miércoles, 1 de julio de 2015

Escuchar la memoria

Ulises Velázquez Gil

Al principio de sus memorias, agrupadas bajo la afirmación Sí, me acuerdo, el actor italiano Marcello Mastroianni hace una mención aleatoria de las cosas que vienen a su mente, por dispares que éstas sean. En algún momento de la vida hay nombres y cosas que llegan a nuestro pensamiento y piden a gritos su lugar en la memoria. Sin embargo, cuando los nombres recordados hacen mella en ésta, es ineludible acordarse de las personas que los portaron, con su genio y figura propios de sí.
El legendario periodista capitalino Manuel Horta (1897-1983), consciente de esta circunstancia, presenta en Siluetas en la neblina a varios personajes de la vida cultural de México desde la perspectiva de un contemporáneo que trabara con ellos amistad y conversación, derivados de la constancia en el trato y la franqueza en el recuerdo. En una palabra, se trata de una evocación: El espejo de la evocación tiene profundidad insospechada. A medida que se clavan los ojos, las sombras más débiles van cobrando relieve, color y movimientos y de leves siluetas de humo se transmutan en rostros sin mirada, como las estatuas que dejaron ciegas los milenios.
Aunque para varios de nosotros los personajes allí pintados se acercan (por desgracia) a la naturaleza de un monumento en Paseo de la Reforma o de un almanaque al estilo del más antiguo Galván, la prosa de Manuel Horta les devuelve vida cuando de ponderar su presencia se tratase; muchos de estos retratos aparecen frente a frente con un lector a la espera de reconocerse en él, también para testimoniar una época ya fugitiva y sin esperanza de volver.
Ramón de Valle-Inclán, Rodolfo Gaona, Ramón López Velarde, Amado Nervo, Federico Gamboa, José Juan Tablada y hasta Ernesto García Cabral (el inolvidable Chango) concurren en las páginas de este libro donde el esmeril del recuerdo permite estampas como ésta:
-Usted se va conmigo, Cabral...
-Imposible señor Fabela… Yo me vuelvo a París con Madeleine… Pero el Ministro experimentado, ordena a Enrique Freyman que reserve un trasatlántico de lujo… Y a las puertas de la Compañía Naviera, Freyman hace un pacto con él.
-Aquí hay una perra gorda, Cabral… De un lado lleva el León de Castilla […] En la otra cara, está la mujer recostada […] Lanzamos al aire la moneda… Y en un volado jugamos a tu destino… Si ganas a la dama española, retornas a Francia… Si yo gano al León, te vas a Buenos Aires… Gana el emisario de Fabela y Cabral, bañado en lágrimas el rostro, toma el pasaje y embarca desmadejado, sonámbulo, con el espíritu en derrota… Diez años más tarde y en la capital azteca, el propio Freyman revela a Cabral su secreto: la moneda fue limada y unida a otra perra gorda, de manera que en ambas caras estaba el León de Castilla…

(La vida en un volado, ¿no creen?)
Aunque en muchas de las estampas de Horta abunda el humor, en otras sucede lo contrario: el tamiz de la tragedia acomete la escritura de las más entrañables, como aquéllas sobre Amado Nervo, en quien observa un halo de nostalgia por un tiempo irrecuperable y hasta una despedida próxima. Así también con Manuel Gutiérrez Nájera y Ramón López Velarde, con quienes cumple una deuda de admiración al incluirlos en su galería personal de querencias, donde el emblemático edificio de Mascarones se torna escala íntima. A principios del siglo XX, “Mascarones” abre sus puertas, llena sus aulas y patios con cabecitas curiosas y doctores en ciencias, matemáticos ilustres, geógrafos, historiadores y literatos que modelan una brillante generación. […] ¿Pero quién recuerda a los maestros que les abrieron el camino lleno de luz?
Pero una historia muy digna de mencionar es la referida a Los Pergaminos, aquel grupo legendario de artistas reunidos en torno al conocimiento y las artes; antes de toda nomenclatura hípster y revolucionarios de cafetera, Manuel Horta y su hijo Raúl –a la postre, prologuista del libro– fueron testigos de la consumada conjunción de figuras como Pedro Vargas, Guty Cárdenas e Ignacio Fernández Esperón Tata Nacho entre los compositores; Adolfo Best Maugard y el Chango García Cabral, los atípicos; Adolfo Ruiz Cortines e Isidro Fabela, políticos ilustrados, y hasta Mario Moreno Cantinflas, Silverio Pérez y Rafael Freyre como parroquianos frecuentes. (Para muchos de nosotros, buena parte de esos nombres resuenan en el recuerdo gracias a las charlas de padres y abuelos, pero si traspasaron las aduanas del tiempo, se debió a una lectura serena, doblemente generosa en trato y abordaje. Pero al fin y al cabo -¡oh sabio astrónomo de Naisapur!– únicamente somos un desfile de sombras frente al sol –linterna mágica en medio del espacio, sostenida por el organizador del espectáculo...
Con todo, acercarse a Siluetas en la neblina es una manera grata de conocer una época pródiga en talento y personalidad, donde el valor de una persona pública se mide por sus legados en el buen trato que por el número de selfies que se toma en un acto público; escuchar la memoria a la busca de una respuesta, una muy efectiva que solucione una omisión de recuerdos y una justa ponderación de épocas, porque después de todo, “qué somos sino la actualización de un presagio”, como se preguntaba acremente Salvador Elizondo. (Lo demás, sólo el tiempo… y un ganchito.)

Manuel Horta. Siluetas en la neblina. Ilustraciones de Rafael Freyre. Prólogo de Raúl Horta. México, Jus, 1977.

(2/febrero/2015)

1 comentario:

Mariposa Tecknicolor dijo...

qué texto más bonito. Un abrazo.