jueves, 31 de diciembre de 2015

Quince del quince

Ulises Velázquez Gil

Hace unos días, leí en mi cuenta de Twitter la impresión de una escritora especializada en recomendar libros en programas de radio, quien, enfática, dijo lo siguiente: “No, no les voy a dar la lista de los mejores libros. […] ¡Compren lo que les guste!” Y no es para menos, puesto que ante la presunción (pose, diríase) de los diarios y revistas empecinados en decirle al lector qué debe leer (y más cuando quienes elaboran esos listados, lo hicieron con el estómago que con el cerebro o el corazón), elegir lo que más nos plazca leer es mucho mejor que todas las listas políticamente correctas.
Cada año comparto con ustedes mi listado de quince libros que me hicieron grato el año; de la poesía al ensayo, pasando por la novela y dos que tres antologías necesarias de leer. Ahora que menciono la palabra necesaria, más de un colega me reprochará la omisión de las relecturas, y sí, me declaro culpable de ello, al menos en este listado. (En alguna entrega de “Las horas de mi agenda” les dedicaré tiempo y caracteres de computadora.)
Por ahora, quede aquí la evidencia de un lector omnívoro, siempre al tanto del librero de mi casa, la mesa de novedades y los obsequios de mis colegas presentes, pretéritos y futuros.

1) Conversaciones sobre Historia: Silvio Zavala. A fin de homenajear a su integrante más distinguido, El Colegio de México reúne en este volumen varias entrevistas realizadas a este historiador, que se complementan con dos ensayos suyos en torno al quehacer historiográfico. Para conocerlo de primera fuente.
2) Históricas pequeñeces. Vertientes narrativas en Ramón López Velarde (Juan Villoro) Breve en extensión, y bajo el amparo del discurso de ingreso (o lección inaugural), nos lleva de la mano por la presencia de la obra de Ramón López Velarde en la narrativa mexicana del siglo XX; maravilloso acercamiento a una vida y a una obra interesante y acertada.
3) A hurtadillas (Diana Ramírez Luna) Volumen de cuentos donde se evidencia el talento consumado de una joven narradora, que en aras de asir el tiempo y definirse en sus propias letras, nos entrega una prosa sencilla y bien cuidada; aunque breve en extensión y tamaño, todavía le quedan brechas por abrir. Sin duda.
4) Solsticio de infarto (Jorge F. Hernández) Volumen abundante en justos retratos, miradas al margen del día presente, remembranzas desinteresadas, donde se confirma a cada párrafo que la amistad a primera vista sí existe, y que la vida se lee a cada instante.
5) Octubre. Hay un cielo que baja y es el cielo (Nadia Escalante Andrade) Bitácora de viaje, aparte de llevarnos por senderos inusitados a nuestra vista, este poemario funciona como testimonio y celebración: para la vida que se fue tras de un recuerdo, por el tiempo en aras de recobrarse.
6) Eterno retorno (Horacio Saavedra) Cinco siglos, cuatro generaciones y tres mujeres unidas en una sola, con la misión de restablecer el orden con un romance se abrió al tiempo, a una vida que, aunque parezca mentira, lleva en sí el influjo de otras tantas por conocer.
7) Tacones en el armario (Mónica Soto Icaza) Con dos tacones, hay vidas que se nos escapan de las manos, pero la protagonista de esta novela nos demuestra que su historia es tan suya como nuestra, porque ante el desconcierto y la duda, queda la risa, el humor, para hacerles frente.
8) Fundada en el tiempo (Vicente Quirarte) Treinta años de vivir la Ciudad de México se resumen en esta antología donde la poesía, el cuento y el ensayo develan en el lector la maravilla que fue una ciudad donde el tiempo se reconstruía a cada instante; más que réquiem por una urbe invisible, un canto de amor contra el olvido. 
9) Conjunto vacío (Verónica Gerber Bicecci) Viaje interior, (des)encuentro con el pasado, desconfianza ante el presente: entre claves autobiográficas y una lectura minuciosa de los sucesos que ve, la protagonista, en aras de significarse, cuestiona toda razón sobre su presencia en este tiempo, donde, después de todo, lo único verdadero es la duda.
10) Dios se fue de viaje (Beatriz Rivas) Dos vidas al límite del tiempo, entre el conocimiento y la imagen: Émilie du Châtelet y Gerda Taro. A la vera de la Historia, entre amores apasionados y posturas por defender, al final ambas coinciden en algo: que si Dios anda de paseo, sus propias vidas no entienden de itinerarios.
11) Ciudades sitiadas (Johanna Lozoya) En el arte se concentran los intereses y las obsesiones de una cultura presente, pretérita y futura, pero cuando se trata de la arquitectura predominante de una época, no faltarán polémicas por enfrentar; para entender mejor los equívocos de los centenarios de 2010.
12) Apuntes al reverso de papeles diversos (Atenea Cruz) Cada objeto, se dice, lleva detrás de sí una historia no contada; para las intenciones de esta plaquette son precisamente las historias suscitadas en paralelo a los objetos quienes cuentan una historia diferente, a salvo del tiempo que se empeña en olvidarlo, callarlo todo.
13) Estampas (Antonio Alatorre) Para un autor que dispersó maravillas en revistas y papers académicos, este volumen es un justo homenaje, de frente y de perfil, hacia maestros y colegas; retratos escritos desde la admiración y en busca de la verdad, sin caer en clasificaciones escuetas ni exageradas. 
14) En torno al español hablado en México (Ángel María Garibay) En estos tiempos, donde la ortografía es un tema a continuo debate, esta antología de artículos periodísticos nos dará mejores argumentos tanto para descifrar las razones de una palabra como para evidenciar el equívoco influjo de una frase ordinaria. 
15) Escritos a mano (Esther Seligson) Prueba de vida de una escritora empeñada en leer el mundo y sus constantes impresiones, reúne notas de viaje, diarios personales y poesía en todas sus formas, con el afán de resumir una búsqueda y un aprendizaje; antología póstuma de su autora, sus palabras aún resuenan en el tiempo como si apenas se hubieran escrito.

En espera de que 2016 nos agarre con un libro en la mano, reciban mis mejores deseos y por aquí seguiremos, haciendo ruido entre las horas de mi agenda, tras una marcha de las letras.
(¡Muchas gracias a ustedes!)

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Breviario de presencias

Ulises Velázquez Gil

Si una misma cosa me gusta hacer cuando voy tanto a las librerías como a las tiendas de discos, es, sin duda, comprar una antología (un Best Of, en música) del personaje que me interese en ese momento. Para los alcances que tiene la literatura, contar con una antología a la mano resume dos cuestiones: por un lado, es la puerta de entrada a los intereses y obsesiones de un autor, y, por el otro, resume una vida y las aristas que la conforman. Sea por el propio autor o por un crítico generoso y lector acucioso, siempre es un placer acercarse a una antología.
Para el caso de Rubén Bonifaz Nuño, ambos casos aplican en cuanto a este volumen de Ensayos (tercero de cuatro tomos que conforman su Antología general), donde podemos descubrir cuáles fueron los intereses y las obsesiones de un escritor con un oficio poético a prueba de tiempo, atento a otras manifestaciones del ser humano, como el arte y la cultura, a la par de responderse las preguntas fundamentales: ¿qué, quién, cuándo, dónde, por qué?
Ensayos se conforma por trece partes, entre prólogos, discursos y colaboraciones para libros colectivos y catálogos de arte. Para los lectores de la obra de Rubén Bonifaz Nuño, contar con un libro de esta naturaleza permite conocerlo de cuerpo entero, de estar al tanto de sus travesías (si así podemos denominarlas) vistas bajo el tamiz de la reincidencia. Pero vayamos por partes.
Abren el libro sendos discursos de ingreso a instituciones insignes como la Academia Mexicana de la Lengua y El Colegio Nacional, donde Bonifaz Nuño compartió algo de su saber, o por lo menos de sus impresiones encontradas en ese empeño; para el caso de la Academia, “Destino del canto” es una profesión de fe: No quiero disimular, no podría disimularlo aunque quisiera, el orgullo que siento al estar entre ustedes. No sé cuáles puedan ser los merecimientos que tenga yo para haberlo conseguido. Acaso, más que los que provienen de mi decidida vocación por las letras, sean los que se fundan en mi buena suerte de que me ampare la estimación de mis maestros. En todo caso, me enorgullezco profundamente de la obligación a que en adelante estaré sujeto, y de la que intentaré ser digno con todo el esfuerzo de que soy capaz.
Aquí se conjuntan tres palabras importantes para Bonifaz Nuño: vocación, estimación, obligación. Para la primera, la palabra escrita es el mejor medio para expresar muchas inquietudes; en la segunda, muchas de las cosas que somos se deben gracias a que generosos e inteligentes maestros han sabido conducirnos por la vida en todas sus formas, y respecto a la última, una toral misión para y con el tiempo presente, sin importar la forma. Y como en Bonifaz Nuño la poesía siempre aparece, dejemos que este fragmento hable por sí mismo: […] buscar en la poesía de las dos principales colectividades de que provenimos, en la de los latinos y la de los nahuas, particularmente, algunas señales que nos ayuden a encontrar un rumbo definido que supere la situación, tan confusa a veces, en que se mueven nuestras letras actuales.
Si seguimos el conocido adagio Nada humano me es ajeno, Bonifaz Nuño siempre buscó una respuesta equilibrada en el conocimiento de la cultura grecolatina y en el estudio de la cultura prehispánica, en aras de justipreciar nuestra presencia, como se evidencia en “La fundación de la ciudad”, primera lección como nuevo integrante de El Colegio Nacional, donde prosigue el sendero trazado en “Destino del canto”: […] El hombre camina, guiado por la raíz de una visión, hacia algo que existe y que se le ha dicho que gracias a él existirá. Atraviesa por entre guerras y amores y enfermedades; es acosado por los poderes muchas veces incomprensibles del mundo exterior; va dejando en la ruta, como señales de su paso, a quienes, más débiles en el cuerpo o en el alma, no han mantenido en su interior el impulso necesario para llegar. ¿Llegar a dónde? Y esta pregunta última, la que quiere la finalidad misma del camino, es la interrogación fundamental, aquella cuya respuesta pueda acaso ser válida para iluminarnos en algo, aún ahora; para aclarar en alguna manera el posible significado profundo de la existencia.
En ese sendero a seguir, es inevitable encontrarnos a otros viandantes de la palabra, como Horacio, Propercio, Eurípides y Píndaro, cuya experiencia (traducida en primer plano por Bonifaz Nuño, y suscrita en los prólogos aquí incluidos) nos recuerda que las pasiones humanas, pese a que nos superan en intensidad, sólo se sobrellevan si encontramos en ellas una toma de conciencia necesaria para salir avante.
Una manera de reconocerse en pleno, según la experiencia de Rubén Bonifaz Nuño, es la confrontación con el arte en su forma más pura, es decir, con la obra misma. A este respecto, contamos con dos textos: “Lectura iconográfica” y, desde luego, su pletórico ensayo sobre la Coatlicue. Condición del ser humano es su curiosidad. La incesante capacidad de hacer preguntas y de buscar respuestas. Tales preguntas y respuestas tienen, en la raíz, dos asuntos: el ser humano mismo y el mundo en el cual se incluye. (El mundo escrito y el mundo no escrito, si apelamos a una expresión de Italo Calvino.)
Para responder a esas interrogantes, el autor busca hacerlo de la mejor manera que le es posible: desde su propia experiencia, y desde la escultura que más mella ha hecho en su vida, la Coatlicue, con la que se prodiga en exhaustivas descripciones, las cuales no le parecerán suficientes; y no es para menos, pues para Bonifaz Nuño todo empeño por innovar no se quedaba en la primera impresión, sino en el afán de ir dos pasos más adelante. (Si en poesía esto es asignatura obligatoria, en su prosa el riesgo va por partida doble.)
Cierra este volumen un “Resumen y balance”, aquella entrevista que le hiciera Marco Antonio Campos, colega y amigo (de semejantes y filológicas andanzas que el propio Bonifaz), a guisa de pequeña autobiografía y, si se quiere, hasta de preceptiva poética para aquellos que desean entregar su vida a las letras. Cuando uno empieza a escribir, no es tan importante el deseo de expresar un sentimiento […] un poema se construye, o yo lo construyo al menos, alrededor del sonido de una palabra, que va llamando a otras, cuyas vocales y consonantes lo apoyan o lo contradicen y que componen en conjunto una expresión efectiva. Y llamo expresión efectiva lo contrario del lugar común.
En suma, la lectura de estos Ensayos nos muestra de primera fuente a un escritor en constante búsqueda –tanto de los orígenes de la cultura de la sociedad como de sí mismo−, que nunca se permitió medias tintas en cuanto a buscar una expresión propia, prístina, a prueba de tiempo; breviario de presencias al encuentro con un lector ávido de respuestas, en aras de encontrar su vero lugar en el mundo, lo cual, cabe decirlo, nos llevará un buen tramo de vida, y mientras persista ese empeño, quede la sabia guía de Rubén Bonifaz Nuño en esta antología, donde la última palabra casi siempre es la primera de todas. (Así sea.)

Rubén Bonifaz Nuño. Ensayos. Selección de Pável Granados y César Arenas. México, UNAM/ Gato Negro, 2009. (Antología general, 3)

(10/junio/2015)

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Navegar en el instante

Ulises Velázquez Gil

En el poema con que cierra la Summa de Maqroll el gaviero, Álvaro Mutis lanza al aire una ancestral duda: “Pienso a veces/ que ha llegado la hora de callar…” No en pocas ocasiones nos vemos tentados a suscribir aquel deseo, pero al final se queda en mera intención. Para el caso de la poesía, esta duda se duplica y la única manera de vencerla es, por supuesto, mediante la escritura. Del bosquejo a la versión definitiva, el camino para ello aparecerá ante nuestra vista, con su propio mapa de ruta, que dista de otros harto conocidos.
En Octubre. Hay un cielo que baja y es el cielo, Nadia Escalante Andrade sale al encuentro con la palabra y con el silencio, y nos entrega catorce postales de viaje, donde nada se da por visto; catorce itinerarios por la poesía, a la espera de ganarle al tiempo en muchas partidas que declaramos perdidas de antemano, en esa guerra con las cosas que todo escritor entabla durante una vida de creación. Toco el margen de las cosas,/ sus espinas ocultas a la vista:/ la savia que las recorre es otro cielo,/ se va nublando como si creciera y, sin llover,/ nos inundara.
Octubre se compone siete secciones –diríase geografías, si la licencia me alcanza para ello– donde la autora se cuestiona las cosas, repasa su memoria y, a ratos, juega con los tiempos que su mirada observa detenidamente en discreto espionaje, describe otras maneras de navegar y descubre caminos accesibles al avance de las palabras. En cada sección predomina un determinado elemento, que se trasmina en todos los poemas incluidos. Por ejemplo, el aire. Mientras observo la tarde entreabrirse,/el cielo –dolorosamente quieto– se rinde en mutaciones./ Es un mar visto desde abajo,/ concentrándose./ Cruzan los pájaros y cortan el celaje ensimismado,/ su vuelo es otra forma del ahogo. Y, sin esperarlo siquiera, en otro poema el aire se vuelve agua: […] Parecía que el agua inundaba la calle, pero no los recipientes./ El aire, en cambio, entraba más fuerte en los pulmones,/ y era más aire que el aire de la casa,/ era como agua que no se decidía/ a llenarnos por dentro,/ y se derramaba por los brazos, humedecía la ropa/ y resbalaba a los pies como una sombra. (Si para Nadia Escalante el mar sí es el cielo, y viceversa, seguramente la paloma de Serrat no se hubiera equivocado del todo. Apreciaciones aparte.)
Entre su travesía de ida y vuelta por geografías de agua y aire, cabe resaltar el encuentro de la autora con diversos seres y objetos que suscitan su curiosidad, integrándose a esa bitácora no oficial que, por decir un nombre, llamamos poesía. Las filigranas sobre una araña o un árbol, la vida que se deshace y se rehace en la festividad de Todos Santos, y hasta en la destellante religiosidad de un tendero antes de vender una cocacola, develan un engranaje secreto del tiempo, una franqueza con que las cosas nos hablan. Va una muestra: Al sol grita la telaraña todos sus colores,/ guarda en la noche el silencio de las fortalezas. […] Atenta al centro, desde las orillas, la araña espera;/ firme en el hilo, no cae en su propia trampa.
En otras partes de Octubre hay guiños de ojo a geografías poéticas ya creadas por Carlos Pellicer o descritas por José Luis Rivas (de seguro por el agua y la voluntad del poeta a ser un pequeño dios), pero en “Puerta que mira al mar”, hasta el José Gorostiza de Canciones para cantar en las barcas se hace notar: Pescador en el muelle,/ pendiente de un sedal/ lanzaste hacia las olas/ tu corazón. […] Sonríes, pescador,/ traes ondeando/ el latido del mar/ a la casa que espera. Pero en aras de ejercer su propio ministerio del viento, Nadia Escalante saluda con respeto a sus precursores y después se despide de ellos para inscribir su propia trayectoria, donde estos versos funcionan como su profesión de fe: Darle forma a la materia es despertarla,/ moldearla como a un fruto nuevo/ concentrándola en sí misma;/ en mis manos/ se abre el cuerpo de la tierra, la mirada del sol,/ la templanza del agua y el rigor del crecimiento; […], y al final, como en toda incursión por senderos poco familiares a nuestra lectura, Abrir el agujero, tirar la semilla, cubriela./ La tierra nos eligió como sus sembradores./ Y la tierra lo haría todo.
En suma, Octubre. Hay un cielo que baja y es el cielo confirma un consumado oficio poético (vislumbrado previamente en Adentro no se abre el silencio, su primera plaquette), el cual nos lleva de la mano por lugares inmunes al tiempo, pletóricos de luz en todos los sentidos; cada vez que un  libro de poesía cae en nuestras manos, es inevitable navegar en el instante, encontrar otra senda hacia el mejor de los mundos imposibles, y en ello Nadia Escalante Andrade nos lleva una considerable delantera, porque, como en el poema de Mutis, “el silencio sería entonces/ un premio desmedido,/ una gracia inefable/ que no creo haber ganado todavía”. Quede aquí su generosa y dedicada lectura. (Así sea.)

Nadia Escalante Andrade. Octubre. Hay un cielo que baja y es el cielo. México, Textofilia/ Ayuntamiento de Mérida, Yucatán, 2014. (Lumía, 30)

(8/abril/2015)

miércoles, 26 de agosto de 2015

Maestranza de cada día

Ulises Velázquez Gil

Hace algunas semanas, y en vista de regresarle a este espacio en línea la vida que le fue robada por consecutivos ataques cibernéticos, le di un tiempo fuera a mi otro espacio virtual con la esperanza de recobrar fuerzas y así afrontar el tiempo presente y futuro como parte de un aprendizaje al que debe someterse el columnista en línea. (A decir verdad, quitarme un peso de encima al momento de hacer mis columnas siempre es de gran ayuda ¿no creen?)
Sin embargo, hay pausas –sucedáneas o no– que sólo vislumbran una nueva época, donde ajustamos cuentas con la vida y seguimos adelante pese a todo. Así sucede con Solsticio de infarto de Jorge F, Hernández, libro de reciente factura, quien luego del delicado episodio referido en el título, reafirmó su pasión por la vida y le sigue ganando muchas batallas al tiempo mediante su legendaria columna Agua de azar, que hasta hace unos meses se publicaba con regularidad.
Solsticio de infarto se compone por 73 artículos, cuyos intereses, además de dar cuenta de la vida que se escapa de las manos, es un arreglo de cuentas de Jorge F. Hernández con el hombre que fue antes del infarto, sin mermar en absoluto su curiosidad y afecto por las cosas, los libros y las personas con quienes conversa y convive a diario, según la máxima de Baltasar Gracián sobre los tipos de conversaciones que el ser humano realiza en la vida. El lunes 13 de junio pasado sufrí literalmente un infarto mayúsculo del que me salvé de milagro; durante casi una hora, la vida se detuvo quieta y los minutos se convirtieron en la pausa más larga posible… para que hoy intente escribirlo y asumir que, en realidad, he vuelto a la vida que deberá alargarse con cada cambio de estación en un nuevo trayecto donde no dejaré sin consideración todo aquello que apenas hace una semana dejaba pasar desapercibido.
Si vemos esta circunstancia de Jorge F. Hernández desde el prisma de la medicina, quedaron atrás los días de cafés con alto octanaje y cajetillas de altos vuelos, pero si lo vemos desde la mirada del cariño y de la “amistad a primera vista”, las lecturas anuales de El Quijote a guisa de generosa manda anual y el encuentro con la vida de todos los días dieron (y siguen dando) un segundo, un tercero y hasta un enésimo aire a un escritor con muchas cosas por dar, empezando por el enorme corazón con que Alejandro Magallanes lo dibujara para la portada del libro. Hay días en que se abre el telón de la realidad con el mismo silencio de siempre, pero a la espera de empezar la redacción cotidiana con historias –propias o ajenas– que se van redactando conforme avanzan las horas; uno asume entonces la lectura de sus días con la combinación de la propia redacción de sus murmullos y tribulaciones, así como con escuchar lo que nos cuentan los demás.
Charles Dickens y su Christmas Carol, Mark Twain, el Quijote, Carlos Fuentes (con todo y Aura), Alí Chumacero, John Lennon, Woody Allen y hasta Los Picapiedra aparecen ante él de grata e inusitada forma, con que también lo hacen Carla Bruni, Julián Meza, Eliseo Alberto –el gran Lichi, su hermano del alma– e inclusive los ingeniosos y geniales Santiago y Sebastián, sus hijos, a quienes dedica sendas y generosas líneas como padre que es y amigo que siempre será: Tus ojos deben mirada hoy un mundo mejor por encima de tanta mala noticia y ver la felicidad con la que te miran tus abuelos y tantos fantasmas que quién sabe cómo lo hacen, pero logran ser los callados justos que te cuidan y dan sosiego. Tienes todos los libros por delante, toda la música infinita con el mismo número de notas que llevamos siglos tarareando y todo el cine donde prolongan tu imaginación y bailan en pareja. Tienes la memoria intacta y el cuerpo ya forjado para resistir las embestidas de esto que llamamos vida. (Paréntesis aparte: Si le encontráramos un símil a este significativo fragmento, sería Beautiful boy de John Lennon su gemelo dispar.)
En los 73 artículos, bien vale mencionar un hilo conductor: la experiencia adquirida desde la trinchera de los cincuenta años. (La “mitad de la vida”, si se permite decirlo…) Todo parece indicar que Jorge F. Hernández tiene mucha vida para compartir con los suyos, es decir, quienes conversamos y convivimos con él, en espera de otros cincuenta años de juventud ejercida y, por qué no, de nuevas experiencias al aire.
Dentro de su obra periodística, repartida entre tanta Agua de azar, su primera antología, Signos de admiración, es una suma de personajes eminentes, maestros al lado del camino; mientras que Escribo a ciegas destella como un recíproco repertorio de querencias. Para el caso de Solsticio de infarto se condensan los espíritus de los volúmenes previos: patria del corazón donde albergar nuestras presencias, e, igualmente, matria de palabras con que asir el tiempo fugitivo. (De jueves a jueves parecería que la historia del mundo cabe en el aletargado paso de las horas ya sin horario.)
Entre los artículos de este libro, se encuentra una faceta inusitada de Jorge F. Hernández tanto para quienes lo leen por vez primera como para sus amistades y gratas presencias lectoras: la de dibujante. Son contados los casos de escritores que dibujan –Xavier Villaurrutia, Carlos Fuentes, Fernando del Paso, por mencionar algunos– cuya maestría en la escritura sólo se reafirma cuando se traspasa los linderos del dibujo. La Libreta de Oaxaca, incluida en esta edición, es apenas una mínima muestra del ingenio y la sorpresa trazados en sus leales libretas moleskine color obispo. (Se diría, incluso, que hay ecos del Gato Culto de Paco Ignacio Taibo I en las frases que acompañan a cada dibujo, pero, dado su oficio de Scherezada, son sólo invitaciones para viajar por la ficción en business class.)  
Con todo, Solsticio de infarto es una suma de inquietudes convertidas en artículo semanal, para hacerle frente a una vida imperiosa y falaz que intenta jugarnos sucio, sea en la traición de un infarto, sea en el desconcierto de una decisión anunciada, y en el empeño de ganar la “guerra con las cosas” (suscribiendo el título de una canción de la chilena Fakuta), digno es hallar la maestranza de cada día y seguir adelante con la vida; para ello (y donde persiste sobremanera el deseo ferviente de Jorge F. Hernández), la única salvación se encuentra en los libros, como este maravilloso volumen a la espera de cambiar vidas y asegurar milagros: para ser libre con la vida, después de todo. (De verdad.)  

Jorge F. Hernández. Solsticio de infarto. Prólogo de Juan Villoro. México, Almadía, 2015. (Crónica)

(18/marzo/2015)

miércoles, 12 de agosto de 2015

Secreto y corazonada

Ulises Velázquez Gil

En su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, Salvador Elizondo dijo lo siguiente: “Nada ilustra mejor la vocación de un escritor que la vida de su primer libro”. Para los escritores de largo trayecto y bibliografía consumada, es un recordatorio de la vida que asumieron desde el momento en que llenaron una página, y para quienes navegamos por el mar de la opera prima, es apenas el aviso de un destino venidero.
Ante esa circunstancia, son contados los casos de escritores noveles cuya primera incursión en las letras denota originalidad y oficio consumado; tal es el caso de Diana Ramírez Luna y su primer libro, A hurtadillas, donde se evidencia una búsqueda constante por ceñir y posponer el tiempo mediante el artilugio más eficaz del cual se puede valer un escritor: la palabra.
A hurtadillas se compone por diez cuentos que nos conducen por ambientes nostálgicos, donde un amor lejano –en todos los sentidos– se decanta a medida que avanzamos en su lectura; es la imperiosa necesidad de asir el tiempo para mantenerlo a raya lo que lleva a esta incipiente y experimentada narradora a cuestionarse muchas cosas: ¿Quién diría que aquella imagen, la misma que in día irradió tanta luz, ahora nos haría palidecer?
En siete de los diez textos de A hurtadillas, Diana se esmera en convertir un sentimiento avasallador en una imagen inmune a toda espera y susceptible a toda esperanza (incluso un “lugar de las apariciones”, recordando aquel minicuento de Juan José Arreola), donde relucen perlas como ésta: Nos acostumbramos a ti, a mí, a esa fotografía que sin querer construimos. Al recuerdo aquel, el más bello, el más lúcido, el único que vale la pena: el del momento que nuca vivimos. […] Y retornar definitivamente a nosotros, recobrar un atisbo de voluntad perdida, atarnos de nuevo a lo real. Morir de la muerte para recordar su brevedad, y volver a la vida (“Breve muerte”). Y aunque nos parezca hallar párrafos similares en los seis restantes, el empeño de decir de otro modo lo mismo persiste para demostrarnos lo contrario: […] En cada momento, en cada paso. Sé que te estoy olvidando. Sé que hoy te recuerdo un poco menos que ayer. Sé que hoy tengo menos archivos nuestros. […] Ya te recuerdo menos, sobre todo cuando cierro los ojos y veo tu rostro tan claro., Sé que te estoy olvidando (“Te olvido”).
Digno es de notar lo siguiente: los siete cuentos de Ramírez Luna, por la peculiaridad del lenguaje empleado, rayan territorios del poema en prosa; incluso se diría que hay una poeta en potencia escondida tras la forma del cuento, en espera de tomar por asalto el silencio. En este sentido, encuentro gratas coincidencias con –y hasta en mayor medida– con Esther Seligson, quien navegara por todos los géneros justo en ese afán de asir el tiempo. Y si dejara fluir su pluma y sus corazonadas mediante la poesía, seguramente Dolores Castro, Rosario Castellanos y Enriqueta Ochoa guiarían sus pasos, o, por lo menos, suscribirían algunas de sus angustias e incertidumbres.
En A hurtadillas hay dos cuentos que merecen especial mención: “Casita musical” y “El espejo”. En el primero, el tópico del “lugar de las apariciones” se sucede continuamente hasta el grado de entregarnos un cuento redondo en fondo como en forma, pues la historia del encuentro de dos jóvenes atraídos por fuerzas difíciles de explicar, cuya música de fondo se vuelve una morada en el tiempo: […] Un par de besos no bastaron, la música subía de volumen al grado de ensordecer y hacer perder la cordura. Lo buscaron, pero no hallaron interruptor que sirviera para apagarla y sus pieles se erizaban más con cada goce. Las manos frías ya de un hombre en una espalda desnuda, en unos pechos más grandes y en unas nalgas ya de mujer no bastaron. El simple contacto no bastó. […] Y aunque para dos cuerpos tan débiles la de aquella casita sea música imposible de ignorar, quizás las noches de estertores, manos y cigarrillos no vuelvan.
Respecto al “El espejo”, éste debe leerse en clave autobiográfica, a guisa de explicarse una vida entre líneas. La protagonista, Mariana Villagrán Ortiz, en la inmensidad (o intensidad, ¿por qué no?) de su cuarto es viajera e inquilina de sus propias creaciones, con una vida propia, deshaciéndose de toda noción de tiempo, donde la única realidad sólo esté hecha de palabras. (Era sencillo, escribir, dejar lo mejor de mis palabras en este mundo e irme…) Y como las palabras nunca osarán dejarnos a la deriva, solamente suscribiendo el espíritu que las mueve, el olvido, la nostalgia o el propio tiempo inclusive, persistirá nuestra pasión por la escritura.
De los diez cuentos, hay uno que, a la primera de cambios, “desentona” por su temática, “El pequeño de los ojos grandes”, relato casi costumbrista de no ser por dos cosas: el silencio y la secrecía de sus personajes, empezando por el niño del título, susurrando a los oídos de las personas palabras que apenas se escuchaban, y la presencia, subrepticia, de la propia autora como testigo de estas historias fugitivas. La joven de al lado, de unos diecisiete años, era la última que había abordado el tren y la única que prestaba atención a lo que ocurría. Observaba a la gente imaginando historias acerca de qué era lo que cada una de esas personas pensaba.
En suma, A hurtadillas es un libro doblemente notable, por su manera de buscar en el silencio de las cosas y de los recuerdos un lugar a salvo de la vida y de sus altibajos; secreto y corazonada donde las mejores historias habrán de sucederse y en el afán de contarse, toda angustia no desaparece por completo, pero se afronta al fin. No cabe duda que en este primer libro, Diana Ramírez Luna tiene muy bien asumida su vocación, ahora sólo queda confirmarla a diario, con prudencia e imaginación, a la vera de otras historias, y sobre todo, Observar cada cosa en espionaje, si atendemos al señero verso de Raymundo Ramos, y así ganar de antemano todas las batallas posibles: a hurtadillas, si se permite. (Verdad que sí…)

Diana Ramírez Luna. A hurtadillas. México, Sediento ediciones, 2013. (Agave, 9)

(11/marzo/2015)

miércoles, 29 de julio de 2015

Famosas primeras palabras

Ulises Velázquez Gil

Decía el escritor español Emilio Castelar que “los discursos se escriben con una hora de trabajo y veinte años de lectura”; para los tiempos que corren, cuando escuchamos hablar de un discurso, de inmediato viene a nosotros una imagen hasta cierto punto molesta: el político en turno, haciendo alarde de sus desatinos. Sin embargo, en el ámbito académico no sucede así, puesto que una forma generosa de divulgar el conocimiento se debe gracias a esta forma de escritura, oral en cuanto a su lectura como a su atenta escucha. Insignes instituciones como las Academias de la Lengua y de la Historia, el Seminario de Cultura Mexicana, la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística y El Colegio Nacional han hecho del discurso una decorosa tradición. 
Para el caso de El Colegio Nacional, cada que un nuevo integrante presenta su discurso de ingreso (o lección inaugural) nos da la oportunidad de conocer algo de la experiencia vital del flamante recipiendario en su campo de acción, sea en las ciencias, en la cultura y en las artes. Tal es el caso del escritor Juan Villoro quien nos entrega en Históricas pequeñeces. Vertientes narrativas en Ramón López Velarde un tema de su acendrado interés y escrutinio por la literatura mexicana.
(Paréntesis aparte: La dinámica del discurso de ingreso obedece a tres fases: una, la salutación por parte del presidente en turno de la institución que recibe al nuevo integrante; dos, la lección inaugural de dicho individuo, y, por último, la respuesta de otro integrante, a guisa de bienvenida a la corporación, donde además de resaltar la obra hecha en el campo de acción del nuevo integrante, pondera el trabajo recién presentado.)
En Históricas pequeñeces Juan Villoro nos lleva de la mano por la vida, obra y milagros del poeta Ramón López Velarde, cuya presencia en las letras mexicanas aún resiste a los embates del tiempo actual, que insiste en tildarlo de “poeta nacional”, a lo que el autor de Albercas nos replica lo siguiente: No hay nada más equívocque un “poeta nacional”, como se ha llamado a López Velarde. Nadie puede suplantar con sus versos a un país. El autor de La sangre devota ha contado con el dudoso privilegio de representar las esquivas esencias vernáculas. También ha sido el poeta más y mejor leído de México […].
Por fortuna y por desgracia, el hecho de ser “el poeta más leído de México” se ve de dos maneras: por un lado, los lectores dedicados y honestos en su conocimiento del poeta zacatecano, y, por el otro, a una plétora de exagerados en ensalzar una monolítica figura, sin importar el partido en turno. Ante estas circunstancias, el discurso de Villoro justiprecia a un autor en espera de una justa lectura y, por qué no, de una biografía ideal, aunque, para los poetas, aseguraba Octavio Paz, con su obra nos basta para cubrir esa demanda. La posteridad está llena de malentendidos y modifica la vida de sus favoritos. López Velarde es un personaje central del relato de la modernidad mexicana. Vivió en crisis con su país, pero su destino fue similar al de José Guadalupe Posada. […] En forma póstuma, fue convertido en precursor de una revolución en la que no creía. (Y esa “revolución” la vino a armar en el campo de batalla de las letras mexicanas.)
Otro aspecto que Villoro aborda en su discurso es el sinnúmero de coincidencias con otro importante escritor del siglo XX, James Joyce, a quien, a la primera de cambios, resultaría imposible relacionar con el zacatecano, pero Villoro, citando a Roman Jakobson, suscribe que “mientras más alejados estén los términos equiparados y más fuerte sea el vínculo que los une, mayor será el efecto.” Sus biografías guardan semejanzas significativas pero genéricas. Compartieron la misma época; fueron lectores de la Biblia, Laforgue y Baudelaire; se criaron en un ambiente obsesivamente católico y despreciaron a una potencia extranjera que amenazaba la cultura local (el celo antibritánico de Joyce es comparable al repudio por lo norteamericano de López Velarde). […] admiraron la tradición y procuraron transgredirla.
En los 71 años y pico de existencia de El Colegio Nacional, esta empresa no es del todo nueva, dado que, 33 años antes, Salvador Elizondo hizo lo propio en Ida y vuelta: Joyce y Conrad, su discurso de ingreso, autores capitales en cuanto a su forma de innovar la narrativa se refiere. (Noblesse oblige…) Pero sigamos al pendiente del empeño propio de Villoro: El sistema de comparaciones, la explotación de las posibilidades naturales del habla, la mitologización de lo cotidiano y la libertad rítmica del lenguaje emparentan a ambos autores. Señalo una concordancia menos fácil de advertir y más profunda: la manera en que educan su estilo literario.
La pericia con que Juan Villoro nos guía por el mundo de López Velarde, se complementa con algo de su propio ingenio narrativo, expuesto en la novela El testigo, donde el zacatecano se asoma y sorprende al lector a lo largo de la trama, incluso trayéndolo hasta nuestros días, justo en el momento en que se lleva a cabo la ceremonia de ingreso en El Colegio Nacional, cuya frase final deviene glorioso sino: El poeta que se fue, acaba de volver. (Habría que preguntarse también ¿y cuándo dejó de irse?)
Por último, digno es resaltar la respuesta de Eduardo Matos Moctezuma a dicha lección inaugural, quién, pese a ser arqueólogo de oficio y profesión, no ceja en compartirle a su flamante colega su profesión de fe ante la palabra y frente a la vida elegida: […] puedo decir que el mundo de la literatura me apasiona y he tratado de penetrar en él a costa de que la vista se desgaste y el espíritu se enriquezca. […] mi quehacer cotidiano es estar en contacto con los hombres que fueron y que el tiempo los dejó ocultos en la tierra. Soy, simplemente –recordando a Proust–, un buscador del tiempo perdido. (¿Qué otra cosa es la literatura sino esa persistente empresa?)
Ante los ingentes y dedicados empeños de instituciones beneméritas como El Colegio Nacional, el discurso se reivindica ante nuestros sentidos como una forma esperanzadora para salir avante de todos los contratiempos de la vida; famosas primeras palabras que suscitan curiosidad y reencuentro, destino y querencia, contra un tiempo en apariencia desconcertante. Leer a Juan Villoro siempre es un deleite, pero acercarse a su obra mediante Históricas pequeñeces nos augura una victoria segura dentro de un mundo cada vez menos ancho y lamentablemente más ajeno. Y que la vida y las lecturas lo confirmen o lo transformen. (Sin duda.)

Juan Villoro. Históricas pequeñeces. Vertientes narrativas en Ramón López Velarde. Discurso de ingreso. México, El Colegio Nacional, 2014.

(23/febrero/2015)

miércoles, 15 de julio de 2015

Lección de vida ejemplar

Ulises Velázquez Gil

Alguna vez mi abuela paterna me dijo una frase que hoy en día considero como su “testamento”, donde su sabiduría aún resuena como si apenas la hubiera escuchado: Los viejitos nos estamos retirando. En el ancho y ajeno mundo de las ciencias y las humanidades, hay tres maneras para consumar esa sentencia: la jubilación académica, el retiro voluntario (muy sonado en estos días, por cierto) y el fallecimiento. 
Un historiador de alto calibre académico, Silvio Zavala (1909-2014), cumplió a cabalidad con las tres formas; no consecutivas, cabe decirlo, pero consciente de una cosa importante: legar sus conocimientos y compartir su experiencia de vida a sus futuros colegas, así también como a los lectores de a pie, como quien esto escribe. Aunque en vida fue reacio a escribir sus memorias, no reparó en tiempo y espacio para dejar testimonio de su pasión historiográfica y en el pequeño volumen Conversaciones sobre historia: Silvio Zavala queda expresada dicha pasión.
Dividido en dos partes, este libro reúne cuatro interesantes entrevistas realizadas por colegas historiadores como Peter Bakewell, Ernesto de la Torre Villar y Jean Meyer, y por la periodista Patricia Rosales, y dos textos autobiográficos, donde podemos encontrar en estado puro la inquietud persistente de un clionauta de tiempo completo. Mi camino para llegar a la historia pasa primero por las enseñanzas del derecho, lo que nunca he deplorado; la formación jurídica seria, estructurada, hace ver las cosas con cierta profundidad y nunca me he arrepentido de ese aprendizaje…; se puede decir que mi nacimiento a la historia vino a través de los cursos de derecho constitucional […] y más tarde del estudio de las instituciones primero en México y luego en España.  
Estos primeros acercamientos al estudio de las instituciones, junto con una curiosidad a prueba de balas y un marcado olfato detectivesco, hicieron del entonces joven Silvio Zavala un historiador comprometido con la investigación, y pese a decirse que el pecado capital del investigador es la especialización excesiva (hasta volverlo un individuo de proceder petulante y enciclopédico), en Zavala sucedió de otra forma, hasta volverlo acertado (con sus pesquisas y lecturas), generoso (con sus maestros como con sus colegas) e inteligente (respecto de los destinatarios de sus investigaciones). Nada como escucharlo de primera fuente: [...] cuando se da ese deseo de aprender algo del pasado, así sea muy modestamente, me parece que el trabajo histórico viene a ser una especie de satisfacción de esa necesidad de conocimiento que surge del investigador, sobre todo cuando esa vocación nace en una persona joven y que tenga tiempo para prepararse y contestar algunas de las preguntas que se formule. (No cabe duda que quien profirió aquellas palabras, fue el primero en aplicarlas consigo mismo.)
Además de conversaciones muy amenas sobre la vida ejemplar de un historiador, Silvio Zavala comparte algunos “secretos” para hacer una buena investigación, donde también da libre curso a sus recuerdos, en una suerte de autobiografía no velada. El Yucatán de principios de siglo XX que lo vio nacer, sus estudios de Leyes en México y un viaje a la España anterior a la Guerra Civil que lo convirtió al sacerdocio de la Historia, muy llevado de la mano de don Rafael Altamira, cuya presencia destella en la conversación como quien mira hacia el firmamento en busca de una estrella guía: Eminente jurista, pedagogo, literato, filósofo, le gustaba el arte, por eso hizo su gran contribución a la historia de la civilización española, y como su cátedra era de derecho indiano, de las instituciones de América, naturalmente gentes que estudiábamos derecho, procedentes de América, de Filipinas, de España misma, convivíamos y nos formamos en ese ambiente.
Una cosa que preocupaba a don Silvio era la pluralidad de enfoques en cuanto a la factura de la Historia. En buena parte de los textos aquí reunidos, siempre le interesó que sus colegas futuros ampliaran, incluso superaran, los esfuerzos diligentemente hechos por él y sus epígonos de anterior trayectoria, porque la Historia, como las demás ciencias, es aún perfectible; luego de retirarse de toda actividad académica y diplomática, se dedicó a “poner en orden sus papeles”, porque quien comienza temprano a leer y a escribir, debe, temprano, a dejar de escribir, mas no a dejar de leer.
Así como Baltasar Gracían sostenía que hay tres tipos de conversaciones en esta vida, para Silvio Zavala las hay para hacer historia, o al menos, para “tropezar con el tiempo”: […] los problemas del tiempo son la tarea del historiador. Está, por una parte, la vida de la persona, las transformaciones de su propio modo de ver las cosas. Al lado de este tiempo personal está el paso del tiempo social, de la vida que se está desarrollando en torno de uno. Para acabar de complicar las cosas del tiempo del historiador está el hecho de que su afición o profesión lo lanza al tiempo ido, hacia otra gente que ya ha pasado. Esta reflexión del tiempo hay tenerla en cuenta para el trabajo del historiador. Quizá, en última instancia, su tarea consista en la convergencia del tiempo personal y del tiempo social con esa tercera dimensión del tiempo ido, del tiempo pasado, para incorporarlo a sus propias vivencias. (Los subrayados son míos.)
¿Por qué acercarse a Conversaciones sobre historia? Muy sencillo, para conocer de primera fuente la experiencia de un historiador dedicado a recobrar la memoria del tiempo que le precedió, bajo un cuidado rigor en la información recabada, así también en el estilo personal de hacer historia (detalle que, más adelante, un discípulo suyo, Luis González y González, logró ceñir en las páginas de El oficio de historiar); lección de vida ejemplar en espera de multiplicar los adeptos a la historia, sin importar el adjetivo que deseen añadirle. Ante mi lectura de la presente antología, creo entender por entero aquella sentencia de mi abuela paterna, y que, de cierta forma, me recordó el proceder de don Silvio en el justo balance de su vida, de “retirarse” muy a tiempo. (Por fortuna, dos alumnos suyos de El Colegio de México, Luis González y González –habitante de esa Ciudad Esmeralda de los historiadores, San José de Gracia– y Moisés González Navarro –recientemente fallecido al momento de escribir estas líneas– continuaron con pasión desmedida sus labores en pro del estudio y de la difusión de la Historia.)
Quede en ustedes acercarse al trabajo de Silvio Zavala, yucateco eminente en espera de una generosa lectura y de una justa biografía. Mientras esto o aquello sucede, que estas conversaciones susciten otras tantas en su honor. (Así sea.)  

Conversaciones sobre historia: Silvio Zavala. México, El Colegio de México, 2015.
  
(9/febrero/2015)

domingo, 5 de julio de 2015

Mi encuentro con Fakuta

Lo que comenzó con un videoclip transmitido por Canal Once, hoy es una maravillosa experiencia, pues ayer, sábado 4 de julio, tuve la dicha de asistir al Festival Neutral MX, organizado por la casa disquera Quemasucabeza, de Chile, con la participación de grupos y cantantes representativos del rock y el pop chileno de los años recientes; y en su tercer y último concierto, un cartel de súper lujo: el cantante argentino Coiffeur, y los chilenos Fakuta y Gepe, harto conocido en estos lares.
Gracias al agua de azar y a la generosidad de un compañero de batallas, me hice de un boleto para dicho concierto, y allí entregarle a la ingeniosa y genial Fakuta un ejemplar de Sirenas del MP3, encuentro previamente acordado desde nuestras cuentas de Twitter.
Luego de un trayecto algo lluvioso, a las 8:40 pm llegué al Sala, lugar donde se realizaría el concierto, a media cuadra de la Glorieta Insurgentes. Luego de mostrar mi boleto y gastar infructuosamente 30 pesos en la paquetería por un paraguas que cargué en balde, entré a la sala donde ya se vivía un ambiente de lo más festivo; el público, compuesto en su mayor parte por jóvenes entre 18 y 25 años, esperaba gustoso que comenzara el concierto. Mientras unos revisaban sus celulares y echaban relajo, otros se acercaban al bar para pedir una cerveza, la cual fue ofrecida por los meseros del lugar a quien esto escribe. Les dije que no, gracias, que así estaba bien. (Aún así, insistieron otras veces…)
A las 9:15, por fin, comenzó el concierto. El argentino Coiffeur fue el encargado de abrir la jornada musical de esa noche; acompañado por la percusionista Carolina Deplásticoverde, interpretó varias de sus canciones conocidas por el público mexicano, contento de tenerlo por primera vez tanto en México como en el Neutral MX. “Pieles” fue la primera que el público cantó de buenas a primeras, seguida por “Mientras tanto” y “Damero”, entre otras que interpretó a capella; al filo de las 10 pm, Coiffeur y Deplásticoverde abandonaron el escenario, agradeciendo la preferencia del público, en espera de volverse a encontrar muy pronto. (Como Coiffeur, también para mí fue una primera vez… pero por partida doble: sus canciones me gustaron mucho y, claro, allí estaba, en su primer concierto en tierras mexicanas. Un electropop con toques de folk que bien merece la escucha. Seguro que sí.)
Después que el staff de Quemasucabeza dejó listo el escenario para el artista siguiente (y de que los asistentes se tomaran otra cerveza y buscaran un lugar lo más cercano al escenario), a las 10:15 pm, Deplásticoverde, acompañada por Estefanía Zota Pianola y Ariel Dj Dementira ocuparon sus respectivos instrumentos, para luego recibir a la gran Fakuta, quien arrancó su participación con “Guerra con las cosas”, la cual encendió en parte los ánimos del público (y eso que aún faltaban varias canciones); en “Estrella”, canción proveniente de Al vuelo, primer disco de Fakuta, tanta era su emoción por estar en México que a media canción ¡¡se le olvidó la letra!! Por fortuna, Zota y Deplásticoverde le dieron con una sonrisa la fuerza necesaria para seguir con “Armar y desarmar”. Cuando llegó el turno de “Domesticar” llamó al escenario a Coiffeur, con quien haría el consabido dueto. Con “La intensidad” y “Luces de verano”, se calmaron un poco los ánimos y la atmósfera era un poco más pasiva y hasta amorosa, según noté en algunos asistentes.
A mitad del espectáculo, Fakuta anunció que para la siguiente canción, “Invisible”, contaría con una participación especial; aunque el público esperaba a Cristobal Briceño (vocalista del grupo Ases Falsos), no cupo de emoción cuando la chilena Mon Laferte entró al escenario para hacer dueto con Fakuta. Una interpretación única, diríase hasta fantasmagórica, porque la voz de Laferte va más allá de todo. (Bien merece un concierto aparte para apreciarla en todo su esplendor.) Rumbo al final, canciones como “Aeropuerto” y “Mascota” abrieron brecha para dos joyas musicales esperadas con ansia: “Tormenta solar” (donde sólo faltaban las monjas rebeldes del videoclip o por lo menos el multimedia de sus conciertos en Santiago) y “Despacio”, a manera de glorioso cierre, con la participación especial de Yeimi Navarro (del equipo musical de Gepe) en el street dance. Se despidió del público mexicano, en espera de volver muy pronto.
Mientras el staff arreglaba el escenario para el gran final, a cargo de Gepe y su pop andino, quien esto escribe se aproximó a la parte derecha del escenario para, ahora sí, cumplir una promesa: entregarle a Fakuta un ejemplar de Sirenas del MP3. Mientras el personal de seguridad del Sala hacía su trabajo de no permitir la entrada a personas ajenas al equipo de Quemasucabeza, fue gracias a una hermosa y amable representante artística que se dio mi encuentro con Fakuta. Luego de las respectivas presentaciones (pues sólo nos conocíamos por Twitter), le mostré mi libro dedicado de puño y letra, en particular, el homenaje poético que le hice. “Me gustaría leerlo…”, me dijo. “Deja que lo lea para que lo escuches mejor”. Lo leí con suma devoción y al final ella quedó maravillada por ese buen gesto. Además del ejemplar firmado le di otros dos para su colección. Le comenté que tenía el plan de comprar allí mismo el Tormenta solar pero que ya no había. “No te preocupes, si tengo bien el dato para que lo consigas, yo te aviso por Twitter”. Y como el tiempo apremiaba, a falta de disco para firmar, le pedí que me firmara mi ejemplar de Sirenas del MP3, en especial la página donde estaba su poema, “Escuchando a Fakuta”. Una dedicatoria sencilla pero llena de afecto y gratitud. 
 “Dispensa que no me quede al show del Gepe, pero mi último metro sale antes de medianoche”. Con estas palabras me despedí de ella, en espera de otros encuentros, pero sumamente contento por haberla conocido. Un milagro doblemente cumplido: por asistir al concierto, por conocerla en persona. (Verdad que así fue.) 

miércoles, 1 de julio de 2015

Escuchar la memoria

Ulises Velázquez Gil

Al principio de sus memorias, agrupadas bajo la afirmación Sí, me acuerdo, el actor italiano Marcello Mastroianni hace una mención aleatoria de las cosas que vienen a su mente, por dispares que éstas sean. En algún momento de la vida hay nombres y cosas que llegan a nuestro pensamiento y piden a gritos su lugar en la memoria. Sin embargo, cuando los nombres recordados hacen mella en ésta, es ineludible acordarse de las personas que los portaron, con su genio y figura propios de sí.
El legendario periodista capitalino Manuel Horta (1897-1983), consciente de esta circunstancia, presenta en Siluetas en la neblina a varios personajes de la vida cultural de México desde la perspectiva de un contemporáneo que trabara con ellos amistad y conversación, derivados de la constancia en el trato y la franqueza en el recuerdo. En una palabra, se trata de una evocación: El espejo de la evocación tiene profundidad insospechada. A medida que se clavan los ojos, las sombras más débiles van cobrando relieve, color y movimientos y de leves siluetas de humo se transmutan en rostros sin mirada, como las estatuas que dejaron ciegas los milenios.
Aunque para varios de nosotros los personajes allí pintados se acercan (por desgracia) a la naturaleza de un monumento en Paseo de la Reforma o de un almanaque al estilo del más antiguo Galván, la prosa de Manuel Horta les devuelve vida cuando de ponderar su presencia se tratase; muchos de estos retratos aparecen frente a frente con un lector a la espera de reconocerse en él, también para testimoniar una época ya fugitiva y sin esperanza de volver.
Ramón de Valle-Inclán, Rodolfo Gaona, Ramón López Velarde, Amado Nervo, Federico Gamboa, José Juan Tablada y hasta Ernesto García Cabral (el inolvidable Chango) concurren en las páginas de este libro donde el esmeril del recuerdo permite estampas como ésta:
-Usted se va conmigo, Cabral...
-Imposible señor Fabela… Yo me vuelvo a París con Madeleine… Pero el Ministro experimentado, ordena a Enrique Freyman que reserve un trasatlántico de lujo… Y a las puertas de la Compañía Naviera, Freyman hace un pacto con él.
-Aquí hay una perra gorda, Cabral… De un lado lleva el León de Castilla […] En la otra cara, está la mujer recostada […] Lanzamos al aire la moneda… Y en un volado jugamos a tu destino… Si ganas a la dama española, retornas a Francia… Si yo gano al León, te vas a Buenos Aires… Gana el emisario de Fabela y Cabral, bañado en lágrimas el rostro, toma el pasaje y embarca desmadejado, sonámbulo, con el espíritu en derrota… Diez años más tarde y en la capital azteca, el propio Freyman revela a Cabral su secreto: la moneda fue limada y unida a otra perra gorda, de manera que en ambas caras estaba el León de Castilla…

(La vida en un volado, ¿no creen?)
Aunque en muchas de las estampas de Horta abunda el humor, en otras sucede lo contrario: el tamiz de la tragedia acomete la escritura de las más entrañables, como aquéllas sobre Amado Nervo, en quien observa un halo de nostalgia por un tiempo irrecuperable y hasta una despedida próxima. Así también con Manuel Gutiérrez Nájera y Ramón López Velarde, con quienes cumple una deuda de admiración al incluirlos en su galería personal de querencias, donde el emblemático edificio de Mascarones se torna escala íntima. A principios del siglo XX, “Mascarones” abre sus puertas, llena sus aulas y patios con cabecitas curiosas y doctores en ciencias, matemáticos ilustres, geógrafos, historiadores y literatos que modelan una brillante generación. […] ¿Pero quién recuerda a los maestros que les abrieron el camino lleno de luz?
Pero una historia muy digna de mencionar es la referida a Los Pergaminos, aquel grupo legendario de artistas reunidos en torno al conocimiento y las artes; antes de toda nomenclatura hípster y revolucionarios de cafetera, Manuel Horta y su hijo Raúl –a la postre, prologuista del libro– fueron testigos de la consumada conjunción de figuras como Pedro Vargas, Guty Cárdenas e Ignacio Fernández Esperón Tata Nacho entre los compositores; Adolfo Best Maugard y el Chango García Cabral, los atípicos; Adolfo Ruiz Cortines e Isidro Fabela, políticos ilustrados, y hasta Mario Moreno Cantinflas, Silverio Pérez y Rafael Freyre como parroquianos frecuentes. (Para muchos de nosotros, buena parte de esos nombres resuenan en el recuerdo gracias a las charlas de padres y abuelos, pero si traspasaron las aduanas del tiempo, se debió a una lectura serena, doblemente generosa en trato y abordaje. Pero al fin y al cabo -¡oh sabio astrónomo de Naisapur!– únicamente somos un desfile de sombras frente al sol –linterna mágica en medio del espacio, sostenida por el organizador del espectáculo...
Con todo, acercarse a Siluetas en la neblina es una manera grata de conocer una época pródiga en talento y personalidad, donde el valor de una persona pública se mide por sus legados en el buen trato que por el número de selfies que se toma en un acto público; escuchar la memoria a la busca de una respuesta, una muy efectiva que solucione una omisión de recuerdos y una justa ponderación de épocas, porque después de todo, “qué somos sino la actualización de un presagio”, como se preguntaba acremente Salvador Elizondo. (Lo demás, sólo el tiempo… y un ganchito.)

Manuel Horta. Siluetas en la neblina. Ilustraciones de Rafael Freyre. Prólogo de Raúl Horta. México, Jus, 1977.

(2/febrero/2015)

jueves, 11 de junio de 2015

Miguel Bosé en el Auditorio Nacional

Ulises Velázquez Gil

Hace una semana, por mera agua de azar, llegó a mis manos un obsequio inusitado (a guisa de antesala para el martes 16, día en que quien esto escribe será un año más viejo): un boleto, fechado para el jueves 11 de junio, para el concierto de Miguel Bosé.
Luego de un viaje de ida bastante tranquilo (sin problemas en el cambio de línea, de la 2 a la 7 en la estación Tacuba, y una breve visita al mural del rock en la estación Auditorio), a las 7:50 pm el firmante de esta columna llegó a las puertas del Auditorio Nacional para el concierto; fui el primero en llegar a mi asiento: primer piso, fila D, asiento 47. Mientras llegaban los demás ocupantes de mi sección, aproveché para leer un poco, revisar los mensajes de mi celular y hacer memoria de mis anteriores visitas al Auditorio. En ese momento, la voz oficial del recinto hizo las respectivas advertencias de protección civil y de asistencia: señal inequívoca para el inicio del concierto.
Con un ligero retraso, a las 8:40 se empezaron a escuchar trinos de pájaros y en el escenario cuatro luces, parecidas a las de un generador, se apagaban y se encendían constantemente. Detrás de una de éstas, apareció Miguel Bosé, entonando las primeras líneas de “Amo”, canción que da título a su producción más reciente; mientras avanzaba la canción, se sucedían en el escenario varias imágenes relacionadas con la naturaleza, las cuales también quedaron muy ad hoc para “Encanto” y “Libre ya de amores”, también provenientes del Amo.
A partir de la cuarta canción, “El hijo del Capitán Trueno” (donde el escenario se asemejaba a un enorme acuario), el público ya se alistaba para cantar a voz en cuello, o para corear las canciones de pie o en su asiento. De pronto, el escenario se oscureció y una luz roja comenzó a salir de quién sabe donde: era un dragón de un rojo intenso y en ese momento se escucharon los acordes de un citar (o algo parecido) que dieron lugar a “Salamandra”, para después seguirse con “Nena” y mi favorita de favoritas, “Aire soy”, cuyos arreglos actuales me hicieron pensar lo siguiente: “¿A poco va a cantar con Ximena Sariñana?”, cosa que no sucedió. (Mejor así.)
(La sección del primer piso donde me encontraba, era la locura, pues entre madres e hijas, amigas y compañeras se armó un ambiente lo más intenso: además de corear las canciones e incluso bailarlas desde sus lugares, se intercambiaban los asientos para conocer otra vista, y hasta un pequeño paquete de goma de mascar recorrió toda la sección. ¿Acaso pasa igual en todos los conciertos de Bosé? Quién sabe…)
Llegó el momento emotivo del concierto con tres canciones en sí esperadas por el público: “Horizonte de las estrellas”, “Sólo sí” y “Te comería el corazón”, donde no faltaron algunas lágrimas del público en la interpretación de la segunda; al finalizar la tercera de este bloque, el escenario volvió a oscurecerse y otra vez el color rojo hizo de las suyas, esta vez dentro de varias imágenes religiosas, donde se veía, veladamente, el rostro de Bosé en una de ellas: se trataba de la canción “Sevilla”, infaltable en el repertorio del ibérico, y antesala de una que hizo retumbar el Auditorio, “Si tú no vuelves”, y de otra que me dejó conmocionado, “Tú mi salvación”.
Después de estas canciones, el escenario quedó ligeramente a oscuras, y de donde apenas era perceptible al oído un estribillo de sobra conocido por los fans de Bosé: “Canta y vuela libre como canta la paloma…” y así como de la nada, el escenario se iluminó con los primeros acordes de “Nada particular”, a la que todo el público respondió de pie y cantando a voz en cuello; hasta yo, que no me había levantado de mi asiento hasta ese momento. Le siguió “Partisano” (con unas letras verdes como de monitor de computadora en el escenario), “Como un lobo” (a la que sólo le faltaba la voz de Bimba, o al menos eso me parecía) y “Morenamía”, la cual convirtió varias de las secciones del auditorio en improvisadas coreografías, que continuaron en “Sí se puede”, donde el multimedia del escenario parecía monitor de videojuego o hasta de canal japonés. Y con esta canción, Bosé se despidió de su público, el cual, con aplausos y el unánime grito de “¡Otra, otra!”, lo regresaron al escenario sólo para regalarnos tres canciones más: “Que no hay…”, “Bambú” y, por supuesto, “Amante bandido”, con la que parecía despedirse del público, pero no fue así.
Luego de presentar a cada integrante de su equipo (entre coristas, músicos, sonido y multimedia), agradeció a su público por su asistencia y por su fidelidad a lo largo de 25 años de conciertos en el Auditorio Nacional, y lo definió en una sola palabra: imbatible. Después de ello, comenzó a cantar aquella “carta” escrita a sus 19 años, que al escribirla para nadie, ahora es de todos: “Te amaré”, y cuando parecía despedirse al fin, cerró su concierto con “Por ti”, del disco Cardio.
Eran las 10:53 de la noche y el público ya se dirigía hacia la salida; muchos para hacer escala en los sanitarios y algunos más se quedaban en los andadores esperando a sus familiares y amigos, o simplemente en la charla informal sobre cómo estuvo el concierto. Con el ánimo a mil por hora y una garganta enronquecida por tantas canciones, emprendí el regreso a casita, con la esperanza de volver muy pronto al Auditorio Nacional. Por ahora, logré mi sueño de ver a Miguel Bosé, y con ello quedé más que complacido.
Como siempre le digo a una querida amiga, siempre estará el Auditorio Nacional, y en octubre espero que así sea. (De verdad.)

miércoles, 18 de febrero de 2015

Ojerosa y transpirante

Ulises Velázquez Gil

En Las ciudades invisibles del prolífico Italo Calvino, Marco Polo cuenta al Kublai Kan de sus hallazgos urbanos a lo largo de sus travesías de reconocimiento; cada ciudad, cabe decirlo, no tiene la misma importancia para sus habitantes ni se parece a las demás por el simple hecho de ser, sobra decirlo, una muy diferente. Sin embargo, cuando en una misma urbe se conjuntan varios sentimientos encontrados, es decir, la presencia de otras ciudades, la cuestión obedece a una logística en particular.
            Después de llevarnos de paseo por Madrid y sus escritores de la mano de La Emperatriz de Lavapiés, el narrador mexicano Jorge F. Hernández nos entrega una segunda novela donde la ciudad tiene mucho que decir. Réquiem para un Ángel (Alfaguara, 2009) cuenta la historia de un ciudadano fuera de serie, Ángel Andrade, quien luego de una epifánica huida de casa, se autoerige en Salvador de la Ciudad. Sin mayores armas que una mochila repleta de cuadernos en blanco y lápices de colores, el ahora llamado Ángel Anáhuac camina por los rincones de la Ciudad de México, buscando mujeres indefensas a quienes socorrer, comensales de kilometraje acumulado, perdedores profesionales cuyo error y figura es sólo una imagen vista a 24 cuadros por segundo, en fin… habitantes que llevan en sus apellidos la nomenclatura de las colonias, y que, conscientes de su papel urbano, forman ese interminable coro de necios empecinados en vivir y resignados a morir en esa ingrata ciudad, amada y odiada al unísono, como cualquier Catulo en el destierro. Entre la experimentada lección de Carlos Narvarte, la franqueza desconcertada de Alberto Torres de Mixcoac, o el arrojo desanimado de Tony Tlalpan, entre otros personajes que le hacen coro, Ángel Anáhuac descubre su presencia en la Ciudad de México; luego de plantarse frente a su epígono del Paseo de la Reforma y anotar en su libreta los resultados de su percepción (bitácora de neologismos, diccionario secreto de la ciudad), ocasionando que una pléyade de pronombres (unos, otros, algunos, aquéllos, él, ella, tú, nosotros) diga su versión de los hechos, aunque para otros –no sabemos quiénes– el único hecho sea sólo mera diversión.
            Para quienes conozcan los territorios donde se mueve la obra narrativa de Jorge F. Hernández, Réquiem para un Ángel es la plaza principal donde se citan, se reúnen o se manifiestan los pequeños universos de sus cuentos y novelas: soñadores de la Historia, cuyas historias juegan a la casa de los espejos, e instaurando brevísimos imperios en lo más recóndito de una ciudad allende el charco atlántico. Ángel Anáhuac, como a Pedro Torres Hinojosa (La Emperatriz de Lavapiés), busca a su Penélope a cada paso por la ciudad de sus desvelos; comparte con Epigmenio Bedoya y el capitán Ornelas su deseo de sobrevolar los extraños parajes de una urbe ajena y desesperante, pero suya a fin de cuentas, y como Rolando Revilla en “Noche de ronda”, su paseo por los delirios de la noche citadina hasta deshacerse con las primeras luces del amanecer.
            Con todo, Réquiem para un Ángel es una carta de amor y odio dirigida a la Ciudad de México; elogio de la calle que no escribe sus historias, a riesgo de volverse un almanaque más, y, como su antecesora directa, La región más transparente de Carlos Fuentes, y a semejanza de la Ojerosa y pintada vista por Agustín Yáñez, cede la última palabra a sus habitantes, quienes, después de todo, siguen impugnando su presencia, a sabiendas que viven en una ciudad más que transpirante, pero ojerosa al fin y al cabo.

Jorge F. Hernández. Réquiem para un Ángel. México, Alfaguara, 2009.

(5/agosto/2011)