Ulises Velázquez Gil
Una frase
que solía repetir de memoria el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón es la
siguiente: “Yo aprendo más de un joven compañero que de un viejo maestro, y un
viejo maestro aprende más de un joven compañero que de otro viejo maestro”. En
la literatura como en la vida, la convivencia con nuestros contemporáneos
deriva hacia dos escenarios: el llamado y el aprendizaje; para el primero, la
conciencia de la vocación postrera, mientras para el segundo, la persistencia
frente a las cosas que salen a nuestro encuentro. (Para ambos casos, todo se
resume a una retroalimentación constante.)
Una
institución mexicana donde mejor se conjugan llamado y aprendizaje, sin duda,
es El Colegio Nacional, en cuyo postulado, Libertad
por el saber, se generan caminos hacia diferentes campos del saber: de las
ciencias (exactas, naturales y sociales) hacia las humanidades y las artes, y
viceversa. Al momento de recibir a un nuevo integrante en sus filas, dicho
postulado recobra un proteico significado.
Para el
caso del académico y escritor Vicente Quirarte, ingresar a tan insigne
institución conlleva –como en uno de sus héroes de infancia– una enorme
responsabilidad; pero cuando llega el momento de presentar su lección
inaugural, tal parece ser lo contrario. Y en El laurel invisible esto de nota a todas luces: Quien contribuye a fortalecer el
conocimiento sabe que la página escrita mañana o el futuro hallazgo en el
laboratorio aspiran a tener menos imperfecciones que los descubrimientos de
ayer. Los ritmos de la creación y la investigación en cada uno son diferentes e
imprevistos, pero el pensador auténtico sabe que la tarea no termina y está
siempre postergada. Concluido un deber, nos espera el estímulo del siguiente:
con la misma precisión del albañil al levantar un muro.
En el
fragmento arriba citado, Quirarte asume que el conocimiento (el saber) se halla
en constante proceso, sea para aumentar datos, sea para cambiarlos. Lo que
marca la diferencia es la actitud al afanarse en esos empeños; en otrras
palabras, la juventud en cuanto idea de vida: […] un viaje al país de los años verdes, donde todo se decide, con atisbos
a otro dominio más lejano en el tiempo y el espacio: el de la infancia donde la
alquimia es aún más sutil pero sus consecuencias, definitivas. Un viaje cada
día más lejano y paradójicamente más próximo.
Sin
embargo, la travesía del joven no suele ser la más halagüeña (pese a tener “una
cabeza repleta de sueños”, igual que una canción del grupo británico Coldplay),
pero sus armas para afrontar el mundo poseen otra naturaleza. Nadie tan solo como el joven. Nadie tan
acompañado, aunque lo pueblen ausencias y fantasmas. Los jóvenes de los que
se ocupa Quirarte ejercen la escritura en toda suerte de trincheras, donde la
“burocratización” del trabajo creativo (“escribir lo que se hace en vez de lo
que se desea”) se procura evitar. Sobre la argonáutica del grupo Contemporáneos (tema de otras
disertaciones académicas, por cierto) dice lo siguiente de sus tripulantes: Habrán de librar batallas semejantes contra
sí mismos y contra la mezquindad de su entorno. Sin embargo, sus armas para el
combate perdurable, el de la poesía que vence al tiempo, serán tan diferentes
como sus personalidades.
Otro
aspecto a señalar de El laurel invisible
es la forma cómo la juventud se manifiesta en el oficio creador de sus
ejecutantes: En siglos anteriores el
promedio cronológico y la calidad de vida eran menores que ahora […].
Escritores como Rubén Bonifaz Nuño, Rosario Castellanos, Juan José Arreola y
Salvador Elizondo urdieron sus obras fundacionales en la plenitud del
treintañero que no se cuestiona el mañana, sino se afana en el día presente. (Dicho
sea de paso, en las obras de ellos todavía podemos leer esa mirada prístina,
susceptible a nuevas lecturas, donde la que parece ser la última palabra sea
sólo el encantamiento de la primera letra, quizá la definitoria.) Cada nuevo libro es como el primero, pero
nada se parece al temblor inicial de sentir el pensamiento transfigurado en
letras. Tras haber incidido en el cuerpo del lenguaje, las palabras se
incrustan con tinta en la blancura.
Una
anécdota que suele recordar el chileno Antonio Skármeta cuando Pablo Neruda
recibió de él su primer libro de cuentos: “Todo primer libro de un escritor
joven es bueno. Mejor esperemos el segundo”. Cuando el escritor joven sabe que
su ópera prima ya es una hazaña por sí sola, sin embargo, dicha proeza
carecería de sentido si no se halla en el texto una empatía hacia lo que se es
con lo que se desea expresar: No se
escribe para los jóvenes pero ellos son los mejores jueces y lectores, los más
proclives a acudir al conjuro del desastre. Pero cuando éste llega al joven
para sumirlo en una pesadumbre, abulia o zona de confort, el mejor remedio es
tirarse a matar contra el tiempo y guardar algo de fuerza para empresas
venideras, porque La congruencia, la
lealtad y la victoria sobre uno mismo no son tarea fácil. O como José
Emilio Pacheco sentenció en pocos versos: Ya
somos todo aquello/ contra lo que luchamos a los veinte años.
(Paréntesis
aparte: en mis mocedades universitarias, me repetía a voz en cuello no dejarme
llevar por la premura del tiempo presente, es decir, que un buen texto se
escribe despacio, con cada cosa en su lugar. Hoy día, en plenitud de mi tercera
década, sigo sosteniendo lo mismo, pero cuando se tiene una columna –literatura
bajo presión– no cesa uno de descubrir las maravillas del maquinazo. Quizás.)
Casi en
la recta final de El laurel invisible,
Quirarte hace énfasis en una palabra solar e imbatible: plenitud, misma que se encuentra en la felicidad de darse a los
otros, de recibir y compartir al unísono un hallazgo nuevo, el redescubrimiento
de un lugar antes visitado (pero jamás explorado, que lo vuelve más interesante
aún), sobre todo en esa conversación con el mundo, expresa en el arduo arte de leer
a nuestros contemporáneos. Quienes
tenemos el privilegio de estar cíclicamente en el aula contamos con un juez y
un defensor infalibles: el alumno que con su ejemplo nos obliga a sentir y
pensar doblemente. Obras de jóvenes ya están fundando este siglo XXI […].
En estos
tiempos, donde la realidad es mera utilería y se adolece de buenas ideas, digno
es recordar esto: El secreto no es ser
joven sino mantener la juventud, la inconformidad ante la vida que no prospera,
la frase mal articulada, el proyecto superior al pensamiento. Si nuestros
epígonos del ’68 parisino pedían lo
imposible en aras de ser realistas, le sentencia anterior es el modus operando para ejercer la juventud
en lugar de llevársela puesta, como aconsejaba la primera actriz Ofelia
Guilmain.
En suma, ¿dónde
radica la importancia de El laurel
invisible? Desde antaño, un discurso tiene la toral misión de conminar a
quien lo escuche para tomar una postura y así se enfrente a la vida misma. Este
libro de Vicente Quirarte, a guisa de profesión de fe, nos otorga iluminación e itinerario para enfrentar
los embates del tiempo presente, presa de espejismos y de palabrerías. Y para
estar en buena sincronía con la obra quirartiana, debe leerse a la par que Los días del maestro, y de esta manera
comprender mejor sus claves de ruta.
No cabe
duda que en la literatura como en la vida, aprender de los jóvenes compañeros
es indispensable, pero hacerlo a la par que ellos, meramente necesario. (Ustedes
¿qué piensan?)
Vicente Quirarte. El laurel
invisible. Discurso de ingreso. México, El Colegio Nacional, 2016.
(12/octubre/2016)