miércoles, 23 de marzo de 2016

Verdades a merecimiento

Ulises Velázquez Gil

Al final de la carta con que se “despide” del mundo, el escritor cubano Reinaldo Arenas, con el humor negro que lo caracterizó en vida, lanzó una lapidaria sentencia: “Después de muerto, a uno se le perdonan todos los defectos”. Aunque punzante y no por ello acertada, en ciertos casos no se aplica por completo, por lo que es preciso echar manos de otros recursos, entre ellos, los del retrato, donde se presentan con justicia los pros y los contras de la persona ya ausente. Desde el engorroso obituario hasta el discurso que se pica de cívico, ningún detalle debe escapar a nuestra vista. 
Desde la orilla de la obra póstuma, Antonio Alatorre (1922-2010), filólogo de peso completo, presenta en Estampas varios retratos de sus maestros y colegas, (conocidos y queridos por él, cabe decir) que, además del encomio y las deudas del corazón, justiprecian algo mejor: la verdad, en el sentido que Voltaire consideraba para ajustar cuentas con la vida.
En el curso de doce textos, escritos en un lapso de treinta años aproximadamente, entre discursos y perfiles por encargo, Estampas da cuenta de nueve figuras dedicadas a la docencia y a la creación, además de una pequeña biografía sobre un sitio que dio mapa y destino a un entusiasta “aprendiz de filólogo”: el entonces Centro de Estudios Filológicos, donde la presencia señera de Raimundo Lida, consumado maestro suyo, llevándolo hacia otros horizontes, entre éstos el nacimiento de la Nueva Revista de Filología Hispánica: Su primera tarea, como “eslabón”, no fue la pedagógica, sino la editorial. (Claro que Lida siempre era maestro. A sus primeros discípulos, en esos primeros meses, nos enseñó a hacer esa revista. Ejemplo: cuando le llevé mi traducción del artículo de Bertoldi, la leyó en mi presencia, pluma en mano, y me explicó cada detallito que se iba presentando: terminología, significado de las comillas simples, abreviaturas…) Lida tenía el don de hacer trabajar a la gente.  
En algún momento de la vida, hay maestros que aparte de dar conocimiento comparten algo de experiencia futura, susceptible o no de volverse realidad; tal el caso de Raimundo Lida quien aconsejó a Alatorre lo siguiente: “Doctórese pronto y mal”. En aras de prevenir el paso de la realidad, tal y como le sucedió a su maestro, el genial discípulo sí hizo caso de aquel consejo, y aunque Alatorre no terminó sus días como docente en una universidad del extranjero (tal y como le pasó a Lida), la vida en El Colegio de México no fue la misma sin su notable magisterio.
Dos presencias señeras que marcaron el rumbo posterior de Antonio Alatorre dentro del COLMEX fueron, sin lugar a dudas, Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas. En los retratos que hace de ellos procura no caer en el lugar común que el dominio público hizo de ambos (el generoso Reyes y el implacable Cosío), sino que los pone en una justa dimensión, como fundadores y líderes de una institución hoy día recién llegada a los 75 años; incluso en momentos de gran importancia, Reyes era igual de tajante que el propio Cosío. Va de ejemplo el siguiente fragmento: El episodio de los rollos de excusado me dio la oportunidad de redactar, por primera (y hasta ahora última) vez en la vida, una renuncia. Me sentía herido en mi dignidad. […] Don Alfonso la medioleyó, y luego, con una ancha sonrisa: “Muy bien hecho, Antonio –me dijo–: Dios no lo ha llamado para estas cosas”. Total, una historia feliz, porque quedamos felices los dos.
Por otro lado, Cosío, con toda la fama de ser una persona del No, tampoco se anduvo con medias tintas cuando de encaminar a un prófugo del código penal se tratase, ¡y en presencia del propio Reyes!: “No veo yo aquí ningún problema –dijo entonces Cosío–: es incuestionable que si el muchacho se interesa por la literatura, no tiene por qué seguir embruteciéndose con el derecho administrativo”. Don Alfonso trató de suavizar las cosas. Había que proceder con prudencia: un título es un título, y el de abogado es siempre útil en la vida, se trata de una carrera “segura” […] Don Daniel lo oyó con circunspección y cortesía, para salir, inesperadamente, con esto: “Mire, Alfonso: usted y yo tenemos título de abogados, y ¿quiere decirme para qué carajo nos ha servido?” Así, literalmente. Porque la frase se me quedó hondamente grabada en la memoria. (El resto de la historia ya lo conocemos… por vía de un filólogo persistente y sin tapujos.)
En lo que respecta a sus coetáneos, Alatorre los presenta en toda su amplitud, es decir, tal y como tuvo la fortuna de conocerlos, sin dejarse llevar por las leyendas creadas a su alrededor. Para los casos de sus paisanos como Juan Rulfo y Juan José Arreola, valen más las enormes minucias que el propio nombre (porque, seamos honestos, pese a dar santo y seña de su persona, no nos proporciona nada más). Con Rulfo se perspectiva apunta a conciliar las contradicción de su persona, a poner en claro que su origen es su propia obra, incluso falseando sus datos: […] Juan decía que había nacido en 1918, y no en Sayula sino en San Gabriel, o, alternativamente, en Apulco. Lo del año ha sido explicado por Arreola: Juan declara haber nacido en 1918 “no por quitarse un año, sino por compañerismo”: para hacerles compañía al propio Arreola, y a Alí Chumacero, José Luis Martínez y Jorge González Durán, nacidos todos en 1918 […] Yo diría más bien: para que ellos le hicieran compañía a él, pues él, por lo visto, se sentía muy solo en la “generación 1917”. Otros datos personales de Rulfo se dan cuenta en el perfil elaborado por Alatorre (siempre con la finalidad de darle al lector la elección definitiva); ya con los datos “reales” y los dados por Rulfo, sometidos a severo análisis, resume la invención de Rulfo en la siguiente frase: Fusión, transmutación y purificación: las operaciones de la alquimia.
Hablando de alquimia aplicada a la vida pública y privada, en su perfil de Juan José Arreola, más que una cuestión cuantitativa, se esmera en destacar las cualidades de un personaje singular cuya amistad fue, en sí, el mayor de los magisterios: En 1944 […] Arreola me tomó de la mano, y de la manera más natural del mundo se hizo mi maestro. Aunque la experiencia literaria sea, por definición, cosa exclusivamente personal, yo puedo decir que aquí ocurrió una auténtica transfusión: Arreola me contagió su experiencia, y yo conseguí hacerla mía. Yo era un gran vacío en espera de ser llenado, y él era un gran lleno dispuesto a todos los desbordamientos. […] El magisterio de Arreola abarcaba todo. […] Arreola, en una palabra, me abrió los ojos. Él me sacó de Egipto.
Una presencia, si no fundamental, al menos notoria, fue la de Octavio Paz, con quien tuvo varias diferencias de orden intelectual. Una amistad (“de segunda clase”, según Paz) que se volvió, con el paso de los años y las polémicas, en una enemistad inesperada, pese a que Alatorre no cejó en compartirle hallazgos y prodigarle generosas correcciones, como aquellas que hiciera a Las trampas de la fe, en su calidad de especialista en Sor Juana Inés de la Cruz. En 1982 […] yo ya venía estudiando a sor Juana, así que leí el libro con mucha atención y muy despacio. Mi ejemplar, que tiene una dedicatoria sumamente amable, está todo marcado a lápiz. Y, como desde el principio me llamaron la atención ciertos errores muy concretos, les fui poniendo las iniciales O. P., que significaban: “Tengo que mandarle a Octavio una lista de estas cosas”. Y en efecto, hice una lista de más de cien errores y se la mandé con un recadito que decía más o menos: “Un libro tan importante debería estar limpio de estas manchas” […] la respuesta de Octavio, que fue inmediata, comienza así: “Querido Antonio, muchísimas gracias. Eres muy generoso. Además, eres un lince y ves lo que no vemos los demás. ¡Cuántas cosas encontraste! (Detalles como éste confirman esa sentencia de John Reed: “ser tu amigo es ser honrado intelectualmente”; aunque en la realidad el trato personal fuera distante a morir. C’est la vie.)
En suma, y con un particular estilo al leer su contenido de un tirón, Estampas de Antonio Alatorre es un justo recuento del paso de vidas ejemplares sobre otra no menos particular, y lo hace, según su colega y discípula Martha Lilia Tenorio, con la sinceridad, la generosidad y la honestidad del que ajusta cuentas con mentores y colegas, al mismo tiempo que las ajusta con él mismo. Y aunque en vida nunca se tomó en serio la tarea de reunir todos sus artículos académicos y de difusión, en un futuro nada lejano esta compilación deberá nutrirse de otras estampas que duermen aún en revistas y en los cajones de su escritorio: tarea colateral a la ingente y titánica labor de ordenar sus obras completas; verdades a merecimiento en busca de persistir en la memoria.
Si después de muertos, se nos perdonan todos los defectos, la verdad, tal y como sostenía Voltaire, es más que necesaria. Y este libro se empeña en realizarlo por entero. (Sea, pues, así.)  

Antonio Alatorre. Estampas. México, El Colegio de México, 2012. (Testimonios)

(4/diciembre/2015)

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