jueves, 1 de noviembre de 2007

Leaving Port Memories: La sesión de los viernes

Al igual que varios profesores de Pedagogía (y una que otra Diseñadora Gráfica con pretensiones de educadora), me agradan las películas con temática magisterial, como Al maestro con cariño, La sociedad de los poetas muertos, La sonrisa de Mona Lisa, Lección de honor o Una mente brillante (si se quiere), donde la figura del profesor ante un peculiar grupo de alumnos destaca a contra corriente, con tal de dejarles una buena enseñanza, la cual acaba por permanecer. (Que sirva esta digresión como arranque para una más de las Leaving Port Memories.)
Hace tres años, cuando la juventud y el tiempo libre sobraban, me nació una inquietud por impartir clase (de lo que fuera, para ser preciso). Además, requería salir un poco del boxeo de sombra mientras llegaba el momento para publicar nuevamente algunos poemas. Gracias a las corazonadas de Ericka Mildred Aguilar, Secretaria Técnica de Humanidades, y a mis buenas intenciones, me convenció para impartir algunas asesorías de ortografía y redacción para alumnos de Historia, Filosofía, Letras y Comunicación, más los que se acumularan en el camino. Dejé mis horarios ideales y sólo me quedó esperar. Finalmente, una semana después, tuve una buena respuesta y me convenció un horario que nunca olvidaré: viernes, de 1 a 3 p.m (como el noticiario de Jacobo Zabludovsky, para acabarla...) Y la semana siguiente, arrancaban las sesiones. Era septiembre, según recuerdo.
El (supuesto) primer día fue un fracaso: dos alumnas de Comunicación, algo despistadas por el conato de puente (era la semana de las Fiestas Patrias), llegaron al salón. Les di algo de tarea, para la semana siguiente, pero nunca regresaron. Pero a la semana siguiente, sí fue el primer día oficial, con seis alumnos bastante peculiares: dos heterdoxos (hasta para ellos mismos) de Filosofía, una egresada de Historia buscando nortes -creo que una brújula también- para escribir la tesis, dos niñas de Comunicación suficientemente prometedoras y una profesora de Historia, con alma literaria. (Sólo desertó la tesista.) A decir verdad, estaba sorprendido por la peculiaridad de mis muchachos; por la edad, los intereses, no sé, podían haber sido mis compañeros de carrera, pero estaban allí, a la espera de encontrar una certera alternativa para aprender (también diría olvidar, pero me tengo confianza). Gracias a ello, desempolvé mis apuntes de Didáctica de la especialidad, le agregué algunas de las lecturas que había hecho en mis años de tallerista poético, y el resto, bueno... ya vendría con la semana. (No en vano, tanto Felisberto Hernández y Álvaro Mutis como Vicente Quirarte y Andrés Henestrosa, hicieron únicas algunas de mis sesiones.) Y los libros básicos: la Ortografía de la Lengua Española, de la Real Academia Española, y el Curso de redacción para escritores y periodistas, de Beatriz Escalante. La sesión de los viernes, por sí misma, me hacía la semana entera.
A finales del semestre, se cerró un ciclo, con la esperanza de seguir adelante y con nuevas energías, aprender las latas diarias del interminable arte de la docencia. Sinceramente, no sentí despedirme del todo de mis muchachos, porque siempre cabía la esperanza de coincidir con ellos por los pasillos del edificio A8. (Nunca me falló esa corazonada, pero una continuación para la sesión de los viernes, aún se veía lejana.) Tiempo después, los heterodoxos filosóficos siguieron su camino; las comunicadoras se lanzaron a la aventura académica (cada una en su respectivo lado del charco), y la maestra de Historia se volvió una de mis grandes amigas, a tal grado que me volvió un cultor de Clío y gracias a sus amistades historiográficas, el INEHRM, por ejemplo, es uno de mis puertos obligados. (Cosas de la vida: mi efímera etapa como profesor funcionó como partera de mi nueva época poética, pero ahora en Universo de El Búho, donde publico hasta la fecha.)
Tres años después, mis alumnas Leyvi Castro, Verónica del Toral y Rosalía Velázquez (comunicadoras e historiadora) ya vuelan con alas propias, pero su querencia intelectual aún se halla presente. Además, ahora tengo sinceras y seguras colegas para las próximas empresas que el tiempo futuro traerá consigo. (Por mientras, sé que cuento con sus enseñanzas, propuestas y amistad dentro del Consejo Femenino de Gobierno de esta Nueva República de Babel.) Casi al momento de ponerle punto final a estas líneas, vienen a mi mente dos referencias fílmicas:
  1. La frase de Heráclito dicha por el profesor William Hundert (Kevin Kline) en Lección de honor: El caracter de un hombre es su destino. (Siempre seguiré creyendo en su naturaleza sabia y lapidaria.)
  2. Aguardar, como John F. Nash (Russell Crowe) en Una mente brillante, que me toque la ceremonia de la pluma, reconociendo los logros de una vida. (Personalmente, preferiría que me llegara dicho momento cuando rebase los 75 años, porque aún tengo mucho que enseñar y, claro está, demasiadas cosas por aprender.)
Después de todo, una vida no sería completa sin las latas de la enseñanza, ¿verdad?

1 comentario:

La niña Fonema dijo...

sí, la docencia es una forma de vida...
pero estoy segura de que es una de las mejores que hay

besotes

p.d.: cómo hay películas de maestros!!!