Ulises Velázquez
Gil
En Las ciudades invisibles del prolífico
Italo Calvino, Marco Polo cuenta al Kublai Kan de sus hallazgos urbanos a lo
largo de sus travesías de reconocimiento; cada ciudad, cabe decirlo, no tiene
la misma importancia para sus habitantes ni se parece a las demás por el simple
hecho de ser, sobra decirlo, una muy diferente. Sin embargo, cuando en una
misma urbe se conjuntan varios sentimientos encontrados, es decir, la presencia
de otras ciudades, la cuestión obedece
a una logística en particular.
Después de llevarnos de paseo por
Madrid y sus escritores de la mano de La Emperatriz de Lavapiés, el narrador mexicano Jorge
F. Hernández nos entrega una segunda novela donde la ciudad tiene mucho que
decir. Réquiem para un Ángel
(Alfaguara, 2009) cuenta la historia de un ciudadano fuera de serie, Ángel
Andrade, quien luego de una epifánica huida de casa, se autoerige en Salvador de la Ciudad.
Sin mayores armas que
una mochila repleta de cuadernos en blanco y lápices de colores, el ahora
llamado Ángel Anáhuac camina por los rincones de la Ciudad de México, buscando
mujeres indefensas a quienes socorrer, comensales de kilometraje acumulado,
perdedores profesionales cuyo error y figura es sólo una imagen vista a 24
cuadros por segundo, en fin… habitantes que llevan en sus apellidos la
nomenclatura de las colonias, y que, conscientes de su papel urbano, forman ese
interminable coro de necios
empecinados en vivir y resignados a morir en esa ingrata ciudad, amada y odiada
al unísono, como cualquier Catulo en el destierro. Entre la experimentada
lección de Carlos Narvarte, la franqueza desconcertada de Alberto Torres de
Mixcoac, o el arrojo desanimado de Tony Tlalpan, entre otros personajes que le
hacen coro, Ángel Anáhuac descubre su presencia en la Ciudad de México; luego de
plantarse frente a su epígono del Paseo de la Reforma y anotar en su
libreta los resultados de su percepción (bitácora de neologismos, diccionario
secreto de la ciudad), ocasionando que una pléyade de pronombres (unos, otros, algunos, aquéllos, él, ella,
tú, nosotros) diga su versión de los hechos, aunque para otros –no sabemos quiénes– el único
hecho sea sólo mera diversión.
Para quienes conozcan los
territorios donde se mueve la obra narrativa de Jorge F. Hernández, Réquiem para un Ángel es la plaza
principal donde se citan, se reúnen o se manifiestan los pequeños universos de
sus cuentos y novelas: soñadores de la Historia ,
cuyas historias juegan a la casa de
los espejos, e instaurando brevísimos imperios en lo más recóndito de una
ciudad allende el charco atlántico. Ángel Anáhuac, como a Pedro Torres Hinojosa
(La Emperatriz
de Lavapiés), busca a su Penélope a cada paso por la ciudad de sus
desvelos; comparte con Epigmenio Bedoya y el capitán Ornelas su deseo de
sobrevolar los extraños parajes de una urbe ajena y desesperante, pero suya a
fin de cuentas, y como Rolando Revilla en “Noche de ronda”, su paseo por los
delirios de la noche citadina hasta deshacerse con las primeras luces del
amanecer.
Con todo, Réquiem para un Ángel es una carta de amor y odio dirigida a la Ciudad de México; elogio de
la calle que no escribe sus historias, a riesgo de volverse un almanaque más, y,
como su antecesora directa, La región más
transparente de Carlos Fuentes, y a semejanza de la Ojerosa y pintada vista por Agustín Yáñez, cede
la última palabra a sus habitantes, quienes, después de todo, siguen impugnando
su presencia, a sabiendas que viven en una ciudad más que transpirante, pero
ojerosa al fin y al cabo.
Jorge
F. Hernández. Réquiem para un Ángel.
México, Alfaguara, 2009.
(5/agosto/2011)