Ulises Velázquez Gil
En alguna entrevista, el historiador michoacano Luis González y González
confesó que no leía novelas por una sencilla razón: la Historia es la mejor de
todas. Si suscribimos esa apreciación, no cabría la menor duda que hay sucesos
y personajes que rebasan los linderos de la ficción; sin embargo, en aras de
comprender mejor los vaivenes de la historia, nada como la novela, donde mejor
se ven las vidas sujetas a su influencia. Y cuando la novela en cuestión tiene
como eje principal la política del tiempo presente, dicho vaivén se vuelve
digno de interés.
Para el caso de Punto
de quiebre de Cristina Liceaga, tanto el escenario político del momento
como la fuerza que ejerce éste sobre sus personajes, se nota muy cercana a
nosotros, lectores del México de los últimos veinticinco años; mucho más en la
vida de una pareja de jóvenes reporteros, Mercedes Tirado y Matías Alcocer,
cuyos sueños y pasiones juegan en dos canchas simultáneas, donde la política
del amor pierde varias partidas frente al amor por la política.
Es julio
y el alma cae sobre el pavimento mojado. A cuentagotas. La calle está casi
vacía. Nadie sonríe ni me mira de frente. Mucho menos festejan como hace doce
años, cuando las calles se llenaron de anhelo. Ahora sólo puedo sentir la
tristeza. Asfixiarme de ella. La historia es cíclica y el engaño también, como
Matías. Desde este fragmento proveniente del inicio de la novela, encontramos
que en la política como en el amor, se reincide a cada paso, aunque uno se
aferre a contraponer los destinos al alcance de la vista.
Mercedes y Matías viven dos historias iguales: su
incipiente desarrollo profesional -reporteros del diario La República- y su relación de pareja -también incipiente, hay que
reconocerlo-, donde un juramento bajo el Ángel
de la Independencia sería tan fuerte como los votos frente al altar (o al
menos, eso es lo que parece):
-México va primero, Mercedes. Nuestra ética también. Nunca vamos a
traicionarnos. Prométalo, señorita […].
-Prometido. Que el padre Hidalgo sea testigo de honor […] Alcé la palma derecha en señal de juramento
y le mordí la boca para sellar el pacto de ésa, nuestra pequeña revolución del
’94.
-Y si me fallas,
¿qué hago? ¿Te afilio al PRI? -Matías me desordenó el pelo.
-Fácil, quien
traicione se va… Y se afilia al PRI -mi risa se desgajó en su nuca.
-Olvídalo, jamás
podríamos ser priistas. Ven acá.
Sin embargo, cuando la historia (con hache
mayúscula) quiere hacer de las suyas, pone frente a nosotros dos cosas muy
peligrosas, según se vea: libertad y poder. Mercedes eligió la primera, porque
en aras de su ulterior desarrollo profesional (bastante definido, incluso antes
de conocer a Matías), cambió un atractivo curso en Italia por los engaños de
Matías, quien le mal aconsejó al elegir una nota relevante para el periódico:
en vez de una malversación de fondos gubernamentales, él la convenció de optar
por el paso de un huracán, cosa que no le agradó del todo al editor en jefe.
Con ese acto, Matías comenzó su devaneo con el poder, que lo habría de llevar
de la izquierda militante del periodismo a las relaciones públicas del Partido
Acción Nacional en tiempos de guerra (digo, de campaña). Pese a que en Italia
le iba de maravilla a Mercedes (cursos interesantes, gratas amistades, un amor
inmensamente intenso de nombre Lorenzo), el bellaco de Matías secuestra sus
pensamientos: Me enamoré. Con él me
sentía protegida, fuerte. Podía ser yo. Sin ningún tipo de juicio. La mujer que
sembró Matías acabó de germinar en Lorenzo; menos preocupada por los
convencionalismos sociales, más independiente. Él era mi referente, lo que me
ataba a Italia. Cuando terminé el curso de periodismo, conseguí otra beca para
estudiar un master en Ciencias Políticas. No regresaría a México. ¿Para qué?
Viviría acunada en Lorenzo.
En este punto, hay un elemento digno de resaltar en
Punto de quiebre: la relación
epistolar entre Mercedes y Matías suscitada por medio de Facebook; mientras
ella se aplica a la reconstrucción de ella misma -amorosa y profesionalmente-,
Matías, por el contrario, le vende la idea del cambio, empezando por integrarla
a un círculo de gente empeñada en consumar el cambio político en México, tan
deseado por ambos desde aquel juramento en conocido monumento. ¿Qué sucedió,
entonces? La libertad italiana fue
relevada por el poder de la traición.
La transformación de corresponsal en Europa a
figurante del poder, recae en Mercedes a lo largo del capítulo tres,
“Transición”, como un intrincado laberinto, pues llevada por la esperanza de
proseguir esa apasionada historia de amor con Matías, es víctima de los abusos
de éste, quien, obnubilado por el poder, se deshace en nuevas traiciones,
incluso la infidelidad, descubierta por ella cuando su pareja se ahoga en un
mar de alcohol. Además, el partido para el cual trabajan, el PAN, por aquellos
días se ve como un avatar de la esperanza:
-Desde marzo estoy en Comunicación Social. La radio
me aburría. Acá estoy bien, en la grilla. Es lo que me gusta. Si ya sabes, ¿pa’
qué preguntas? -Matías y sus chistes eternos.
-Me alegro por ti, pero ¿panista? No me chingues,
Matías, ¿cuándo diablos te volviste panista? -me quebraba de deseo.
-Y qué querías, ¿qué acabara en el PRI? ¿Qué pasó?
-sus ojos se clavaron en mi boca.
[…]
-Estás loco -sentencié, casi quebrada. -Pensé que
lo nuestro era combatir al dinosaurio desde la sociedad civil, desde el
periodismo, como alguna vez lo prometimos.
Por segunda vez, Mercedes cayó presa del tóxico encantamiento de Matías,
pero los excesos del foxismo en las altas esferas del poder fueron el cable a
tierra para retomar el buen camino, pero… […] Eres como toda buena mexicana, Mercedes: perdonas y aceptas mil veces
a pesar de todo; no importa si quien te miente es tu pareja, tu amigo o el
gobierno.
La ansiada redención de Mercedes llega cuando ella,
en su firme apoyo a Josefina Vázquez Mota para llegar a la presidencia, ve su
ilusión hecha trizas cuando recibe de Matías una increíble noticia: su
candidata ya estaba derrotada, y él, para evitar la debacle, ¡votó por el PRI!,
lo cual no fue del todo halagüeño para ella. Muchas cosas le había perdonado,
pero elegir el regreso del PRI a Los Pinos, era la traición más fuerte de todas.
(Después de todo, en política uno termina por equivocarse.)
Con todo, ¿por qué leer Punto de quiebre? Para sacudirse las taras del entorno actual, sea
cual sea la preferencia partidista (que poco importará, después de todo);
además, la cuidada prosa y el amor al detalle que prodiga Cristina Liceaga en
cada párrafo nos lleva a vivir y a sufrir los embates de su protagonista,
Mercedes, pero que a su vez nos pone frente a un gran dilema: ¿es posible
conservar la lealtad hacia sí mismo, a pesar de los vaivenes y tentaciones del
tiempo presente? Sin lugar a dudas, es posible, y más cuando el espejo de la
ficción nos muestra una imagen susceptible de mejorar, donde el empeño de desafiar la realidad conduzca de mejor
manera nuestros impulsos y estrategias. En este sentido, veo en Cristina
Liceaga un legado de congruencia literaria, que señeras y talentosas escritoras
como Virginia Woolf y Elena Garro defendieron hasta el último aliento.
No hay duda, la Historia es la mejor de todas las
novelas, pero “una sola vida no basta para olvidar una historia que vale”, como
dice Laura Pausini en una de sus canciones. De ustedes dependerá que así lo sea.
(De verdad.)
Cristina Liceaga. Punto de quiebre. México, Acribus
editorial, 2016. (Novela contemporánea)
(19/octubre/2016)
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