Ulises Velázquez Gil
Detrás de toda fortuna
o colección, hay dos condiciones capitales: la pasión y el crimen. La primera
es la constancia de un interés determinado, mientras que la segunda se conduce,
sobra decirlo, cuando el interés se vuelve obsesión. Aún así, en ambas prima
conocer el porqué de su inclusión.
Consciente de que la
escritura es el vehículo adecuado para saber la historia secreta de los
objetos, y las circunstancias que de éstos emanan, Gabriela Jauregui nos entrega La memoria de las cosas, volumen de
relatos donde el asombro y el desconcierto acechan en cada página.
Dividido en cuatro
apartados –clasificaciones, diríase– (Vegetalia,
Mineralia, Animalia, Artificialia), el presente volumen nos remite, a la
primera de cambios, a un recuerdo en doble vía: los antiguos gabinetes de
curiosidades y los manuales de biología, donde las nomenclaturas son
necesarias, pero aquí se vuelven pretexto para adentrarse en la lectura.
En los cinco relatos
que conforman “Vegetalia”, a primera vista nos encontraremos con una nota de
viaje o meros apuntes de un naturalista, sin embargo, se incurriría en un error
a pie juntillas. Veamos el siguiente ejemplo: Casi auto polinizadora pero dioica, de piel rugosa, y carne sabrosa.
Huevo, esfera, pera. Fruto mantequilla. Maravilla. Oro verde. Cojones, huevos,
testículos. Fruto afrodisiaco de semilla única. […] Terminan de madurar. Dormitan. De allí que en algunos lugares un
aguacate es una persona floja o poco animosa. Están posados, acomodados en
filas. Si nos atenemos al primer párrafo, se diría que sí, en efecto,
estamos frente al extracto de un libro de biología o de los apuntes de un
naturalista, pero en párrafos posteriores “Pera cocodrilo” cumple su objetivo: contar
la “historia secreta” del aguacate, que no se queda en mera descripción, pero
devela otros deseos sólo permisibles una vez que atraviesa la cáscara.
Entre árboles viajeros,
obituarios florales y el misterio del follaje, hay dos relatos (“Estrategia de
supervivencia” y “Gümmibärchen”) cuyo
principal móvil es la duda. Si la dichosa estrategia
reside en cómo introducir un melón a territorio japonés, en “Gümmibärchen”, por el contrario, la
simpleza del objeto de marras –un osito de jalea– desata una cadena de sucesos
y de coincidencias extrañas, desconcertando a uno de los personajes, padre de
un niño maravillado con aquella golosina. Masticaba
e intentaba investigar si los dueños de la fábrica de gomas e inventores de los
ositos de goma que le había mencionado a su hijo habían o no sido nazis. Le
parecía irónico que el producto que los volvería famosos estuviera inspirado en
el folclor que los nazis consideraban decadente […] No es que Genaro hubiera hecho un búsqueda de ositos de goma +
prisioneros de guerra –a quien se le ocurriría–, pero, como todo en el
internet, las conexiones aparecen para quien sabe buscar.
El arte de saber
buscar, antaño, se concentró en un campo denominado “Mineralia”, tal y como se
titula la segunda sección del libro. Materiales como yeso, petróleo, diamante y
hasta una estrella desvían sus referentes de origen y se transmutan en
historias, deshaciendo la realidad hasta reírse de ésta, como sucede en “Oro
negro”, donde una iniciativa presidencial echa mano de un clarividente. Su contrato era millonario. Pero sólo si
daba con un yacimiento. Todo estaba listo. Las clausulas en negro sobre blanco
y claro como el agua. Si encontraba el petróleo. Pero antes de eso tenía que
darles pruebas […] Pero el
Presidente, haciendo alarde de quién porta los pantalones y de su inteligencia
al más puro estilo del Tomás bíblico, pidió una prueba. (¿Dónde habremos
escuchado esto…?)
Donde mejor se ve la
transmutación del mineral en relato es en “Diamante recuerdo”, entrelazado
desde la lógica del infomercial y el
indiscreto encanto de la memoria. Diamante = el irrompible, el inalterable.
Como su amor. Los tres amigos
habían decidido que ésta era la mejor manera de recordarla. […] Decidieron honrarla así. […] con sus anillos mágicos […] Por la
manera en que se intercalan los “anuncios comerciales”, vemos un cierto guiño
de ojo al “Baby H. P.” de Juan José
Arreola; incluso, los propios personajes viven circunstancias similares en
cuentos de Felisberto Hernández, Italo Calvino y Ernesto de la Peña.
“Animalia”, tercera
sección de La memoria de las cosas, no
se puede quedar atrás en cuanto a conocer de las cosas su entramado secreto,
porque, recordando a Samuel Beckett, “los animales saben”, pero… ¿qué sabemos
de ellos? ¿Acaso toso se resume, o se constriñe, a una mentida “Autobiografía”?
Yo soy una zorra. Ésta podría ser la
autobiografía de un zorro, pero da la casualidad de que soy una zorra. Vulves
vulpes, hembra. Cola peluda, matuda,
plateada. Ojos vivaces de oro líquido, corazón de la tierra misma, lengua
húmeda como pantano. Considera mi cuerpo. Repara en él, y así comienza a
repararlo. Considera ésta la historia de una esclava en libertad. Considérala
tuya. (Me gustaría pensar que este pro
domo sua se debe más a una reivindicación semántica que a una tarjeta de
presentación, pero todo dependerá del lector en turno. Por ahora.)
Caso aparte merece
“Molusco”, donde la semántica del animal de marras no reivindica, sino que se
diversifica. Un caracol de bronce arrojado a la basura puede ser generoso
tesoro en una urbe de desechos que codiciosa mercancía vendida (y revendida) a
precios de altos vuelos, sin olvidarse de su referente dialógico, como sucede
en este fragmento: Lo que el artista no
sabe es que el caracol instrumento es un llamado. Los mexicas así inauguraban
ceremonias, con el antecocoli
llamando como trompeta. […] El
caracol es poli. Y también es palo
porque los caracoles son además un palo del flamenco, que algunos llaman pobre
y para los que desconocen de cante jondo, pero que otros encuentran rico porque
es muy juguetón.
Sobre el cuarto y
último apartado, “Artificialia”, sucede una especie de vértigo cuando conocemos
el envés de las cosas allí expuestas. En “Biombo”, la obsesión del dueño del
objeto que denomina al relato, lo lleva a reflexionar acerca de su presencia dentro
de su familia. El biombo refleja lo que
proyectamos: ellas, fantasías de lo que yo puedo o no puedo ser, lo que
significa que son fantasías de lo que ellas puedan o no ser, y yo en ese biombo
proyecto poder. […] Sólo podemos
imaginar. Sólo podemos imaginar, proyectar más. Una cuestión de poder desde
el momento de cobrar conciencia de su pertenencia; ahora bien, si aquí es
pertenencia, en “Correa” es la prolongación de una utilidad, instalada desde el
dominio sobre diversos seres y objetos. Un perro, un gato, una tabla de surf o unos calcetines, sometidos con el
mismo adminículo, pero no tan definitiva su sujeción. Pero sin embargo. La perra se pierde. El gato se escapa. El niño
desaparece. La tabla se va. El esclavo se emancipa. Pero sin embargo. La fe en
la correa continúa.
En suma, encontramos en
La memoria de las cosas de qué forma
un objeto puede incidir en la vida de una persona, y del cómo su presencia lo
conduce de la pasión hacia la obsesión; de cierta manera, todos los sucesos que
guarda en sí, en un acto recíproco y acertado de la memoria, suscita por entero
nuevas lecturas: disposiciones de la
materia en espera de penitencia y redención, sólo alcanzables mediante la
lectura cuidadosa de este volumen de relatos.
Dentro de la
trayectoria sin tregua de Gabriela Jauregui, este libro es apenas una muestra
de una cuidada prosa y un acertado dominio al hacer una historia bien contada.
Ante ello, cuenta desde ahora con un lugar señero dentro de la narrativa
mexicana del siglo XXI. (Quede en ustedes, avezados lectores, confirmarlo por
entero. Así sea.)
Gabriela
Jauregui. La memoria de las cosas.
México, Sexto Piso, 2015 (Narrativa).
(7/marzo/2016)
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