viernes, 18 de enero de 2008

Lonesome Traveller: Andrés Henestrosa

Hace una semana exactamente, las letras mexicanas quedaron huérfanas con el fallecimiento de su último patriarca. El jueves 10, el escritor oaxaqueño Andrés Henestrosa se volvió eterno. (Traspasar la centena de vida, en sí, otorga a sus recipiendarios un sino de eternidad. Y más si ésta se conquista gracias a la palabra. Apenas el pasado 30 de noviembre cumplió 101 años: edad que, si nos fijamos bien, indica un constante inicio.)
Ixhuatán vio nacer a un hombre de enorme raigambre indígena zapoteca heredada por su madre, doña Martina Henestrosa, quien, antes de dormir, le contaba cuentos y leyendas, mismos que nunca olvidaría y que ayudarían a su crecimiento literario. (Don Andrés cumplió una deuda de amor al retratarla de cuerpo entero en uno de sus escritos más famosos: Retrato de mi madre, una de las mejores prosas en lengua castellana, según Octavio Paz.)
En la década de los 20, llega a la Ciudad de México con apenas una muda de ropa y pocos pesos en la bolsa. Como su hambre de cultura era inmensa, buscó a José Vasconcelos para que lo ayudara. Gracias al protectorado del caudillo ateneísta, Henestrosa leyó a los clásicos, aprendió un poco más de español y terminó por integrarse al ambiente cultural que predominaba por aquellos años. (En reciprocidad, apoyó su paisano en busca de la Presidencia.) Sin embargo, la figura de otro ateneísta, Antonio Caso, acabó por definir la vocación de don Andrés. En las clases que tomaba bajo su tutela, nacieron los textos de su obra más conocida, Los hombres que dispersó la danza. La herencia indígena de Henestrosa no se quedó allí, puesto que, años más tarde, viajó a Estados Unidos para estudiar más a profundidad su lengua materna, el zapoteco. Sus investigaciones hicieron eco dentro de la Academia Mexicana de la Lengua, a la que ingresó en la década de los 60 y de la que fue su insigne Bibliotecario.
A la par de sus escritos sobre la cultura oaxaqueña, digno es de resaltar su innumerable producción periodística, a la que no le sobra nada. (Cuenta don Andrés que, antes de escribir el artículo de marras para el periódico, primero lo pensaba muy bien y cuando la idea estuviese bien estructurada, ahora sí, lo tecleaba en su máquina de escribir y de allí p'al real. Nunca hizo borrador alguno de sus artículos.) Desde las páginas de El Nacional hasta, hace pocos años, las de El Universal, el mundo pasaba por su mirada sencilla e incluyente. Personalmente, dos de sus artículos que publicó en El Nacional, "Aprendiz y maestro" y "Regale un libro", son mis predilectos. (El primero lo usé para mis sesiones de ortografía y redacción, ¿no es así, queridas Rosalía y Leyvi?) Ninguno de sus artículos tiene desperdicio y sus temas son y siguen siendo los mismos, porque la vida es así. (Para un hombre centenario como él, el siglo dura un día.) Y, de pilón, cabe decir que en el cancionero popular mexicano también dejó huella. Una canción de su autoría, La Martiniana, es el mejor ejemplo de ello.
Finalmente, es imprescindible acercarse a la obra de Andrés Henestrosa porque en ésta se encierra el saber de un tiempo, un tiempo que siempre será el mismo gracias a su lectura persistente. Y aunque la escritura de estas notas tenga la motivación de un obituario, acercarse a su mundo sobrepasa toda circunstancia; permítanme una sugerencia para ello: que cada quien lea su texto favorito de don Andrés acompañado con un vasito de mezcal de pechuga, mientras suenan los acordes de La Martiniana. Mejor homenaje no puede haber.
¡¡¡Salud, don Andrés!!!

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