miércoles, 18 de febrero de 2015

Ojerosa y transpirante

Ulises Velázquez Gil

En Las ciudades invisibles del prolífico Italo Calvino, Marco Polo cuenta al Kublai Kan de sus hallazgos urbanos a lo largo de sus travesías de reconocimiento; cada ciudad, cabe decirlo, no tiene la misma importancia para sus habitantes ni se parece a las demás por el simple hecho de ser, sobra decirlo, una muy diferente. Sin embargo, cuando en una misma urbe se conjuntan varios sentimientos encontrados, es decir, la presencia de otras ciudades, la cuestión obedece a una logística en particular.
            Después de llevarnos de paseo por Madrid y sus escritores de la mano de La Emperatriz de Lavapiés, el narrador mexicano Jorge F. Hernández nos entrega una segunda novela donde la ciudad tiene mucho que decir. Réquiem para un Ángel (Alfaguara, 2009) cuenta la historia de un ciudadano fuera de serie, Ángel Andrade, quien luego de una epifánica huida de casa, se autoerige en Salvador de la Ciudad. Sin mayores armas que una mochila repleta de cuadernos en blanco y lápices de colores, el ahora llamado Ángel Anáhuac camina por los rincones de la Ciudad de México, buscando mujeres indefensas a quienes socorrer, comensales de kilometraje acumulado, perdedores profesionales cuyo error y figura es sólo una imagen vista a 24 cuadros por segundo, en fin… habitantes que llevan en sus apellidos la nomenclatura de las colonias, y que, conscientes de su papel urbano, forman ese interminable coro de necios empecinados en vivir y resignados a morir en esa ingrata ciudad, amada y odiada al unísono, como cualquier Catulo en el destierro. Entre la experimentada lección de Carlos Narvarte, la franqueza desconcertada de Alberto Torres de Mixcoac, o el arrojo desanimado de Tony Tlalpan, entre otros personajes que le hacen coro, Ángel Anáhuac descubre su presencia en la Ciudad de México; luego de plantarse frente a su epígono del Paseo de la Reforma y anotar en su libreta los resultados de su percepción (bitácora de neologismos, diccionario secreto de la ciudad), ocasionando que una pléyade de pronombres (unos, otros, algunos, aquéllos, él, ella, tú, nosotros) diga su versión de los hechos, aunque para otros –no sabemos quiénes– el único hecho sea sólo mera diversión.
            Para quienes conozcan los territorios donde se mueve la obra narrativa de Jorge F. Hernández, Réquiem para un Ángel es la plaza principal donde se citan, se reúnen o se manifiestan los pequeños universos de sus cuentos y novelas: soñadores de la Historia, cuyas historias juegan a la casa de los espejos, e instaurando brevísimos imperios en lo más recóndito de una ciudad allende el charco atlántico. Ángel Anáhuac, como a Pedro Torres Hinojosa (La Emperatriz de Lavapiés), busca a su Penélope a cada paso por la ciudad de sus desvelos; comparte con Epigmenio Bedoya y el capitán Ornelas su deseo de sobrevolar los extraños parajes de una urbe ajena y desesperante, pero suya a fin de cuentas, y como Rolando Revilla en “Noche de ronda”, su paseo por los delirios de la noche citadina hasta deshacerse con las primeras luces del amanecer.
            Con todo, Réquiem para un Ángel es una carta de amor y odio dirigida a la Ciudad de México; elogio de la calle que no escribe sus historias, a riesgo de volverse un almanaque más, y, como su antecesora directa, La región más transparente de Carlos Fuentes, y a semejanza de la Ojerosa y pintada vista por Agustín Yáñez, cede la última palabra a sus habitantes, quienes, después de todo, siguen impugnando su presencia, a sabiendas que viven en una ciudad más que transpirante, pero ojerosa al fin y al cabo.

Jorge F. Hernández. Réquiem para un Ángel. México, Alfaguara, 2009.

(5/agosto/2011)

miércoles, 4 de febrero de 2015

Las razones del corazón

Ulises Velázquez Gil

Comienza el último mes del año (y, por ende, éste llega a su inminente fin), luego de pasar revista a varios libros que han pasado por mis manos, tal y como lo preví en la carta que envié a Juliana Castellanos, decidí hacer un alto en el camino y volver a uno de los libros que siguen haciendo mella en la sensibilidad que quien esto escribe. Va de cuento: en 1994, apareció la nueva novela del ya entonces aclamado escritor italiano Antonio Tabucchi (cuya primera novela, Piazza d’Italia, rozó los linderos de la narrativa social o de denuncia); me refiero, desde luego, a Sostiene Pereira.
Corría el año de 1938, y en una Lisboa que ya resentía el amargo sabor de la dictadura de Antônio de Oliveira Salazar, se desarrolla la historia de un veterano periodista de sociales, Pereira, a quien se le encomienda dirigir la página cultural de un diario vespertino lisboeta, experiencia de la que sale apenas bien librado. Como ya la edad hacía estragos física y anímicamente hablando en el periodista, éste se empecinaba en escribir y publicar obituarios adelantados de los escritores en boga, empresa nada envidiable y que no robaba muchas fuerzas… hasta que conoce a Francesco Monteiro Rossi, un joven estudiante de filosofía, quien se integra al suplemento gracias a su insistencia y, claro, a la constante necesidad de dinero que, por poco que fuese, le servía para complacer a su novia Marta, cuyas afinidades y simpatías iban más allá de lo amoroso. Pereira le comisionó la escritura de esos obituarios, los cuales llegaban a las fronteras de la diatriba y el retrato.
La importancia del encuentro entre Pereira y Monteiro Rossi reside en que el espíritu optimista y combativo del segundo infundió, paulatinamente, nuevas esperanzas en el primero, dado que se había habituado a una serie de rutinas bastante huecas -aparentemente-, como hablarle al retrato de su finada esposa, beber en exceso limonadas muy dulces o degustar omelettes a las finas hierbas, haciendo caso omiso de las órdenes médicas, hasta que Monteiro Rossi le tambalea el esquema. El propio Pereira no ceja en reconocerle su extraordinario talento, pero prefiere que las cosas encuentren su natural cauce, y aunque le achaque el caracter “impublicable” de sus obituarios, al final termina por guardarlos en un cajón del archivero, por si acaso. Y esto, precisamente, no lo hace por maldad, sino porque los tiempos difíciles que se viven ameritan cierta prudencia. (Las buenas noticias, en tiempos de guerra, hay que dejarlas en cuarentena, dijo, y no sin razón, Benito Juárez.) A final de cuentas, Pereira pasa de avinagrado a extrañamente optimista, y hasta simpatiza con la causa de Monteiro Rossi, oponiéndose a las espurias imposiciones de la política gobernante; el único obituario que se publica en el suplemento vespertino, es el de su amigo, primera de muchas víctimas de la dictadura salazarista.
Seguro más de uno se preguntará: si Pereira ya tenía la vida resuelta ¿por qué luchar contra la adversidad? ¿No se le hacía más fácil seguir como traductor de autores inofensivos, que tirándose a matar? Luego de cerrar el libro (y de enjugarme los ojos), la historia del periodista Pereira deja una valiosa lección: siempre hay buenas razones para seguir viviendo, por mínimas u opuestas que éstas sean. En alguna parte del libro, Pereira le decía a Monteiro Rossi que además de abrir bien los ojos para escribir, también debía seguir las razones del corazón. (Palabras de profeta, sin lugar a dudas.)
Como en otras ocasiones, se me escapan cosas y hasta repito algunas verdades, pero ustedes, lectores pretéritos, presentes y futuros, tienen la misión de llenar los huecos restantes con su propia lectura. Si después de leer Sostiene Pereira, terminan con lágrimas en los ojos -igual que un servidor-, terminarán por comprenderlo, o por lo menos, se aproximarán a ello. (Así sea.)

Antonio Tabucchi. Sostiene Pereira. Una declaración. 11ª ed. Trad. de Carlos Gumpert y Xavier González Rovira. Barcelona, Anagrama, 2005. (Compactos, 201)

(9/diciembre/2011)