miércoles, 10 de febrero de 2016

Maravilla y aprendizaje

Ulises Velázquez Gil

En una escena de la película Lección de honor, el profesor William Hundert (protagonizado por Kevin Kline), luego de hacerle ver a sus alumnos la “inexistencia” de un personaje histórico, concluye muy convincente con las siguientes palabras: “toda ambición y conquista sin una contribución no tiene el menor significado”. Cada vida, en la medida de lo posible, se significa en sus propios hechos, pero sólo el tiempo se encarga de enmarcarle significado.
Para los alcances de una colección de libros ungidos la biografía, toda vida –sucedida en el vaivén del poder, del saber, del crear– digna es de interés. Y sus contribuciones y legados, claro está, quedan todavía por dar sus mejores conquistas. 
Javier Garciadiego, historiador de generosa e inteligente pluma (y próximo integrante de El Colegio Nacional, por cierto), se une a esta empresa con su biografía de uno de los escritores mexicanos más importantes de todos los tiempos, Alfonso Reyes, en espera de suscitar postrero interés tanto por una vida llena de claroscuros como por una obra prístina, a prueba de tiempo.
Dividida en cinco capítulos, Alfonso Reyes pasa revista por una vida interesante desde sus propios orígenes. Las presencias del padre y del hermano mayor, materia prima del primer y segundo capítulos, dan cuenta de un personaje a la vera de su propio significado; inclusive, en sus disparidades con su padre, el Gral. Bernardo Reyes, se nota un punto en común: Mas interesante aún resulta que el propio Reyes confesara que su vocación […] era una “inclinación congénita”. ¿En verdad heredó la vocación de su padre, el general Bernardo Reyes? ¿Era cierto que éste tenía un “inmenso temperamento literario soportado por las obligaciones militares y cívicas”? ¿Fue la literatura “su vocación no realizada”?
Entre el general Bernardo y el joven Alfonso, era evidente que el militar prefiriera ganar batallas con el peso de la espada, pero en el joven aquel sus grandes guerras siempre las enfrentó con otro tipo de espada, es decir, con la pluma. Dicha conducción se reflejó en su propia disyuntiva a la vera de encontrar su vocación. Si bien fueron descartados desde siempre los estudios médicos e ingenieriles, la única opción restante, las leyes, no le satisfacía del todo. Finalmente, y aunque su vocación era claramente humanista, aceptó estudiar para abogado “a falta de mejor cosa”, convencido de que esta profesión serviría de marco protector para el desarrollo de sus preferencias auténticas.
Para Alfonso Reyes, buscar su realización intelectual por el camino menos indicado, marcó distancia respecto de su padre y de su hermano Rodolfo, ambos, de proceder pasional; no se rebeló –al grado de inmolarse, como su padre en aquel 9 de febrero de 1913–, mucho menos se significó, igual que su hermano al integrarse al equipo de Victoriano Huerta. El camino de Reyes (Alfonso), por un ancho y ajeno mundo, habría de andarse a salto de mata.
Sobre los capítulos 3 y 4, tenemos un mismo hilo conductor: la experiencia exterior de Alfonso Reyes, desde los altibajos del periodismo hasta las vicisitudes de la diplomacia; afrontar circunstancias adversas, para aprender del tiempo presente. De traductor a destajo y periodista de tiempo completo, a embajador en Argentina y Brasil, pasando por París –¡dos veces!– y Madrid –bajo distintos amaneceres–, sus ansias de escritor se afirmaban, defendiendo hasta las últimas consecuencias su derecho a escribir. Antes –y más– que diplomático, Alfonso Reyes fue un escritor. Su principal actividad y su mayor legado no puede ser escamoteado. Es cierto que sus funciones diplomáticas redujeron sus labores literarias, también es cierto que ese respaldo laboral permitió […] dedicarse veinte años a la literatura, aunque fuera de tiempo compartido. […] Además de proveerlo de recursos económicos, la diplomacia permitió que la literatura de Reyes fuera cosmopolita, universalista. […] Se combinaron, afortunadamente, su rotunda vocación y su sentido de la responsabilidad. Es preciso reconocer que cumplir ambas actividades le provocó angustias, desvelos y hasta lágrimas.
Se dice que el camino que conduce mejor a la virtud, no es el más fácil de seguir, y para las intenciones de Reyes sacrificar su tiempo de escritura en pro de labores menos halagüeñas y exhaustivas hasta cierto punto, le otorgaría un capital de buenos tratos y gratas amistades. ¿Qué sería de la literatura Alfonsina sin el compromiso diplomático y la persistencia intelectual, cultivadas en sus misiones europea y americana? Mera acumulación de estrategias, supongo; dejemos que Garciadiego lo diga mejor: […] el escritor que por razones familiares había repudiado la política, se había convertido en un “consumado artífice del arte de la negociación”; además, resultó un analista “suspicaz” y un cronista de la vida política, cultural, económica y social con gran capacidad de observación.
Respecto al quinto y último capítulo, “Regreso y reencuentro”, Garciadiego muestra a Reyes en la más difícil de sus propias guerras: el regreso a México. Por fin acabarían sus peregrinajes, a cambio de un ingreso seguro y tiempo necesario para escribir, pero también con una mayor recompensa: el respeto de sus colegas y la admiración de sus nuevos lectores. Aún así, en él predominó la diplomacia, pero en el buen decir y en el correcto actuar, cualidades de un maestro eminente, demostradas pro entero en la Casa de España, El Colegio de México, y como uno de los padres fundadores de El Colegio Nacional, institución que ayudó a nacer desde la redacción de su reglamento interno. Su participación en este selectísimo grupo fue, más que un desagravio a un reconocimiento tardío, una auténtica consagración, sobre todo para un escritor que cinco años antes se lamentaba de ser un desconocido en su propio país. Igualmente consagratorio fue obtener, en 1945, el Premio Nacional de Literatura, cuarenta años después de haber publicado sus primeros versos.
En los veinte años restantes de su vida, Reyes leyó el mundo desde su Capilla llena de libros, entre los escritorios de su faceta burocrática, y hasta en los nuevos autores que seguían sus pasos y le pedían consejo y ayuda; Octavio Paz, Carlos Fuentes y Eraclio Zepeda, entre ellos. Sin embargo, Reyes debía un arreglo de cuentas consigo mismo: el pasado familiar y su afición por Grecia, principalmente, pero en la maravillosa idea de conjuntar sus Obras Completas, justipreciaría mejor una trayectoria interesante; por desgracia, sólo pudo completar diez tomos (de los 26, hoy en día), dejando en críticos y colegas –lectores, ambos– cuidar y completar ese legado.
En suma, Alfonso Reyes de Javier Garciadiego es un sencillo pero interesante comienzo para conocer a un personaje indispensable en la historia de México, aunque sus batallas nunca se ganaron a fuerza de armas, sino con la persistencia de las palabras; maravilla y aprendizaje de un escritor en busca de sí mismo, la obra de Alfonso Reyes todavía busca nuevos adeptos, para los cuales esta biografía será guía necesaria, pero el sendero a recorrer, después de todo, dependerá de su elección definitiva. (Que comience la travesía…)

Javier Garciadiego. Alfonso Reyes. México, Planeta DeAgostini, 2002. (Grandes Protagonistas de la Historia Mexicana)

(18/septiembre/2015)

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