miércoles, 29 de julio de 2015

Famosas primeras palabras

Ulises Velázquez Gil

Decía el escritor español Emilio Castelar que “los discursos se escriben con una hora de trabajo y veinte años de lectura”; para los tiempos que corren, cuando escuchamos hablar de un discurso, de inmediato viene a nosotros una imagen hasta cierto punto molesta: el político en turno, haciendo alarde de sus desatinos. Sin embargo, en el ámbito académico no sucede así, puesto que una forma generosa de divulgar el conocimiento se debe gracias a esta forma de escritura, oral en cuanto a su lectura como a su atenta escucha. Insignes instituciones como las Academias de la Lengua y de la Historia, el Seminario de Cultura Mexicana, la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística y El Colegio Nacional han hecho del discurso una decorosa tradición. 
Para el caso de El Colegio Nacional, cada que un nuevo integrante presenta su discurso de ingreso (o lección inaugural) nos da la oportunidad de conocer algo de la experiencia vital del flamante recipiendario en su campo de acción, sea en las ciencias, en la cultura y en las artes. Tal es el caso del escritor Juan Villoro quien nos entrega en Históricas pequeñeces. Vertientes narrativas en Ramón López Velarde un tema de su acendrado interés y escrutinio por la literatura mexicana.
(Paréntesis aparte: La dinámica del discurso de ingreso obedece a tres fases: una, la salutación por parte del presidente en turno de la institución que recibe al nuevo integrante; dos, la lección inaugural de dicho individuo, y, por último, la respuesta de otro integrante, a guisa de bienvenida a la corporación, donde además de resaltar la obra hecha en el campo de acción del nuevo integrante, pondera el trabajo recién presentado.)
En Históricas pequeñeces Juan Villoro nos lleva de la mano por la vida, obra y milagros del poeta Ramón López Velarde, cuya presencia en las letras mexicanas aún resiste a los embates del tiempo actual, que insiste en tildarlo de “poeta nacional”, a lo que el autor de Albercas nos replica lo siguiente: No hay nada más equívocque un “poeta nacional”, como se ha llamado a López Velarde. Nadie puede suplantar con sus versos a un país. El autor de La sangre devota ha contado con el dudoso privilegio de representar las esquivas esencias vernáculas. También ha sido el poeta más y mejor leído de México […].
Por fortuna y por desgracia, el hecho de ser “el poeta más leído de México” se ve de dos maneras: por un lado, los lectores dedicados y honestos en su conocimiento del poeta zacatecano, y, por el otro, a una plétora de exagerados en ensalzar una monolítica figura, sin importar el partido en turno. Ante estas circunstancias, el discurso de Villoro justiprecia a un autor en espera de una justa lectura y, por qué no, de una biografía ideal, aunque, para los poetas, aseguraba Octavio Paz, con su obra nos basta para cubrir esa demanda. La posteridad está llena de malentendidos y modifica la vida de sus favoritos. López Velarde es un personaje central del relato de la modernidad mexicana. Vivió en crisis con su país, pero su destino fue similar al de José Guadalupe Posada. […] En forma póstuma, fue convertido en precursor de una revolución en la que no creía. (Y esa “revolución” la vino a armar en el campo de batalla de las letras mexicanas.)
Otro aspecto que Villoro aborda en su discurso es el sinnúmero de coincidencias con otro importante escritor del siglo XX, James Joyce, a quien, a la primera de cambios, resultaría imposible relacionar con el zacatecano, pero Villoro, citando a Roman Jakobson, suscribe que “mientras más alejados estén los términos equiparados y más fuerte sea el vínculo que los une, mayor será el efecto.” Sus biografías guardan semejanzas significativas pero genéricas. Compartieron la misma época; fueron lectores de la Biblia, Laforgue y Baudelaire; se criaron en un ambiente obsesivamente católico y despreciaron a una potencia extranjera que amenazaba la cultura local (el celo antibritánico de Joyce es comparable al repudio por lo norteamericano de López Velarde). […] admiraron la tradición y procuraron transgredirla.
En los 71 años y pico de existencia de El Colegio Nacional, esta empresa no es del todo nueva, dado que, 33 años antes, Salvador Elizondo hizo lo propio en Ida y vuelta: Joyce y Conrad, su discurso de ingreso, autores capitales en cuanto a su forma de innovar la narrativa se refiere. (Noblesse oblige…) Pero sigamos al pendiente del empeño propio de Villoro: El sistema de comparaciones, la explotación de las posibilidades naturales del habla, la mitologización de lo cotidiano y la libertad rítmica del lenguaje emparentan a ambos autores. Señalo una concordancia menos fácil de advertir y más profunda: la manera en que educan su estilo literario.
La pericia con que Juan Villoro nos guía por el mundo de López Velarde, se complementa con algo de su propio ingenio narrativo, expuesto en la novela El testigo, donde el zacatecano se asoma y sorprende al lector a lo largo de la trama, incluso trayéndolo hasta nuestros días, justo en el momento en que se lleva a cabo la ceremonia de ingreso en El Colegio Nacional, cuya frase final deviene glorioso sino: El poeta que se fue, acaba de volver. (Habría que preguntarse también ¿y cuándo dejó de irse?)
Por último, digno es resaltar la respuesta de Eduardo Matos Moctezuma a dicha lección inaugural, quién, pese a ser arqueólogo de oficio y profesión, no ceja en compartirle a su flamante colega su profesión de fe ante la palabra y frente a la vida elegida: […] puedo decir que el mundo de la literatura me apasiona y he tratado de penetrar en él a costa de que la vista se desgaste y el espíritu se enriquezca. […] mi quehacer cotidiano es estar en contacto con los hombres que fueron y que el tiempo los dejó ocultos en la tierra. Soy, simplemente –recordando a Proust–, un buscador del tiempo perdido. (¿Qué otra cosa es la literatura sino esa persistente empresa?)
Ante los ingentes y dedicados empeños de instituciones beneméritas como El Colegio Nacional, el discurso se reivindica ante nuestros sentidos como una forma esperanzadora para salir avante de todos los contratiempos de la vida; famosas primeras palabras que suscitan curiosidad y reencuentro, destino y querencia, contra un tiempo en apariencia desconcertante. Leer a Juan Villoro siempre es un deleite, pero acercarse a su obra mediante Históricas pequeñeces nos augura una victoria segura dentro de un mundo cada vez menos ancho y lamentablemente más ajeno. Y que la vida y las lecturas lo confirmen o lo transformen. (Sin duda.)

Juan Villoro. Históricas pequeñeces. Vertientes narrativas en Ramón López Velarde. Discurso de ingreso. México, El Colegio Nacional, 2014.

(23/febrero/2015)

miércoles, 15 de julio de 2015

Lección de vida ejemplar

Ulises Velázquez Gil

Alguna vez mi abuela paterna me dijo una frase que hoy en día considero como su “testamento”, donde su sabiduría aún resuena como si apenas la hubiera escuchado: Los viejitos nos estamos retirando. En el ancho y ajeno mundo de las ciencias y las humanidades, hay tres maneras para consumar esa sentencia: la jubilación académica, el retiro voluntario (muy sonado en estos días, por cierto) y el fallecimiento. 
Un historiador de alto calibre académico, Silvio Zavala (1909-2014), cumplió a cabalidad con las tres formas; no consecutivas, cabe decirlo, pero consciente de una cosa importante: legar sus conocimientos y compartir su experiencia de vida a sus futuros colegas, así también como a los lectores de a pie, como quien esto escribe. Aunque en vida fue reacio a escribir sus memorias, no reparó en tiempo y espacio para dejar testimonio de su pasión historiográfica y en el pequeño volumen Conversaciones sobre historia: Silvio Zavala queda expresada dicha pasión.
Dividido en dos partes, este libro reúne cuatro interesantes entrevistas realizadas por colegas historiadores como Peter Bakewell, Ernesto de la Torre Villar y Jean Meyer, y por la periodista Patricia Rosales, y dos textos autobiográficos, donde podemos encontrar en estado puro la inquietud persistente de un clionauta de tiempo completo. Mi camino para llegar a la historia pasa primero por las enseñanzas del derecho, lo que nunca he deplorado; la formación jurídica seria, estructurada, hace ver las cosas con cierta profundidad y nunca me he arrepentido de ese aprendizaje…; se puede decir que mi nacimiento a la historia vino a través de los cursos de derecho constitucional […] y más tarde del estudio de las instituciones primero en México y luego en España.  
Estos primeros acercamientos al estudio de las instituciones, junto con una curiosidad a prueba de balas y un marcado olfato detectivesco, hicieron del entonces joven Silvio Zavala un historiador comprometido con la investigación, y pese a decirse que el pecado capital del investigador es la especialización excesiva (hasta volverlo un individuo de proceder petulante y enciclopédico), en Zavala sucedió de otra forma, hasta volverlo acertado (con sus pesquisas y lecturas), generoso (con sus maestros como con sus colegas) e inteligente (respecto de los destinatarios de sus investigaciones). Nada como escucharlo de primera fuente: [...] cuando se da ese deseo de aprender algo del pasado, así sea muy modestamente, me parece que el trabajo histórico viene a ser una especie de satisfacción de esa necesidad de conocimiento que surge del investigador, sobre todo cuando esa vocación nace en una persona joven y que tenga tiempo para prepararse y contestar algunas de las preguntas que se formule. (No cabe duda que quien profirió aquellas palabras, fue el primero en aplicarlas consigo mismo.)
Además de conversaciones muy amenas sobre la vida ejemplar de un historiador, Silvio Zavala comparte algunos “secretos” para hacer una buena investigación, donde también da libre curso a sus recuerdos, en una suerte de autobiografía no velada. El Yucatán de principios de siglo XX que lo vio nacer, sus estudios de Leyes en México y un viaje a la España anterior a la Guerra Civil que lo convirtió al sacerdocio de la Historia, muy llevado de la mano de don Rafael Altamira, cuya presencia destella en la conversación como quien mira hacia el firmamento en busca de una estrella guía: Eminente jurista, pedagogo, literato, filósofo, le gustaba el arte, por eso hizo su gran contribución a la historia de la civilización española, y como su cátedra era de derecho indiano, de las instituciones de América, naturalmente gentes que estudiábamos derecho, procedentes de América, de Filipinas, de España misma, convivíamos y nos formamos en ese ambiente.
Una cosa que preocupaba a don Silvio era la pluralidad de enfoques en cuanto a la factura de la Historia. En buena parte de los textos aquí reunidos, siempre le interesó que sus colegas futuros ampliaran, incluso superaran, los esfuerzos diligentemente hechos por él y sus epígonos de anterior trayectoria, porque la Historia, como las demás ciencias, es aún perfectible; luego de retirarse de toda actividad académica y diplomática, se dedicó a “poner en orden sus papeles”, porque quien comienza temprano a leer y a escribir, debe, temprano, a dejar de escribir, mas no a dejar de leer.
Así como Baltasar Gracían sostenía que hay tres tipos de conversaciones en esta vida, para Silvio Zavala las hay para hacer historia, o al menos, para “tropezar con el tiempo”: […] los problemas del tiempo son la tarea del historiador. Está, por una parte, la vida de la persona, las transformaciones de su propio modo de ver las cosas. Al lado de este tiempo personal está el paso del tiempo social, de la vida que se está desarrollando en torno de uno. Para acabar de complicar las cosas del tiempo del historiador está el hecho de que su afición o profesión lo lanza al tiempo ido, hacia otra gente que ya ha pasado. Esta reflexión del tiempo hay tenerla en cuenta para el trabajo del historiador. Quizá, en última instancia, su tarea consista en la convergencia del tiempo personal y del tiempo social con esa tercera dimensión del tiempo ido, del tiempo pasado, para incorporarlo a sus propias vivencias. (Los subrayados son míos.)
¿Por qué acercarse a Conversaciones sobre historia? Muy sencillo, para conocer de primera fuente la experiencia de un historiador dedicado a recobrar la memoria del tiempo que le precedió, bajo un cuidado rigor en la información recabada, así también en el estilo personal de hacer historia (detalle que, más adelante, un discípulo suyo, Luis González y González, logró ceñir en las páginas de El oficio de historiar); lección de vida ejemplar en espera de multiplicar los adeptos a la historia, sin importar el adjetivo que deseen añadirle. Ante mi lectura de la presente antología, creo entender por entero aquella sentencia de mi abuela paterna, y que, de cierta forma, me recordó el proceder de don Silvio en el justo balance de su vida, de “retirarse” muy a tiempo. (Por fortuna, dos alumnos suyos de El Colegio de México, Luis González y González –habitante de esa Ciudad Esmeralda de los historiadores, San José de Gracia– y Moisés González Navarro –recientemente fallecido al momento de escribir estas líneas– continuaron con pasión desmedida sus labores en pro del estudio y de la difusión de la Historia.)
Quede en ustedes acercarse al trabajo de Silvio Zavala, yucateco eminente en espera de una generosa lectura y de una justa biografía. Mientras esto o aquello sucede, que estas conversaciones susciten otras tantas en su honor. (Así sea.)  

Conversaciones sobre historia: Silvio Zavala. México, El Colegio de México, 2015.
  
(9/febrero/2015)

domingo, 5 de julio de 2015

Mi encuentro con Fakuta

Lo que comenzó con un videoclip transmitido por Canal Once, hoy es una maravillosa experiencia, pues ayer, sábado 4 de julio, tuve la dicha de asistir al Festival Neutral MX, organizado por la casa disquera Quemasucabeza, de Chile, con la participación de grupos y cantantes representativos del rock y el pop chileno de los años recientes; y en su tercer y último concierto, un cartel de súper lujo: el cantante argentino Coiffeur, y los chilenos Fakuta y Gepe, harto conocido en estos lares.
Gracias al agua de azar y a la generosidad de un compañero de batallas, me hice de un boleto para dicho concierto, y allí entregarle a la ingeniosa y genial Fakuta un ejemplar de Sirenas del MP3, encuentro previamente acordado desde nuestras cuentas de Twitter.
Luego de un trayecto algo lluvioso, a las 8:40 pm llegué al Sala, lugar donde se realizaría el concierto, a media cuadra de la Glorieta Insurgentes. Luego de mostrar mi boleto y gastar infructuosamente 30 pesos en la paquetería por un paraguas que cargué en balde, entré a la sala donde ya se vivía un ambiente de lo más festivo; el público, compuesto en su mayor parte por jóvenes entre 18 y 25 años, esperaba gustoso que comenzara el concierto. Mientras unos revisaban sus celulares y echaban relajo, otros se acercaban al bar para pedir una cerveza, la cual fue ofrecida por los meseros del lugar a quien esto escribe. Les dije que no, gracias, que así estaba bien. (Aún así, insistieron otras veces…)
A las 9:15, por fin, comenzó el concierto. El argentino Coiffeur fue el encargado de abrir la jornada musical de esa noche; acompañado por la percusionista Carolina Deplásticoverde, interpretó varias de sus canciones conocidas por el público mexicano, contento de tenerlo por primera vez tanto en México como en el Neutral MX. “Pieles” fue la primera que el público cantó de buenas a primeras, seguida por “Mientras tanto” y “Damero”, entre otras que interpretó a capella; al filo de las 10 pm, Coiffeur y Deplásticoverde abandonaron el escenario, agradeciendo la preferencia del público, en espera de volverse a encontrar muy pronto. (Como Coiffeur, también para mí fue una primera vez… pero por partida doble: sus canciones me gustaron mucho y, claro, allí estaba, en su primer concierto en tierras mexicanas. Un electropop con toques de folk que bien merece la escucha. Seguro que sí.)
Después que el staff de Quemasucabeza dejó listo el escenario para el artista siguiente (y de que los asistentes se tomaran otra cerveza y buscaran un lugar lo más cercano al escenario), a las 10:15 pm, Deplásticoverde, acompañada por Estefanía Zota Pianola y Ariel Dj Dementira ocuparon sus respectivos instrumentos, para luego recibir a la gran Fakuta, quien arrancó su participación con “Guerra con las cosas”, la cual encendió en parte los ánimos del público (y eso que aún faltaban varias canciones); en “Estrella”, canción proveniente de Al vuelo, primer disco de Fakuta, tanta era su emoción por estar en México que a media canción ¡¡se le olvidó la letra!! Por fortuna, Zota y Deplásticoverde le dieron con una sonrisa la fuerza necesaria para seguir con “Armar y desarmar”. Cuando llegó el turno de “Domesticar” llamó al escenario a Coiffeur, con quien haría el consabido dueto. Con “La intensidad” y “Luces de verano”, se calmaron un poco los ánimos y la atmósfera era un poco más pasiva y hasta amorosa, según noté en algunos asistentes.
A mitad del espectáculo, Fakuta anunció que para la siguiente canción, “Invisible”, contaría con una participación especial; aunque el público esperaba a Cristobal Briceño (vocalista del grupo Ases Falsos), no cupo de emoción cuando la chilena Mon Laferte entró al escenario para hacer dueto con Fakuta. Una interpretación única, diríase hasta fantasmagórica, porque la voz de Laferte va más allá de todo. (Bien merece un concierto aparte para apreciarla en todo su esplendor.) Rumbo al final, canciones como “Aeropuerto” y “Mascota” abrieron brecha para dos joyas musicales esperadas con ansia: “Tormenta solar” (donde sólo faltaban las monjas rebeldes del videoclip o por lo menos el multimedia de sus conciertos en Santiago) y “Despacio”, a manera de glorioso cierre, con la participación especial de Yeimi Navarro (del equipo musical de Gepe) en el street dance. Se despidió del público mexicano, en espera de volver muy pronto.
Mientras el staff arreglaba el escenario para el gran final, a cargo de Gepe y su pop andino, quien esto escribe se aproximó a la parte derecha del escenario para, ahora sí, cumplir una promesa: entregarle a Fakuta un ejemplar de Sirenas del MP3. Mientras el personal de seguridad del Sala hacía su trabajo de no permitir la entrada a personas ajenas al equipo de Quemasucabeza, fue gracias a una hermosa y amable representante artística que se dio mi encuentro con Fakuta. Luego de las respectivas presentaciones (pues sólo nos conocíamos por Twitter), le mostré mi libro dedicado de puño y letra, en particular, el homenaje poético que le hice. “Me gustaría leerlo…”, me dijo. “Deja que lo lea para que lo escuches mejor”. Lo leí con suma devoción y al final ella quedó maravillada por ese buen gesto. Además del ejemplar firmado le di otros dos para su colección. Le comenté que tenía el plan de comprar allí mismo el Tormenta solar pero que ya no había. “No te preocupes, si tengo bien el dato para que lo consigas, yo te aviso por Twitter”. Y como el tiempo apremiaba, a falta de disco para firmar, le pedí que me firmara mi ejemplar de Sirenas del MP3, en especial la página donde estaba su poema, “Escuchando a Fakuta”. Una dedicatoria sencilla pero llena de afecto y gratitud. 
 “Dispensa que no me quede al show del Gepe, pero mi último metro sale antes de medianoche”. Con estas palabras me despedí de ella, en espera de otros encuentros, pero sumamente contento por haberla conocido. Un milagro doblemente cumplido: por asistir al concierto, por conocerla en persona. (Verdad que así fue.) 

miércoles, 1 de julio de 2015

Escuchar la memoria

Ulises Velázquez Gil

Al principio de sus memorias, agrupadas bajo la afirmación Sí, me acuerdo, el actor italiano Marcello Mastroianni hace una mención aleatoria de las cosas que vienen a su mente, por dispares que éstas sean. En algún momento de la vida hay nombres y cosas que llegan a nuestro pensamiento y piden a gritos su lugar en la memoria. Sin embargo, cuando los nombres recordados hacen mella en ésta, es ineludible acordarse de las personas que los portaron, con su genio y figura propios de sí.
El legendario periodista capitalino Manuel Horta (1897-1983), consciente de esta circunstancia, presenta en Siluetas en la neblina a varios personajes de la vida cultural de México desde la perspectiva de un contemporáneo que trabara con ellos amistad y conversación, derivados de la constancia en el trato y la franqueza en el recuerdo. En una palabra, se trata de una evocación: El espejo de la evocación tiene profundidad insospechada. A medida que se clavan los ojos, las sombras más débiles van cobrando relieve, color y movimientos y de leves siluetas de humo se transmutan en rostros sin mirada, como las estatuas que dejaron ciegas los milenios.
Aunque para varios de nosotros los personajes allí pintados se acercan (por desgracia) a la naturaleza de un monumento en Paseo de la Reforma o de un almanaque al estilo del más antiguo Galván, la prosa de Manuel Horta les devuelve vida cuando de ponderar su presencia se tratase; muchos de estos retratos aparecen frente a frente con un lector a la espera de reconocerse en él, también para testimoniar una época ya fugitiva y sin esperanza de volver.
Ramón de Valle-Inclán, Rodolfo Gaona, Ramón López Velarde, Amado Nervo, Federico Gamboa, José Juan Tablada y hasta Ernesto García Cabral (el inolvidable Chango) concurren en las páginas de este libro donde el esmeril del recuerdo permite estampas como ésta:
-Usted se va conmigo, Cabral...
-Imposible señor Fabela… Yo me vuelvo a París con Madeleine… Pero el Ministro experimentado, ordena a Enrique Freyman que reserve un trasatlántico de lujo… Y a las puertas de la Compañía Naviera, Freyman hace un pacto con él.
-Aquí hay una perra gorda, Cabral… De un lado lleva el León de Castilla […] En la otra cara, está la mujer recostada […] Lanzamos al aire la moneda… Y en un volado jugamos a tu destino… Si ganas a la dama española, retornas a Francia… Si yo gano al León, te vas a Buenos Aires… Gana el emisario de Fabela y Cabral, bañado en lágrimas el rostro, toma el pasaje y embarca desmadejado, sonámbulo, con el espíritu en derrota… Diez años más tarde y en la capital azteca, el propio Freyman revela a Cabral su secreto: la moneda fue limada y unida a otra perra gorda, de manera que en ambas caras estaba el León de Castilla…

(La vida en un volado, ¿no creen?)
Aunque en muchas de las estampas de Horta abunda el humor, en otras sucede lo contrario: el tamiz de la tragedia acomete la escritura de las más entrañables, como aquéllas sobre Amado Nervo, en quien observa un halo de nostalgia por un tiempo irrecuperable y hasta una despedida próxima. Así también con Manuel Gutiérrez Nájera y Ramón López Velarde, con quienes cumple una deuda de admiración al incluirlos en su galería personal de querencias, donde el emblemático edificio de Mascarones se torna escala íntima. A principios del siglo XX, “Mascarones” abre sus puertas, llena sus aulas y patios con cabecitas curiosas y doctores en ciencias, matemáticos ilustres, geógrafos, historiadores y literatos que modelan una brillante generación. […] ¿Pero quién recuerda a los maestros que les abrieron el camino lleno de luz?
Pero una historia muy digna de mencionar es la referida a Los Pergaminos, aquel grupo legendario de artistas reunidos en torno al conocimiento y las artes; antes de toda nomenclatura hípster y revolucionarios de cafetera, Manuel Horta y su hijo Raúl –a la postre, prologuista del libro– fueron testigos de la consumada conjunción de figuras como Pedro Vargas, Guty Cárdenas e Ignacio Fernández Esperón Tata Nacho entre los compositores; Adolfo Best Maugard y el Chango García Cabral, los atípicos; Adolfo Ruiz Cortines e Isidro Fabela, políticos ilustrados, y hasta Mario Moreno Cantinflas, Silverio Pérez y Rafael Freyre como parroquianos frecuentes. (Para muchos de nosotros, buena parte de esos nombres resuenan en el recuerdo gracias a las charlas de padres y abuelos, pero si traspasaron las aduanas del tiempo, se debió a una lectura serena, doblemente generosa en trato y abordaje. Pero al fin y al cabo -¡oh sabio astrónomo de Naisapur!– únicamente somos un desfile de sombras frente al sol –linterna mágica en medio del espacio, sostenida por el organizador del espectáculo...
Con todo, acercarse a Siluetas en la neblina es una manera grata de conocer una época pródiga en talento y personalidad, donde el valor de una persona pública se mide por sus legados en el buen trato que por el número de selfies que se toma en un acto público; escuchar la memoria a la busca de una respuesta, una muy efectiva que solucione una omisión de recuerdos y una justa ponderación de épocas, porque después de todo, “qué somos sino la actualización de un presagio”, como se preguntaba acremente Salvador Elizondo. (Lo demás, sólo el tiempo… y un ganchito.)

Manuel Horta. Siluetas en la neblina. Ilustraciones de Rafael Freyre. Prólogo de Raúl Horta. México, Jus, 1977.

(2/febrero/2015)