miércoles, 15 de febrero de 2017

Iluminación e itinerario


Ulises Velázquez Gil

Una frase que solía repetir de memoria el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón es la siguiente: “Yo aprendo más de un joven compañero que de un viejo maestro, y un viejo maestro aprende más de un joven compañero que de otro viejo maestro”. En la literatura como en la vida, la convivencia con nuestros contemporáneos deriva hacia dos escenarios: el llamado y el aprendizaje; para el primero, la conciencia de la vocación postrera, mientras para el segundo, la persistencia frente a las cosas que salen a nuestro encuentro. (Para ambos casos, todo se resume a una retroalimentación constante.) 
Una institución mexicana donde mejor se conjugan llamado y aprendizaje, sin duda, es El Colegio Nacional, en cuyo postulado, Libertad por el saber, se generan caminos hacia diferentes campos del saber: de las ciencias (exactas, naturales y sociales) hacia las humanidades y las artes, y viceversa. Al momento de recibir a un nuevo integrante en sus filas, dicho postulado recobra un proteico significado.
Para el caso del académico y escritor Vicente Quirarte, ingresar a tan insigne institución conlleva –como en uno de sus héroes de infancia– una enorme responsabilidad; pero cuando llega el momento de presentar su lección inaugural, tal parece ser lo contrario. Y en El laurel invisible esto de nota a todas luces: Quien contribuye a fortalecer el conocimiento sabe que la página escrita mañana o el futuro hallazgo en el laboratorio aspiran a tener menos imperfecciones que los descubrimientos de ayer. Los ritmos de la creación y la investigación en cada uno son diferentes e imprevistos, pero el pensador auténtico sabe que la tarea no termina y está siempre postergada. Concluido un deber, nos espera el estímulo del siguiente: con la misma precisión del albañil al levantar un muro.
En el fragmento arriba citado, Quirarte asume que el conocimiento (el saber) se halla en constante proceso, sea para aumentar datos, sea para cambiarlos. Lo que marca la diferencia es la actitud al afanarse en esos empeños; en otrras palabras, la juventud en cuanto idea de vida: […] un viaje al país de los años verdes, donde todo se decide, con atisbos a otro dominio más lejano en el tiempo y el espacio: el de la infancia donde la alquimia es aún más sutil pero sus consecuencias, definitivas. Un viaje cada día más lejano y paradójicamente más próximo.
Sin embargo, la travesía del joven no suele ser la más halagüeña (pese a tener “una cabeza repleta de sueños”, igual que una canción del grupo británico Coldplay), pero sus armas para afrontar el mundo poseen otra naturaleza. Nadie tan solo como el joven. Nadie tan acompañado, aunque lo pueblen ausencias y fantasmas. Los jóvenes de los que se ocupa Quirarte ejercen la escritura en toda suerte de trincheras, donde la “burocratización” del trabajo creativo (“escribir lo que se hace en vez de lo que se desea”) se procura evitar. Sobre la argonáutica del grupo Contemporáneos (tema de otras disertaciones académicas, por cierto) dice lo siguiente de sus tripulantes: Habrán de librar batallas semejantes contra sí mismos y contra la mezquindad de su entorno. Sin embargo, sus armas para el combate perdurable, el de la poesía que vence al tiempo, serán tan diferentes como sus personalidades.   
Otro aspecto a señalar de El laurel invisible es la forma cómo la juventud se manifiesta en el oficio creador de sus ejecutantes: En siglos anteriores el promedio cronológico y la calidad de vida eran menores que ahora […]. Escritores como Rubén Bonifaz Nuño, Rosario Castellanos, Juan José Arreola y Salvador Elizondo urdieron sus obras fundacionales en la plenitud del treintañero que no se cuestiona el mañana, sino se afana en el día presente. (Dicho sea de paso, en las obras de ellos todavía podemos leer esa mirada prístina, susceptible a nuevas lecturas, donde la que parece ser la última palabra sea sólo el encantamiento de la primera letra, quizá la definitoria.) Cada nuevo libro es como el primero, pero nada se parece al temblor inicial de sentir el pensamiento transfigurado en letras. Tras haber incidido en el cuerpo del lenguaje, las palabras se incrustan con tinta en la blancura.
Una anécdota que suele recordar el chileno Antonio Skármeta cuando Pablo Neruda recibió de él su primer libro de cuentos: “Todo primer libro de un escritor joven es bueno. Mejor esperemos el segundo”. Cuando el escritor joven sabe que su ópera prima ya es una hazaña por sí sola, sin embargo, dicha proeza carecería de sentido si no se halla en el texto una empatía hacia lo que se es con lo que se desea expresar: No se escribe para los jóvenes pero ellos son los mejores jueces y lectores, los más proclives a acudir al conjuro del desastre. Pero cuando éste llega al joven para sumirlo en una pesadumbre, abulia o zona de confort, el mejor remedio es tirarse a matar contra el tiempo y guardar algo de fuerza para empresas venideras, porque La congruencia, la lealtad y la victoria sobre uno mismo no son tarea fácil. O como José Emilio Pacheco sentenció en pocos versos: Ya somos todo aquello/ contra lo que luchamos a los veinte años.
(Paréntesis aparte: en mis mocedades universitarias, me repetía a voz en cuello no dejarme llevar por la premura del tiempo presente, es decir, que un buen texto se escribe despacio, con cada cosa en su lugar. Hoy día, en plenitud de mi tercera década, sigo sosteniendo lo mismo, pero cuando se tiene una columna –literatura bajo presión– no cesa uno de descubrir las maravillas del maquinazo. Quizás.)
Casi en la recta final de El laurel invisible, Quirarte hace énfasis en una palabra solar e imbatible: plenitud, misma que se encuentra en la felicidad de darse a los otros, de recibir y compartir al unísono un hallazgo nuevo, el redescubrimiento de un lugar antes visitado (pero jamás explorado, que lo vuelve más interesante aún), sobre todo en esa conversación con el mundo, expresa en el arduo arte de leer a nuestros contemporáneos. Quienes tenemos el privilegio de estar cíclicamente en el aula contamos con un juez y un defensor infalibles: el alumno que con su ejemplo nos obliga a sentir y pensar doblemente. Obras de jóvenes ya están fundando este siglo XXI […].
En estos tiempos, donde la realidad es mera utilería y se adolece de buenas ideas, digno es recordar esto: El secreto no es ser joven sino mantener la juventud, la inconformidad ante la vida que no prospera, la frase mal articulada, el proyecto superior al pensamiento. Si nuestros epígonos del ’68 parisino pedían lo imposible en aras de ser realistas, le sentencia anterior es el modus operando para ejercer la juventud en lugar de llevársela puesta, como aconsejaba la primera actriz Ofelia Guilmain.
En suma, ¿dónde radica la importancia de El laurel invisible? Desde antaño, un discurso tiene la toral misión de conminar a quien lo escuche para tomar una postura y así se enfrente a la vida misma. Este libro de Vicente Quirarte, a guisa de profesión de fe, nos otorga iluminación e itinerario para enfrentar los embates del tiempo presente, presa de espejismos y de palabrerías. Y para estar en buena sincronía con la obra quirartiana, debe leerse a la par que Los días del maestro, y de esta manera comprender mejor sus claves de ruta.  
No cabe duda que en la literatura como en la vida, aprender de los jóvenes compañeros es indispensable, pero hacerlo a la par que ellos, meramente necesario. (Ustedes ¿qué piensan?)

Vicente Quirarte. El laurel invisible. Discurso de ingreso. México, El Colegio Nacional, 2016.

(12/octubre/2016)

miércoles, 1 de febrero de 2017

Desafiar la realidad

Ulises Velázquez Gil

En alguna entrevista, el historiador michoacano Luis González y González confesó que no leía novelas por una sencilla razón: la Historia es la mejor de todas. Si suscribimos esa apreciación, no cabría la menor duda que hay sucesos y personajes que rebasan los linderos de la ficción; sin embargo, en aras de comprender mejor los vaivenes de la historia, nada como la novela, donde mejor se ven las vidas sujetas a su influencia. Y cuando la novela en cuestión tiene como eje principal la política del tiempo presente, dicho vaivén se vuelve digno de interés.
Para el caso de Punto de quiebre de Cristina Liceaga, tanto el escenario político del momento como la fuerza que ejerce éste sobre sus personajes, se nota muy cercana a nosotros, lectores del México de los últimos veinticinco años; mucho más en la vida de una pareja de jóvenes reporteros, Mercedes Tirado y Matías Alcocer, cuyos sueños y pasiones juegan en dos canchas simultáneas, donde la política del amor pierde varias partidas frente al amor por la política.
Es julio y el alma cae sobre el pavimento mojado. A cuentagotas. La calle está casi vacía. Nadie sonríe ni me mira de frente. Mucho menos festejan como hace doce años, cuando las calles se llenaron de anhelo. Ahora sólo puedo sentir la tristeza. Asfixiarme de ella. La historia es cíclica y el engaño también, como Matías. Desde este fragmento proveniente del inicio de la novela, encontramos que en la política como en el amor, se reincide a cada paso, aunque uno se aferre a contraponer los destinos al alcance de la vista.
Mercedes y Matías viven dos historias iguales: su incipiente desarrollo profesional -reporteros del diario La República- y su relación de pareja -también incipiente, hay que reconocerlo-, donde un juramento bajo el Ángel de la Independencia sería tan fuerte como los votos frente al altar (o al menos, eso es lo que parece):

-México va primero, Mercedes. Nuestra ética también. Nunca vamos a traicionarnos. Prométalo, señorita […].
-Prometido. Que el padre Hidalgo sea testigo de honor […] Alcé la palma derecha en señal de juramento y le mordí la boca para sellar el pacto de ésa, nuestra pequeña revolución del ’94.
-Y si me fallas, ¿qué hago? ¿Te afilio al PRI? -Matías me desordenó el pelo.
-Fácil, quien traicione se va… Y se afilia al PRI -mi risa se desgajó en su nuca.
-Olvídalo, jamás podríamos ser priistas. Ven acá.

Sin embargo, cuando la historia (con hache mayúscula) quiere hacer de las suyas, pone frente a nosotros dos cosas muy peligrosas, según se vea: libertad y poder. Mercedes eligió la primera, porque en aras de su ulterior desarrollo profesional (bastante definido, incluso antes de conocer a Matías), cambió un atractivo curso en Italia por los engaños de Matías, quien le mal aconsejó al elegir una nota relevante para el periódico: en vez de una malversación de fondos gubernamentales, él la convenció de optar por el paso de un huracán, cosa que no le agradó del todo al editor en jefe. Con ese acto, Matías comenzó su devaneo con el poder, que lo habría de llevar de la izquierda militante del periodismo a las relaciones públicas del Partido Acción Nacional en tiempos de guerra (digo, de campaña). Pese a que en Italia le iba de maravilla a Mercedes (cursos interesantes, gratas amistades, un amor inmensamente intenso de nombre Lorenzo), el bellaco de Matías secuestra sus pensamientos: Me enamoré. Con él me sentía protegida, fuerte. Podía ser yo. Sin ningún tipo de juicio. La mujer que sembró Matías acabó de germinar en Lorenzo; menos preocupada por los convencionalismos sociales, más independiente. Él era mi referente, lo que me ataba a Italia. Cuando terminé el curso de periodismo, conseguí otra beca para estudiar un master en Ciencias Políticas. No regresaría a México. ¿Para qué? Viviría acunada en Lorenzo.
En este punto, hay un elemento digno de resaltar en Punto de quiebre: la relación epistolar entre Mercedes y Matías suscitada por medio de Facebook; mientras ella se aplica a la reconstrucción de ella misma -amorosa y profesionalmente-, Matías, por el contrario, le vende la idea del cambio, empezando por integrarla a un círculo de gente empeñada en consumar el cambio político en México, tan deseado por ambos desde aquel juramento en conocido monumento. ¿Qué sucedió, entonces? La libertad italiana fue relevada por el poder de la traición.
La transformación de corresponsal en Europa a figurante del poder, recae en Mercedes a lo largo del capítulo tres, “Transición”, como un intrincado laberinto, pues llevada por la esperanza de proseguir esa apasionada historia de amor con Matías, es víctima de los abusos de éste, quien, obnubilado por el poder, se deshace en nuevas traiciones, incluso la infidelidad, descubierta por ella cuando su pareja se ahoga en un mar de alcohol. Además, el partido para el cual trabajan, el PAN, por aquellos días se ve como un avatar de la esperanza:

-Desde marzo estoy en Comunicación Social. La radio me aburría. Acá estoy bien, en la grilla. Es lo que me gusta. Si ya sabes, ¿pa’ qué preguntas? -Matías y sus chistes eternos.
-Me alegro por ti, pero ¿panista? No me chingues, Matías, ¿cuándo diablos te volviste panista? -me quebraba de deseo.
-Y qué querías, ¿qué acabara en el PRI? ¿Qué pasó? -sus ojos se clavaron en mi boca.
[…]
-Estás loco -sentencié, casi quebrada. -Pensé que lo nuestro era combatir al dinosaurio desde la sociedad civil, desde el periodismo, como alguna vez lo prometimos.
   
Por segunda vez, Mercedes cayó presa del tóxico encantamiento de Matías, pero los excesos del foxismo en las altas esferas del poder fueron el cable a tierra para retomar el buen camino, pero… […] Eres como toda buena mexicana, Mercedes: perdonas y aceptas mil veces a pesar de todo; no importa si quien te miente es tu pareja, tu amigo o el gobierno.
La ansiada redención de Mercedes llega cuando ella, en su firme apoyo a Josefina Vázquez Mota para llegar a la presidencia, ve su ilusión hecha trizas cuando recibe de Matías una increíble noticia: su candidata ya estaba derrotada, y él, para evitar la debacle, ¡votó por el PRI!, lo cual no fue del todo halagüeño para ella. Muchas cosas le había perdonado, pero elegir el regreso del PRI a Los Pinos, era la traición más fuerte de todas. (Después de todo, en política uno termina por equivocarse.)
Con todo, ¿por qué leer Punto de quiebre? Para sacudirse las taras del entorno actual, sea cual sea la preferencia partidista (que poco importará, después de todo); además, la cuidada prosa y el amor al detalle que prodiga Cristina Liceaga en cada párrafo nos lleva a vivir y a sufrir los embates de su protagonista, Mercedes, pero que a su vez nos pone frente a un gran dilema: ¿es posible conservar la lealtad hacia sí mismo, a pesar de los vaivenes y tentaciones del tiempo presente? Sin lugar a dudas, es posible, y más cuando el espejo de la ficción nos muestra una imagen susceptible de mejorar, donde el empeño de desafiar la realidad conduzca de mejor manera nuestros impulsos y estrategias. En este sentido, veo en Cristina Liceaga un legado de congruencia literaria, que señeras y talentosas escritoras como Virginia Woolf y Elena Garro defendieron hasta el último aliento.
No hay duda, la Historia es la mejor de todas las novelas, pero “una sola vida no basta para olvidar una historia que vale”, como dice Laura Pausini en una de sus canciones. De ustedes dependerá que así lo sea. (De verdad.)

Cristina Liceaga. Punto de quiebre. México, Acribus editorial, 2016. (Novela contemporánea)

(19/octubre/2016)