miércoles, 15 de octubre de 2014

Breviario de fraternidades

Ulises Velázquez Gil

En una escena de Amélie, la protagonista del título, metida a secreta heroína de los desmemoriados, decide devolverle a un ya cincuentón parisino, el Sr. Bredodeau, un objeto de enorme valía: una vieja cajita de cigarros en cuyo interior el niño –que fue aquel señor en su tiempo–, colocó sus “tesoros” y, al reencontrarse con éstos, sucede una especie de anagnórisis de boulevard de donde derivaría, seguida por dos vasos de coñac, una reflexión acerca de la vida que se va. Como al feliz recipiendario de este milagro, en algún momento los objetos que formaron parte de una vida gloriosamente vivida (la infancia, entiéndase) regresan a nosotros para pedir a gritos inscribirse en la memoria, sea pública o privada. 
            Un cotidiano navegante de ese otro mar, la literatura, Vicente Quirarte, con la fuerza de voluntad que sólo otorga la escritura, nos entrega un libro hecho, fundamentalmente, con esa materia prima, de nombre Enseres para sobrevivir en la ciudad, producto de la constancia periodística en varios diarios de la Ciudad de México, destacando sobremanera entre banalidades de primera plana que gastan tinta en cantidades industriales.
Compuesto por treinta y nueve artículos, este libro se divide en tres secciones independientes aunque autónomas entre sí: “Enseres”, “Para sobrevivir” y “En la ciudad”. Para el primer apartado, Quirarte dedica tinta, papel y algo de memoria suya, como es debido, en hablar acerca de esos objetos cotidianos que se afanan en acompañarnos en cada momento de la vida; permítanme nombrar sólo algunos: lápiz, pluma, cuaderno, portafolios, libro, gabardina, paraguas, camisa… y aquí me detengo, porque seguro más de uno pedirá que interrumpamos esa enumeración. En realidad, lo que Quirarte logra con este libro obedece a un lugar común de todos los escritores: decir de otro modo lo mismo. (¿No es así, maestro Bonifaz?)
            Una microhistoria del lápiz, la diplomacia cultural detrás del portafolios, el heroísmo de la camisa y la gabardina, y hasta la presencia primordial de ese adminículo de escritura llamado pluma fuente, encuentran en la prosa franca y fluida de Quirarte a su cronista idóneo; aparte de emplear esos objetos con miras a reducirle tedio a su experiencia personal. En “Animal de pluma”, por ejemplo, quede constancia de ello: He aprendido que, como las mujeres, las plumas más finas y hermosas suelen ser infieles; que aquellas que más cuidamos, terminan por perderse. Cuando me regaló una de sus plumas consentidas, Mariano Flores Castro me dijo “dómala”, que en lenguaje de pluma fuente significa quiérela, lávala sólo con frecuencia y agua pura, escucha de vez en cuando su bomba (pocas cosas se parecen tanto al corazón), deja que el punto se acostumbre naturalmente a la inclinación y al peso de tu mano, así como el caballo se adapta al toque de tu rienda. (Confieso no sin alegría seguir esta profesión de fe. Así sea.)
            (La trashumante sabiduría de Charles Baudelaire nos dice que sólo se considera a alguien como un artista si éste lleva intacto a su niño interno. Cuando Quirarte habla de sus objetos, no cabe duda que se torna impersonal, aún desde la distancia personal. Cuestión de enfoques.)   
            El segundo apartado, “Para sobrevivir”, son las acciones las que llevan la nota cantante, pintando de cuerpo entero a un protagonista de sus propias emociones, así también a varios que se tornan ejemplo a seguir. Las “sacerdotisas del café con leche” –invocadas por Ramón López Velarde–, los misterios que guardan los cuadernos negros de Francisco Hernández o las desventuras del profesor que escribe, que “no puede escribir porque tiene toneladas de trabajos por revisar. No puede ser un buen profesor porque sus energías mejores están dedicadas a la literatura”, Quirarte incide en ponernos estas estampas ejemplares junto a otras primordiales, que pintan a cada paso el oficio de escribir. De hecho, en el texto homónimo, es enfático al respecto: Uno de los grandes lugares comunes de nuestra cultura, ha concluido que el de escritor es un oficio  que se distingue de otros en que no tiene reglas prefijadas. Se pueden dar consejos para ejercer y mejorar el oficio de escritor y a veces incluso se llega a gozar el proceso; pero tarde o temprano todo escritor termina por afirmar que se trata de un oficio ingrato, estéril y traidor. No ocurre lo mismo con el oficio de escribir. Escribir por escribir es un deleite. Y cuando dicho y noble oficio motiva esta serie de artículos, donde todo desánimo queda fuera y el ímpetu primigenio de la escritura persiste en nosotros, no cabe duda que tenemos ganada la mitad de la batalla. Y en gloriosos textos como “Nocturno del puente de Nonoalco”, “Poética de los pasajes” o el “Réquiem por el restaurante Borda” es evidente esa intención.
            Respecto al tercer y último apartado, “En la ciudad”, no son ya las cosas ni los hechos quienes hablan, ahora son los personajes los que devuelven brillo a las primeras y heroísmo a los segundos, como en el retratado en “Julio Torri y la bicicleta”, que esboza toda una microhistoria de la humanidad en aras de mencionar la aparición de semejante transporte. Gabriel Vargas y La familia Burrón, los héroes de los comics y hasta Felipito, compañero de Mafalda, aparecen en esta sección a guisa de arquetipos y nomenclaturas aún hoy aplicables al mundo de todos los días. (Paréntesis aparte: cuando José Luis Trueba Lara conjuró tanto entrevista como recuerdo personal en un libro sobre Quirarte, menciona varias veces la presencia de un manuscrito suyo de nombre Aventuras para el Hombre Araña. Confiemos que un día de éstos deje su inédita virginidad para volverse, mediante lomo y tapas, territorio nuevo para conquistarse con la lectura. Ojalá.)
            Si me permiten decirlo, donde el oficio de recordar, aunado a una cuidada y exacta prosa se ve con toda intensidad, es en “Caminatas con José Emilio Pacheco”: virgilio de la Roma y la Condesa que guía a un dantiano Vicente por los restos de lo que fue su mundo, apenas perceptible gracias a la letra escrita. (Puede desaparecer la colonia Roma […] Pueden desaparecer sus edificios, sus voces, sus hábitos. Pero su geografía permanecerá en la Ciudad de la memoria, en la escritura de José Emilio que deja testimonio de lo que sucesivamente, sin tregua y sin remordimiento, destruimos.)
            ¿Qué más decir de Enseres para sobrevivir en la ciudad, sin reincidir en el lugar común? Si decimos que su preocupación por la ciudad instauró una señera trilogía, hoy conformada por Elogio de la calle y Amor de ciudad grande, estaremos en lo correcto, pero se quedaría allí estacionada nuestra intención; sin embargo, a medida que nos sumergimos en la lectura, habremos de darle la razón al propio autor cuando tres temas torales de su obra poética –la ciudad, el amor y la poesía misma –sean los autores reales de los treinta y nueve texto de este libro. Por cierto, cuando comentaba esto con Paola Velasco, ambos coincidimos en otorgarle, por éstas y demás razones, un epíteto médico: cardiólogo citadino. (Bien merecido.)    
            Con todo, Enseres para sobrevivir en la ciudad es a Vicente Quirarte lo que aquella cajita de lata al Sr. Bredodeau, volviendo al símil cinematográfico de Amélie: un breviario de fraternidades cuya prístina y épica función es devolvernos una memoria propia, patente en los objetos, los hechos y las personas que nos ayudan, día tras día, en el engorroso oficio de ser hombre, pero ante todo, humano, verdaderamente humano. (Y así debe de ser.)    

Vicente Quirarte. Enseres para sobrevivir en la ciudad. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Instituto Cultural de Aguascalientes, 1994. (Los Cincuenta)

(23/abril/2012)

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