miércoles, 26 de agosto de 2015

Maestranza de cada día

Ulises Velázquez Gil

Hace algunas semanas, y en vista de regresarle a este espacio en línea la vida que le fue robada por consecutivos ataques cibernéticos, le di un tiempo fuera a mi otro espacio virtual con la esperanza de recobrar fuerzas y así afrontar el tiempo presente y futuro como parte de un aprendizaje al que debe someterse el columnista en línea. (A decir verdad, quitarme un peso de encima al momento de hacer mis columnas siempre es de gran ayuda ¿no creen?)
Sin embargo, hay pausas –sucedáneas o no– que sólo vislumbran una nueva época, donde ajustamos cuentas con la vida y seguimos adelante pese a todo. Así sucede con Solsticio de infarto de Jorge F, Hernández, libro de reciente factura, quien luego del delicado episodio referido en el título, reafirmó su pasión por la vida y le sigue ganando muchas batallas al tiempo mediante su legendaria columna Agua de azar, que hasta hace unos meses se publicaba con regularidad.
Solsticio de infarto se compone por 73 artículos, cuyos intereses, además de dar cuenta de la vida que se escapa de las manos, es un arreglo de cuentas de Jorge F. Hernández con el hombre que fue antes del infarto, sin mermar en absoluto su curiosidad y afecto por las cosas, los libros y las personas con quienes conversa y convive a diario, según la máxima de Baltasar Gracián sobre los tipos de conversaciones que el ser humano realiza en la vida. El lunes 13 de junio pasado sufrí literalmente un infarto mayúsculo del que me salvé de milagro; durante casi una hora, la vida se detuvo quieta y los minutos se convirtieron en la pausa más larga posible… para que hoy intente escribirlo y asumir que, en realidad, he vuelto a la vida que deberá alargarse con cada cambio de estación en un nuevo trayecto donde no dejaré sin consideración todo aquello que apenas hace una semana dejaba pasar desapercibido.
Si vemos esta circunstancia de Jorge F. Hernández desde el prisma de la medicina, quedaron atrás los días de cafés con alto octanaje y cajetillas de altos vuelos, pero si lo vemos desde la mirada del cariño y de la “amistad a primera vista”, las lecturas anuales de El Quijote a guisa de generosa manda anual y el encuentro con la vida de todos los días dieron (y siguen dando) un segundo, un tercero y hasta un enésimo aire a un escritor con muchas cosas por dar, empezando por el enorme corazón con que Alejandro Magallanes lo dibujara para la portada del libro. Hay días en que se abre el telón de la realidad con el mismo silencio de siempre, pero a la espera de empezar la redacción cotidiana con historias –propias o ajenas– que se van redactando conforme avanzan las horas; uno asume entonces la lectura de sus días con la combinación de la propia redacción de sus murmullos y tribulaciones, así como con escuchar lo que nos cuentan los demás.
Charles Dickens y su Christmas Carol, Mark Twain, el Quijote, Carlos Fuentes (con todo y Aura), Alí Chumacero, John Lennon, Woody Allen y hasta Los Picapiedra aparecen ante él de grata e inusitada forma, con que también lo hacen Carla Bruni, Julián Meza, Eliseo Alberto –el gran Lichi, su hermano del alma– e inclusive los ingeniosos y geniales Santiago y Sebastián, sus hijos, a quienes dedica sendas y generosas líneas como padre que es y amigo que siempre será: Tus ojos deben mirada hoy un mundo mejor por encima de tanta mala noticia y ver la felicidad con la que te miran tus abuelos y tantos fantasmas que quién sabe cómo lo hacen, pero logran ser los callados justos que te cuidan y dan sosiego. Tienes todos los libros por delante, toda la música infinita con el mismo número de notas que llevamos siglos tarareando y todo el cine donde prolongan tu imaginación y bailan en pareja. Tienes la memoria intacta y el cuerpo ya forjado para resistir las embestidas de esto que llamamos vida. (Paréntesis aparte: Si le encontráramos un símil a este significativo fragmento, sería Beautiful boy de John Lennon su gemelo dispar.)
En los 73 artículos, bien vale mencionar un hilo conductor: la experiencia adquirida desde la trinchera de los cincuenta años. (La “mitad de la vida”, si se permite decirlo…) Todo parece indicar que Jorge F. Hernández tiene mucha vida para compartir con los suyos, es decir, quienes conversamos y convivimos con él, en espera de otros cincuenta años de juventud ejercida y, por qué no, de nuevas experiencias al aire.
Dentro de su obra periodística, repartida entre tanta Agua de azar, su primera antología, Signos de admiración, es una suma de personajes eminentes, maestros al lado del camino; mientras que Escribo a ciegas destella como un recíproco repertorio de querencias. Para el caso de Solsticio de infarto se condensan los espíritus de los volúmenes previos: patria del corazón donde albergar nuestras presencias, e, igualmente, matria de palabras con que asir el tiempo fugitivo. (De jueves a jueves parecería que la historia del mundo cabe en el aletargado paso de las horas ya sin horario.)
Entre los artículos de este libro, se encuentra una faceta inusitada de Jorge F. Hernández tanto para quienes lo leen por vez primera como para sus amistades y gratas presencias lectoras: la de dibujante. Son contados los casos de escritores que dibujan –Xavier Villaurrutia, Carlos Fuentes, Fernando del Paso, por mencionar algunos– cuya maestría en la escritura sólo se reafirma cuando se traspasa los linderos del dibujo. La Libreta de Oaxaca, incluida en esta edición, es apenas una mínima muestra del ingenio y la sorpresa trazados en sus leales libretas moleskine color obispo. (Se diría, incluso, que hay ecos del Gato Culto de Paco Ignacio Taibo I en las frases que acompañan a cada dibujo, pero, dado su oficio de Scherezada, son sólo invitaciones para viajar por la ficción en business class.)  
Con todo, Solsticio de infarto es una suma de inquietudes convertidas en artículo semanal, para hacerle frente a una vida imperiosa y falaz que intenta jugarnos sucio, sea en la traición de un infarto, sea en el desconcierto de una decisión anunciada, y en el empeño de ganar la “guerra con las cosas” (suscribiendo el título de una canción de la chilena Fakuta), digno es hallar la maestranza de cada día y seguir adelante con la vida; para ello (y donde persiste sobremanera el deseo ferviente de Jorge F. Hernández), la única salvación se encuentra en los libros, como este maravilloso volumen a la espera de cambiar vidas y asegurar milagros: para ser libre con la vida, después de todo. (De verdad.)  

Jorge F. Hernández. Solsticio de infarto. Prólogo de Juan Villoro. México, Almadía, 2015. (Crónica)

(18/marzo/2015)

miércoles, 12 de agosto de 2015

Secreto y corazonada

Ulises Velázquez Gil

En su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, Salvador Elizondo dijo lo siguiente: “Nada ilustra mejor la vocación de un escritor que la vida de su primer libro”. Para los escritores de largo trayecto y bibliografía consumada, es un recordatorio de la vida que asumieron desde el momento en que llenaron una página, y para quienes navegamos por el mar de la opera prima, es apenas el aviso de un destino venidero.
Ante esa circunstancia, son contados los casos de escritores noveles cuya primera incursión en las letras denota originalidad y oficio consumado; tal es el caso de Diana Ramírez Luna y su primer libro, A hurtadillas, donde se evidencia una búsqueda constante por ceñir y posponer el tiempo mediante el artilugio más eficaz del cual se puede valer un escritor: la palabra.
A hurtadillas se compone por diez cuentos que nos conducen por ambientes nostálgicos, donde un amor lejano –en todos los sentidos– se decanta a medida que avanzamos en su lectura; es la imperiosa necesidad de asir el tiempo para mantenerlo a raya lo que lleva a esta incipiente y experimentada narradora a cuestionarse muchas cosas: ¿Quién diría que aquella imagen, la misma que in día irradió tanta luz, ahora nos haría palidecer?
En siete de los diez textos de A hurtadillas, Diana se esmera en convertir un sentimiento avasallador en una imagen inmune a toda espera y susceptible a toda esperanza (incluso un “lugar de las apariciones”, recordando aquel minicuento de Juan José Arreola), donde relucen perlas como ésta: Nos acostumbramos a ti, a mí, a esa fotografía que sin querer construimos. Al recuerdo aquel, el más bello, el más lúcido, el único que vale la pena: el del momento que nuca vivimos. […] Y retornar definitivamente a nosotros, recobrar un atisbo de voluntad perdida, atarnos de nuevo a lo real. Morir de la muerte para recordar su brevedad, y volver a la vida (“Breve muerte”). Y aunque nos parezca hallar párrafos similares en los seis restantes, el empeño de decir de otro modo lo mismo persiste para demostrarnos lo contrario: […] En cada momento, en cada paso. Sé que te estoy olvidando. Sé que hoy te recuerdo un poco menos que ayer. Sé que hoy tengo menos archivos nuestros. […] Ya te recuerdo menos, sobre todo cuando cierro los ojos y veo tu rostro tan claro., Sé que te estoy olvidando (“Te olvido”).
Digno es de notar lo siguiente: los siete cuentos de Ramírez Luna, por la peculiaridad del lenguaje empleado, rayan territorios del poema en prosa; incluso se diría que hay una poeta en potencia escondida tras la forma del cuento, en espera de tomar por asalto el silencio. En este sentido, encuentro gratas coincidencias con –y hasta en mayor medida– con Esther Seligson, quien navegara por todos los géneros justo en ese afán de asir el tiempo. Y si dejara fluir su pluma y sus corazonadas mediante la poesía, seguramente Dolores Castro, Rosario Castellanos y Enriqueta Ochoa guiarían sus pasos, o, por lo menos, suscribirían algunas de sus angustias e incertidumbres.
En A hurtadillas hay dos cuentos que merecen especial mención: “Casita musical” y “El espejo”. En el primero, el tópico del “lugar de las apariciones” se sucede continuamente hasta el grado de entregarnos un cuento redondo en fondo como en forma, pues la historia del encuentro de dos jóvenes atraídos por fuerzas difíciles de explicar, cuya música de fondo se vuelve una morada en el tiempo: […] Un par de besos no bastaron, la música subía de volumen al grado de ensordecer y hacer perder la cordura. Lo buscaron, pero no hallaron interruptor que sirviera para apagarla y sus pieles se erizaban más con cada goce. Las manos frías ya de un hombre en una espalda desnuda, en unos pechos más grandes y en unas nalgas ya de mujer no bastaron. El simple contacto no bastó. […] Y aunque para dos cuerpos tan débiles la de aquella casita sea música imposible de ignorar, quizás las noches de estertores, manos y cigarrillos no vuelvan.
Respecto al “El espejo”, éste debe leerse en clave autobiográfica, a guisa de explicarse una vida entre líneas. La protagonista, Mariana Villagrán Ortiz, en la inmensidad (o intensidad, ¿por qué no?) de su cuarto es viajera e inquilina de sus propias creaciones, con una vida propia, deshaciéndose de toda noción de tiempo, donde la única realidad sólo esté hecha de palabras. (Era sencillo, escribir, dejar lo mejor de mis palabras en este mundo e irme…) Y como las palabras nunca osarán dejarnos a la deriva, solamente suscribiendo el espíritu que las mueve, el olvido, la nostalgia o el propio tiempo inclusive, persistirá nuestra pasión por la escritura.
De los diez cuentos, hay uno que, a la primera de cambios, “desentona” por su temática, “El pequeño de los ojos grandes”, relato casi costumbrista de no ser por dos cosas: el silencio y la secrecía de sus personajes, empezando por el niño del título, susurrando a los oídos de las personas palabras que apenas se escuchaban, y la presencia, subrepticia, de la propia autora como testigo de estas historias fugitivas. La joven de al lado, de unos diecisiete años, era la última que había abordado el tren y la única que prestaba atención a lo que ocurría. Observaba a la gente imaginando historias acerca de qué era lo que cada una de esas personas pensaba.
En suma, A hurtadillas es un libro doblemente notable, por su manera de buscar en el silencio de las cosas y de los recuerdos un lugar a salvo de la vida y de sus altibajos; secreto y corazonada donde las mejores historias habrán de sucederse y en el afán de contarse, toda angustia no desaparece por completo, pero se afronta al fin. No cabe duda que en este primer libro, Diana Ramírez Luna tiene muy bien asumida su vocación, ahora sólo queda confirmarla a diario, con prudencia e imaginación, a la vera de otras historias, y sobre todo, Observar cada cosa en espionaje, si atendemos al señero verso de Raymundo Ramos, y así ganar de antemano todas las batallas posibles: a hurtadillas, si se permite. (Verdad que sí…)

Diana Ramírez Luna. A hurtadillas. México, Sediento ediciones, 2013. (Agave, 9)

(11/marzo/2015)