Ulises Velázquez Gil
En el primer párrafo de Los recuerdos del porvenir de Elena Garro, se puede leer la
siguiente frase: “Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga”. Cuando
se trata de ajustar cuentas con una vida tercamente vivida, digno es realizar
un ejercicio de memoria y así justipreciar los pasos dados a lo largo del
tiempo. Sin embargo, para que esto se concrete a cabalidad, es preciso partir
del principio.
Dentro
de una extensa obra (donde lo mismo abordó el genio y la figura de Sor Juana Inés
de la Cruz como los avatares de la lengua española en un milenio de presencia),
Antonio Alatorre (1922-2010) dejó escrita una novela, inédita durante varios
años y que llega a nuestras manos por obra y gracia del azar.
La migraña, breve en extensión, nos
cuenta la historia de Guillermo, profesor universitario y director de una
revista, a quien, al momento de revisar algunos papeles correspondientes a su
labor académica, le ocurre un chispazo de memoria que le orilla a escribir un
capítulo olvidado de su vida. […] Me ha
venido al recuerdo -a la fantasía, más bien- un pasaje de mi vida, un pasaje
que puede ser dramático y patético, o simplemente tierno, provocador de
lástima, un pasaje que puede ser muchas cosas, significar muchas cosas; esto
depende del lector, o más bien depende de mí, es decir, de la manera como ahora
lo siento, de la manera de decirlo, de la “escritura” que resulte. […] Se me ha ocurrido un pasaje y no me lanzo a contarlo como esos escritores
que lo maduran todo, y que no sé si me dan envidia.
Esta novela se compone por dos
partes, que se suceden sin necesidad de capitulados ni de marcas en el texto:
la vida actual de aquel profesor y el vívido recuerdo que suscita su posterior
escritura. Para el primer instante, podemos notar que al profesor de marras,
luego de leer un artículo sobre Roberto Arlt para la revista que dirige, descubre
dos cosas importantes: la petulancia en cuanto al estilo en que se encuentra
escrito ese artículo y su ignorancia respecto al autor allí tratado. Sin
embargo, ahí no queda la cosa, puesto que, de forma repentina, un recuerdo pide
a renglón batiente su propio espacio. Si me lanzo, a una velocidad mayor que
la de la luz, hasta un episodio de hace treinta y cinco años; si me meto, intrépido
astronauta, de una vez por todas en la máquina del tiempo, entonces habré
sacrificado mi momento, este momento, y seguramente acabaré llorándolo. Por eso
quiero salvarlo.
Luego de varias vacilaciones, el
autor, memorialista en tránsito, emprende esa labor, la de “salvar” ese momento.
Desde la casa paterna, donde los objetos a su alrededor le obsequian uno de los
recuerdos más entrañables de su vida, por ese momento, de incipientes alcances,
hasta el año de 1937, adolescente aún, como seminarista en algún lugar de Tlalpan,
donde la migraña del título se adueñaba de no pocos instantes de su vida. Alguien, hace años, me explicó que eso que
sufrí se llama migraña. Yo le dije que migraña era seguramente un
galicismo que significaba simplemente “jaqueca”, y él me contestó: “Galicismo o
no, eso que a ti te pasó en tu adolescencia se llama así”. […] La migraña es de acero, un acero coloreado y reluciente.
Contrario a estos últimos
adjetivos, la estancia de Guillermo en el seminario no fue coloreada, sino
gris, mucho menos reluciente, porque una vida monacal no permitía ni el menor
atisbo del mundo de allá afuera, de la vida de todos los días. Pero, para él,
un viaje al centro de la Ciudad de México (con su Evangelio de Lucas en griego
bajo el brazo) le hace un guiño de ojo mediante un suceso que al resto de la
gente le parecería común y corriente: la hora del recreo en una escuela
secundaria cercana al paso del tranvía. […] Yo quería estudiar lo que estudian
estos muchachos. Quisiera ser uno de ellos. Cualquiera, no me importa cuál: el
que comentaba algo, quizá el golazo que Casarín le embutió al Atlante, o uno de
los que escuchaban su comentario; el que enseñaba algo metido en una caja (quizá
una rana). Quisiera ser como el más desamparado, como el más jodido, con tal de
ser uno de ellos: un muchacho común y corriente.
A medida que el mundo de allá
afuera hace mella en el proceder de Guillermo, son más las dudas sobre su
presencia no sólo como seminarista, sino cono adolescente en proceso. Y en ese
sentido, la migraña no cesaba de someterlo, como si ésta fuese una señal inequívoca
de una vida a punto de estallar con fuerza propia: […] tiene algo de tigre y
algo de la piraña, su rapidez y su movilidad, su precocidad y ensañamiento, y aun
su belleza. Migraña, piraña, tigraña. (“Maduraban los tigres en la sangre”,
retomando la imagen de un joven poeta…)
¿Por qué leer La migraña? Dentro de la obra de Antonio
Alatorre (copiosa en cuanto a producción hemerográfica, parca respecto a libros
con lomo y tapas) contar con esta novela -breve en extensión, pero de intensa
prosa- le ayudó como ajuste de cuentas con su pasado de seminarista novel, y
aunque no tuvo el atrevimiento de publicarla en vida (“no quiero aumentar el cerro
de lo prescindible”, decía en otro libro suyo), la tuvo siempre a la mano, en
espera del momento para darse a conocer; arranque de memoria, al final
del día.
Al igual que sus paisanos y
colegas Juan Rulfo y Juan José Arreola -con una sola novela dentro de su propia
obra-, Antonio Alatorre terminó por asir su propia realidad al universo de la
novela: Mi escritura es como un retrato
de mi conciencia. Escribir es aceptar mi irrealidad, mi muerte, pero también mi
realidad, mi única verdadera realidad. Quede aquí la invitación para conocer
esa realidad. (Así sea.)
Antonio
Alatorre. La migraña. México, Fondo
de Cultura Económica, 2012 (Letras Mexicanas).
(6/mayo/2020)