miércoles, 17 de septiembre de 2014

Una vida bien narrada

Ulises Velázquez Gil

En el empeño ineludible de narrar la vida, hay tres disciplinas literarias (todas hermanas) que se disputan ese privilegio: la historia, la novela y la biografía. La primera se sirve de datos duros y estadísticas, mientras que en la novela su espectro de invención es aún mayor. Ante este panorama, la biografía queda en vilo sobre su posterior proceder, o mejor dicho, busca ser fiel a los datos duros, pero también al interés por parte del lector mediante un estilo atractivo. Como el de una novela. (Difícil tarea, cierto, mas no imposible del todo…)  
            Una joven e inteligente historiadora, Adriana Fernanda Rivas de la Chica, incursiona en el género biográfico con este primer trabajo en torno a una de las principales figuras de la guerra de Independencia, Ignacio Allende, y cuya intención se dirige en develar más cosas sobre él, y que no fue el personaje secundario como se piensa comúnmente: El interés por este personaje venía de tiempo atrás, pero he de decir que en mucho creció porque era un personaje poco mencionado en comparación con insurgentes como Miguel Hidalgo y Costilla o José María Morelos y Pavón. […] (Aunque se diga hasta el hartazgo que los biógrafos no eligen a su objeto de estudio, sino al contrario, en este libro ambas circunstancias actúan en igualdad de fuerzas; ya veremos qué le deparará en esta empresa.)
            Dividido en cuatro capítulos, Ignacio Allende: una biografía da cuenta del desarrollo y acción de este personaje, así como el contexto social, económico y político que le rodeaba, y que de alguna forma hizo mella en su proceder posterior. En el primero, sobre el entorno social y familiar, hay un problema presente en la génesis y formación del futuro insurgente: la agricultura al interior de la Nueva España, al igual que los diversos negocios que los criollos manejaron en sus lugares de origen; todo ello aunado al estira y afloja de los sucesos en la metrópoli, es decir, la España imperial. En estas provincias, con una acendrada organización político-económica, nace Ignacio José de Allende y Unzaga, de quien conoceremos (mediante la mirada ecuánime de Adriana Rivas) su gusto por las labores de su hacienda, el efecto que causaba su interesante personalidad y sobre todo cómo el trato peninsular hacia los suyos prendió en él un firme deseo de corregir las cosas, cambiar su suerte y la de sus familiares. Digno es de notar […] que era una persona que contaba con la amistad de personas reconocidas, que ingresó a la milicia provincial y que desde aproximadamente 1807 ya asistía a tertulias donde se discutían los principales hechos que acaecían en el virreinato. Estos tres factores sin duda desempeñaron un papel importante en la manera en que Allende reaccionó ante los eventos políticos que afectaron a Nueva España a partir de 1808.
Para el segundo capítulo, vemos como su ingreso a en el ejército modeló su carácter algo levantisco; a la par de su aprendizaje militar, fue testigo de los caprichos del poder virreinal: que si contar con un ejército bien dotado era una necesidad o un capricho, que si los tejemanejes del gobernante en turno, en torda circunstancia donde el ejército tuviera presencia importante, siempre habría alguna injerencia del biografiado al respecto. Incluso, en su formación castrense, habría de conocer a varios personajes con quienes se confrontaría una vez iniciada la guerra de Independencia. A fines de 1800 […] Allende viajó a San Luis Potosí, junto con parte de su regimiento, para hacer una estancia de seis meses con el objetivo de apoyar a la compañía de granaderos que se encontraba ahí encantonada. El comandante en jefe de las tropas […] era nada menos que Félix María Calleja del Rey, y al parecer tuvo en muy buen concepto a Allende, ya que lo puso al mando de la compañía de granaderos.  
Paréntesis aparte: durante el servicio de Allende en la compañía de Calleja, Rivas de la Chica menciona que fue en ese periodo cuando se persiguió al llamado indio Mariano, Máscara de Oro, quien encabezara el primer levantamiento en contra de la monarquía española a principios del siglo XIX; lo que para nuestra joven historiadora es una nota al pie de página, para Jean Meyer fue tanto un volumen de documentos para la historia de Nayarit como su primera novela, A la voz del Rey. (En algún momento de la vida, historia, novela y biografía debían unirse en esta gloriosa coincidencia. Vivir para ver.) 
Con su amplio conocimiento de los problemas imperantes tanto en la península ibérica como en Nueva España, Allende simpatiza con varios círculos conspiracionistas, y respecto a esta faceta se desarrolla el tercer capítulo, donde descubriremos cómo adquirió un enorme compromiso político por generar un cambio en la postrera conducción de su patria; para él, los sucesos de 1808 –que las colonias españolas en América tuvieran cierta autonomía sobre sus asuntos de índole política y económica, sin separarse por entero de la metrópoli– fueron su motivo conductor para buscarle un nuevo porvenir. Sin embargo, Allende no alcanzaría a comprender los alcances de la conspiración de Querétaro, de la que formaba parte junto con el corregidor Miguel Domínguez, su esposa Josefa Ortiz y Miguel Hidalgo, cura del pueblo de Dolores, entre otros personajes de la época, pero ninguno de sus participantes se imaginaría los alcances de ésta, como detonador de un levantamiento armado. Aquel militar de San Miguel el Grande […] se topó con un movimiento que no había imaginado, con una serie de aristas que su mente non contempló y que muchas veces se le fueron de las manos. El movimiento que tanto él como muchos otros tenían en la mente, se desmoronó desde la madrugada del 16 de septiembre de 1810 y no quedó más recurso que tomar las más importantes decisiones sobre la marcha.        
            El cuarto y último capítulo es el más importante de todos, pues nos presenta a un Ignacio Allende en su justa dimensión, como un hombre de ideas propias y no como suscriptor de los hechos del cura Hidalgo; aunque el movimiento armado los tuviera como sus más confiables líderes (que sí lo eran, claro está), la diferencia entre ellos era abismal. Mientras Hidalgo conducía a un pueblo sin otra cosa que un resentimiento acumulado, Allende, en cambio, buscaba a toda costa mantener el orden y aplicar algo de disciplina militar en los nuevos adherentes a la causa libertaria; lamentablemente, luego de grandes triunfos y sonadas derrotas –como en Puente de Calderón, frente a su antiguo superior Calleja– las fricciones entre ambos se hicieron muy evidentes. Y sin caer en parcialidades y excesos de otras biografías, Adriana Rivas justiprecia la figura de ambos, aun cuando el enemigo verdadero (¿acaso lo hay?) se encuentre dentro del propio ejército. En otras palabras, ninguno negaba las cualidades del otro, pese a que la situación marcara lo contrario. Eso sí, ambos estaban conscientes de no vivir para ver consumada su empresa.   
¿Por qué leer Ignacio Allende: una biografía? Para develar mejor la figura del militar insigne, un estratega en potencia que para demostrar su maestría e ingenio encabezó un movimiento armado no destinado a ganar pero sí a generar inquietudes libertarias. También, para convencernos por entero que no hay figuras predominantes en una lucha armada, sino que la suma de varias fuerzas es la que realmente escribe la historia, una que baje a los caudillos del pedestal y del caballo y, a ras de tierra, los haga más próximos a nosotros; una vida bien narrada en aras de ponderar mejor a los personajes esenciales, así también de los sucesos que les dieron forma.
Al finalizar la lectura de esta biografía, no dudaría ni un ápice que Adriana Fernanda Rivas de la Chica ha sabido unir aquellas tres disciplinas literarias referidas al principio de estas notas, porque después de todo, por nimia o sobrevaluada que sea una vida, siempre se puede leer como la más apasionada novela o como la más justa de las historias. Y que el tiempo haga lo suyo. (De verdad.)    

Adriana Fernanda Rivas de la Chica. Ignacio Allende: una biografía. México, Universidad Nacional Autónoma de México / Instituto de Investigaciones Históricas, 2013 (Historia Moderna y Contemporánea, 62).

(26/mayo/2014)

lunes, 8 de septiembre de 2014

Gratitud y reconocimiento

Ulises Velázquez Gil

Se dice que Erasmo de Rotterdam tenía más de cien formas para finalizar una carta, a guisa de agradecimiento hacia el interlocutor que se tomaba la deferencia de escribirle; para quien domina el arte de escribir cartas y mantener constante el fervor epistolar, el tiempo o la vida le enseña otras cien maneras, no sólo para agradecer, sino también para afrontar y equilibrar el ritmo de las cosas. (En este sentido, el caso paradigmático en las letras mexicanas se llama Alfonso Reyes, con más de quince epistolarios a cuestas… más los que se acumulen en la semana.) 
Otro autor que comienza a sentir ese mismo vértigo epistolar es Octavio Paz, ya con varios volúmenes en su haber, sea con Alfonso Reyes, Pere Gimferrer, Tomás Segovia o Arnaldo Orfila, sea también en algunas cartas sueltas. Y en este año de gloriosos aniversarios (los 100 años de Paz y los 80 del Fondo de Cultura Económica, su casa editora de toda la vida), la aparición de un nuevo compendio epistolar celebra por partida doble a sendos pilares de la cultura en México. 
Al calor de la amistad (1950-1984) reúne más de treinta años en la vida de dos escritores, José Luis Martínez, crítico y funcionario cultural, y el propio Paz; ambas presencias, vistas desde el tamiz de la admiración y de la cuidadosa lectura de Rodrigo Martínez Baracs, a la sazón, hijo del primero. (Si bien esta edición es el amoroso tributo de un hijo a su padre, también es el producto de un historiador, que trabaja en la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia y que recibe el apoyo del Sistema Nacional de Investigadores.)
Este volumen comprende 74 cartas (42 de Paz, 22 de Martínez, y el resto repartido entre misivas de Marie-Jose Paz, oficios, telegramas, notas, etc.), y aunque el periodo comprendido es de los más extensos respecto de los anteriores, esto no se refleja en el número de cartas. (Quizás hubo algunas previas a este periodo –su amistad data de los años 40–, pero sólo el tiempo y las pesquisas en los archivos de ambos resolverán el enigma.)   
Ahora bien, ¿qué distingue a este volumen de los ya existentes sobre Paz? Sin picarme de perogrullesco, diría que la amistad. No el concepto almibarado que se vende al pormayor, sino al espíritu plural y consecuente que un día llevó tanto a Pedro Henríquez Ureña como a John Reed a acuñar frases emblemáticas como “La amistad de un crítico es la mayor bendición” y “Ser tu amigo es tratar de ser honrado intelectualmente”, que se notan a trasluz en esta impresión de Octavio Paz: Recibí el primer volumen de Literatura Mexicana del Siglo XX. Lo leí –releí, mejor dicho– con cuidado y gusto. No necesito decirte que me parece muy completo y con juicios sensibles e inteligentes. En este sentido tu obra es indispensable para todo el que quiera hablar de literatura mexicana. Y toda crítica debe partir del reconocimiento de estas virtudes. Y en consecuente reciprocidad, José Luis Martínez responde oportuno en sus pesquisas: Considérate, por una vez, desde fuera y vete como un objeto histórico, que ya lo eres. (Algo lacónico, pero certero después de todo…)
Entre el tránsito epistolar de sendos escritores, periféricos en el trabajo pero firmes en sus letras, Paz y Martínez comparten sus pasiones por la escritura, el amor por la vida, pero sobre todo se reiteran su amistad que, pese a los contratiempos diplomáticos, o los que se les parezca. (Paréntesis aparte: si recordamos que varias amistades, en el ámbito de las letras, se disuelven en el tiempo, a causa de un “mal entendido” –un libro nunca devuelto, un artículo denigratorio, o los baches de la política en turno– para este caso, quien refrenda el cariño del tiempo transcurrido es, precisamente, el propio Paz, pródigo en saludos y en recordatorios. No hay carta suya sin las típicas muestras de afecto, sin caer en actitudes rutinarias. Según se vea.)
A diferencia del epistolario con Alfonso Reyes (donde prima una recíproca relación de maestro y alumno), con José Luis Martínez todo ocurre a nivel de cancha: impera un aprendizaje ambivalente, así también una dedicada atención a las peticiones solicitadas, como, por ejemplo, la inclusión de un ensayo paciano sobre Marcel Duchamp en la Revista de Bellas Artes, órgano editorial que Martínez cuidaba desde la Dirección del INBA, y desde donde el crítico insistía en rendirle señero homenaje a su compañero de ruta: Continuemos con la idea del número dedicado a tus vidas y obras. Creo que si nos ayudas a reunir el material iconográfico y nos envías algunos manuscritos para fotografiarlos, lo demás podemos hacerlo siguiendo un sistema semejante al del número de Villaurrutia. Creo que sería interesante incluir algunos poemas inéditos.
Entre la reciprocidad y la deferencia de ambos corresponsales, hay temas que relucen por su delicadeza; por el lado del crítico jalisciense, asegurar el traslado de su familia política a México por las inclemencias de una Europa de posguerra (Lydia Baracs, esposa de JLM y madre del editor, era húngara), y por el lado del poeta diplomático, sus diferentes relaciones matrimoniales y su crítica al sistema político mexicano. En este sentido, fue hasta 1977 cuando Paz aceptó el Premio Nacional de Letras, en cuyo jurado estaba el propio José Luis Martínez: Sólo me queda agradecerles a todos ustedes este gesto de amistad –y a ti en primer término, querido José Luis, que fuiste el primero, hace un año, en proponer mi candidatura. Tú conoces las razones que, en aquella ocasión, me llevaron a declinarla. (Luego de leer esto, que ya no nos sorprenda ver aquellas fotografías donde se ve a Octavio Paz recibiendo el Premio Nacional de Letras de manos del entonces presidente José López Portillo.)
Ahora bien, ¿en qué se distingue por entero este volumen del resto de todos los epistolarios pacianos? Si por decir que es de los pocos donde se cuenta con las palabras de ambos corresponsales, estaremos en lo cierto (pero no el único, el Reyes-Paz es primero en tiempo y en derecho), pero en cambio cuenta con un plus donde se denota la pasión autocrítica de Octavio Paz –las diversas versiones del poema Delicia, dedicado a JLM– y la fidelidad lectora de Martínez –artículos, reseñas y discursos en loor suyo–; ambas confirman por completo una persistencia en el trato y en la vida, sin importar los altibajos del tiempo presente. (Además, si se me permite decirlo, este libro continúa la conversación iniciada con Alfonso Reyes.) Aún así, no desmerece una lectura cruzada con los demás volúmenes al respecto. Van dos botones de muestra: en Cartas a Tomás Segovia (1957-1985), Paz asegura que JLM es “la bondad misma”, mientras que en el universo alfonsino, Paz acusa recibo de Literatura Mexicana. Siglo XX (1910-1949), cuya lectura se reconoce en la primera carta de Al calor de la amistad. (Suerte de círculo perfecto ¿no les parece?)
Con todo, bien vale acercarse a este flamante libro en torno a dos escritores que, andando el tiempo, se ven de mejor manera en el panorama general de las letras mexicanas, donde gratitud y reconocimiento son dos palabras que los definen por antonomasia, en aras de que la cultura en México goce de cabal salud y así justipreciar mejor a un personaje centenario, vencedor de muchas batallas después de todo. (Quede en ustedes comprobarlo. Verdad que sí.)  

Octavio Paz/ José Luis Martínez. Al calor de la amistad. Correspondencia (1950-1984). Edición de Rodrigo Martínez Baracs. México, Fondo de Cultura Económica, 2014 (Tezontle). 

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Una Historia para varias historias

Ulises Velázquez Gil

Derivada de los enconados debates –sin fin– entre la historia y la literatura, por un lado, abundan los engrudos narrativos y, por el otro, monografías rellenas de jergas y terminajos: los primeros, no pasan del caramelo literario, y los otros, del ensayo agridulce. Sin embargo, aún existen obras que ayudan al conocimiento de la historia, aunado esto a una prosa plena de fluidez para contarla. Un ejemplo maravilloso de semejante maridaje se halla en la novela Península, Península de Hernán Lara Zavala, narrador de trayectoria impecable, a quien más de uno podría reprocharle su anglofilia, mas no su cuidada prosa.
La novela en cuestión nos cuenta un suceso primordial en la historia mexicana del siglo XIX: la Guerra de Castas en la península de Yucatán en 1848 (cuando en otros lares, la bandera de las barras y las estrellas ondeaba con ímpetu vergonzoso); contada desde diversos ángulos (es decir, que alternadamente cada personaje cuenta su vida, como parte de), nos muestra la perspectiva tanto de los terratenientes como de los indígenas mayas, quienes sufren el poderío de los primeros. Entre uno y otro bando, dos personajes, la señorita Bell y el doctor Fitzpatrick (a la sazón, extranjeros llegados a la península), se ven enredados en los tejemanejes de los lados en conflicto. Miss Bell, mientras cuida a los hijos de los terratenientes, ¿qué más puede hacer una institutriz sino guardar en su diario las cosas del día? Si leemos con cuidado sus anotaciones, vemos que, en su condición de extranjera, se da cuenta, más que los propios habitantes, de los entramados suscitados en torno a la guerra. (Aún así, nunca interviene en los hechos.) En cambio, el Dr. Fitzpatrick sí participa de los conflictos locales. Los mayas de la Península ven no sin cierto recelo al médico irlandés (como extranjero que se digne de serlo), pero ninguno niega su don de gentes y su papel como salvador del pueblo… gracias a las artes médicas.
Ambrose Bierce, avinagrado escritor estadounidense (parcialmente esbozado por Carlos Fuentes en Gringo viejo), fijó su sentencia de muerte con la siguiente expresión: “Morir en México… ¡eso sí es eutanasia!” Tanto para Miss Bell como para Fitzpatrick, ser extranjero en México lleva un riesgo en sí, pero se sublima poco a poco al residir en un territorio veladamente ajeno a los sucesos de la capital del país, aun entre sus propios coetáneos. (No por nada, todavía hablamos de la Península como la hermana república de Yucatán ¿verdad?)
Otro personaje digno de mención radica en José Turrisa, suerte de intelectual e historiador local, encargado –por derecho de sangre– de guardar testimonio y relación de las cosas de la Península. A medida que avanzamos en la lectura, se puede hallar un eco del propio Lara Zavala en Turrisa, pero, si me permiten un poco, creo también que de Justo Sierra O’Reilly (padre del fundador de la Universidad Nacional) ¡¡y hasta del historiador centenario Silvio Zavala!! Pero el narrador, claro, pide a gritos su lugar.
Desdoblado en Turrisa, Lara Zavala sigue escribiendo esa eterna novela, la Historia de su tierra natal, compuesta en muchas pequeñas historias, pero, quizás, esto apenas sea la primera parte de aquella empresa. Si en De Zitilchén (su primer libro de cuentos, que en este 2011 cumple treinta años de haberse publicado) muestra el mundo representado en un solo pueblito, y en Charras (primera incursión, a su vez, por los terrenos de la novela), los tejemanejes de la política local, Península, Península no se queda atrás al respecto, porque conjunta todo eso y más, presentándonos así un mural de personajes y de sucesos que conformarán la nueva vida de una nación en progreso, e igualmente se fija en esos retratos de caballete que son las vidas de sus habitantes. Cabe decir también que dicha obra es un pequeño homenaje a uno de sus autores de cabecera, William Faulkner, cuya alusión a Absalon, Absalon se nota desde el título mismo, y la sucesión de historias diferentes nos remite, a la primera de cambios, a Las palmeras salvajes. (Seguramente, los fans de Faulkner habrán de desmentirme. Quizás.)
Álvaro Mutis dijo en alguna entrevista que los libros viven su propia vida y los premios que éstos ganan son sólo la “fajita” que se les pone en la envoltura. En una palabra, no influyen para nada en su curso natural. Me inclinaría a pensar igual, pero no del todo. Los premios se le otorgan a la obra, claro, mas no al autor. Para Península, Península tanto la Medalla Yucatán 2008, como los premios Elena Poniatowska de Novela 2009, el Real Academia Española 2010, y el Justo Sierra 2011, por parte del gobierno de Campeche en fechas recientes, son sólo un pretexto para su completa y franca lectura, donde no desmerece también hacerlo a la par de la demás obra narrativa de Hernán Lara Zavala. De cualquier manera, todo narrador que se digne de serlo, siempre habrá de seguir aquel consejo de León Tolstoi: “Pinta tu aldea y pintarás al mundo”. (Así sea.)

Hernán Lara Zavala. Península, Península. México, Alfaguara, 2008.

(7/noviembre/2011)