miércoles, 20 de mayo de 2020

Arranque de memoria

Ulises Velázquez Gil


En el primer párrafo de Los recuerdos del porvenir de Elena Garro, se puede leer la siguiente frase: “Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga”. Cuando se trata de ajustar cuentas con una vida tercamente vivida, digno es realizar un ejercicio de memoria y así justipreciar los pasos dados a lo largo del tiempo. Sin embargo, para que esto se concrete a cabalidad, es preciso partir del principio.
            Dentro de una extensa obra (donde lo mismo abordó el genio y la figura de Sor Juana Inés de la Cruz como los avatares de la lengua española en un milenio de presencia), Antonio Alatorre (1922-2010) dejó escrita una novela, inédita durante varios años y que llega a nuestras manos por obra y gracia del azar.
            La migraña, breve en extensión, nos cuenta la historia de Guillermo, profesor universitario y director de una revista, a quien, al momento de revisar algunos papeles correspondientes a su labor académica, le ocurre un chispazo de memoria que le orilla a escribir un capítulo olvidado de su vida. […] Me ha venido al recuerdo -a la fantasía, más bien- un pasaje de mi vida, un pasaje que puede ser dramático y patético, o simplemente tierno, provocador de lástima, un pasaje que puede ser muchas cosas, significar muchas cosas; esto depende del lector, o más bien depende de mí, es decir, de la manera como ahora lo siento, de la manera de decirlo, de la “escritura” que resulte. […] Se me ha ocurrido un pasaje y no me lanzo a contarlo como esos escritores que lo maduran todo, y que no sé si me dan envidia.
Esta novela se compone por dos partes, que se suceden sin necesidad de capitulados ni de marcas en el texto: la vida actual de aquel profesor y el vívido recuerdo que suscita su posterior escritura. Para el primer instante, podemos notar que al profesor de marras, luego de leer un artículo sobre Roberto Arlt para la revista que dirige, descubre dos cosas importantes: la petulancia en cuanto al estilo en que se encuentra escrito ese artículo y su ignorancia respecto al autor allí tratado. Sin embargo, ahí no queda la cosa, puesto que, de forma repentina, un recuerdo pide a renglón batiente su propio espacio. Si me lanzo, a una velocidad mayor que la de la luz, hasta un episodio de hace treinta y cinco años; si me meto, intrépido astronauta, de una vez por todas en la máquina del tiempo, entonces habré sacrificado mi momento, este momento, y seguramente acabaré llorándolo. Por eso quiero salvarlo.
Luego de varias vacilaciones, el autor, memorialista en tránsito, emprende esa labor, la de “salvar” ese momento. Desde la casa paterna, donde los objetos a su alrededor le obsequian uno de los recuerdos más entrañables de su vida, por ese momento, de incipientes alcances, hasta el año de 1937, adolescente aún, como seminarista en algún lugar de Tlalpan, donde la migraña del título se adueñaba de no pocos instantes de su vida. Alguien, hace años, me explicó que eso que sufrí se llama migraña. Yo le dije que migraña era seguramente un galicismo que significaba simplemente “jaqueca”, y él me contestó: “Galicismo o no, eso que a ti te pasó en tu adolescencia se llama así”. […] La migraña es de acero, un acero coloreado y reluciente.
Contrario a estos últimos adjetivos, la estancia de Guillermo en el seminario no fue coloreada, sino gris, mucho menos reluciente, porque una vida monacal no permitía ni el menor atisbo del mundo de allá afuera, de la vida de todos los días. Pero, para él, un viaje al centro de la Ciudad de México (con su Evangelio de Lucas en griego bajo el brazo) le hace un guiño de ojo mediante un suceso que al resto de la gente le parecería común y corriente: la hora del recreo en una escuela secundaria cercana al paso del tranvía. […] Yo quería estudiar lo que estudian estos muchachos. Quisiera ser uno de ellos. Cualquiera, no me importa cuál: el que comentaba algo, quizá el golazo que Casarín le embutió al Atlante, o uno de los que escuchaban su comentario; el que enseñaba algo metido en una caja (quizá una rana). Quisiera ser como el más desamparado, como el más jodido, con tal de ser uno de ellos: un muchacho común y corriente.
A medida que el mundo de allá afuera hace mella en el proceder de Guillermo, son más las dudas sobre su presencia no sólo como seminarista, sino cono adolescente en proceso. Y en ese sentido, la migraña no cesaba de someterlo, como si ésta fuese una señal inequívoca de una vida a punto de estallar con fuerza propia: […] tiene algo de tigre y algo de la piraña, su rapidez y su movilidad, su precocidad y ensañamiento, y aun su belleza. Migraña, piraña, tigraña. (“Maduraban los tigres en la sangre”, retomando la imagen de un joven poeta…)
¿Por qué leer La migraña? Dentro de la obra de Antonio Alatorre (copiosa en cuanto a producción hemerográfica, parca respecto a libros con lomo y tapas) contar con esta novela -breve en extensión, pero de intensa prosa- le ayudó como ajuste de cuentas con su pasado de seminarista novel, y aunque no tuvo el atrevimiento de publicarla en vida (“no quiero aumentar el cerro de lo prescindible”, decía en otro libro suyo), la tuvo siempre a la mano, en espera del momento para darse a conocer; arranque de memoria, al final del día.
Al igual que sus paisanos y colegas Juan Rulfo y Juan José Arreola -con una sola novela dentro de su propia obra-, Antonio Alatorre terminó por asir su propia realidad al universo de la novela: Mi escritura es como un retrato de mi conciencia. Escribir es aceptar mi irrealidad, mi muerte, pero también mi realidad, mi única verdadera realidad. Quede aquí la invitación para conocer esa realidad. (Así sea.)   

Antonio Alatorre. La migraña. México, Fondo de Cultura Económica, 2012 (Letras Mexicanas).  


(6/mayo/2020)