miércoles, 24 de febrero de 2016

Fervor e inteligencia

Ulises Velázquez Gil

En Del inconveniente de haber nacido, E. M. Cioran profirió la siguiente sentencia: “Sólo Dios tiene el privilegio de abandonarnos. Los hombres únicamente pueden fallarnos”. Para los alcances del tiempo presente, la humanidad ha ido de falla en falla, buscando llenar la vacante dejada por un dios viajero, mediante el poder, el dinero, la religión inclusive; sin embargo, entre equívocos y desatinos, hay personajes que muestran una vía menos accidentada de seguir, sin pedirle cuentas a nadie, incluso a Dios.
En aras de significarse en sus propios hechos, digno es destacar la presencia de grandes mujeres, cuyos aportes y fuerza de voluntad se empeñan en derrumbar toda nomenclatura que las margine del tiempo o de su sociedad; para fortuna nuestra, sus seguidoras van en aumento, para desgracia ajena, aún esperan un reconocimiento justo.
En Dios se fue de viaje, la novelista Beatriz Rivas se ocupa, como en otras obras suyas, de notables mujeres cuya presencia suscita dudas, provoca polémicas y refrenda simpatías, sin importar la necedad del género masculino por minimizarlas hasta el último esfuerzo. Aún así, ellas ganan las batallas siguientes, donde no hay mucho que perder… o ganar.
Contada en dos tiempos paralelos, esta novela reúne a Émilie du Châtelet, científica y pensadora francesa del siglo XVIII, y a Gerda Taro, fotógrafa alemana de origen judío, en pleno siglo XX; ambas, a la par de significarse en sus propios hechos, conviven en franca armonía y recíproca enseñanza por parte de hombres como Voltaire y Robert Capa, en plena invención de sus personajes, y con la intención de sobrepasarlos por encima de todo. Como Gerda Taro, por ejemplo: Desde joven, Gerta Pohorylle tenía dos características: ser una arriesgada luchadora contra el totalitarismo y una gran actriz. Un don natural que utilizaba de forma sabia. Y ya que mencionamos este adjetivo, qué decir de Émilie du Châtelet: Vivía rodeada de libros, ante la mirada de desaprobación de su madre. Conocía a Tasso, Milton y Virgilio a la perfección. Comenzó a traducir La Eneída del latín y sabía, de memoria, varios pasajes de Horacio. Estudiaba todos los días, y a profundidad, un libro sobre el sistema solar. Leyó completa la Biblia, aunque no con interés religioso.
Primer rasgo en común: descreer de Dios. Tanto Gerda como Émilie creían que, de existir, no habría guerras de unos contra otros, ni mucho menos un género –el masculino– subyugaría al otro en afán de dominio y supremacía: […] Sentir que no hay un ser supremo que nos cuida, que nos protege, al que le podemos rezar y hasta pedir milagros, le causa mucha ansiedad a la mayoría de los seres humanos. […] Tantas preguntas sin respuesta, como qué pasa después de la muerte, nos enloquecen.
En cambio, Émilie sabía disfrutar lo mejor de los dos mundos: el del intelecto y el trivial. También, como mujer libre, elegía el destino y sus querencias. No por nada, su relación con Voltaire se nutría por duplicado: la búsqueda del conocimiento y los principios del placer carnal. Una Minerva –diosa al fin– en toda la extensión de la palabra.
Un segundo punto de encuentro entre la científica del siglo dieciocho y la fotógrafa aguerrida del veinte, es el constante afecto y apoyo hacia sus parejas en turno: Voltaire con Émilie, Gerda y Robert Capa. Aunque sendos caballeros se hallaban conscientes de su género, destino y experiencia, en algún momento se dejan de la mano de sus notables parejas; si aquel conocido adagio “Detrás de todo gran hombre hay una gran mujer” indica una condición irrebatible, Émilie y Gerda no sólo la cumplen sino que hasta la superan; la francesa, mientras acoge a Voltaire en el castillo de Cirey, realiza sus propios experimentos, da libre curso a sus arrebatos carnales y escribe tratados de altos vuelos intelectuales; por su parte, la judeo-alemana inventa a un nuevo personaje (Robert Capa) reinventándose ella misma, es decir, de la desvalida Gerta Pohorylle a la incendiaria Gerda Taro. En ambas persiste una pasión desmedida: Soy extrema, lo sabe, es necesario que lo ame con locura o que muera de dolor separándome de usted, así que le suplico una respuesta (Émilie). Lo quiero, he de decir que lo quiero. […] Y lo necesito cerca. Saberlo, sentirlo cerca. Compartir la intensidad con la que vive, respira, grita, ama. […] Sí, lo estoy amando demasiado, y eso me llena de miedo (Gerda).
Un tercero y último punto de encuentro fundamental en la novela está en los monólogos de las protagonistas, donde sus sentimientos están a flor de piel y se significan por sí mismos; aunque siglo y medio las separan, sus expectativas, pesares y el mismo acto de descreer de Dios, hablan bajo una sola voz. […] Una mujer que tampoco confíe en un Dios para que la salve o la dirija. Que no viva a la sombra de un hombre, ni siquiera por amor. […] Si ha de enamorarse, […] que lo haga de un hombre que crea en las mujeres como sus iguales. (Como si a una frase escrita por Émilie du Châtelet, el punto final o suspensivo se lo pusiera Gerda Taro.)
Cabe resaltar que en las novelas de Beatriz Rivas hay un recurso ineludible donde muchas inquietudes suyas salen a relucir: la conversación. Si en Viento amargo primó cierta mayéutica suscitada por Betsy Balcombe hacia Napoleón Bonaparte, y en Todas mis vidas posibles una dialéctica basada en la homonimia, Dios se fue de viaje no se queda atrás, puesto que se da una “conversación cruzada” entre Émilie du Châtelet y Robert Capa, Gerda Taro y Voltaire, por mediación de la lectura o por invocación del nombre. (Conversaciones al fin, ¿no creen?)
En suma, Dios se fue de viaje es una apuesta a favor de la vida, con sus afectos, búsquedas y deleites propios; aunque Émilie du Châtelet y Gerda Taro tuvieron finales trágicos, en el parto y en el frente de batalla (donde la muerte no conoce de plazos ni de encuentros), su fervor e inteligencia en pro de una vida libre de nomenclaturas, sirvan de ejemplo para salir avante en esa ardua y diaria guerra con las cosas, aún presente pese a décadas de avance paulatino, porque si Dios se tomó el privilegio de abandonar a la humanidad –retomando aquel aforismo de Cioran al principio de estas líneas–, antes de irse, según el Talmud, hizo algo extraordinario: darle mayor inteligencia a la mujer que al hombre.
Quede esta novela de Beatriz Rivas para comprobarlo a todas luces. Y el resto, desde luego, dependerá de ustedes, para bien, para mal. (Y aquí me detengo.)

Beatriz Rivas. Dios se fue de viaje. México, Alfaguara, 2014.

(23/septiembre/2015)

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