lunes, 24 de diciembre de 2007

Carta Final de la Presidencia para 2007

H. Consejo Femenino de Gobierno:

2007 fue un año lleno de proyectos bien cumplidos en su mayor parte, pero también dio lugar al bosquejo de otros que, con persistencia y buena voluntad, se harán realidad durante el siguiente año, del cual sólo podemos augurar lo siguiente: lograr buenas razones y muchos amores. (En 2008, no faltarán reencuentros, proyectos comunes, mudanzas o simplemente días donde la gratitud, la constancia y la versatilidad hagan lo suyo, pero pedimos, fervorosamente, que se multipliquen aún más.)

Durante este año, ustedes me llevaron a viajar a bordo de sus naves, jugaron con el tiempo (nuestro tiempo) y compartieron las delicias y sinsabores de los proyectos comunes, pero también digno es de notar los gratos reencuentros suscitados, las lecturas compartidas, como así también comprobar la fidelidad de una conocencia, pero sobre todo, agradecer sus palabras de buen aliento, los extrañamientos y reproches hechos hacia quien escribe (con sus debidas réplicas y contrarréplicas) y, lo mejor de todo, saber que siempre contaré con ustedes: sea en la sensata distancia, sea en la discreta cercanía. Todas esas cosas (y las que faltaron, no por omisión, sino por selección), alrededor de ocho meses, se dieron cita en este inusitado lugar dentro de la Súper carretera de las Informaciones, llamado -simple y sencillamente- Nueva República de Babel, cuyo órgano rector lo conforman ustedes.

Faltándome palabras para el momento, solamente me resta expresarles –lugar común, qué remedio– mis mejores deseos para que 2008 inicie y termine de igual forma: con proyectos cumplidos, nuevas conquistas ganadas al tiempo y con el espíritu siempre joven al emprender las cosas, porque, ya lo dijo una vez Ofelia Guilmain, "la juventud no se lleva puesta, se ejerce". ¡¡Muchas gracias!!
Atte.
Ulises Velázquez,
Presidente de la Nueva República de Babel

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Lonesome Traveller: Salvador Elizondo

En literatura como en la vida, sobran los heterodoxos. Pero en el rubro meramente literario, la heterodoxia, en la creación de una obra o al expresar una actitud ante el mundo, es carta obligada de navegación. Y en la literatura mexicana, en específico, sobran estos exponentes. Sin embargo, y como una forma de celebrar el aniversario 75 de su nacimiento, dedicaré las siguientes palabras a un heterodoxo de tiempo completo: Salvador Elizondo, cuya obra -sobra decirlo- se encuentra a la vera del camino editorial en busca de su lector idóneo: objetivo primordial que siempre tuvo el autor al escribir sus obras.
Elizondo, como todo escritor que se respete, transitó por todos los géneros, de los cuales nada parece tener desperdicio alguno. Hijo de un productor cinematográfico y de una sobrina nieta del poeta Enrique González Martínez, creció rodeado de libros y de películas, mismos que le dieron un impresionante bagaje cultural en su obra de factura postrera. Su aparición en las letras mexicanas se dio de dos formas: una, con el libro Poemas (1960) en edición de autor, y la otra, más conocida, con la novela Farabeuf (1965), obra que mereció el premio Xavier Villaurrútia al año siguiente. A diferencia de sus contemporáneos que transitaban los caminos de la narrativa urbana mexicana y la experimentación al estilo de la nouveau roman francesa, Elizondo simplemente plasmó sus obsesiones, sin importarle en absoluto los resultados. En la confección de Farabeuf, aplicó una técnica cinematográfica, el montaje, cosa que le confirió a la obra en cuestión no sólo una, sino dos o hasta más lecturas. (El mismo procedimiento se observa en otra novela, El hipogeo secreto.)
Por el lado de la narrativa corta, exploró (y explotó también) los senderos de la varia invención; algunos de sus cuentos rozan universos rulfianos y borgesianos (Narda o el verano), mientras que otros, funcionan bajo el pretexto del ensayo, el diálogo y hasta la falsa crónica (El retrato de Zoé, El grafógrafo o algunos textos de Camera lúcida). Al terminar de leerlos, hay un cierto desconcierto en cómo recibimos esas obras. Pero si estamos conscientes de que la cualidad primordial para sumergirnos en su lectura es el juego, habremos dado el primer paso.
Otro aspecto a notar dentro de la obra elizóndica, es el apego a la memoria. Esta condición se ve de dos formas: una, la memoria del mundo, es decir, la crónica de los días presentes que, pasado mañana, se volverán permanentes. Mejor ejemplo de ello, es el ejercicio del periodismo, dentro del cual, Elizondo ha escrito artículos de impecable valor estilístico y documental. (Contextos, Estanquillo y, recientemente, Pasado presente, son prueba de ello.) Y, por el otro lado, la memoria propia, la personal. (El ejercicio público de ésta, queda más que demostrado en la novela corta Elsinore, y el privado, en los cientos de diarios personales que el autor llevó en vida.)
Ante todo esto, aún permanece en vilo seguir considerando a Elizondo un autor heterdoxo, si toda su obra es más que un compromiso con la escritura, o sea, de cuño ortodoxo. Más bien, su verdadera ortodoxia fue la escritura misma; los temas, claro está, ya buscarán su propia heterodoxia. Mejor que juzgue el lector, a quien la obra de Salvador Elizondo debe convencer, para luego, dejarse convertir. Después de todo, las obras tienen la última palabra.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Libros para llorar: Sostiene Pereira

Hace algunos días, tuve la fortuna de recibir una cálida misiva, desde Inglaterra, de la Consejera corresponsal Daniela Sandoval, cuyas impresiones y proyectos futuros me hicieron recordar una de las lecturas que, durante 2007, hice con fraternal devoción. Y con la lusofilia en el alma, le dedicaré mi siguiente divagación sobre la novela Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi.
En 1994, en Italia aparecía la nueva novela, Sostiene Pereira, del ya entonces aclamado Antonio Tabucchi, cuya primera novela, Piazza d'Italia, rozó los linderos de la narrativa social o de denuncia. Sin embargo, y aunque la cultura portuguesa tomara parte primordial en sus postreras obras, la obra en cuestión marcó un antes y un después en su vida literaria. Vamos por partes.
Corría el año de 1938 y en una Lisboa que ya resentía el amargo sabor de la dictadura de Antônio de Oliveira Salazar, se desarrolla la historia de un veterano periodista de sociales, Pereira, a quien encomendaron dirigir la página cultural de un diario vespertino lisboeta, experiencia de la que sale apenas bien librado. (Aunque esta noticia suele alegrar a cualquier hijo de vecino, a Pereira no le cuadraba aquello. Véamos por qué.) Como ya la edad hacía estragos física y anímicamente hablando al periodista, éste se empecinaba en escribir y publicar obituarios adelantados de los escritores en boga, hasta que conoce a Francesco Monteiro Rossi, un joven estudiante de filosofía quien luego se integra a las filas del suplemento gracias a su insistencia y, claro, a la constante necesidad de dinero que, por poco que fuese, le servía para complacer a su novia Marta, cuyas afinidades y simpatías iban más allá de lo amoroso. Pereira le comisionó la escritura de esos obituarios, los cuales llegaban a las fronteras de la diatriba y el retrato. Hasta aquí vamos bien.
La importancia del encuentro entre Pereira y Monteiro Rossi reside en que el espíritu optimista y combativo del segundo infundió, paulatinamente, nuevas esperanzas en el primero, dado que se había habituado a una serie de rutinas bastante huecas -aparentemente-, como hablarle al retrato de su finada esposa, beber en exceso limonadas muy dulces o degustar omelettes a las finas hierbas, haciendo caso omiso de las órdenes médicas, hasta que Monteiro Rossi le tambalea el esquema. Es más, hasta el propio Pereira reconoce el buen talento de su empleado, pero prefiere que las cosas encuentren su natural cauce. Un ejemplo: le achaca a Monteiro el caracter impublicable de sus obituarios, pero termina por guardarlos en un cajón del archivero, por si acaso. Y esto, precisamente, no lo hace por maldad, sino porque los tiempos difíciles que se viven no lo ameritan. ("Las buenas noticias, en tiempos de guerra, hay que dejarlas en cuarentena", dijo, alguna vez, Benito Juárez y razones no le faltaban.) Ahora bien, todos estos encuentros transforman a Pereira, de avinagrado a optimista, cuando termina por simpatizar con la causa de Monteiro Rossi y se opone a las espurias imposiciones de la política gobernante. Inclusive, el único obituario que escribe en el suplemento es el de su amigo, primera de muchas víctimas de la dictadura salazarista.
Finalmente, luego de cerrar el libro y de enjugarme los ojos, la historia del periodista Pereira deja una valiosa lección: que siempre hay buenas razones para seguir viviendo, por mínimas u opuestas que éstas sean. (En alguna parte del libro, Pereira le decía a Monteiro Rossi que además de abrir bien los ojos para escribir, también debía seguir las razones del corazón. Palabras de profeta, sin lugar a dudas.) Como en otras ocasiones, se me escapan cosas, pero invito a ustedes, lectores pretéritos, presentes y futuros, que llenen los huecos restantes con su propia lectura de la novela. Si después de leer Sostiene Pereira, terminan con lágrimas en los ojos -igual que un servidor-, terminarán por comprenderlo.
¡¡¡Gracias!!!