Ulises
Velázquez Gil
En una escena de la
película Lección de honor, el profesor William Hundert (protagonizado
por Kevin Kline), luego de hacerle ver a sus alumnos la “inexistencia” de un
personaje histórico, concluye muy convincente con las siguientes palabras:
“toda ambición y conquista sin una contribución no tiene el menor significado”.
Cada vida, en la medida de lo posible, se significa en sus propios hechos, pero
sólo el tiempo se encarga de enmarcarle significado.
Para los alcances de una colección de libros ungidos la
biografía, toda vida –sucedida en el vaivén del poder, del saber, del crear–
digna es de interés. Y sus contribuciones y legados, claro está, quedan todavía
por dar sus mejores conquistas.
Javier Garciadiego,
historiador de generosa e inteligente pluma (y próximo integrante de El Colegio
Nacional, por cierto), se une a esta empresa con su biografía de uno de los
escritores mexicanos más importantes de todos los tiempos, Alfonso Reyes, en
espera de suscitar postrero interés tanto por una vida llena de claroscuros
como por una obra prístina, a prueba de tiempo.
Dividida en cinco capítulos, Alfonso Reyes pasa revista por
una vida interesante desde sus propios orígenes. Las presencias del padre y del
hermano mayor, materia prima del primer y segundo capítulos, dan cuenta de un
personaje a la vera de su propio significado; inclusive, en sus disparidades
con su padre, el Gral. Bernardo Reyes, se nota un punto en común: Mas interesante aún
resulta que el propio Reyes confesara que su vocación […] era una
“inclinación congénita”. ¿En verdad heredó la vocación de su padre, el general
Bernardo Reyes? ¿Era cierto que éste tenía un “inmenso temperamento literario
soportado por las obligaciones militares y cívicas”? ¿Fue la literatura “su
vocación no realizada”?
Entre el general Bernardo y el joven Alfonso, era evidente que
el militar prefiriera ganar batallas con el peso de la espada, pero en el joven
aquel sus grandes guerras siempre las enfrentó con otro tipo de espada, es
decir, con la pluma. Dicha conducción se reflejó en su propia disyuntiva a la
vera de encontrar su vocación. Si bien fueron descartados desde siempre los estudios médicos e
ingenieriles, la única opción restante, las leyes, no le satisfacía del todo.
Finalmente, y aunque su vocación era claramente humanista, aceptó estudiar para
abogado “a falta de mejor cosa”, convencido de que esta profesión serviría de
marco protector para el desarrollo de sus preferencias auténticas.
Para Alfonso Reyes, buscar su realización intelectual por el
camino menos indicado, marcó distancia respecto de su padre y de su hermano
Rodolfo, ambos, de proceder pasional; no se rebeló –al grado de inmolarse, como
su padre en aquel 9 de febrero de 1913–, mucho menos se significó, igual que su
hermano al integrarse al equipo de Victoriano Huerta. El camino de Reyes
(Alfonso), por un ancho y ajeno mundo, habría de andarse a salto de mata.
Sobre los capítulos 3 y 4, tenemos un mismo hilo conductor: la
experiencia exterior de Alfonso Reyes, desde los altibajos del periodismo hasta
las vicisitudes de la diplomacia; afrontar circunstancias adversas, para
aprender del tiempo presente. De traductor a destajo y periodista de tiempo
completo, a embajador en Argentina y Brasil, pasando por París –¡dos veces!– y
Madrid –bajo distintos amaneceres–, sus ansias de escritor se afirmaban,
defendiendo hasta las últimas consecuencias su derecho a escribir. Antes –y más– que
diplomático, Alfonso Reyes fue un escritor. Su principal actividad y su mayor
legado no puede ser escamoteado. Es cierto que sus funciones diplomáticas
redujeron sus labores literarias, también es cierto que ese respaldo laboral
permitió […] dedicarse veinte años a la literatura, aunque
fuera de tiempo compartido. […] Además de proveerlo
de recursos económicos, la diplomacia permitió que la literatura de Reyes fuera
cosmopolita, universalista. […] Se combinaron,
afortunadamente, su rotunda vocación y su sentido de la responsabilidad. Es
preciso reconocer que cumplir ambas actividades le provocó angustias, desvelos
y hasta lágrimas.
Se dice que el camino que conduce mejor a la virtud, no es el
más fácil de seguir, y para las intenciones de Reyes sacrificar su tiempo de
escritura en pro de labores menos halagüeñas y exhaustivas hasta cierto punto,
le otorgaría un capital de buenos tratos y gratas amistades. ¿Qué sería de la
literatura Alfonsina sin el compromiso diplomático y la persistencia
intelectual, cultivadas en sus misiones europea y americana? Mera acumulación
de estrategias, supongo; dejemos que Garciadiego lo diga mejor: […] el escritor que por
razones familiares había repudiado la política, se había convertido en un
“consumado artífice del arte de la negociación”; además, resultó un analista
“suspicaz” y un cronista de la vida política, cultural, económica y social con
gran capacidad de observación.
Respecto al quinto y último capítulo, “Regreso y reencuentro”,
Garciadiego muestra a Reyes en la más difícil de sus propias guerras: el
regreso a México. Por fin acabarían sus peregrinajes, a cambio de un ingreso
seguro y tiempo necesario para escribir, pero también con una mayor recompensa:
el respeto de sus colegas y la admiración de sus nuevos lectores. Aún así, en
él predominó la diplomacia, pero en el buen decir y en el correcto actuar,
cualidades de un maestro eminente, demostradas pro entero en la Casa de España,
El Colegio de México, y como uno de los padres fundadores de El Colegio
Nacional, institución que ayudó a nacer desde la redacción de su reglamento
interno. Su participación en este selectísimo grupo fue, más que un
desagravio a un reconocimiento tardío, una auténtica consagración, sobre todo
para un escritor que cinco años antes se lamentaba de ser un desconocido en su
propio país. Igualmente consagratorio fue obtener, en 1945, el Premio Nacional
de Literatura, cuarenta años después de haber publicado sus primeros versos.
En los veinte años restantes de su vida, Reyes leyó el mundo desde su Capilla llena de libros,
entre los escritorios de su faceta burocrática, y hasta en los nuevos autores
que seguían sus pasos y le pedían consejo y ayuda; Octavio Paz, Carlos Fuentes
y Eraclio Zepeda, entre ellos. Sin embargo, Reyes debía un arreglo de cuentas
consigo mismo: el pasado familiar y su afición por Grecia, principalmente, pero
en la maravillosa idea de conjuntar sus Obras Completas, justipreciaría mejor una trayectoria interesante;
por desgracia, sólo pudo completar diez tomos (de los 26, hoy en día), dejando
en críticos y colegas –lectores, ambos– cuidar y completar ese legado.
En suma, Alfonso Reyes de Javier
Garciadiego es un sencillo pero interesante comienzo para conocer a un
personaje indispensable en la historia de México, aunque sus batallas nunca se
ganaron a fuerza de armas, sino con la persistencia de las palabras; maravilla y
aprendizaje de un escritor en
busca de sí mismo, la obra de Alfonso Reyes todavía busca nuevos adeptos, para
los cuales esta biografía será guía necesaria, pero el sendero a recorrer,
después de todo, dependerá de su elección definitiva. (Que comience la
travesía…)
Javier Garciadiego. Alfonso Reyes. México, Planeta
DeAgostini, 2002. (Grandes Protagonistas de la Historia Mexicana)
(18/septiembre/2015)
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