martes, 1 de mayo de 2012

Cardiólogo citadino

Ulises Velázquez Gil
(@Cliobabelis)

Un griego universal, Constantino Cavafis, nos regaló en uno de sus poemas harto conocidos un par de versos sin desperdicio alguno: No hallarás otras tierras, no hallarás otro mar. La ciudad habrá de seguirte. Quienes llevan a flor de piel el oficio poético, es un deber ante, con y para las palabras. Sin embargo, cuando el milagro de la poesía se conjuga con los senderos de la memoria, el resultado final suscita emociones encontradas, y cuando éste gira en torno a la ciudad, se torna doblemente difícil.
            Quien conoce a plenitud tanto la poesía como la ciudad donde se reside, aparte de contar con una pluma prodigiosa, resultará ser su habitante más fiel, dado que la conoce mejor, aun a la distancia de los hechos presentes, pretéritos y futuros. Me refiero, sin duda, a Vicente Quirarte (México, D. F, 1954), hombre de dos historias –con y sin mayúscula inicial– que lleva dentro de sus venas, siempre a la espera de recobrar la memoria, por donde quiera que ésta resida. Cuando los dictados del tiempo actual sufren la tiranía del fast-track y la vergüenza del “rapidín”, el rescate de una Ciudad de México que solamente ya existe en el recuerdo de sus habitantes más viejos, tiene en Quirarte a su más acérrimo recipiendario.
            Su primer libro, Teatro sobre el viento armado (1978), muestra a un joven poeta empeñado en hablar de la ciudad, en develar su prodigio y debacle, esperanza y frustración; una ciudad en cuyas calles “sentir/ que todos los hombres son Charlot/ y ver en todas las mujeres/ a Catherine Deneuve”. (Al final del poema, el Odiseo que vive al hilo del poema, definirá su viaje en dos palabras: Circe victoriosa.) Otros poemarios como Calle nuestra, Vencer a la blancura o El peatón es asunto de la lluvia, por mencionar algunos, dan fe de un experimentado oficio poético, que se complementa de dos maneras semejantes: la narrativa, evidente en los relatos de El amor destruye lo que inventa e Historias de la Historia, donde el afán de narrar supera todo tipo de fronteras, y, desde luego, el ensayo de largo aliento y el artículo periodístico. Digno es de notar que este tópico comprende tres libros emblemáticos: Enseres para sobrevivir en la ciudad (1994), galería de objetos, lugares y personajes entrañables; Elogio de la calle (2001), suerte de biografía literaria de la Ciudad de México, y el recientísimo Amor de ciudad grande (2012), que conjunta la diversidad del primero y la constancia del segundo. (En este tríptico ensayístico, se conjuntan las formas de la conversación sugeridas por Baltasar Gracián: con los vivos, con los muertos, consigo mismo. Apreciaciones aparte.)
            Uno de los edificios más emblemáticos del Centro Histórico que conserva intacto su espíritu intelectual, se encuentra en el número 66 de la calle Donceles; antes de albergar a la editorial Jus (capitaneada por su colega y amigo Felipe Garrido, por cierto), fue por más de cincuenta años residencia de la Academia Mexicana de la Lengua, institución de enorme prosapia que todavía tuvo el privilegio de recibir a Vicente Quirarte como miembro de número. En la tarde del 19 de junio de 2003, un literato relativamente joven leyó sus primeras palabras académicas bajo un significativo título: El México de los Contemporáneos.
            Tercer ocupante de la silla XXXI, después de Carlos Pellicer y Octavio Paz (segundo en realidad: Paz nunca la ocupó), Quirarte ponderó la presencia del escritor tabasqueño como su primer ocupante; resulta curioso y grato a la vez que esa silla esté predeterminada hacia un poeta, precisamente. A la poesía debo algunos de los instantes más altos de la vida. Junto con aquellos que el amor nos depara, bastan para justificar nuestra existencia. Quiero creer que ella es el centro de mis afanes, imán que determina el comportamiento de otras navegaciones. La poesía es delirio inevitable pero también armonía que combate el caos.
            La segunda parte del discurso versó acerca de uno de los movimientos literarios que marcaron tanto su destino como el de las subsecuentes: los Contemporáneos (Carlos Pellicer, Bernardo Ortiz de Montellano, Enrique González Rojo, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Xavier Villaurrutia, Elías Nandino, Jorge Cuesta, Gilberto Owen y Salvador Novo), en cuya búsqueda de identidad –literaria, geográfica y hasta sexual–,no cejaron en su empeño de superar toda barrera impuesta por las cenizas del Ateneo de la Juventud y por los candados de los jovencitos agrupados en Barandal y revistas afines (como Octavio Paz, por ejemplo). A final de cuentas, inclusive por encima de su importancia en solitario, todos juntos “por elección y por fatalidad, aceptaron ir en contra de la corriente, en lugar de incorporarse a la monótona rueda de la fortuna de un arte repetitivo, nacionalista en la superficie; retrógrado, en sus profundidades”, para luego rematar con mayor intensidad: “ser Contemporáneo es apasionarse en los objetos y no apasionarse con ellos, para otorgarles la pureza y libertad en que nacieron; ser Contemporáneo es adelantarse al tiempo para volver a México contemporáneo del mundo”. (Suscribiría esto para el propio autor, y creo que ustedes secundarían la moción ¿no creen?)
            ¿Por qué es toral la presencia de Vicente Quirarte en la Academia Mexicana de la Lengua? Además de haber desempeñado por ocho años el cargo de Archivero-Bibliotecario –José G. Moreno de Alba y Andrés Henestrosa, sus gloriosos antecesores–, es fundamental su conocimiento de la palabra, como así también el de la memoria, aquella que hoy tiene cabida en la totalidad de sus obras, y como el protagonista de Sostiene Pereira, confía en las razones del corazón, pero con los ojos muy abiertos. 
              Cardiólogo citadino, se preocupa por la buena salud de la Ciudad de México (ésa que no necesita de segundos pisos ni de petulantes mitotes en el Zócalo para funcionar mejor), justipreciando los hechos y las personas que le roban un gajo a la memoria y así persistir en su particular querencia, en aras de rescatar su ciudad, corazón de una vida avocada a la literatura.