miércoles, 10 de agosto de 2016

Disposiciones de la materia

Ulises Velázquez Gil

Detrás de toda fortuna o colección, hay dos condiciones capitales: la pasión y el crimen. La primera es la constancia de un interés determinado, mientras que la segunda se conduce, sobra decirlo, cuando el interés se vuelve obsesión. Aún así, en ambas prima conocer el porqué de su inclusión. 
Consciente de que la escritura es el vehículo adecuado para saber la historia secreta de los objetos, y las circunstancias que de éstos emanan, Gabriela Jauregui nos entrega La memoria de las cosas, volumen de relatos donde el asombro y el desconcierto acechan en cada página.
Dividido en cuatro apartados –clasificaciones, diríase– (Vegetalia, Mineralia, Animalia, Artificialia), el presente volumen nos remite, a la primera de cambios, a un recuerdo en doble vía: los antiguos gabinetes de curiosidades y los manuales de biología, donde las nomenclaturas son necesarias, pero aquí se vuelven pretexto para adentrarse en la lectura.
En los cinco relatos que conforman “Vegetalia”, a primera vista nos encontraremos con una nota de viaje o meros apuntes de un naturalista, sin embargo, se incurriría en un error a pie juntillas. Veamos el siguiente ejemplo: Casi auto polinizadora pero dioica, de piel rugosa, y carne sabrosa. Huevo, esfera, pera. Fruto mantequilla. Maravilla. Oro verde. Cojones, huevos, testículos. Fruto afrodisiaco de semilla única. […] Terminan de madurar. Dormitan. De allí que en algunos lugares un aguacate es una persona floja o poco animosa. Están posados, acomodados en filas. Si nos atenemos al primer párrafo, se diría que sí, en efecto, estamos frente al extracto de un libro de biología o de los apuntes de un naturalista, pero en párrafos posteriores “Pera cocodrilo” cumple su objetivo: contar la “historia secreta” del aguacate, que no se queda en mera descripción, pero devela otros deseos sólo permisibles una vez que atraviesa la cáscara.
Entre árboles viajeros, obituarios florales y el misterio del follaje, hay dos relatos (“Estrategia de supervivencia” y “Gümmibärchen”) cuyo principal móvil es la duda. Si la dichosa estrategia reside en cómo introducir un melón a territorio japonés, en “Gümmibärchen”, por el contrario, la simpleza del objeto de marras –un osito de jalea– desata una cadena de sucesos y de coincidencias extrañas, desconcertando a uno de los personajes, padre de un niño maravillado con aquella golosina. Masticaba e intentaba investigar si los dueños de la fábrica de gomas e inventores de los ositos de goma que le había mencionado a su hijo habían o no sido nazis. Le parecía irónico que el producto que los volvería famosos estuviera inspirado en el folclor que los nazis consideraban decadente […] No es que Genaro hubiera hecho un búsqueda de ositos de goma + prisioneros de guerra –a quien se le ocurriría–, pero, como todo en el internet, las conexiones aparecen para quien sabe buscar.
El arte de saber buscar, antaño, se concentró en un campo denominado “Mineralia”, tal y como se titula la segunda sección del libro. Materiales como yeso, petróleo, diamante y hasta una estrella desvían sus referentes de origen y se transmutan en historias, deshaciendo la realidad hasta reírse de ésta, como sucede en “Oro negro”, donde una iniciativa presidencial echa mano de un clarividente. Su contrato era millonario. Pero sólo si daba con un yacimiento. Todo estaba listo. Las clausulas en negro sobre blanco y claro como el agua. Si encontraba el petróleo. Pero antes de eso tenía que darles pruebas […] Pero el Presidente, haciendo alarde de quién porta los pantalones y de su inteligencia al más puro estilo del Tomás bíblico, pidió una prueba. (¿Dónde habremos escuchado esto…?)
Donde mejor se ve la transmutación del mineral en relato es en “Diamante recuerdo”, entrelazado desde la lógica del infomercial y el indiscreto encanto de la memoria. Diamante = el irrompible, el inalterable. Como su amor. Los tres amigos habían decidido que ésta era la mejor manera de recordarla. […] Decidieron honrarla así. […] con sus anillos mágicos […] Por la manera en que se intercalan los “anuncios comerciales”, vemos un cierto guiño de ojo al “Baby H. P.” de Juan José Arreola; incluso, los propios personajes viven circunstancias similares en cuentos de Felisberto Hernández, Italo Calvino y Ernesto de la Peña.
“Animalia”, tercera sección de La memoria de las cosas, no se puede quedar atrás en cuanto a conocer de las cosas su entramado secreto, porque, recordando a Samuel Beckett, “los animales saben”, pero… ¿qué sabemos de ellos? ¿Acaso toso se resume, o se constriñe, a una mentida “Autobiografía”? Yo soy una zorra. Ésta podría ser la autobiografía de un zorro, pero da la casualidad de que soy una zorra. Vulves vulpes, hembra. Cola peluda, matuda, plateada. Ojos vivaces de oro líquido, corazón de la tierra misma, lengua húmeda como pantano. Considera mi cuerpo. Repara en él, y así comienza a repararlo. Considera ésta la historia de una esclava en libertad. Considérala tuya. (Me gustaría pensar que este pro domo sua se debe más a una reivindicación semántica que a una tarjeta de presentación, pero todo dependerá del lector en turno. Por ahora.)
Caso aparte merece “Molusco”, donde la semántica del animal de marras no reivindica, sino que se diversifica. Un caracol de bronce arrojado a la basura puede ser generoso tesoro en una urbe de desechos que codiciosa mercancía vendida (y revendida) a precios de altos vuelos, sin olvidarse de su referente dialógico, como sucede en este fragmento: Lo que el artista no sabe es que el caracol instrumento es un llamado. Los mexicas así inauguraban ceremonias, con el antecocoli llamando como trompeta. […] El caracol es poli. Y también es palo porque los caracoles son además un palo del flamenco, que algunos llaman pobre y para los que desconocen de cante jondo, pero que otros encuentran rico porque es muy juguetón.
Sobre el cuarto y último apartado, “Artificialia”, sucede una especie de vértigo cuando conocemos el envés de las cosas allí expuestas. En “Biombo”, la obsesión del dueño del objeto que denomina al relato, lo lleva a reflexionar acerca de su presencia dentro de su familia. El biombo refleja lo que proyectamos: ellas, fantasías de lo que yo puedo o no puedo ser, lo que significa que son fantasías de lo que ellas puedan o no ser, y yo en ese biombo proyecto poder. […] Sólo podemos imaginar. Sólo podemos imaginar, proyectar más. Una cuestión de poder desde el momento de cobrar conciencia de su pertenencia; ahora bien, si aquí es pertenencia, en “Correa” es la prolongación de una utilidad, instalada desde el dominio sobre diversos seres y objetos. Un perro, un gato, una tabla de surf o unos calcetines, sometidos con el mismo adminículo, pero no tan definitiva su sujeción. Pero sin embargo. La perra se pierde. El gato se escapa. El niño desaparece. La tabla se va. El esclavo se emancipa. Pero sin embargo. La fe en la correa continúa.
En suma, encontramos en La memoria de las cosas de qué forma un objeto puede incidir en la vida de una persona, y del cómo su presencia lo conduce de la pasión hacia la obsesión; de cierta manera, todos los sucesos que guarda en sí, en un acto recíproco y acertado de la memoria, suscita por entero nuevas lecturas: disposiciones de la materia en espera de penitencia y redención, sólo alcanzables mediante la lectura cuidadosa de este volumen de relatos.
Dentro de la trayectoria sin tregua de Gabriela Jauregui, este libro es apenas una muestra de una cuidada prosa y un acertado dominio al hacer una historia bien contada. Ante ello, cuenta desde ahora con un lugar señero dentro de la narrativa mexicana del siglo XXI. (Quede en ustedes, avezados lectores, confirmarlo por entero. Así sea.)  

Gabriela Jauregui. La memoria de las cosas. México, Sexto Piso, 2015 (Narrativa). 

(7/marzo/2016)

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