Ulises Velázquez Gil
Una de
las escenas más memorables de La mirada
de Ulises, película de Theo Angelopoulos, es cuando el protagonista
–interpretado por Harvey Keitel– llega a la casa familiar y se une a un
interminable baile de Año Nuevo durante la ocupación alemana, donde al final
toda la parentela (entre ausencias y presencias) aparece completa en el retrato
de familia. En la literatura como en la vida, hay autores que siempre salen en
la foto, mas no con el valor justo que les corresponde. Sin embargo, muy pocos
sobrepasan tiempo y espacio, y su imagen –lejana o cercana, según se vea– es
más clara que nunca.
Para el
caso del poeta jerezano Ramón López Velarde, esta condición es notoria a todas
luces; entre biografías, estudios críticos y antologías de su obra, en empeño
de tenerlo a la vista es ineludible, con todo y sus claroscuros. Con un cuidado
ojo detectivesco, Fernando Fernández nos entrega Ni sombra de disturbio, libro donde expone sus encuentros y
desencuentros con la vida, obra y milagros de López Velarde, así también con la
época y sus contemporáneos, sin dejar de lado la presencia señera del autor de La Suave Patria.
Compuesto
por cinco ensayos, Ni sombra de disturbio
explora distintos territorios por donde se conduce la obra velardiana.
Desde la temprana producción literaria del zacatecano hasta la historia secreta
de uno de sus poemas harto conocidos, pasando por la microhistoria de un colega
transatlántico, Fernando Fernández pone ante nuestros ojos el engranaje secreto
de esas acciones, tal y como se ve en el primer ensayo, “Retrato del primer
López Velarde”: ¿Cómo es el primero López
Velarde, en quien ha prendido con fuerza la vocación literaria? Se trata de un
talentoso joven provinciano que está al tanto de lo que se publica en México y
en buena parte de España e Hispanoamérica. Enamoradizo y creyente, expresamente
hace suyas las palabras con que se describe el Marqués de Bradomín y dice que
también él es “feo, católico y sentimental” […] Aunque es evidente la pasión con que vive y piensa, suele ser contenido
y prudente.
Esta
contradicción entre el ser y el hacer de López Velarde, lleva al autor a
develarnos la trayectoria evolutiva de un escritor en fase de serlo a plenitud.
En este punto, y apelando al lugar común acuñado por Octavio Paz de que los
poetas, mas que biografía, tienen obra, no ceja en explicaciones ni en
(posibles) teorías sobre el reverso de la trama poética. Como, por ejemplo, la
muerte: La muerte va a estar muy presente
en la vida del poeta, de diversas maneras: su padre fallecerá tres años después
de la escritura del poema, a fines de 1908, y su tío sacerdote, Inocencio, va a
ser sacrificado durante la toma de Zacatecas en 1914. Y, por supuesto, él mismo
perderá la vida apenas cumplidos los 33 años, en 1921.
“A mi
padre” y “El piano de Genoveva” (del cual supe, por cierto, gracias a la
cantante Eugenia León) son los poemas esenciales de la primera época
velardiana; incluso, apunta Fernández, con el primero “inaugura” una tendencia
distópica en las letras mexicanas: la memoria y el homenaje al padre,
diametralmente opuesta al maternalismo como institución literaria. (El poema de
marras, en este sentido, presagia la Oración
del 9 de febrero de Alfonso Reyes y Algo
sobre la muerte del Mayor Sabines de Jaime Sabines. Ambos, de reluciente
excepción.) De pilón, cabe decir que en estos años de formación, digno es
resaltar la presencia de Eduardo J. Correa, con quien entabló una interesante
correspondencia; las palabras de éste fueron el cable a tierra que necesitaba
el zacatecano en aras de pulir su carácter creativo y poético.
Para el
segundo ensayo, “Alfonso Camín, entre el canario y el murciélago”, el autor, a
la manera de Manoel de Oliveira, viaja al principio del mundo, es decir, a la
España de sus ancestros, a la busca del poeta asturiano Alfonso Camín,
presencia primordial en López Velarde, quien lo inmortalizara en verso, pero
para la posteridad, otra sería su suerte. La
crítica literaria de hoy, como sea, lo considera un autor al que le faltó,
precisamente, crítica, fuese propia o ajena: tenía una asombrosa facilidad
versificadora que lo hacía escribir a raudales, nunca del todo mal, no siempre
del todo bien. A fuerza de publicar libros de poemas, repitiendo temas y temas
hasta el infinito, Camín perdió interés y un día dejó de ser siquiera
considerado.
Entre los
altibajos de Alfonso Camín, la figura de López Velarde encuentra su glorioso
contrapunto: un poeta pródigo en imágenes pero “deficiente” en cuanto a medidas
y rigas versales, frente a un novel autor, prudente y medido en verso, pero
parco en imágenes y frases. Aún así, el zacatecano no dejó de resaltar el
talento –dentro y fuera de la página– de Alfonso Camín; aunque, a decir verdad,
era el asturiano quien se maravillaba con el genio de su joven colega. En algún
momento de su vida, refiere Fernández, Camín recabó material para sus memorias
mexicanas, pero esa intención quedó sólo en un episodio peculiar ocurrido en el
Centro Zacatecano: ambos escritores jugaban al billar, pero otro colega suyo, Fernández
Ledesma, hizo las mejores carambolas de la tarde, frente a la parquedad de las
hechas por López Velarde. (Paréntesis aparte: en una entrevista, el escritor
colombiano Álvaro Mutis aseguró que hacer un buen poema se asemejaba a una
carambola bien hecha. Se me hace que el zacatecano ya sabía esto, porque su
proceso de corte y confección poéticas obedecía a la misma dinámica cada que se
apersonaba frente a la mesa de billar.)
Estaban en perfecto silencio, a unos
metros la una de la otra, juntas en una librería de la calle Donceles, en el
corazón de la Ciudad de México, como no estaban ni siquiera por separado en
ninguna de las demás. Una, la edición de Clásicos Castellanos de 1955, de La Celestina, en dos tomos hermosamente encuadernados, comentada por Julio Cejador;
la otra, un volumen poco menos que desbaratado de la edición de 1947 de la
colección Austral del estudio de Marcelino Menéndez Pelayo a la tragicomedia de
Fernando de Rojas. Dos auténticas joyas. Un verdadero regalo del azar. De
esta manera comienza “La maestra del mundo”, tercer ensayo que ahonda en el
bagaje literario de algunos versos velardianos (“Su lengua es como aquellas
otras/ que el candor de los clásicos llamó lenguas
arpadas./ No serían los clásicos minuciosos psicólogos,/ pero atinaban con
el mundo elemental/ y daban a las cosas sus nombres…”), pertenecientes al poema
“Para el cenzontle impávido…” El nombre del ensayo alude a una frase
entresacada de la obra de Fernando de Rojas, la cual suscita en el autor una
reflexión en torno a su origen (la necesidad, el hambre, maestra del mundo), que
permeó en los versos velardianos antes referidos. (Lenguas arpadas, como las que tienen las aves, en su empeño por
imitar la voz humana.)
Sin
embargo, Fernando Fernández pone en relieve un problema respecto a las
ediciones de La Celestina que bien
podría aplicarse de igual forma a López Velarde y las sucesivas ediciones de su
obra, entre antologías y ediciones críticas.
Estoy lejos de caer en la tentación de decir que hay cosas que tienen “infinitas
lecturas”; sin embargo, diré que la que es posible hacer de dos ediciones
enfrentadas […] puede no ser sólo
sumamente aleccionadora y grata sino hasta ofrecer una buena lista de
posibilidades. […] Todo depende de la
curiosidad de quien se acerque a leer.
Con base
a estas conjeturas, el cuarto ensayo aparece ante nosotros bajo un título de
resonancia detectivesca: “El enigmático caso de ‘El sueño de los guantes
negros’”. Así como el primer ensayo dio santo y seña de la búsqueda y evolución
poéticas de Ramón López Velarde, el cuarto muestra ya los resultados, aplicados
en un poema particular, “El sueño de los guantes negros”, cuyo manuscrito
aparece fotografiado como parte del volumen. La crítica está unánimemente de acuerdo en que “El sueño de los guantes
negros” es uno de los poemas más fascinantes de Ramón López Velarde. Todo abona
para que sea así: su extraordinaria atmósfera de fin del mundo, las incógnitas
a las que apunta y se cuida de no revelar, las interpretaciones de que ha sido
objeto como obra determinante del mundo de su autor.
De este
poema cabe señalar tres momentos que considero primordiales en cuanto a su
lectura posterior. El primero reside en la naturaleza del manuscrito: una media
carta membretada del diario Excélsior
sobre la cual estaba la primera versión del poema, a lápiz y con unos cuantos
borrones, donde finalmente el tiempo consignó su paso. Coetáneos del poeta y
estudiosos de su obra coinciden en que López Velarde le daba largas para
concluirlo (tal y como el poeta griego descrito en La eternidad y un día, de Theo Angelopoulos). El segundo momento,
lo tenemos dentro de las artes plásticas cuando le encomiendan a Fermín
Revueltas ilustrar una edición de El son
del corazón en 1932; concretamente, la ilustración para “El sueño…” […] es quizá el mejor de la serie. En el centro
de la imagen puede verse la espadaña trapezoidal de una iglesia rematada por
una cruz, en cuyo vano se perfila una campana en forma de triángulo. Ese motivo
está enmarcado del lado izquierdo por un doble trazo curvilíneo que se va
cerrando conforme desciende, y por el derecho por una nube cargada de tinta que
se aclara mientras arroja una lluvia que no se sabe si es de luz o de agua. No
aparecen el poeta ni la muerta. (Dejo en el lector conocer el resto de la descripción.)
El tercer
punto aterriza en el campo de las ediciones críticas, de entre las cuales
sobresale el tomo que reúne su obra, publicado por el Fondo de Cultura
Económica y bajo el cuidado de José Luis Martínez. Si en su primera edición el
crítico jalisciense nos hizo la tarea (juntar la obra), en la segunda se tomó
ciertas licencias, como acompletar “El sueño…”. Un comentario de José Emilio Pacheco […] nos invita a pensar que fue el editor de López Velarde quien escribió
los “complementos” y los insertó en el texto, aun cuando le pareció pertinente
atribuírselos a “un colaborador anónimo”. A pesar de lo inapropiado de su
ubicación y de los reparos que podamos hacerles, es interesante echarles un ojo
cuidadosamente porque el caso nos permite acercarnos al poema desde una
perspectiva novedosa. Casi al final del ensayo, el autor nos entrega una
experiencia de primera fuente: su encuentro con el manuscrito causante de todas
las lecturas y polémicas ulteriores; con el apoyo de una restauradora del INAH
–y en un momento similar o entresacado de un episodio de CSI– descubre que el estado actual del manuscrito decía otra cosa
respecto a los procesos o circunstancias aplicados para “descubrir” las
palabras faltantes del poema. Aún así, el tiempo sólo
confirmó un proceso ya inconcluso de antemano. Si no fue posible leerlo completo cuando
murió López Velarde, mucho menos lo es ahora, casi un siglo después. Pero lo
que vemos ofrece algunos cuestionamientos problemáticos y hasta alguna
sorpresa. […] Si esto es así, habría
que aceptar que el poema, al menos en su versión final, o mejor dicho en la
última versión que tuvo en las manos López Velarde, estaba de verdad incompleto
y que por eso nunca lo publicó.
Después
de la trama detectivesca del cuarto ensayo, cierra el libro “El candil”, en
torno a uno de los objetos más enigmáticos de la poesía velardiana, a cuyo
encuentro sale el autor: ¿Cuántas veces
me dije que tenía que ir a San Luis Potosí aunque fuera sólo para ver el
candil? […] ¿Qué es lo peculiar de
aquel candil con el que llegó a identificarse hasta ese extremo? Que tiene la
forma de un bajel, una de aquellas hermosas embarcaciones de casco de madera,
palos y velas que surcaron el océano desde el siglo XVI. Sirva este
glorioso encuentro a guisa de corolario a una vida y trayectoria literarias,
además de que propone una nueva lectura: recorrer los lugares, los espacios y
los objetos esenciales en Ramón López Velarde. (A título personal, este ensayo,
breve y sorpresivo, presagia ya la naturaleza de Contra la fotografía de paisaje, que bien merecerá sus propias
líneas más adelante.)
En suma, tenemos
en Ni sombra de disturbio un libro
que justiprecia la figura de Ramón López Velarde, donde críticos y
especialistas (lectores, todos) –como en aquella escena de La mirada de Ulises– aparezcan en esa fotografía familiar, a prueba
de tiempo, donde la ingente tarea de recoger
los pasos de un escritor excepcional reafirme posturas, suscite sospechas y
comparta nuevos hallazgos. Quede en ustedes acercarse a este libro, cuya prosa
impecable todavía no dejará de sorprendernos. (¿A poco no?)
Fernando Fernández. Ni sombra de
disturbio. Ensayos sobre Ramón López Velarde. México, AUIEO/ CONACULTA, 2014.
(Autoria, XV)
(25/mayo/2016)