lunes, 31 de diciembre de 2018

Quince sobre 18

Ulises Velázquez Gil

Desde hace ya varios años, en los últimos días de diciembre, el tiempo y la cuenta me llevan hacia el mismo lugar: el escritorio atiborrado de libros, papeles y dos que tres objetos llegados con el año que corre. Para fortuna mía, los papeles se ponen a dieta y los objetos cambian de lugar -hasta de dueño, inclusive-, dejando que las lecturas salgan a flote y pasen, del consabido escritorio al buró, la sala o a mi bolsa de viaje.
Cuando me enfrasco en hacer el listado anual de lecturas, ya no me sorprende tanto la multiplicación de los libros, sino más bien la persistencia de algunos en los lugares arriba mencionados, y cuando llega el momento de hacer corte de caja, vuelven a casa para compartirme sus travesías. Comparto con ustedes los más sobresalientes (al menos, para mí) de este 2018 a punto de partir.
(La advertencia de siempre: si en este listado son evidentes ciertas ausencias, con todo gusto se reciben, sin importar el tiempo. Gracias mil.)

1) Hanami (Cristina Rascón) Sorpresas y desconciertos en el lejano oriente componen este volumen de cuento, de prosa bien cuidada y con amor al detalle, cuya dedicada lectura se vuelve el mejor de los viajes. Para releerse de principio a fin.
2) Fabrica de colores. La vida del inventor Guillermo González Camarena (Carlos Chimal) Las mejores biografías son las que nos hacen despertar en cuanto se llega al punto final; en aras de conocer la vida, obra y milagros de un grandioso inventor, su lectura se vuelve invitación para seguir sus pasos, a la busca del camino propio.
3) La vida por un imperio (Anamari Gomís) Cuando la historia quiere volverse novela, seguir los pasos de uno de sus protagonistas notables se vuelve viaje interior para quienes lo siguen; después de Ya sabes mi paradero, se confirma la maestría como narradora de Anamari Gomís.
4) El niño que fuimos (Alma Delia Murillo) Se dice que “infancia es destino”, pero si ese destino no suele ser el ideal ¿qué hacer? En esta novela, se descubre que, aunque se transite por la misma autopista para salir avante de los altibajos del tiempo, son inevitables las desviaciones que las escalas forzadas. (Mejor leer para conocer.)
5) Grab my pussy! (Mónica Soto Icaza) Amén del humor y de la sorpresa que destellan a cada página, estas historias nos revelan cosas que no se podrían creer a la primera, sin embargo, a medida que avance la lectura, caeremos en la cuenta de que nada es para tanto… ¿o me equivoco?
6) Una amistad literaria. Correspondencia 1942-1959 (Alfonso Reyes/ José Luis Martínez) En todo epistolario, es ineludible la confidencia y el aprendizaje, pero en particular con éste, entre dos autores fundamentales de las letras mexicanas, es recíproco y hasta destellante, en cuanto a proyectos y empresas en común. Por tratarse de Reyes, la tarea es ardua… y apasionante.
7) Funderelele y más hallazgos de la lengua (Laura García Arroyo) Las palabras, se dice, definen nuestra vida, pero su definición rebasa todo diccionario y en este volumen de ensayos se nos hace una invitación por partida doble: conocer y “adoptar” estas palabras queridas por la autora, y pensar en las nuestras, que nos acompañan a cada paso.
8) Orillas (Nora de la Cruz) Para hablar del mundo, reza el lugar común, basta con describir la propia aldea, y en este volumen de cuentos se logra a cabalidad; sin embargo, en estos textos se evidencia aún más el viaje que resta por hacer. En orden de aparición, o al azar, su sola lectura no deja de sorprender.
9) Sonetos y son quince (Julia Santibáñez) De todas las formas poéticas, el soneto siempre genera interés y le gana batallas al tiempo; por el rigor de su estructura, ningún tema le es ajeno y lo vuelve infalible cuando pinta con eficacia un tema del momento. Ante la poesía de instructivos y numeralias, es una bocanada de aire puro… y poético. 
10) Vacía de dioses (Alejandra Estrada Velázquez) Con todo y que sea la primera plaquette de una joven escritora, ya se puede sentir una voz propia, donde el tiempo y sus alegatos no minan su creación poética, sino que le acompañan en el diario oficio de la duda, que lo transforma todo a su paso.
11) Aquellos días (Sue Zurita) Cuando la vida nos depara tiempos no tan halagüeños, es necesario volver al lugar que nos dio vocación y destino, recobrar los pasos dados y seguir en el camino con fuerza renovada. Y esta novela destella en esos afanes.
12) Principia (Elisa Díaz Castelo) La ciencia y la poesía unen fuerzas y afanes para pintar de cuerpo entero los altibajos de su autora, así también sus miradas acerca del tiempo, que luego de escaparse, vuelve al punto de partida para contarnos su lado de la historia.
13) Ensayo de orquesta (Laura Baeza) En este volumen de cuentos, los músicos que conforman una orquesta, además de saber muy bien papel dentro de ésta, también nos comparten el ritmo y la melodía con que se define su vida, vertiginosos a final de cuentas. Un playlist de emociones encontradas, sin lugar a duda.
14) Barranca (Diana del Ángel) Hay dos palabras para describir este poemario: desolación y luminosidad. La primera, al describir un tiempo arrebatado de las manos por sucesos adversos; mientras que la segunda, por mor de la creación poética, nos devuelve parte de ese tiempo, permitiendo el reconocimiento y, por ende, la iluminación. 
15) Arquitectura del fracaso. Sobre rocas, escombros y otras derrotas espaciales (Georgina Cebey) En el vértigo de la excesiva edificación en la Ciudad de México, este libro de ensayos se vuelve visita guiada por los edificios que en un principio fueron promesa de bienestar, y hoy día no son sino los vestigios de una osada presunción. De lectura obligada para arquitectos presentes, pretéritos y futuros. 

[Mención aparte merece Amo y señor de mis palabras (Fernando del Paso), en cuya lectura va mi señero homenaje hacia un ingeniosos y genial escritor -a quien tuve la dicha de conocer, por cierto-, y que eligió 2018 para irse en silencio. Sin embargo, ahí nos queda su obra, a prueba de tiempo.]
A unas cuantas horas de su llegada, 2019 nos espera con nuevas cosas por aprender, compartir y disfrutar, y doblemente cuando se trata de lecturas, las cuales sabrán encontrarnos, y llegado ese momento, aquí estaremos para seguir conversando… y hasta disentir, si se da el caso, claro.
Después de todo, en los listados como en la vida, recordemos muy bien lo que nos dice una canción de Love of Lesbian: “La vida es más fácil, si andas despacio, ¿no ves que nadie llega al fin? Que fuera epitafio del hombre más sabio un ‘yo sólo pasé por aquí’”
(¡Muchas gracias a ustedes!)

miércoles, 14 de noviembre de 2018

Prontuarios de la memoria


Ulises Velázquez Gil

Una historia intercalada en el filme La eternidad y un día, del cineasta griego Theo Angelopoulos, versa en torno a un poeta que, a fuerza de recobrar su lengua materna y escribir un canto de amor a su patria, le “compra palabras” a la gente que se cruza en su camino, retribuyéndole de forma generosa por ello. En el diario empeño de la vida por abrirse paso, todos compramos palabras, es decir, nos hacemos de ellas en el buen sentido, y así comunicarnos con el resto del mundo, de inscribirles un fragmento de la memoria propia. 
Luego de sus navegaciones por las redes sociales (cuya bitácora lleva por nombre #Enredados), Laura García Arroyo nos entrega un nuevo libro, donde el encanto del “¡ábrete sésamo!” ronda por sus páginas: Funderelele y más hallazgos de la lengua, resultado de sus andanzas y maestranzas por diccionarios y constantes lecturas, así también por las conversaciones y encuentros con sus colegas, amigos y gente de a pie. Este libro pretende dar una muestra de las diferentes formas en las que uno se topa con nuevas palabras y narra en primera persona cómo algunas llegaron a mí, a mi vocabulario, a mi vida. Cómo las hallé, o me hallaron, cuándo empezó mi historia con ellas y como el descubrimiento de cada una llegó de la manera más inesperada, extraña, peculiar e impredecible. O no tanto. Porque las palabras desconocidas nos rodean, siempre están ahí
En Funderelele se reúnen 71 palabras, a guisa de “diccionario personal” que no sigue un orden estrictamente alfabético -similar a los diccionarios del orden común-, sino más bien afectivo y vivencial, donde cada palabra […] se convierte en feliz encuentro en el que un nuevo término pasa a formar parte de un léxico que va creciendo y con él, el mundo y nuestra forma de existir en él. Sin embargo, hay otras palabras que nos resultan ajenas en la vida diaria, mas no para los diccionarios ni para los oficios que las usan para provecho propio. Tal es el caso de aporcar, término propio de la jardinería, y que para Laura García Arroyo tiene un significado entrañable, que le remite a su abuelo: […] tenía un rincón especial: una huerta en la que veíamos crecer jitomates, lechugas, zanahorias, papas y algún experimento que a veces terminaba en el plato. “Me niego a que mis nietos piensen que las verduras nacen en los supermercados”, decía mientras preparaba la herramienta y nos reunía en fila para darnos instrucciones
Una maestra mía de grato recuerdo en la carrera de Letras Hispánicas solía decir que en la lengua materna dos cosas son ineludibles: contar e insultar. Y como cada texto de Funderelele tiene su propia historia, dejemos que la segunda opción nos sirva para llegar a otra palabra de interés para la autora, coprolalia, de la que comparto el siguiente fragmento:  Es como un acto reflejo. Bajo del avión y en cuanto piso Barajas mi vocabulario ibérico más grosero empieza a dispararse sin control. Es como si estuviera contenido aguardando ese momento para salir y explotar como fuegos artificiales. Y cuando se trata de develar el otro lado de la figura pública (de dichosa vista por la tevé), con glosofobia uno se da cuenta de que todos tenemos algo en común: La gente cree que no me pongo nerviosa frente a una cámara de televisión. Claro, después de dieciséis años al aire la cosa no ha mejorado, pero lo que no saben es que los dos primeros años hasta me daba fiebre durante el dichoso programa. 
Un ensayo de Raymundo Ramos sobre Roland Barthes, Hifología (palabra que seguro sería del interés de Laura García, me imagino), comienza con una frase devastadora por sencilla: Amamos los neologismos. A lo largo de las páginas de Funderelele aparece uno muy peculiar, nomofobia, que nos revela una instantánea poco sonada de su autora: Yo lo descubrí en 2014, en mi tercera visita a un centro de atención a clientes en busca de mi cuarto aparato del año. No, no fue una terapia de choque para aprender a vivir sin celular, fue más bien el acercarme a los cuarenta y darme cuenta de que mi memoria se estaba saturando y de repente me resultaba más fácil dejar olvidados objetos en lugares a los que no sabía volver. (¿Ya descubrieron de qué va la palabra? No lo digan… a menos que sea para recomendar su lectura.) 
Mientras proseguimos la travesía por las palabras enumeradas en este libro, una y otra vez caemos en la cuenta de que algunas de ellas no nos suenan a la primera de cambios, pero a medida que se tome alguna al azar, por un lado, contamos con el significado concreto, breve, “de diccionario”, y, por el otro, un texto más amplio al respecto, a caballo entre el ensayo y la memoria, donde quede asentada la preferencia (fidelidad, diríase) de la autora por esa palabra: virgulilla, tija, petricor, paparrucha (favorita de las redes sociales, en particular de un sujeto de infausta presencia, allende la frontera norte), letológica -algo extraña para una mujer de palabras, qué cosas-, y la que da nombre al libro; con todo y su “incierto” origen, sigue ganando batallas una vez que se hace de un lugar en nuestro vocabulario. Me gustan las palabras que bailan. Esas cuyas sílabas transmiten ritmo, sonoridad y prácticamente provocan una sonrisa al pronunciarlas y al escucharlas. Es el caso de funderelele, que se convirtió en una de mis favoritas desde que la conocí
(Paréntesis aparte. Cuando Milan Kundera preparaba sus “Sesenta y siete palabras”, suerte de glosario que enumera los tópicos que predominan en su obra narrativa, al saber del sismo que sacudió a la Ciudad de México en septiembre de 1985, le preocupó el destino de un colega y amigo suyo que vivía allí; días después de que éste diera señales de vida, Kundera, en señal de gratitud, incluyó el nombre de su amigo dentro de su vocabulario personal.) 
A semejanza de Milan Kundera, Laura García incluyó en esas 71 palabras tremofobia, cuyo texto cuenta con una extensión mayor respecto de los demás, y se enfoca en contarnos su experiencia con los temblores; particularmente, el ocurrido el 19 de septiembre de 2017 en la Ciudad de México, cuyos resabios aún permanecen: […] Los llegados a esta ciudad después del ’85 hemos vivido varios temblores de diferente intensidad, pero ninguno como el del 19 de septiembre, dos horas después del simulacro que nos recordaba el desastre anterior. […] Ese día me convertí en tremofóbica. (Después de leer el texto de marras, se podrán decir muchas cosas, pero nunca esperaremos indiferencia del lector. Así con las palabras.) 
En suma, acercarse a Funderelele y más hallazgos de la lengua nos recuerda, brevemente, nuestra naturaleza como seres hechos de palabras, quienes a semejanza del poeta descrito en el filme de Theo Angelopoulos -que mencioné al inicio de estas líneas-, encontramos en las palabras el camino a seguir. Para quien decida hacer suyas estas 71 -en espera, siempre, de aumentar su número-, descubrirá otras maneras de asir el tiempo, prontuarios de la memoria que nos ayudan a encontrar nuestro lugar en el mundo, con todo y sus altibajos. 
En el panorama actual de las letras mexicanas, Funderelele tienen un justo lugar, junto a Los pegasos de la memoria de Beatriz Escalante (por su condición híbrida, que hilvana memorias con ensayo) y el Diccionario del caos de Fernando Rivera Calderón (en aras de enunciar los pasos dados por la realidad); pero el camino es amplio y todavía nos depara grandes sorpresas… 
Quede en ustedes, lectores, sumarse a esa travesía, y hacerse en el camino de nuevas acompañantes, en espera de que cada día sea una maravillosa escala de vida. (Así sea.)

Laura García Arroyo. Funderelele y más hallazgos de la lengua. México, Destino, 2018.

(7/noviembre/2018)

lunes, 5 de noviembre de 2018

Lunas 2018: encuentros y regresos

Hace tiempo, cuando hacía referencia a cosas gratas o conocidas que me sacaban una sonrisa o, por lo menos, un grato recuerdo, siempre soltaba la siguiente frase: Nada como volver a los viejos puertos, y al momento de escribir las presentes líneas, la empleo de nueva cuenta para un suceso anual que espero con enorme alegría: las Lunas del Auditorio
Luego de varias sorpresas por correo electrónico y de una pasarela de invitados posibles, quien esto escribe, por sexta vez consecutiva (y séptima, en nueve años), consiguió entradas para la XVII entrega del galardón que concede el Auditorio Nacional a lo mejor del espectáculo en México: cuatro boletos, tal y como me sucedió en 2014 y el año pasado. 
Después de una breve caminata desde la parada forzada donde me dejó el camión, llegué al Paseo de la Reforma e hice dos cosas ineludibles: contemplar el gentío en torno a la alfombra roja (donde desfilaron tanto artistas nominados como gente del medio musical y de la tevé) y saludar a un viejo amigo, el Auditorio Nacional, mientras llegaban mis invitadas: una arquitecta dinámica e inteligente, y la sofisticada internacionalista con quien estuve en 2016. 
Cerca de las 7:30, Lupita, mi amiga arquitecta, hizo su gloriosa llegada, una vez que logró sortear los imprevistos de la Línea 7 del Metro. Mientras llegaba Mónica, mi amiga internacionalista, platicamos acerca del talento artístico que veríamos a lo largo de la ceremonia, pero también de nuestras escalas en el llamado “coloso de Reforma”. “Sólo estuve aquí para una obra de teatro, hace mucho tiempo”, me confesó Lupita. En cambio, para mí, ya eran varias ocasiones que andaba por ahí, y en particular esta edición de las Lunas es un “regreso a casa”, porque en 2008 entré por primera vez al Auditorio Nacional y vi a Edith Márquez, cantante confirmada en el elenco de 2018. A diez minutos para las ocho de la noche, Mónica llegó al lugar citado y muy bien acompañada. Una vez hechas las presentaciones, los cuatro ingresamos por la parte izquierda del auditorio. 
Como llegamos al filo de la hora, nos acomodaron en la parte superior del segundo piso, pero los lugares disponibles escaseaban, así que resolvimos salir de ahí y correr hacia la parte derecha del auditorio. “Esto me recuerda la película Ocho y medio, donde los personajes van de un lado a otro”, les dije. Por fin, encontramos lugares disponibles… pero pegados al techo del auditorio. Una vez sentados, a las 8:15 pm comenzó la ceremonia. Café Tacvba fue el grupo encargado de abrir el espectáculo, en cuya participación interpretó sendas canciones del Jei Beibi, su álbum más reciente: “Futuro” y “Olita de altamar”. Al término de su participación, se presentaron los conductores: Paola Rojas (de frecuente presencia en ceremonias anteriores), Natalia Téllez (también constante desde 2016) y Arath de la Torre. 
Durante tres horas y pico, disfrutamos de maravillosas participaciones musicales, categorías de clásica presencia y los reconocimientos especiales que cada año confiere el Auditorio Nacional; la Revelación de este año fue el cantautor El David Aguilar, mientras que el Teatro de la Ciudad de México “Esperanza Iris” recibió el reconocimiento como Recinto Emblemático. Por el lado de las Trayectorias, Horacio Franco, el bailarín Isaac Hernández y Patricia Reyes Espíndola fueron los galardonados de la edición 2018. 
Respecto a los números musicales, de la energética participación de Café Tacvba pasamos al bolero y la canción ranchera con Edith Márquez; mientras que una selección del musical Los miserables nos llegó al alma (y al borde de las lágrimas, como me suele pasar con los musicales). Para los amantes de la música de banda, La Arrolladora Banda El Limón de René Camacho les cayó como anillo al dedo, y para las jóvenes espectadoras, Mario Bautista, con todo y que hace tres años le tocó hacerla de conductor. (Recuerdo que se hizo chiquito cuando estuvo frente a Paul van Dyk, pero por algo se empieza ¿no creen?) Una vez que terminó su participación, pasamos al intermedio, donde Mónica y su novio fueron al baño, mientras Lupita y quien esto escribe revisamos nuestros teléfonos y sacamos fotos. Cuando Mónica volvió, me comentó que cerca del cuarto para las once, dejarían el lugar, por compromisos ineludibles; de cualquier manera, agradecí su presencia y que aquellas palabras de 2016 (“¡Ya quiero mi boleto para el año entrante!”) siguen vigentes para 2019. Terminó el intermedio y el siguiente grupo que entró a escena fue Love of Lesbian, agrupación barcelonesa de rock, cuya participación me dejó en 50-50, es decir, “Bajo el volcán” me aburrió, pero “Manifiesto delirista” me levantó el ánimo. (“Es buen grupo, pero me quedo con Dorian”, le decía a Lupita y a Mónica.) Y cuando terminó la segunda canción, Mónica y su acompañante dejaron el auditorio. Prometimos vernos más seguido, porque “sólo en ocasiones así podemos vernos”. Asentimos por entero. 
El resto de la ceremonia lo pasamos muy bien Lupita y yo; al momento que los conductores presentaron a Yuri, cuando anunciaron un dueto de ella con el trio Matisse, Lupita se emocionó tanto que al momento de escuchar “Cómo le hacemos”, se apresuró a grabarlo en su celular y recordarlo cuantas veces quisiera. (Me recomendó que escuchara a Melissa, la vocalista, en su canal de YouTube, y descubrir que también como solista destella talento.) Luego de varias categorías y un reconocimiento especial, Sofía Reyes subió al escenario para cantar un éxito suyo, “1, 2, 3” (y conste que no es anuncio de crema para el pelo), y minutos después, la Única e Internacional Sonora Santanera nos metió mucho ritmo con sus clásicos de antaño y con una versión muy particular de “El yerberito moderno”. (Sólo faltó el “¡azúcar!”, si me permiten decirlo…) Y como grand finale, ¡Fey!, quien salió de entre el público, interpretando una versión muy nostálgica de “Gatos en el balcón”, para luego seguirse con un popurrí de sus grandes éxitos, eso sí, con arreglos nuevos y muy ad hoc para los tiempos actuales. (Vaya, con decirles que me levanté de mi asiento para corearlas y bailarlas. Si me vieran mis hermanos, que sí son fans suyos…) 
Casi llegada la medianoche, el público emprendió la salida del auditorio después de haber disfrutado de un grandioso espectáculo, donde todos los gustos quedaron más que complacidos; mientras la gente hacía fila para entrar al baño, Lupita y yo buscábamos un programa de mano debajo de los asientos, en los pasillos o incluso en los botes de basura: “No me voy de aquí sin mi programa de mano: ¡los colecciono!” (Hice lo mismo con una amiga nuestra, en 2015, y cerca de los baños encontramos varios ejemplares desechados u olvidados…) A medida que entrábamos y salíamos, nuestros teléfonos se llenaban de fotos propias y del Auditorio Nacional, y cuando ya me había hecho a la idea de no tener mi programa de este año, en el bote de basura de la entrada vi uno y no lo pensé dos veces para sacarlo de ahí. Pasadas las doce de la noche, emprendimos el regreso, al fin que llevamos el mismo camino (literalmente). 
Cada año que acudo a las Lunas del Auditorio, siempre me obsequia nuevas propuestas musicales por escuchar más adelante (en 2016 supe de Marlango, y en esta ocasión, de Love of Lesbian), sobre todo, maravillosas amistades e invitadas que hacen posible estos instantes. (Me hubiera gustado juntar a mis invitadas de años anteriores, pero la vida siempre hace de las suyas…) Ahora sólo queda coordinar agendas y planear la logística para responder correctamente las dinámicas para asistir a la décimo octava edición, para finales de octubre de 2019, diez años después de mis primeras Lunas. (Después de todo, nada se compara al “volver a viejos puertos”, ¿no lo creen así?) 

miércoles, 11 de julio de 2018

Colores del tiempo

Ulises Velázquez Gil


En su discurso de ingreso a El Colegio Nacional, Jaime Urrutia Fucugauchi define la vida en la academia “en términos de aprender a hacer, saber hacer, hacer y hacer saber”; aunque de todos ellos, el más persistente sea aprender a hacer. En el panorama general de las ciencias, son contados los casos de personas excepcionales que supieron ver más allá del panorama prevaleciente de su época, donde más que seguir trayectorias, de antemano delimitadas, diseñaron su propio mapa de ruta, en aras de aprender a hacer. Sin duda, se trata de los inventores, quienes más allá de las necesidades de su tiempo, fueron conscientes de los pasos de sus antecesores parar abrir brecha propia.
            Para el caso de México, encontramos esta figura señera en Guillermo González Camarena, cuyas aportaciones hacen eco hoy en día; sin embargo, una vida como la suya no se define con base a un solo éxito u contribución, sino a los pasos andados para conseguirlo.
Divulgador de la ciencia y escritor de cuidada inteligencia y amor al detalle, Carlos Chimal nos entrega en Fábrica de colores un acercamiento biográfico a González Camarena, donde además de abordar su invento cumbre -la televisión a colores-, pasa revista por los sucesos y las cosas que lo llevaron a realizar dicho invento, amén de otras facetas apenas inimaginables. Y para conocerlas, bastan cinco escalas (capítulos) para ello.
En el primer capítulo, “Vivir es una cosa ciega”, conocemos los orígenes familiares de González Camarena, así como los sucesos que detonaron su pasión por las ciencias, en tiempos donde la defensa de una postura política o los devaneos de la economía posteros a un conflicto armado, tenían mayor valía que la fe en la ciencia y el conocimiento.  En el mundo exterior al que había llegado […], las cosas no andaban mejor, dejando en los ciudadanos, chicos y grandes, la rara sensación de que muchos eventos en este mundo están realmente conectados y las consecuencias son ciertas. En ese mundo, el contacto del niño González Camarena con el conocimiento (por medio de los trabajos de su padre y de sus lecturas tempranas en la biblioteca familiar), lo llevó a interesarse por el electromagnetismo y por los hombres que lo llevaron a efecto (visionarios todos), que inocularon en él la inquietud de seguir sus pasos, porque […] en vez de salir a jugar con los vecinos o encontrarse “ a echar relajo” con otros compañeros de la escuela, Guillermo se encerraba a inventar artefactos en el sótano de la casa belle époque […]. Una planta de luz para uso de su familia -y por la que “cobraba” una cantidad simbólica- o hasta una reja electrificada a prueba de niños abusivos (que le lanzaban cáscaras de naranja mientras él trabajaba) fueron algunas de las cosas que el pequeño González Camarena hizo desde el sótano de su casa. Pero lo más sorprendente de esa época eran los lugares donde se abastecía de materiales para sus inventos: los mercados de La Lagunilla y Tepito, donde “chatarra y basura indescifrable” se volvía combustible para “la imaginación enfebrecida y metódica del inventor”; aunado esto a su prodigiosa memoria, las maravillas resultantes de ello no se hacían esperar: Dominar las técnicas que lo lleven a uno a obtener un objeto, el cual desempeñe el acto para el que fue diseñado, exige conocer en forma minuciosa hasta el más humilde los tornillos y el más insignificante de los cables. Tienes que entender a ciencia cierta qué puedes esperar de cada uno de ellos.
Además del conocimiento práctico, obtenido gracias a sus lecturas y pesquisas en mercados de chácharas y negocios establecidos, Guillermo González Camarena ingresó a la entonces Escuela Profesional de Ingeniería Mecánica (hoy ESIME) del Instituto Politécnico Nacional para seguir aprendiendo, y pese a las bromas de sus compañeros, su donaire e inteligencia le ganaron la admiración hasta de sus propios maestros, a tal grado que uno de ellos lo acompañó hasta la entonces Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas para el registro oficial de una nueva empresa tecnológica.
Antes de saber en qué consistiría esa gran empresa, descubriremos en el capítulo 2, “La familia y la tribu”, las genealogías familiar y científica de González Camarena, a fin de conocer su papel como continuador de una línea de innovadores en la ciencia, pero también como una persona consiente de la brecha abierta por su familia, desde abogados defensores de las libertades humanas y políticas, hasta empresarios -su padre, por ejemplo- que buscaron crear tendencia más que continuarla. (Paréntesis aparte: Concepción Navarro y Ogazón, abuela materna de González Camarena, fue prima por vía materna de Ignacio Luis Vallarta y de Pedro Ogazón y Rubio, gobernadores de Jalisco, así también de Juana Ogazón Velázquez, abuela paterna del escritor Alfonso Reyes. Por diversos caminos -las letras y la ciencia-, González Camarena y Reyes se abrieron paso, siempre en aras del conocimiento, y de compartirlo contra viento y marea. Gente de mítica prosapia, pero de afanes reales.)
“Para mirar a la distancia”, tercer capítulo de Fábrica de colores, (ahora sí) da cuenta de la empresa de gran alcance, principal motivación del trabajo de González Camarena: la transmisión de imágenes a distancia, es decir, la televisión. En este punto, el autor nos pone al tanto de los sucesos y de las figuras que dedicaron sus días a la creación y al perfeccionamiento del televisor y qué tan importante serían las aportaciones de GGC en ese campo. Al igual que sucede con los mejores creadores, estaba insatisfecho. Sabía que el siguiente paso era desarrollar la televisión a colores, por lo cual desde 1935 dedicó todo su talento a perfeccionar su equipo personal. […] Pronto cayó en la cuenta de su potencial para la naciente televisión en blanco y negro, y decidió patentarlo, animado por su hermano Jorge. Después de todo, ¡la vida transcurría a colores! Para lograr el registro de su patente en los Estados Unidos (puesto que en México ya era visitante asiduo de la SCOP -hoy SCT-), consiguió el dinero necesario para ello de una manera poco ortodoxa para un científico: se dedicó a componer canciones y con un poco de suerte, llegaría el intérprete ideal que haría famosas sus composiciones -y con las consiguientes regalías, claro. En componer canciones de gran éxito como en perfeccionar sus inventos, a González Camarena no le fallaba el tiro, pues en aras de aprender a hacer, digno es abrir brecha, con un espíritu ecuánime, previsor y hasta juguetón, porque […] entendía el aspecto lúdico de inventar artefactos útiles para convertir la vida real, ciega, aleatoria y hostil, en algo cercano al paraíso, propósito esencial de un buen mago. Y dentro de esa “magia” que sólo la ciencia y la imaginación tienen, sus afanes se tornaron videncia, donde su invento tenía ya su propio radio de acción: la televisión con propósitos educativos: […] si bien es debido a su espíritu lúdico era natural para él que la televisión al aire debiera de ser eminentemente educativa, su disciplina y visión le soplaron al oído: “Sí, educa, pero no aburras al espectador”. Ése fue el tipo de magia que practicaba con Chen Kai […], o frente a su familia algo divertido que, al final, quizá venga acompañado de una enseñanza. (Un equipo profesional de televisión para la enseñanza de la medicina y la entrada al aire del Canal 5 XHGC, lo demuestran a todas luces.)
Al momento de llegar al capítulo cuarto, “Houston, hemos resuelto un problema”, vemos qué tan lejos llegaron sus inventos y las consecuencias derivadas de éstos; para ello, los Laboratorios GonCam (es decir, el sótano de su casa en Havre 74) ofrecían otras maravillas dignas de exponerse en una feria de ciencias, pero su “destello” perduraría por décadas tanto en la pantalla Trinitron como en equipo de transmisión portátil a colores empleado por la NASA en plena efervescencia espacial.
El capítulo quinto, “El Club de la Terrible Pesca del Ajolote”, aborda aspectos menos conocidos (no por ello, entrañables) de la vida de Guillermo González Camarena. Gustaba de inventar historias, recrear sucesos históricos mientras salía de viaje, aprendía náhuatl con hablantes nativos -en lugar de hacerlo con profesores universitarios-, y como todo genio que se digne de serlo, encontrar en remanso de paz entre la algarabía de la tecnología y el sopor de la realidad, donde flora y fauna convivieran en franco equilibrio. Vaya, hasta le hizo de diseñador gráfico con su logotipo del Canal 5, basado en los ideogramas nahuas, que parece hecho para el día de hoy. Y por encima de estas cosas, su familia ocupaba su atención a cada paso.
A medida que avanzamos en la lectura, el genio y figura de GGC destella intensamente cuando sus hijos refieren alguna anécdota: desde el “colorido” de sus cartas, enviadas desde alguna parte del mundo, hasta volverse cómplice suyo en alguna travesura: […] un hombre serio y al mismo tiempo juguetón, respetuoso y desenfadado, simpatizante de la discreción y no del alarde. Podríamos confundirlo con un pequeño mago del entretenimiento pero en algún momento nos daríamos cuenta de la “seriedad” del asunto. (Incluso, sus habilidades de científico, en ocasiones las aprovechó para jugarle bromas a sus amigos y sorprenderlos con trucos de magia dignos del mejor mago de Las Vegas, con sesión hipnótica y toda la cosa.)
¿Dónde reside la magia de Fábrica de colores? En presentarnos, con toda su amplitud, a un personaje único en la historia mexicana, cuyo afán de conocer los arcanos del conocimiento lo llevó por derroteros inimaginables, tan sólo usando los recursos que tenía a la mano, y de ahí, crear maravillas para uso y deleite de la población en general; y como buen inventor que se digne de serlo, encontrar en los colores del tiempo la trayectoria a seguir, en el empeño de aprender a hacer.
Figuras como la de Guillermo González Camarena bien merecen un biógrafo a la medida, y con este trabajo de Carlos Chimal ya se tiene hecha la mitad de la tarea; el 50% restante queda en manos de ustedes, lectores, y ponerla al alcance de todos, porque en la ardua empresa de hacer saber (retomando a Urrutia Fucugauchi), todo queda en intentar e inventar. Y que el tiempo nos ampare en ello.

Carlos Chimal. Fábrica de colores. La vida del inventor Guillermo González Camarena. México, Fondo de Cultura Económica/ Secretaría de Educación Pública/ Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, 2017 (La Ciencia desde México, 248).
  

miércoles, 10 de enero de 2018

Escalas de la generosidad

Ulises Velázquez Gil

Una de las maravillas de este mundo que no deja de sorprender a Jorge F. Hernández, es la amistad a primera vista, la cual se presenta frente a nosotros de maneras poco frecuentes; en la lectura se manifiesta bajo el feliz hallazgo de un escritor nuevo, o en las palabras de un lector agradecido dentro de un e-mail. (A final de cuentas, en ambas destella un mismo sentimiento: la gratitud.)
            Para el escritor colombiano Álvaro Mutis (1923-2013) esa generosidad se evidencia en el sinnúmero de páginas escritas desde y para el país que le acogió desde finales de los años 50 hasta su muerte en 2013, y que, gracias a su hijo y colega Santiago Mutis Durán, tenemos en nuestras manos: “En los cincuenta años que dura esta segunda patria, Mutis ha escrito toda su obra, y aunque ha hablado del ‘exilio’, él no se considera uno de esos seres ajenos, gracias a las cualidades de esta inagotable estación y de quienes allí nacieron”.
Estación México. Notas 1943-2000 se conforma por setenta y un textos, entre prólogos, artículos periodísticos y textos incluidos en volúmenes colectivos, que dan cuenta de la vida, obra y milagros de colegas y amigos mexicanos: desde la pintura -a la que Mutis dedica bastantes líneas, pese a su “desconocimiento” de la crítica de arte- hasta la literatura, sea prólogo, retrato a vuelapluma, o en el mero ejercicio de la remembranza.
Mal oficio para los poetas éste de hablar de pintura. Malo e inútil. Se trata de volver, con las consabidas y deslavadas palabras de todos los días, a tratar de asir lo inasible, de mencionar lo innominable. Ante la obra plástica de Carmen Parra, Vlady, Roger von Gunten, Arnaldo Coen, Fernando Botero, Vicente Rojo y los inverosímiles Abel Quezada y Juan Soriano, Mutis traza algunas líneas en aras de corresponder al milagro que presenció por obra y gracias del talento y del estilo de sus contemporáneos: En su forma de “ver” la pintura, en su manera de vivirla, nunca ha habido, que yo recuerde, un juicio emitido a la ligera, una palabra gratuita o nacida de un momentáneo capricho (Botero); Es una pintura que contribuye a nuestra felicidad personal y nos alivia, en parte, de la fea pena de existir y de su trabajo residual y gratuito (Vlady); En los óleos […] la nostalgia se pasea en ellos como un sorpresivo reptil y dejan en el espectador un no sé qué de perdido, algo que hubiéramos querido compartir en ese preciso instante que el cuadro eterniza y no en otro (Abel Quezada); […] esa otra ceguera de la que sólo pueden rescatarnos por obra de un azar inmerecido aquellos privilegiados que sí saben hacia dónde miran las ventanas del mundo y hacia qué silencio se retiran los vasos jamás maravillados por el líquido que hace olvidar las estaciones y confunde la rutina espectral de las brújulas (Vicente Rojo); […] canta en sus telas y papeles el milagro incesante del barroco y sabe hacerlo con espléndida fortuna merced a su dominio de todo lo que la pintura moderna ha podido crear en formas y colores insospechados (Carmen Parra).
Así también, Mutis dedica generosas líneas al arte de la fotografía, donde los nombres de Víctor Flores Olea, Paulina Lavista y Patricia Arriaga suenan con fuerza propia; por otro lado, en Estación México resaltan dos textos que se ocupan de la arquitectura: uno, alrededor del número especial de la Revista de la Sociedad Mexicana de Arquitectura, de 1994, y otro, en torno a la biblioteca de Luis Barragán, arquitecto de aura humanista, cuyo interés por la literatura y por la figura de san Francisco de Asís sobresalen por donde quiera que se mire. No creo que exista manera más fiel y directa de conocer a una persona que visitar su biblioteca. Los libros que han acompañado toda una vida son los testigos elocuentes de los más secretos rincones de un alma. No hay retrato igual. […] La extraordinaria sensibilidad que reflejan los libros reunidos por Barragán a lo largo de los años en esta tierra ponía en evidencia un alma abierta a las más hondas y más viejas inquietudes humanas.
(Paréntesis aparte. En una entrevista concedida a la edición mexicana de la revista Cambio, cuenta Mutis que ante el alud de problemas legales y migratorios en los que se hallaba inmerso a finales de los años 50 en México, Octavio Paz -a la sazón, amigo suyo- le dijo las siguientes palabras que lo marcarían para siempre: “Por muy graves que sean tus problemas, debes prometerme una cosa: que no dejarás de escribir. Prométemelo, pues lo demás no tiene importancia”.)
Otro aspecto fundamental de Estación México es la devoción por la lectura que Mutis profesa a cada instante, y doblemente cuando se trata de sus colegas, escritores de mar y tierra, cuya obra suscita en él un prodigio de empatía y, si se quiere, de amistad, y su pluma no repara en acertadas, generosas e inteligentes lecturas: Ese milagro que descansa en un equilibrio, siempre logrado y siempre mantenido, entre el significado de las palabras y su poder de invocación y evocación de personas y momentos que perviven más allá del tiempo y su trabajo inapelable (Andrés Henestrosa); Sólo quien se ha debatido […] con sus propios demonios y con los ajenos, sólo quien regresa de hondos abismos y fragorosos socavones, puede rendir cuenta de su vida y de los seres y lugares que la designan, con tan inteligente eficacia literaria (Juan José Arreola); Cada vez que recorro las páginas de su obra, lo primero que me asombra es justamente ese afán suyo de celebrar e inaugurar los elementos que pueblan el entrañable paisaje de su tierra tabasqueña (Carlos Pellicer); […] narra y canta a la vez la presencia de una ciudad y de algunos de sus habitantes y príncipes y, al cantarlos, vuelve a nombrar las cosas del mundo, las más cercanas, frutos, utensilios, caminos y rincones y las más distantes pero anunciadoras del destino de lo fundado por el poeta […] (Elva Macías).
Dos autores que han merecido mayor atención por parte de Mutis, sin duda, son Octavio Paz y Francisco Cervantes, cuyo genio poético sigue ganando batallas y afianzando puentes de amistad; la noticia del Premio Nobel de Literatura a Paz, y la reunión de la poesía completa del lusófilo queretano (con todo y una breve escala en la figura de Fernando Pessõa, donde ambos convergen armónicamente) son sólo algunos de los momentos que Mutis traza con el afecto y la pluma, en franco justiprecio de personas y obras.
Esta incursión por el universo mexicano de la obra de Mutis no estaría completa sin la mención de una palabra importante: Lecumberri. Fue en la cárcel del mismo nombre donde el escritor conoció a fondo la verdad de los hombres, misma que le ayudó, más adelante, para contar las aventuras de Maqroll el gaviero (presente desde su poesía previa, mucho antes de su reclusión); en el presente volumen se reúnen prólogos a diversas ediciones del Diario de Lecumberri, y un fragmento de las Cartas a Elena Poniatowska. Además, su recuerdo de la prisión, se denota en otros textos: uno sobre la pintura de Enrique Grau, y en el prólogo al libro Transgresión, creación y encierro de María Luisa Laguna y María Laura Sierra.
En suma, el valor de Estación México reside en evidenciar la importancia de México en la vida y en la obra de Álvaro Mutis (por vía de escritores y artistas plásticos, amigos todos), a guisa de agradecimiento por las maravillas vistas, leídas y vividas en un país que se precia de generoso y hospitalario desde el primer momento, entre infortunios y coincidencias; de igual forma, el compilador cumple aquí dos deudas: con su padre y colega, por darle el destino de la escritura, y con México, “estación” fundamental en su ulterior curso de vida. Y si me permiten, diría yo que hasta una tercera, hacia los lectores que agradecemos este libro, continuación de una antología previa, De lecturas y algo del mundo.
Ya no cabe duda de que a Jorge F. Hernández le asiste la razón al sostener que hay amistades a primera vista (mediante la lectura de signos, imágenes y sonidos, cabe subrayar), escalas de la generosidad presentes a cada paso, en aras de comprender la vida de todos los días, donde cada presencia obsequia sus dones y en ese encuentro, se defina mejor el papel del país que nos recibe y alimenta, porque nunca terminan los peregrinajes en patria propia. (En verdad.)

Álvaro Mutis. Estación México. Notas 1943-2000. Compilación y edición de Santiago Mutis Durán. Bogotá, Taurus, 2011.

(3/enero/2018)