miércoles, 28 de mayo de 2014

Una biblioteca en tres tiempos

Ulises Velázquez Gil

En la historia de la cultura (sin importar latitudes y épocas) son encomiables los esfuerzos de aquellos libreros y bibliófilos que han consagrado su vida a la conservación del conocimiento; los más acendrados en su empeño pasan a bibliómanos, cuidando su patrimonio para consumo personal, quienes, además de cumplir ese afán, conjuntan el saber de su tiempo, en aras de su constante retroalimentación. Ejemplo de ese saber vivo es José Luis Martínez (1918-2007), cuya biblioteca fue el fruto de más de sesenta años de cuidado y conformación sucesivos. A raíz de su muerte, fue adquirida por las instancias gubernamentales, y así asegurar su acervo, sin embargo, se planteó otro problema: ¿cómo asegurar por completo aquel cuidado? Para que esto se lograse a cabalidad, el investigador Rodrigo Martínez Baracs, a la sazón hijo del ilustre bibliófilo, se dio a la tarea de escribir una pequeña guía bibliográfica al respecto. Dicho esfuerzo quedó coronado en el libro La biblioteca de mi padre, que hoy llega a nosotros con la misión de cuidar el patrimonio bibliográfico generado por José Luis Martínez, sin que traspase las fronteras del olvido (burocrático y libresco), conservando así su toral presencia.
Martínez Baracs dividió su trabajo en tres partes, donde cuenta la formación de la Biblioteca, su momento actual y el (posible) porvenir de la misma. Toda biblioteca que se digne de serlo debe conformarse por libros comprados, obsequiados y hasta robados (mediante la engorrosa institución del préstamo personal, claro está); el autor no repara en pormenores al reconocer esta condición en su remembranza. En su misión como funcionario, tanto en el sector cultural como en el diplomático, sus andanzas bibliográficas lo llevaron a hacerse de todas las publicaciones en torno a la cultura mexicana. Igualmente, su amistad con importantes escritores, como Alfonso Reyes, Octavio Paz y Alí Chumacero, derivó en una generosidad bibliográfica, quienes le obsequiaban libros propios como ajenos y así engrosar su conocimiento de las letras mexicanas (no por nada, Gabriel Zaid lo denominó curador de las letras mexicanas), empresa complementada por el acopio constante de todas las revistas y suplementos culturales habidos y por haber, desde la colección completa de La Antorcha (legendaria publicación hecha con el sello de José Vasconcelos) hasta el sibarítico ¡Ja-Ja! Cierra Martínez Baracs el primer apartado con una tardía afición de su padre a las subastas de libros antiguos, a las que solía acompañarlo: unas veces, campante de haber conseguido un garbanzo de a libra, y otras, desanimado al no hacerse de nada. (Gajes del oficio… libresco.)
En el segundo apartado, “Los grandes fondos”, conformado por nueve incisos, resaltan los tópicos de literatura e historia mexicanas. Si recordamos la señeras intenciones de José Luis Martínez al conformar su biblioteca (conjuntar el saber y la cultura de México), no nos cabe la menor duda de la prioridad concedida a esos fondos bibliográficos, cuya sola consulta permitió confeccionar lo mismo ediciones canónicas de importantes autores en las letras mexicanas, como su edición de las Obras de Ramón López Velarde, e igualmente plasmar esas impresiones en libros propios. Respecto al rubro de la Historia, José Luis Martínez también se preocupó por tener al día todas las publicaciones: primeras ediciones, guías bibliográficas y hasta códices en facsímil develan el oficio del conocimiento que circulaba por sus venas. (Su Hernán Cortés, con todo y volúmenes complementarios de documentos, lo demuestran con todas las letras.) Una cualidad que pintaba a don José Luis de cuerpo entero, era su insistencia en tener todas las ediciones de un mismo libro: desde el coffee-table hasta las versiones “baratas” y de bolsillo. (Cabe decir que, enn cuanto al compendio de la cultura mexicana, su biblioteca fue una de las más completas, sólo equiparable a la de su colega y amigo Alí Chumacero, cuyo fondo bibliográfico aún espera tanto cobijo definitivo como biografía en proceso.)
Por último, la tercera parte del libro se enfoca, casi de manera testamentaria, al futuro de la biblioteca. Asegurar su conservación no equivale nada más a tener todos los libros en un solo recinto (en principio, se pensó en el Palacio Nacional, hoy sabemos que reside definitivamente en la Biblioteca de México, por los rumbos de la Ciudadela), sino cuidar que ese patrimonio siga con vida; esto es, recomienda Martínez Baracs: buscar la forma de cómo guardar los papelitos encontrados en cada ejemplar, cuidar las camisas de las ediciones encuadernadas, continuar el acopio de las revistas y suplementos culturales, y dos que me parecen indispensables: evitar el crecimiento indiscriminado de la biblioteca, dándole prioridad a los rubros arriba mencionados, y hasta proyectar en un futuro próximo una edición con las dedicatorias más bonitas de cada libro. (Esto último pude constatarlo al revisar sendas ediciones de Libertad bajo palabra de Octavio Paz, y Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, por mencionar algunas.)
A final de cuentas, La biblioteca de mi padre de Rodrigo Martínez Baracs es sólo la primera parte de una gran empresa tanto cultural como sentimental; en la labor de escritores, críticos e investigadores (hoy metidos a cuidar la buena salud de la cultura en México, como hiciera José Luis Martínez en su tiempo), su presencia es más que indispensable. Por el significado afectivo que encierran sus páginas, cumple una deuda de honor con la historia de la literatura mexicana, y de amor hacia un padre que dio destino, constancia y pasión bibliográfica.

Rodrigo Martínez Baracs. La biblioteca de mi padre. México, CONACULTA, 2010. (Memorias mexicanas)

(2/diciembre/2011)

miércoles, 14 de mayo de 2014

Crónicas de un descarriado

Ulises Velázquez Gil

“Las ciudades destruyen las costumbres”, condenaba enérgico un José Alfredo Jiménez en una de sus canciones más emblemáticas, lo mismo interpretada por María de Lourdes que por Joaquín Sabina. Si nos adecuamos al contexto que vivió el guanajuatense ilustre, esto es una señal de peligro, pero cinco décadas después, más que destruirlas, las transforma de una manera desconcertante, o si se quiere, hasta descarriada. A caballo entre la poesía y el ensayo, Hernán Bravo Varela, citadino emergente, nos entrega en Historia de mi hígado y otros ensayos un repertorio de doce imágenes que confirman aquel cambio. Y como buen ensayista que se respete (aunque, en su caso, es todo lo contrario), cuenta cómo le fue en la feria.
Uno de esos ensayos, “Como en feria”, en efecto, consigna el surrealismo predominante en las ferias del libro; concretamente, en la FIL de Guadalajara. (La verdadera Feria ocurre en su exterior, y el libro está por escribirse en una noche en blanco.) Fuera de todas las actividades propias de una feria, Bravo Varela reflexiona acerca de su carácter religioso, a semejanza de La Villa o de San Juan de los Lagos; además, sus remembranzas resaltan el acto de la lectura como una liturgia propia de laicos y locos metidos a la lectura, entre éstos, un vicario singular llamado José Emilio Pacheco. 
Volviendo a nuestras calles conocidas, de los doce ensayos compilados, encuentro dos que se hallan encabalgados por si naturaleza irreverente. Por un lado, “Elogio de lo nulo” hace una crónica de las músicas secretas que cada individuo lleva por sus venas, ocultas bajo el burocrático nombre de educación sentimental. Como destellos de una luz inexplicable, las baladas encierran hallazgos dignos de una ponderación más minuciosa y menos visceral, a la altura de tantos juicios nuestros que, emitidos con supina idiotez, llegan a arrancar aplausos. Por el contrario, “Orquesta vacía” es el contrapunto de dos aspiraciones musicales; dirigir una música, o dirigirse en la música. Para el primer tópico, el autor se sabe derrotado de antemano; para el otro, la victoria, pese a no esperarla con anticipación, es lo único seguro. Y para ambos escenarios, el karaoke permite explayarse en ello. Quien ha cantado en un karaoke, lo sabe: ausente la música, deslumbrado por focos de setenta y cinco watts, apenas se puede distinguir entre penumbras al público que se encuentra allí reunido. Si Orfeo bajó a los infiernos al rescate de Eurídice, no cabe la menor duda que se puede caer en ellos y salir airoso pese al pronóstico reservado.
Para los casos de “Permanencia involuntaria”, un lugar non sancto adquiere carta de internacionalización: el baño. Blas Matamoro confesó alguna vez extrañado que, estando en un bar en Nueva York, se le ocurrió preguntar por dónde se encuentra el baño, y en inglés le respondieron: Behind the blue door, y su mente comenzó a divagar acerca de la puerta triste o lo triste que está le gente cuando va al baño. Sea cual sea el estado de ánimo que uno tenga, sólo una cosa es segura de soportar, es decir, “resistir la vieja música de cámara de su propio cuerpo al orinar, silbar, toser o soltar sus flatulencias [y] está listo para escuchar la nueva sinfonía del mundo con solicitud, buen ánimo y cordura”. Una de las cualidades que el baño tiene por donde quiera que se vea, además de desahogar funciones fisiológicas, es también como reducto de la privacía… intelectual. Marcelino Menéndez y Pelayo y Jules Michelet, famosos usuarios suyos, entran en escena gracias al mirón escatológico que pintó Mario Vargas Llosa en Los cuadernos de don Rigoberto. Aunque se vea, a la primera de cambios, como un ensayo algo escueto en tamaño, la profundidad del tema queda más que evidente. Inclusive, desde el uso que se le da al adjetivo privado, procedente de un verso de San Juan de la Cruz hasta el engorroso aviso de ocupado sobre la puerta del retrete.
La intuición cinematográfica del atípico Stanley Kubrick, la impuntualidad de Marilyn Monroe, la mirada sesgada sobre el camaleón y hasta una serie de silogismos aprobados por Margo Glantz, no tendrían mayor importancia si nos olvidáramos del ensayo que da nombre al libro: “Historia de mi hígado”, bitácora de un descarriado ungido al hedonismo cuando cae preso por la hepatitis. “Hay que aprovechar las ventajas de la enfermedad”, sugería Pascal en sus Pensamientos y la lista de obras literarias generadas en ese leitmotiv llenaría el poco espacio del que dispongo; para Bravo Varela significó un impasse que lo motivó a replantearse su humanidad (entiéndase esto como ser humano, claro). Antes consideraba al cuerpo mi más discreto cómplice. Aun en los instantes de mayor plenitud, debía conformarse con ser testigo presencial de sus mismas obras. Cuánta nobleza: permitir tres orgasmos en una sola noche, la degustación de una comida interminable, una proeza atlética o el saldo blanco de un fin de semana en los más bajos fondos sin pedir nada a cambio, sin protagonismos –y, sobre todo, sin antagonismos. (¿Réquiem para un sueño? No lo creo…) Sin embargo, contar su experiencia de la enfermedad –sin más referentes que César Aira, Roberto Bolaño y hasta sí mismo– recupera en esas líneas un tiempo que fue, con todo y sus dislates, pero no lo añora en demasía, sino que lo recrea para seguir avante. 
Y si se trata de seguir adelante, “Punto de rompimiento” recupera su experiencia como tenista en entrenamiento, compaginado con algunas similares en el mundo del deporte. Por ejemplo, Robert Frost, poeta y corredor de fondo, es, para él, su paradigma más cercano. (No cabe duda que la remembranza es un deporte de alto rendimiento.) 
Con todo, Historia de mi hígado y otros ensayos consigna los pasos (¿perdidos?), los recuerdos y el aprendizaje de un escritor empeñado en el oficio en horas 24 de vivir la ciudad, incluidos también los altibajos a los que se haya sujeto. Doce ensayos (¿peregrinos?), como crónicas de un descarriado, que dibujan aspectos muy peculiares de ese viandante llamado Hernán Bravo Varela. Si me permiten decirlo, este libro (ganador del primer lugar en la categoría de Ensayos, dentro del certamen Letras del Bicentenario 2010, convocado por el Gobierno del Estado de México) es a Bravo Varela lo que Enseres para sobrevivir en la ciudad para Vicente Quirarte, Réquiem para un Ángel para Jorge F. Hernández, o Tránsito para Claudina Domingo, es decir, las consecuencias del cambio de costumbres de una ciudad que se nos escapa impunemente de las manos; aunque también existe un espacio para la esperanza y la memoria, hallando decoroso reducto en sus páginas. Por último, si José Alfredo Jiménez hubiera conocido a Hernán Bravo Varela, seguramente este último le daría la razón, porque, entre dos descarriados, la única que conocen sólo entiende de dolores en común. (Se non è vero, è ben trovato.

Hernán Bravo Varela. Historia de mi hígado y otros ensayos. Toluca, México, Gobierno del Estado de México / Secretaría de Educación, 2011. (Biblioteca Mexiquense del Bicentenario. Letras, 25. Ensayo)

(9/marzo/2012)