miércoles, 21 de septiembre de 2016

Recoger los pasos

Ulises Velázquez Gil

Una de las escenas más memorables de La mirada de Ulises, película de Theo Angelopoulos, es cuando el protagonista –interpretado por Harvey Keitel– llega a la casa familiar y se une a un interminable baile de Año Nuevo durante la ocupación alemana, donde al final toda la parentela (entre ausencias y presencias) aparece completa en el retrato de familia. En la literatura como en la vida, hay autores que siempre salen en la foto, mas no con el valor justo que les corresponde. Sin embargo, muy pocos sobrepasan tiempo y espacio, y su imagen –lejana o cercana, según se vea– es más clara que nunca. 
Para el caso del poeta jerezano Ramón López Velarde, esta condición es notoria a todas luces; entre biografías, estudios críticos y antologías de su obra, en empeño de tenerlo a la vista es ineludible, con todo y sus claroscuros. Con un cuidado ojo detectivesco, Fernando Fernández nos entrega Ni sombra de disturbio, libro donde expone sus encuentros y desencuentros con la vida, obra y milagros de López Velarde, así también con la época y sus contemporáneos, sin dejar de lado la presencia señera del autor de La Suave Patria.
Compuesto por cinco ensayos, Ni sombra de disturbio explora distintos territorios por donde se conduce la obra velardiana. Desde la temprana producción literaria del zacatecano hasta la historia secreta de uno de sus poemas harto conocidos, pasando por la microhistoria de un colega transatlántico, Fernando Fernández pone ante nuestros ojos el engranaje secreto de esas acciones, tal y como se ve en el primer ensayo, “Retrato del primer López Velarde”: ¿Cómo es el primero López Velarde, en quien ha prendido con fuerza la vocación literaria? Se trata de un talentoso joven provinciano que está al tanto de lo que se publica en México y en buena parte de España e Hispanoamérica. Enamoradizo y creyente, expresamente hace suyas las palabras con que se describe el Marqués de Bradomín y dice que también él es “feo, católico y sentimental” […] Aunque es evidente la pasión con que vive y piensa, suele ser contenido y prudente.
Esta contradicción entre el ser y el hacer de López Velarde, lleva al autor a develarnos la trayectoria evolutiva de un escritor en fase de serlo a plenitud. En este punto, y apelando al lugar común acuñado por Octavio Paz de que los poetas, mas que biografía, tienen obra, no ceja en explicaciones ni en (posibles) teorías sobre el reverso de la trama poética. Como, por ejemplo, la muerte: La muerte va a estar muy presente en la vida del poeta, de diversas maneras: su padre fallecerá tres años después de la escritura del poema, a fines de 1908, y su tío sacerdote, Inocencio, va a ser sacrificado durante la toma de Zacatecas en 1914. Y, por supuesto, él mismo perderá la vida apenas cumplidos los 33 años, en 1921.
“A mi padre” y “El piano de Genoveva” (del cual supe, por cierto, gracias a la cantante Eugenia León) son los poemas esenciales de la primera época velardiana; incluso, apunta Fernández, con el primero “inaugura” una tendencia distópica en las letras mexicanas: la memoria y el homenaje al padre, diametralmente opuesta al maternalismo como institución literaria. (El poema de marras, en este sentido, presagia la Oración del 9 de febrero de Alfonso Reyes y Algo sobre la muerte del Mayor Sabines de Jaime Sabines. Ambos, de reluciente excepción.) De pilón, cabe decir que en estos años de formación, digno es resaltar la presencia de Eduardo J. Correa, con quien entabló una interesante correspondencia; las palabras de éste fueron el cable a tierra que necesitaba el zacatecano en aras de pulir su carácter creativo y poético.
Para el segundo ensayo, “Alfonso Camín, entre el canario y el murciélago”, el autor, a la manera de Manoel de Oliveira, viaja al principio del mundo, es decir, a la España de sus ancestros, a la busca del poeta asturiano Alfonso Camín, presencia primordial en López Velarde, quien lo inmortalizara en verso, pero para la posteridad, otra sería su suerte. La crítica literaria de hoy, como sea, lo considera un autor al que le faltó, precisamente, crítica, fuese propia o ajena: tenía una asombrosa facilidad versificadora que lo hacía escribir a raudales, nunca del todo mal, no siempre del todo bien. A fuerza de publicar libros de poemas, repitiendo temas y temas hasta el infinito, Camín perdió interés y un día dejó de ser siquiera considerado.
Entre los altibajos de Alfonso Camín, la figura de López Velarde encuentra su glorioso contrapunto: un poeta pródigo en imágenes pero “deficiente” en cuanto a medidas y rigas versales, frente a un novel autor, prudente y medido en verso, pero parco en imágenes y frases. Aún así, el zacatecano no dejó de resaltar el talento –dentro y fuera de la página– de Alfonso Camín; aunque, a decir verdad, era el asturiano quien se maravillaba con el genio de su joven colega. En algún momento de su vida, refiere Fernández, Camín recabó material para sus memorias mexicanas, pero esa intención quedó sólo en un episodio peculiar ocurrido en el Centro Zacatecano: ambos escritores jugaban al billar, pero otro colega suyo, Fernández Ledesma, hizo las mejores carambolas de la tarde, frente a la parquedad de las hechas por López Velarde. (Paréntesis aparte: en una entrevista, el escritor colombiano Álvaro Mutis aseguró que hacer un buen poema se asemejaba a una carambola bien hecha. Se me hace que el zacatecano ya sabía esto, porque su proceso de corte y confección poéticas obedecía a la misma dinámica cada que se apersonaba frente a la mesa de billar.)
Estaban en perfecto silencio, a unos metros la una de la otra, juntas en una librería de la calle Donceles, en el corazón de la Ciudad de México, como no estaban ni siquiera por separado en ninguna de las demás. Una, la edición de Clásicos Castellanos de 1955, de La Celestina, en dos tomos hermosamente encuadernados, comentada por Julio Cejador; la otra, un volumen poco menos que desbaratado de la edición de 1947 de la colección Austral del estudio de Marcelino Menéndez Pelayo a la tragicomedia de Fernando de Rojas. Dos auténticas joyas. Un verdadero regalo del azar. De esta manera comienza “La maestra del mundo”, tercer ensayo que ahonda en el bagaje literario de algunos versos velardianos (“Su lengua es como aquellas otras/ que el candor de los clásicos llamó lenguas arpadas./ No serían los clásicos minuciosos psicólogos,/ pero atinaban con el mundo elemental/ y daban a las cosas sus nombres…”), pertenecientes al poema “Para el cenzontle impávido…” El nombre del ensayo alude a una frase entresacada de la obra de Fernando de Rojas, la cual suscita en el autor una reflexión en torno a su origen (la necesidad, el hambre, maestra del mundo), que permeó en los versos velardianos antes referidos. (Lenguas arpadas, como las que tienen las aves, en su empeño por imitar la voz humana.)
Sin embargo, Fernando Fernández pone en relieve un problema respecto a las ediciones de La Celestina que bien podría aplicarse de igual forma a López Velarde y las sucesivas ediciones de su obra, entre antologías y ediciones críticas. Estoy lejos de caer en la tentación de decir que hay cosas que tienen “infinitas lecturas”; sin embargo, diré que la que es posible hacer de dos ediciones enfrentadas […] puede no ser sólo sumamente aleccionadora y grata sino hasta ofrecer una buena lista de posibilidades. […] Todo depende de la curiosidad de quien se acerque a leer.
Con base a estas conjeturas, el cuarto ensayo aparece ante nosotros bajo un título de resonancia detectivesca: “El enigmático caso de ‘El sueño de los guantes negros’”. Así como el primer ensayo dio santo y seña de la búsqueda y evolución poéticas de Ramón López Velarde, el cuarto muestra ya los resultados, aplicados en un poema particular, “El sueño de los guantes negros”, cuyo manuscrito aparece fotografiado como parte del volumen. La crítica está unánimemente de acuerdo en que “El sueño de los guantes negros” es uno de los poemas más fascinantes de Ramón López Velarde. Todo abona para que sea así: su extraordinaria atmósfera de fin del mundo, las incógnitas a las que apunta y se cuida de no revelar, las interpretaciones de que ha sido objeto como obra determinante del mundo de su autor.
De este poema cabe señalar tres momentos que considero primordiales en cuanto a su lectura posterior. El primero reside en la naturaleza del manuscrito: una media carta membretada del diario Excélsior sobre la cual estaba la primera versión del poema, a lápiz y con unos cuantos borrones, donde finalmente el tiempo consignó su paso. Coetáneos del poeta y estudiosos de su obra coinciden en que López Velarde le daba largas para concluirlo (tal y como el poeta griego descrito en La eternidad y un día, de Theo Angelopoulos). El segundo momento, lo tenemos dentro de las artes plásticas cuando le encomiendan a Fermín Revueltas ilustrar una edición de El son del corazón en 1932; concretamente, la ilustración para “El sueño…” […] es quizá el mejor de la serie. En el centro de la imagen puede verse la espadaña trapezoidal de una iglesia rematada por una cruz, en cuyo vano se perfila una campana en forma de triángulo. Ese motivo está enmarcado del lado izquierdo por un doble trazo curvilíneo que se va cerrando conforme desciende, y por el derecho por una nube cargada de tinta que se aclara mientras arroja una lluvia que no se sabe si es de luz o de agua. No aparecen el poeta ni la muerta. (Dejo en el lector conocer el resto de la descripción.)
El tercer punto aterriza en el campo de las ediciones críticas, de entre las cuales sobresale el tomo que reúne su obra, publicado por el Fondo de Cultura Económica y bajo el cuidado de José Luis Martínez. Si en su primera edición el crítico jalisciense nos hizo la tarea (juntar la obra), en la segunda se tomó ciertas licencias, como acompletar “El sueño…”. Un comentario de José Emilio Pacheco […] nos invita a pensar que fue el editor de López Velarde quien escribió los “complementos” y los insertó en el texto, aun cuando le pareció pertinente atribuírselos a “un colaborador anónimo”. A pesar de lo inapropiado de su ubicación y de los reparos que podamos hacerles, es interesante echarles un ojo cuidadosamente porque el caso nos permite acercarnos al poema desde una perspectiva novedosa. Casi al final del ensayo, el autor nos entrega una experiencia de primera fuente: su encuentro con el manuscrito causante de todas las lecturas y polémicas ulteriores; con el apoyo de una restauradora del INAH –y en un momento similar o entresacado de un episodio de CSI– descubre que el estado actual del manuscrito decía otra cosa respecto a los procesos o circunstancias aplicados para “descubrir” las palabras faltantes del poema. Aún así, el tiempo sólo confirmó un proceso ya inconcluso de antemano. Si no fue posible leerlo completo cuando murió López Velarde, mucho menos lo es ahora, casi un siglo después. Pero lo que vemos ofrece algunos cuestionamientos problemáticos y hasta alguna sorpresa. […] Si esto es así, habría que aceptar que el poema, al menos en su versión final, o mejor dicho en la última versión que tuvo en las manos López Velarde, estaba de verdad incompleto y que por eso nunca lo publicó.
Después de la trama detectivesca del cuarto ensayo, cierra el libro “El candil”, en torno a uno de los objetos más enigmáticos de la poesía velardiana, a cuyo encuentro sale el autor: ¿Cuántas veces me dije que tenía que ir a San Luis Potosí aunque fuera sólo para ver el candil? […] ¿Qué es lo peculiar de aquel candil con el que llegó a identificarse hasta ese extremo? Que tiene la forma de un bajel, una de aquellas hermosas embarcaciones de casco de madera, palos y velas que surcaron el océano desde el siglo XVI. Sirva este glorioso encuentro a guisa de corolario a una vida y trayectoria literarias, además de que propone una nueva lectura: recorrer los lugares, los espacios y los objetos esenciales en Ramón López Velarde. (A título personal, este ensayo, breve y sorpresivo, presagia ya la naturaleza de Contra la fotografía de paisaje, que bien merecerá sus propias líneas más adelante.)
En suma, tenemos en Ni sombra de disturbio un libro que justiprecia la figura de Ramón López Velarde, donde críticos y especialistas (lectores, todos) –como en aquella escena de La mirada de Ulises– aparezcan en esa fotografía familiar, a prueba de tiempo, donde la ingente tarea de recoger los pasos de un escritor excepcional reafirme posturas, suscite sospechas y comparta nuevos hallazgos. Quede en ustedes acercarse a este libro, cuya prosa impecable todavía no dejará de sorprendernos. (¿A poco no?)

Fernando Fernández. Ni sombra de disturbio. Ensayos sobre Ramón López Velarde. México, AUIEO/ CONACULTA, 2014. (Autoria, XV) 

(25/mayo/2016)

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Franqueza y responsabilidad

Ulises Velázquez Gil

Al principio de El poeta en su tierra, Braulio Peralta refiere, en su primera entrevista con Octavio Paz, una sencilla pero contundente respuesta a la pregunta sobre su acto de escribir: “Desde mi cuarto, desde mi soledad, desde mí mismo. Nunca desde los otros”. En el solitario acto de leer, se crea una conciencia solidaria cuando al final de nuestra lectura hacemos nuestras varias ideas expuestas ante nuestros ojos, y en el empeño de comprenderlas mejor se suscita una conversación interminable que es el escribir. 
Crítico por partida doble (lector, escritor), Héctor Iván González nos presenta un volumen de ensayos (a la sazón, primer libro) donde esa “conversación” se conduce hacia otros lares de la palabra y del constante volver a sus viejos puertos, es decir, sus autores queridos por leídos, y viceversa.
Menos constante que el viento se compone por veinte ensayos, resultantes de coloquios, encuentros y persistencia lectora, que, como en el verso de William Shakespeare que da nombre al libro, […] se ha dejado conducir por sus proclividades y que, eso sí, ha tratado de hacerlo con la mayor seriedad posible y con el rigor que es preciso imponerse al tratar estos temas; siempre evitando dejarse llevar por los efímeros gustos de su época o las imposiciones externas.
Al revisar el índice del libro, varios de los autores referidos y estudiados por Héctor Iván González son de sobra conocidos, lo que suscitaría sospecha de nuestra parte, sin embargo, la incursión en cartografías previamente trazadas siempre se vuelve proteica mirada, como ésta sobre Octavio Paz, sobre el cual […] es necesario precisar que […] no es el mejor ni el más importante, pero sí el más trascendente; ha sido crucial para las generaciones de poetas y de ensayistas que lo sucedieron, quienes pueden seguir su camino hasta convertirse en simples epígonos, o aquellos que se pelean con él y lo confrontan hasta acentuar sus excesos, lo iluso sería tratar de ignorar lo que hizo.
Para la generación de González (que también es la mía, de cierta manera), no basta con creer la primacía de la figura paciana, sino más bien se busca justipreciarla, reconocerle aciertos y fallas, en aras de acercarse más al autor: Derruir certezas también es un trabajo de la crítica. Quizá lo mejor que le hubiese sucedido a Paz hubiera sido empezar por el final y por ahí seguirse. (El subrayado es mío.)
Otros autores dignos de mención en  Menos constante que el viento son Fernando del Paso, Nellie Campobello y Francisco Hernández, a quienes el autor dedica líneas acertadas, generosas e inteligentes; pondera su lugar  dentro de la literatura mexicana, así también las innovaciones que hacen única su obra, donde quiera que se dé su lectura. Incluso, para el ensayo sobre Del Paso, se permite cierto guiño anecdótico: Fue en una cantina donde me orillaron a plantearme la escritura de este ensayo, si hubiese sido en una tasca de Madrid diría que “me tiraron de la lengua” al punto de casi no poder resistir más. En medio de una discusión de cantina a la manera de las discusiones que se suscitan en Palinuro de México […] me vi en la necesidad […] de poner por escrito qué representa una obra como la de Fernando del Paso en nuestros días.
Para el ensayo sobre Campobello, Héctor Iván González ejerce una mirada periscópica por una escritora y hacia una obra digna no sólo de leerse, sino de estudiarse sin ceñirse a los dictados del momento. Desde el inicio de su ensayo ya sabemos a qué atenernos: Al escuchar el nombre de Nellie Campobello surge una evocación involuntaria. Muchos no saben a dónde los llevará, algunos la siguen, otros se detienen y piden alguna referencia, pero todos tienen una reminiscencia, por vaga que ésta sea.
En este punto, es deber del crítico dar luces sobre obras que han padecido el pecado de la omisión; con Campobello, como con Elena Garro y otras autoras, la omisión no es voluntaria, mucho menos involuntaria, sino injusta. Pero cuando aparece un buen crítico para resarcirle su justo lugar, todavía contamos con algo de esperanza. (Ojalá y el centenario de alguna de ellas, como me decía una joven narradora, no se vuelva “moneda de chocolate”.)
Además de los escritores antes referidos, el autor dedica líneas y generosos párrafos a otros que su curiosidad lectora y persistencia crítica no debe pasar por alto, o, por el contrario, de tan ensalzados en pedestal, digno es ponerlos a nivel de suelo. William Faulkner, Pierre Michon, Émile Zolá y su J’accuse, Dante y Baudelaire (quienes, me imagino, ejercen una fuerza descomunal sobre el autor), aparecen en este libro a guisa de ejercicio de admiración (Cioran dixit). No cabe duda que al leerlos y someterlos al ojo clínico de la crítica, los hace menos lejanos, más nuestros. Incluso, con el siempre presente Alfonso Reyes –y La crítica en la edad ateniense– al describirlo a él, describe a todos los críticos, quienes ejercen […] los mejores y más claros atributos de los que goza la crítica moderna: observación detenida del fenómeno, ejecución de un esfuerzo expreso de crear un entendimiento con la obra, persistencia de un diálogo total y un acercamiento que pueda presentar sus principios y la congruencia con sus resultados.
Otro punto a favor dentro de Menos constante que el viento, son las “pequeñas historias” de algunas literaturas, como la argentina de los años recientes (con Alejandro Hosne como uno de sus representantes más sonados), o la genealogía poética del siglo XIX al XX y parte de los dosmiles. Aunque esa tarea no sea del todo nueva, la manera de hacerlo sí lo es, con un estilo sencillo pero acertado en sus afirmaciones; por otro lado, entre filias y fobias, digno es resaltar el ensayo sobre Manuel Vázquez Montalbán, escrito más con el corazón que con el hígado –“los temas nacen del hígado”, pontificaba Edmundo O’Gorman–, y no es para menos, pues en afán de compartir una grata experiencia lectora, nunca estará de más hacerse de varios libros suyos, o de perdida, releer los que se tengan a la mano.
En suma, Menos constante que el viento es la primera suma crítica de un escritor cuyo compromiso ineludible es con y para la literatura, y los procesos que de ésta se deriven; franqueza y responsabilidad vueltas conversación más allá del cuarto, la soledad, consigo mismo. Y en este sentido, todavía queda mucho por decir acerca de Héctor Iván González, a quien saludo desde aquí, en espera de la compilación que confirme el buen sino de su primer libro. (Así sea.)

Héctor Iván González. Menos constante que el viento. México, Abismos Casa Editorial, 2015. 

(8/abril/2016)