Ulises Velázquez
Gil
Una historia intercalada
en el filme La eternidad y un día, del cineasta griego Theo
Angelopoulos, versa en torno a un poeta que, a fuerza de recobrar su lengua
materna y escribir un canto de amor a su patria, le “compra palabras” a la
gente que se cruza en su camino, retribuyéndole de forma generosa por ello. En
el diario empeño de la vida por abrirse paso, todos compramos palabras, es
decir, nos hacemos de ellas en el buen sentido, y así comunicarnos con el resto
del mundo, de inscribirles un fragmento de la memoria propia.
Luego de sus navegaciones por las redes sociales (cuya
bitácora lleva por nombre #Enredados), Laura García Arroyo nos entrega
un nuevo libro, donde el encanto del “¡ábrete sésamo!” ronda por sus
páginas: Funderelele y más hallazgos de la lengua, resultado de sus
andanzas y maestranzas por diccionarios y constantes lecturas, así también por
las conversaciones y encuentros con sus colegas, amigos y gente de a pie. Este
libro pretende dar una muestra de las diferentes formas en las que uno se topa
con nuevas palabras y narra en primera persona cómo algunas llegaron a mí, a mi
vocabulario, a mi vida. Cómo las hallé, o me hallaron, cuándo empezó mi
historia con ellas y como el descubrimiento de cada una llegó de la manera más
inesperada, extraña, peculiar e impredecible. O no tanto. Porque las palabras
desconocidas nos rodean, siempre están ahí.
En
Funderelele se reúnen 71 palabras, a guisa de “diccionario personal” que
no sigue un orden estrictamente alfabético -similar a los diccionarios del
orden común-, sino más bien afectivo y vivencial, donde cada palabra […] se
convierte en feliz encuentro en el que un nuevo término pasa a formar parte de
un léxico que va creciendo y con él, el mundo y nuestra forma de existir en él.
Sin embargo, hay otras palabras que nos resultan ajenas en la vida diaria, mas
no para los diccionarios ni para los oficios que las usan para provecho propio.
Tal es el caso de aporcar, término propio de la jardinería, y que para
Laura García Arroyo tiene un significado entrañable, que le remite a su abuelo:
[…] tenía un rincón especial: una huerta en la que veíamos crecer jitomates,
lechugas, zanahorias, papas y algún experimento que a veces terminaba en el
plato. “Me niego a que mis nietos piensen que las verduras nacen en los
supermercados”, decía mientras preparaba la herramienta y nos reunía en fila
para darnos instrucciones.
Una
maestra mía de grato recuerdo en la carrera de Letras Hispánicas solía decir
que en la lengua materna dos cosas son ineludibles: contar e insultar. Y como
cada texto de Funderelele tiene su propia historia, dejemos que la
segunda opción nos sirva para llegar a otra palabra de interés para la autora, coprolalia,
de la que comparto el siguiente fragmento: Es como un acto reflejo. Bajo del avión y
en cuanto piso Barajas mi vocabulario ibérico más grosero empieza a dispararse
sin control. Es como si estuviera contenido aguardando ese momento para salir y
explotar como fuegos artificiales. Y cuando se trata de develar el otro
lado de la figura pública (de dichosa vista por la tevé), con glosofobia
uno se da cuenta de que todos tenemos algo en común: La gente cree que no me
pongo nerviosa frente a una cámara de televisión. Claro, después de dieciséis años
al aire la cosa no ha mejorado, pero lo que no saben es que los dos primeros
años hasta me daba fiebre durante el dichoso programa.
Un
ensayo de Raymundo Ramos sobre Roland Barthes, Hifología (palabra que
seguro sería del interés de Laura García, me imagino), comienza con una frase
devastadora por sencilla: Amamos los neologismos. A lo largo de las
páginas de Funderelele aparece uno muy peculiar, nomofobia, que
nos revela una instantánea poco sonada de su autora: Yo lo descubrí en 2014,
en mi tercera visita a un centro de atención a clientes en busca de mi cuarto
aparato del año. No, no fue una terapia de choque para aprender a vivir sin
celular, fue más bien el acercarme a los cuarenta y darme cuenta de que mi
memoria se estaba saturando y de repente me resultaba más fácil dejar olvidados
objetos en lugares a los que no sabía volver. (¿Ya descubrieron de qué va
la palabra? No lo digan… a menos que sea para recomendar su lectura.)
Mientras
proseguimos la travesía por las palabras enumeradas en este libro, una y otra
vez caemos en la cuenta de que algunas de ellas no nos suenan a la primera de
cambios, pero a medida que se tome alguna al azar, por un lado, contamos con el
significado concreto, breve, “de diccionario”, y, por el otro, un texto más
amplio al respecto, a caballo entre el ensayo y la memoria, donde quede
asentada la preferencia (fidelidad, diríase) de la autora por esa palabra: virgulilla,
tija, petricor, paparrucha (favorita de las redes
sociales, en particular de un sujeto de infausta presencia, allende la frontera
norte), letológica -algo extraña para una mujer de palabras, qué cosas-,
y la que da nombre al libro; con todo y su “incierto” origen, sigue ganando
batallas una vez que se hace de un lugar en nuestro vocabulario. Me gustan
las palabras que bailan. Esas cuyas sílabas transmiten ritmo, sonoridad y
prácticamente provocan una sonrisa al pronunciarlas y al escucharlas. Es el
caso de funderelele, que se convirtió en una de mis favoritas desde que
la conocí.
(Paréntesis
aparte. Cuando Milan Kundera preparaba sus “Sesenta y siete palabras”, suerte
de glosario que enumera los tópicos que predominan en su obra narrativa, al
saber del sismo que sacudió a la Ciudad de México en septiembre de 1985, le
preocupó el destino de un colega y amigo suyo que vivía allí; días después de
que éste diera señales de vida, Kundera, en señal de gratitud, incluyó el
nombre de su amigo dentro de su vocabulario personal.)
A
semejanza de Milan Kundera, Laura García incluyó en esas 71 palabras tremofobia,
cuyo texto cuenta con una extensión mayor respecto de los demás, y se enfoca en
contarnos su experiencia con los temblores; particularmente, el ocurrido el 19
de septiembre de 2017 en la Ciudad de México, cuyos resabios aún permanecen:
[…] Los llegados a esta ciudad después del ’85 hemos vivido varios temblores
de diferente intensidad, pero ninguno como el del 19 de septiembre, dos horas
después del simulacro que nos recordaba el desastre anterior. […] Ese
día me convertí en tremofóbica. (Después de leer el texto de marras, se
podrán decir muchas cosas, pero nunca esperaremos indiferencia del lector. Así
con las palabras.)
En
suma, acercarse a Funderelele y más hallazgos de la lengua nos recuerda,
brevemente, nuestra naturaleza como seres hechos de palabras, quienes a
semejanza del poeta descrito en el filme de Theo Angelopoulos -que mencioné al
inicio de estas líneas-, encontramos en las palabras el camino a seguir. Para
quien decida hacer suyas estas 71 -en espera, siempre, de aumentar su número-,
descubrirá otras maneras de asir el tiempo, prontuarios de la memoria
que nos ayudan a encontrar nuestro lugar en el mundo, con todo y sus altibajos.
En
el panorama actual de las letras mexicanas, Funderelele tienen un justo
lugar, junto a Los pegasos de la memoria de Beatriz Escalante (por su
condición híbrida, que hilvana memorias con ensayo) y el Diccionario del
caos de Fernando Rivera Calderón (en aras de enunciar los pasos dados por
la realidad); pero el camino es amplio y todavía nos depara grandes sorpresas…
Quede
en ustedes, lectores, sumarse a esa travesía, y hacerse en el camino de nuevas
acompañantes, en espera de que cada día sea una maravillosa escala de vida.
(Así sea.)
Laura García Arroyo.
Funderelele y más hallazgos de la lengua.
México, Destino, 2018.
(7/noviembre/2018)
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