siguiente estampa: En Valencia, cuando me escapaba a la playa,
veía todos los días a un inglés tendido sobre una toalla blanca y con un
bañador azul. […] No fue él quien me
dirigió la palabra, fui yo: “¿Usted es inglés?” “No, soy español.” “Pues tiene
un color más bonito que el mío”, dije. “Es que hace más tiempo que vengo a la
playa”, contestó. “Yo casi no puedo venir. Estoy casada con un poeta y a esa
gente no le gusta el deporte…”, dije. El joven rubio enrojeció aún más: “Yo
también soy poeta, me llamo Luis Cernuda”, dijo. Casi no supe que decir, pero
vi que era verdad que Concha Albornoz era su única amiga. Concretamente,
con Juan de la Cabada
logra una fuerte amistad mientras transcurre el viaje por España; además de
“vigilarlo” por encargo de los “camaradas” para que escribiera su “Taurino
López” (uno de sus mejores cuentos), con De la Cabada improvisaba romances
jocosos para que el trayecto hacia otros frentes fuera menos pesado. Y qué
decir de León Felipe, cuya mirada no cesaba de sorprender a Elena. (Seguro que
ya presentía el carácter melancólico de su ulterior poesía…)
-¿Qué
pasa, León Felipe?
-Me
duele España, chiquilla, me duele…
También
a mí me dolía.
(Esa dolencia persistió tres décadas después, como transterrado, en la tierra natal de su colega más joven.)
Así como en varias páginas de Memorias de España Elena Garro expresa (y critica) la pasión
política y el fervor por defender a una nación desvalida, también aparecen
claras muestras de solidaridad con los suyos, como Silvestre Revueltas, más
dejado a su suerte que ella, donde el alcohol y la presión de los “camaradas”
para componer su México en España (himno
de los combatientes mexicanos en el frente de batalla), fueron dos factores que
delimitaban su infortunio. Cuando Elena le muestra las dos capas que compró con
el dinero que le diera Paco Picos, un amigo de Madrid, Revueltas le pide que le
preste una para cuando éste diera un gran concierto en México; Elena ofreció
obsequiársela llegado el momento. ¡Pobrecito
Revueltas!, para él no hubo milagros. En México, cuando iba estrenar El
renacuajo paseador mi capa no le sirvió
de nada, pues la noche del estreno se murió de pulmonía. ¡Así es la vida! Él,
el artista más pobre, que no tuvo ni para comprarse un abrigo en España, por lo
que armé un escándalo con los compañeros cuando propuse que cotizáramos todos para
comprárselo, tuvo en su entierro coronas de gran lujo. Con la mitad de una se hubiera podido comprar
un abrigo magnífico en Madrid. Ante su tumba abierta estaban todos los
intelectuales que nunca le resolvieron sus problemas, excepto Juan de la Cabada.
Una peculiaridad primordial de Memorias de España 1937: decir las cosas por su nombre. Ante la
muerte de Revueltas, ella se indigna por la poca consideración de sus colegas
hacia el compositor, y páginas sobran donde Elena crítica la poca congruencia
de los intelectuales hacia sus propios colegas. (En ese sentido, hubiera tenido
en José Revueltas, hermano de Silvestre, a un afortunado aliado en esos
empeños, pero la política de su tiempo encerró a uno y expulsó a otra.)
Dentro de la obra de Elena Garro, ¿qué lugar ocupa Memorias de España 1937? Frente a sus
“hermanas” novela, cuento, nouvelle y
poesía, el ejercicio memorialista entrega nombres y apellidos reales, sin que
el tamiz de la ficción les otorgue otro brillo. Aquí Elena no se anda por las
ramas en cuanto a homenajes y vendettas,
sino que al retratar a sus contemporáneos, los justiprecia mejor. De la Cabada , Revueltas, León
Felipe y Cernuda, genios en estado puro; Siqueiros, Alberti, Paz, destellantes
e incendiarios. Sobre este último: Los
mexicanos siempre compadecieron a Paz por haberse casado conmigo. ¡Su elección
fue fatídica! Me consuela saber que está vivo y goza de buena salud, reputación
y gloria merecida, a pesar de su grave error de juventud. (Por todas las
peripecias que les tocó en suerte vivir, su vida sería algo más que una novela…
eso creo.)
Frente a libros como Paños menores de Gerardo Deniz y el díptico memorialista de Andrés
Iduarte, Un niño en la Revolución mexicana y El mundo sonriente, Memorias de España 1937 sobresale por
una prosa sin concesiones, donde cada nombre (presencia, diríase) busca su
lugar correspondiente dentro de la historia (con y sin mayúscula inicial).
Muchos de los personajes (todos, inclusive) aparecen allí con defectos y
virtudes, y eso los vuelve interesantes a nuestros ojos (porque los integérrimos,
como decía Javier Garciadiego, no nos interesan para nada).
Con todo, y en pleno fervor centenario (que para
Elena Garro viene a ser una indispensable redención), parafraseo a Jorge F.
Hernández al decir que hoy debe nacer el próximo lector de Elena Garro; uno al
que le queden guangos todos los prejuicios, y se quede con la obra, sin más ni
más, porque, después de todo, para narrar
la memoria siempre habrá ocasión, porque si el acto de recordar sigue
siendo un arte difícil, una vida como la de Elena Garro por sí sola sobrepasa ese
paradigma. (Sin duda alguna.)
[Versión ligeramente
modificada del texto leído en la mesa redonda Elena Garro: El despliegue de una partícula revoltosa, el 27 de
septiembre de 2016 en la
Facultad de Estudios Superiores Acatlán.]
(28/septiembre/2016)
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