Ulises Velázquez Gil
En Estas
ruinas que ves, Jorge Ibargüengoitia decía de los habitantes de
Cuévano (un Guanajuato apenas disimulado) su propensión de confundir lo
grandioso y lo grandote. En estos tiempos, donde anteponer el adjetivo bicentenario a cuanta cosa
esté cercana, se olvida lo esencial (incitar a la reflexión, como debe de ser)
y se gasta la pólvora en infiernitos, es decir, en colosales desfiles y
faraónicos segundos pisos. Incluso, dicha obsesión ha permeado hasta en los
ámbitos editoriales, donde pululan las llamadas “novelas históricas”, que, en
su mayor parte, se sirven del chismorreo y la polémica barata. Y aunque una
marcada ventaja sea la publicación y/o reedición de varios estudios serios y
canónicos al unísono, no deja de parecer odioso el panorama. Una honrosa
excepción, dentro de los dos campos (investigación seria vs. narrativas petulantes),
recae en la figura señera y sin concesiones del historiador franco-mexicano
Jean Meyer, hoy flamante Premio Nacional de Ciencias y Artes 2011, que, a la
par de sus investigaciones sobre la Cristiada ,
la historia de Rusia y el choque de las Iglesias Católica y Ortodoxa, también
incursionó por los terrenos de la novela histórica.
En la impecable
trayectoria de Meyer, su ingreso en la novela se dio en 1989 con A la voz del Rey (2ª ed.,
Tusquets, 2011), que versa sobre el primer levantamiento en contra de la corona
española, en 1801, encabezada por el indio Mariano, también llamado Máscara de Oro, cuya
mesiánica cruzada suscita molestias a las autoridades de la Nueva España , pero
también desinteresadas simpatías, en especial las del cura José María Mercado,
posterior lugarteniente de Hidalgo en la siguiente década. Por tratarse de una
primera novela, y sirviéndose de los acervos documentales de Jalisco y Nayarit,
Meyer hilvanó ficción pura con algunos de los documentos encontrados para darle
un toque de veracidad, digámoslo así, al relato; aún así, inauguró una nueva
vertiente en su, ya de por sí, importante obra.
Para 1993 publicó una
segunda llamada Los tambores de
Calderón (hoy Camino
a Baján, Tusquets, 2010), donde se dan cuenta los sucesos que se
dieron en los primeros años de la guerra de Independencia: desde la caída de
Fernando VII en 1808 hasta la muerte de Miguel Hidalgo en 1811, dando fin a la
primera campaña insurgente. Meyer nos lleva de la mano para que conozcamos de
primera fuente a aquellos personajes labrados en bronce (Hidalgo y José María
Mercado, caudillo insurgente en Nayarit, a quien conocimos en A la voz del Rey) pero
también saca del (¿injusto?) olvido las satanizadas figuras por la “historia
oficial” (Félix Calleja y Juan Antonio Riaño), para aplicarles el mismo
cartabón y así quitarles tanto la santidad patriótica como el desagravio
centenario, es decir, bajándolos del pedestal, y, desde luego, también del
caballo. (Claro está que Meyer pondera las victorias y las reformas sociales
del cura Hidalgo, sin olvidarse de las amargas consecuencias de su campaña,
pero también hace lo propio con las antipatías hacia el Gral. Calleja como
enemigo de los insurgentes… ¡pero con marcadas aspiraciones independentistas!
Eran tiempos donde era mejor significarse que justificarse. Ni modo.) Cabe
decir también que Camino a
Baján tiene dos importantes puntos de referencia: el sabroso,
erudito y gratificante estilo de su maestro y amigo Luis González y González,
cuyas obras ya son un marcado referente en la historiografía mexicana, y, desde
luego, Los pasos de López
de Jorge Ibargüengoitia, que nos muestra a un Hidalgo –algo disimulado,
saben–irreverente y hasta simpático a nuestros ojos: nada que ver con el
viejecito bonachón de las estampitas de papelería.
Aunque Meyer no sea
novelista de primera profesión, el recurso de la novela en algo sirve a sus
intenciones de difundir la historia, de compenetrarse en su estudio y consabida
profundización. Sin embargo, decide volver a territorio conocido gracias a Yo, el francés. Crónicas de la Intervención Francesa
en el México (1862-1867) (Tusquets, 2002), para hablar de un hecho
toral no sólo en la historia mexicana, sino también en la francesa; adentrarse
en el relato de los soldados franceses que participaron en la campaña mexicana,
de cierta forma llenaba algunos boquetes respecto a cómo fue esa etapa del
siglo XIX, pero también el propio Meyer se sirvió de este relato como ajuste de
cuentas con sus orígenes –algunos de los militares provenían de Alsacia-Lorena,
cabe decir–, es decir, como extranjero en tierras extranjeras. Y aunque muchos
le reprochen sus invenciones
(incluso él lo reconoce en varios momentos), sus intenciones persisten en el empeño y el
resultado es una obra impecable, digna de muchas lecturas, como estudio serio y
pródigo en datos, inclusive como la “novela” de un francés hecho en México.
(Paréntesis aparte: mientras leía Yo,
el francés, en algún momento se me apareció el “fantasma” de una
obra anteriormente leída: Soldados
de Salamina de Javier Cercas; quizás sólo sea una coincidencia,
pero el tiempo habrá de confirmarlo. Seguro.)
Con todo, podemos dar
por seguro que la presencia de un francés (“que contrajo mujer y nacionalidad
mexicanas”, según don Luis González y González) dentro de nuestra historia
–porque toda Historia tiene las suyas propias, desde luego– ayuda
fervorosamente a encontrarnos con nuestra identidad, con miras hacia una mejor
e incluyente comprensión de nosotros mismos, de sabernos parte de esa novela
interminable que hacemos día tras día. Y dentro de lo que cabe, Jean Meyer
persiste en esa ingente labor, esperemos que así sea por mucho tiempo. (Ojalá… ¡¡ojalá!!)
(21/noviembre/2011)