domingo, 2 de diciembre de 2007

Libros para llorar: Sostiene Pereira

Hace algunos días, tuve la fortuna de recibir una cálida misiva, desde Inglaterra, de la Consejera corresponsal Daniela Sandoval, cuyas impresiones y proyectos futuros me hicieron recordar una de las lecturas que, durante 2007, hice con fraternal devoción. Y con la lusofilia en el alma, le dedicaré mi siguiente divagación sobre la novela Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi.
En 1994, en Italia aparecía la nueva novela, Sostiene Pereira, del ya entonces aclamado Antonio Tabucchi, cuya primera novela, Piazza d'Italia, rozó los linderos de la narrativa social o de denuncia. Sin embargo, y aunque la cultura portuguesa tomara parte primordial en sus postreras obras, la obra en cuestión marcó un antes y un después en su vida literaria. Vamos por partes.
Corría el año de 1938 y en una Lisboa que ya resentía el amargo sabor de la dictadura de Antônio de Oliveira Salazar, se desarrolla la historia de un veterano periodista de sociales, Pereira, a quien encomendaron dirigir la página cultural de un diario vespertino lisboeta, experiencia de la que sale apenas bien librado. (Aunque esta noticia suele alegrar a cualquier hijo de vecino, a Pereira no le cuadraba aquello. Véamos por qué.) Como ya la edad hacía estragos física y anímicamente hablando al periodista, éste se empecinaba en escribir y publicar obituarios adelantados de los escritores en boga, hasta que conoce a Francesco Monteiro Rossi, un joven estudiante de filosofía quien luego se integra a las filas del suplemento gracias a su insistencia y, claro, a la constante necesidad de dinero que, por poco que fuese, le servía para complacer a su novia Marta, cuyas afinidades y simpatías iban más allá de lo amoroso. Pereira le comisionó la escritura de esos obituarios, los cuales llegaban a las fronteras de la diatriba y el retrato. Hasta aquí vamos bien.
La importancia del encuentro entre Pereira y Monteiro Rossi reside en que el espíritu optimista y combativo del segundo infundió, paulatinamente, nuevas esperanzas en el primero, dado que se había habituado a una serie de rutinas bastante huecas -aparentemente-, como hablarle al retrato de su finada esposa, beber en exceso limonadas muy dulces o degustar omelettes a las finas hierbas, haciendo caso omiso de las órdenes médicas, hasta que Monteiro Rossi le tambalea el esquema. Es más, hasta el propio Pereira reconoce el buen talento de su empleado, pero prefiere que las cosas encuentren su natural cauce. Un ejemplo: le achaca a Monteiro el caracter impublicable de sus obituarios, pero termina por guardarlos en un cajón del archivero, por si acaso. Y esto, precisamente, no lo hace por maldad, sino porque los tiempos difíciles que se viven no lo ameritan. ("Las buenas noticias, en tiempos de guerra, hay que dejarlas en cuarentena", dijo, alguna vez, Benito Juárez y razones no le faltaban.) Ahora bien, todos estos encuentros transforman a Pereira, de avinagrado a optimista, cuando termina por simpatizar con la causa de Monteiro Rossi y se opone a las espurias imposiciones de la política gobernante. Inclusive, el único obituario que escribe en el suplemento es el de su amigo, primera de muchas víctimas de la dictadura salazarista.
Finalmente, luego de cerrar el libro y de enjugarme los ojos, la historia del periodista Pereira deja una valiosa lección: que siempre hay buenas razones para seguir viviendo, por mínimas u opuestas que éstas sean. (En alguna parte del libro, Pereira le decía a Monteiro Rossi que además de abrir bien los ojos para escribir, también debía seguir las razones del corazón. Palabras de profeta, sin lugar a dudas.) Como en otras ocasiones, se me escapan cosas, pero invito a ustedes, lectores pretéritos, presentes y futuros, que llenen los huecos restantes con su propia lectura de la novela. Si después de leer Sostiene Pereira, terminan con lágrimas en los ojos -igual que un servidor-, terminarán por comprenderlo.
¡¡¡Gracias!!!

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