Ulises Velázquez Gil
“Escribir es, siempre, convocar
fantasmas. Escribo: convoco fantasmas. Convoco fantasmas: escribo”, nos dice
Julieta Campos en Un heroísmo secreto.
Para quienes asumimos a diario las batallas colaterales al oficio de escribir, aquellos
fantasmas son de gran ayuda tanto en la confección de un texto como en su
consistente lectura, y no es para menos, puesto que la literatura, como aquel
cuento de Juan José Arreola, es el lugar de las apariciones.
Cazadora
de fantasmas sin remitente, Valeria Luiselli nos entrega su primera novela, Los ingrávidos, a guisa de experiencia
en ese “lugar de las apariciones”, donde una voz inusitada habla por persona
interpósita para dar fe de su tránsito por el mundo; concretamente, en la
ciudad donde radica la autora, Nueva York, escenario dúplex para dos historias
en apariencia opuestas.
Entre
los quehaceres de una asalariada del ámbito editorial, madre de dos hijos, y
lectora en horas 24, para más señas, se le presenta una insólita aparición
literaria, Contemporáneo por partida
doble, y de quien suscribirá su itinerario por esa ciudad (aunque, por decirlo
de alguna forma, ninguna urbe suele ser la misma): Todo empezó en otra ciudad y en otra vida, anterior a ésta de ahora
pero posterior a aquélla. Por eso no puedo escribir esta historia como yo
quisiera –como si todavía estuviera ahí en fuera sólo esa otra persona–. Me
cuesta hablar de calles y de caras como si aún las recorriera todos los días.
No encuentro los tiempos verbales precisos. […]
En
ese juego de tiempos (y de lecturas, por consiguiente), aparece ese extraño
inquilino en la vida de la narradora, de improviso entre sus oficios lectores
en la editorial donde trabaja. Entre White y Minni (jefe y compañera de
trabajo, respectivamente) y una flota de autores tan disímiles como Carlos Díaz
Dufoo Jr., Josefina Vicens e Inés Arredondo, aparece en escena un sujeto
llamado Gilberto Owen: primero, como otro autor por editar (en aras de ser
absolutamente novedoso, o por lo menos, de salir avante del paso editorial),
para después volverse compañero de ruta por una ciudad que, como si en ello se
definiera el concepto de ciudadanía, sigue tratando como forasteros a sus
habitantes. Un viernes por la tarde,
mientras hojeaba libros en la biblioteca de la Universidad de Columbia para
llevar a la editorial […] di con una carta del poeta Gilberto Owen a Xavier
Villaurrutia: “Vivo en Morningside Av. 63. En la ventana derecha hay una maceta
que parece una lámpara. Tiene redondas llamas verdes…”.
Una vez que se convoca al
otro narrador de esta historia, tanto la vida de la joven editora como la
presencia del autor de Novela como nube,
se alterna en un sube y baja de encuentros, vivencias (¿acaso ensoñaciones?)
dentro de un ambiente repleto de ausencias. Para Owen, las de sus hijos, las de
un prominente Federico García Lorca (aún en proceso de volverse poeta en Nueva
York) y los ecos de Clementina Otero, inclusive hasta las de sus compañeros de
ruta (Contemporáneos a la distancia);
mientras que para ella, éstas se concretan en un marido guionista de entrada
por salida, una bebé todavía sin hablar y en el hijo mayor, llamado el mediano, entre dos tamaños del asombro. ¿De qué es tu libro, mamá?/ Es una novela de
fantasmas./ ¿Da miedo?/ No, pero da un poco de tristeza./ ¿Por qué? ¿Porque
están muertos?/ No, no están muertos./ Entonces no son tan fantasmas./ No, no
son fantasmas.
Mientras la narradora
transita por los andenes de la edición, en el tiempo que le queda libre se
enfrasca en la escritura de una novela, donde personajes tan atípicos como
Dakota (experiencia acústica en el abismo de la cubeta) y Moby (falsario
vendedor de pasados artificiales) aparecen y desaparecen a su antojo; incluso,
de tan subrepticios que son, no sabemos si fueron inventados, o simplemente
están de paso, a la vera de otra historia para contar. Todo es ficción, le digo a mi marido, pero no me cree./ ¿No estabas
escribiendo una novela sobre Owen?/ Sí, le digo, es un libro sobre el fantasma
de Gilberto Owen. (¿Será cierto?)
Respecto a la estructura de
la novela, tanto los recuerdos de Owen como las andanzas de la narradora
encuentran en el fragmento (llámese párrafo corto, apunte marginal, nota al
calce, o tarjeta de visita) su recurso ideal para la sucesión y ulterior desarrollo
de ambas historias, hasta finalmente fusionarse en una sola línea, donde se
trastocarán dos mundos en oposición aparente, como dos trenes al paso en una
estación del Metro (subway).
Paréntesis aparte: cada uno de los fragmentos que conforman la novela,
funcionan a semejanza de los vagones del Metro, es decir, como pequeños
universos donde se delate una sensación inesperada, cita a ciegas con el
destino, quizás invitación al viaje: El
metro, sus múltiples paradas, sus averías, sus aceleraciones repentinas, sus
zonas oscuras, podría funcionar como esquema del tiempo de esa otra novela./ El
metro me acercaba a las cosas muertas; a la muerte de las cosas. […].
En
las vidas paralelas de Owen y de la narradora editorial, dos personajes
funcionan como sus leales correspondencias, enlaces entre el tiempo y la
palabra: Homer Collyer y el mediano.
En el primero, los recuerdos y el eco que de éstos queda en la vida, para Owen
son la guía ineludible por parte de un vidente ciego; para el segundo caso, entre
neologismos (trabajorio, Consincara,
tornado de giraviento) y una enorme capacidad de asombro, latente en su
proteico estado infantil, es para la narradora su tabla de salvación, antes que
la realidad o la desmemoria la disperse hacia el silencio, cuyo cerco la bebé
comienza a romper…
Con todo, en esta novela se
alternan sucesivamente dos universos en apariencia opuestos, con el fin de
significarse en una ciudad donde hasta la más nimia ocurrencia (o neologismo, o
bagatela coleccionable) resumen los latidos de una vida. Desde el territorio
libre de la página en blanco, y en el empeño de conjurar fantasmas, siempre
saldrán a nuestro encuentro uno, dos, tres, varias soledades a contrapunto, cuyas travesías interiores ejecutan un
secreto mecanismo, capaces de remover hasta la sensibilidad más escondida de su
lector en potencia, porque, después de todo, y como asegura Vicente Quirarte
respecto de Gilberto Owen, “El escritor es el muerto que nunca acaba de irse”.
Y en Los ingrávidos quede ya la
evidencia de su transitoriedad. (Lo demás, sólo el tiempo… y los lectores.)
Valeria Luiselli. Los ingrávidos. México, Sexto Piso, 2011.
(1º/agosto/2014)