miércoles, 20 de abril de 2016

Desafiar a la inercia

Ulises Velázquez Gil

En sus Enseres para sobrevivir en la ciudad, Vicente Quirarte sostiene que cuando el acto de escribir conlleva una periodicidad obligada, es preciso hacerse de un cuaderno para cumplir con ese cometido. Entre los accesorios indispensables del escritor consumado, como del aspirante a serlo, un cuaderno siempre es de gran ayuda. Sin embargo, muchas de las cosas allí plasmadas no suelen mostrarse a la luz de un posible lector, sino que se quedan para “consumo interno” de su autor. Desde el diario persona hasta la bitácora de viaje, cada cuaderno tiene su propia razón.
            Viajera incansable por los senderos de la escritura, Esther Seligson (1941-2010) nos entrega, a guisa de obra póstuma, Escritos a mano, antología compuesta por apuntes de viaje, fragmentos de diario, crónicas, poemas, incluso una serie de artículos de análisis sobre el conflicto en Medio Oriente, particularmente centrados en Jerusalén: crisol de culturas, punto de quiebra.
Escritos a mano se compone por cuatro partes: aquella que da título al libro, “Jerusalem”, “Reflexiones de un perplejo” y un “Diario de viaje al Tíbet”. En el primero se conjuga por entero el prístino destinatario de la escritura, es decir, hacia sí mismo, donde vale más significarse que justificarse. Veamos algunos ejemplos: Lo que sé y soy ha sido volcado en todo lo que escribí, en las clases que impartí, en el diálogo con aquellos interlocutores que me han acompañado durante un trayecto de sesenta y ocho años. Vivo bajo la máxima de “querer es poder”, pero acepto el Azar, el llamado Karma, el Goral, no como un determinismo ciego sino como la conciencia de que la libertad de elección es intrínseca a los seres humanos, según afirma el Pirké Avot: “Todo está previsto, pero el hombre tiene libre albedrío”.
Al momento de leer esta sentencia –agrupada bajo el apartado “Cicatrices”– tiene un cierto resabio de E. M. Cioran (filósofo rumano traducido por Seligson en algún momento de la vida): “Lo que sé a los sesenta años, ya lo sabía a los veinte. Cuarenta años de un largo y superfluo trabajo de comprobación”. Sin embargo, para ella comprobar menos que parecer superfluo, es necesario, incluso si de entrar en “Soliloquios” es preciso: Yo regresé a Itaca por mi voluntad aunque ahí nadie hubiese llorado mi ausencia, volví por puro cansancio de tejerme esperas, inventarme islas y sirenas, volví para no perderme en recuerdos –los propios y los ajenos– y andar náufrago recogiendo escombro de un barco no abordado (Quede evidente en este fragmento la necesidad de plasmar las dudas, las experiencias en un cuaderno.)
Para la segunda sección, “Jerusalem”, Esther Seligson cumple un destino de acuerdo a su formación dentro de la cultura judía: viajar a Jerusalén, al menos una vez en la vida; pero su visión de esa Jerusalén dorada sólo puede compaginarse con otro punto de origen, el lugar de nacimiento de la autora, la Ciudad de México: ¿A dónde quiero llegar con estas comparaciones, semejanzas y correspondencias? Al lugar de mi escritura, al sitio donde la impronta de todas las ciudades santas que he recorrido hasta ahora se entrelacen como los ecos que me recorren, con la Palabra, lugar donde todos los exilios culminan […] pues la escritura es la única Tierra Prometida que le espera al escritor, y el Libro la única ciudad santa que le da cobijo.
Dos visitas a Jerusalén merecen igual atención en este apartado: 1981-1982 y 1993-1995. En ambos tránsitos observa que el movimiento propio de esa ciudad es el termómetro de la situación predominante (y todavía presente, cabe decirlo) en Medio Oriente. En la primera escala prosigue el camino de la fe (Jerusalem es un espacio poblado de plegarias, materialmente poblado de plegarias: no se trata de una metáfora) mientras que en la segunda apela al cuidado de un legado (Necesidad de preservar la identidad, más que la individualidad. Es decir, de preservar la memoria.) El corazón y el cerebro, motores de una escritora franca y certera.
En “Reflexiones de un perplejo”, Seligson se enfoca en escribir un tema muy delicado (y con el hígado, recordando a Edmundo O’Gorman): la situación política de Israel en los últimos meses de 1982. (33 años después, no pintamos nada.) Las diferencias entre árabes y judíos parten tanto de su concepción del mundo como de la forma en que la aplican y la viven. Unos y otros han estado impuestos a verse enemigos y antagonistas (y hablo de las masas, excluyendo a propósito los periodos de mutuo intercambio y florecimiento intelectual) ya desde su origen bíblico como hijos de Abraham. Hermanos por la raíz, son, al parecer, ramas inconciliables.
Sin ser del todo una analista en temas internacionales (como los que abundan en los noticiarios, muchos de ellos, verborreicos francotiradores que tiran a diestra y siniestra), es enfática respecto a los problemas de raíz entre palestinos (árabes) e israelíes (judíos). Sin terminajos ni nomenclaturas forzadas, su visión se resume en una sola palabra: comprensión mutua. (Asignatura todavía pendiente, ¿no creen?)
Tanto “Escritos a mano” como “Jerusalem” cuentan con una notable peculiaridad: la poesía, puesto que la segunda mitad de cada apartado se compone por poemas de diversa forma (del verso libre al soneto) y fondo (paisajes, viñetas, instantáneas); recurso, habría que decir, para librarse de que la realidad lo rebase a uno, donde todos los silencios dichos entre líneas se vuelven respuestas necesarias, inclusive hasta buscadas de frente y vuelta.
Por último, “Diario de un viaje al Tíbet” prosigue el itinerario de fe con que Esther Seligson se lanza en su búsqueda de sentido, donde sin mayor problema asume su destino como escritora, es decir, para forjarse de encuentros: […] Todas las personas que encontramos fueron instrumento para transmitirnos SU mensaje, una lección-espejo de nuestros deseos, impulsos, aspiraciones de Absoluto… (Paréntesis aparte: mientras me sumergía en la lectura del libro que hoy nos ocupa, recordé una canción del grupo chileno Makaroni, cuya letra dice lo siguiente: “En blanco he quedado,/ desaparecer/ del cuerpo y del tiempo,/ del aire y su poder”. Pienso que quien busca su sentido dentro del mundo que se vive y que le rodea, es preciso desaparecer, olvidarse de cualquier nomenclatura y decirse las cosas por vez primera; así, el mundo no nos rebasará del todo.)
En suma, Escritos a mano, además de ser el “testamento” de una escritora non, de ágil pluma y suspicaz por convicción, es un volumen de vital ayuda para sacudirse las presiones de la realidad, en aras de desafiar a la inercia que todo lo permite y obstaculiza, porque la vida se conoce mejor desde la mirada de quien la buscaba a diario; que esta miscelánea abra puertas y construya puentes para no creerse lo primero que se piensa. Ya desde el propio título del libro se busca el conocimiento de primera fuente, como escrito a mano, a vuelapluma.
En la vida como en la lectura, reside en ustedes, gratos lectores, confirmar estas claves, o crear otras rutas en busca de éstas. (Así sea.)

Esther Seligson. Escritos a mano. México, Jus/ Universidad Autónoma de Nuevo León, 2011 (Contemporáneos).

(4/enero/2016)

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