Ulises Velázquez Gil
En una escena de Amélie, la protagonista del título,
metida a secreta heroína de los desmemoriados, decide devolverle a un ya
cincuentón parisino, el Sr. Bredodeau, un objeto de enorme valía: una vieja cajita
de cigarros en cuyo interior el niño –que fue aquel señor en su tiempo–, colocó
sus “tesoros” y, al reencontrarse con éstos, sucede una especie de anagnórisis
de boulevard de donde derivaría, seguida por dos vasos de coñac, una reflexión
acerca de la vida que se va. Como al feliz recipiendario de este milagro, en
algún momento los objetos que formaron parte de una vida gloriosamente vivida
(la infancia, entiéndase) regresan a nosotros para pedir a gritos inscribirse
en la memoria, sea pública o privada.
Un cotidiano navegante de ese otro mar, la literatura,
Vicente Quirarte, con la fuerza de voluntad que sólo otorga la escritura, nos
entrega un libro hecho, fundamentalmente, con esa materia prima, de nombre Enseres para sobrevivir en la ciudad,
producto de la constancia periodística en varios diarios de la Ciudad de
México, destacando sobremanera entre banalidades de primera plana que gastan
tinta en cantidades industriales.
Compuesto por
treinta y nueve artículos, este libro se divide en tres secciones
independientes aunque autónomas entre sí: “Enseres”, “Para sobrevivir” y “En la
ciudad”. Para el primer apartado, Quirarte dedica tinta, papel y algo de
memoria suya, como es debido, en hablar acerca de esos objetos cotidianos que
se afanan en acompañarnos en cada momento de la vida; permítanme nombrar sólo
algunos: lápiz, pluma, cuaderno, portafolios, libro, gabardina, paraguas,
camisa… y aquí me detengo, porque seguro más de uno pedirá que interrumpamos
esa enumeración. En realidad, lo que Quirarte logra con este libro obedece a un
lugar común de todos los escritores: decir
de otro modo lo mismo. (¿No es así, maestro Bonifaz?)
Una microhistoria del lápiz, la diplomacia cultural
detrás del portafolios, el heroísmo de la camisa y la gabardina, y hasta la
presencia primordial de ese adminículo de escritura llamado pluma fuente,
encuentran en la prosa franca y fluida de Quirarte a su cronista idóneo; aparte
de emplear esos objetos con miras a reducirle tedio a su experiencia personal.
En “Animal de pluma”, por ejemplo, quede constancia de ello: He aprendido que, como las mujeres, las
plumas más finas y hermosas suelen ser infieles; que aquellas que más cuidamos,
terminan por perderse. Cuando me regaló una de sus plumas consentidas, Mariano
Flores Castro me dijo “dómala”, que en lenguaje de pluma fuente significa
quiérela, lávala sólo con frecuencia y agua pura, escucha de vez en cuando su
bomba (pocas cosas se parecen tanto al corazón), deja que el punto se
acostumbre naturalmente a la inclinación y al peso de tu mano, así como el
caballo se adapta al toque de tu rienda. (Confieso no sin alegría seguir
esta profesión de fe. Así sea.)
(La trashumante sabiduría de Charles Baudelaire nos dice
que sólo se considera a alguien como un artista si éste lleva intacto a su niño
interno. Cuando Quirarte habla de sus objetos, no cabe duda que se torna
impersonal, aún desde la distancia personal. Cuestión de enfoques.)
El segundo apartado, “Para sobrevivir”, son las acciones
las que llevan la nota cantante, pintando de cuerpo entero a un protagonista de
sus propias emociones, así también a varios que se tornan ejemplo a seguir. Las
“sacerdotisas del café con leche” –invocadas por Ramón López Velarde–, los
misterios que guardan los cuadernos negros de Francisco Hernández o las
desventuras del profesor que escribe, que “no puede escribir porque tiene
toneladas de trabajos por revisar. No puede ser un buen profesor porque sus
energías mejores están dedicadas a la literatura”, Quirarte incide en ponernos
estas estampas ejemplares junto a otras primordiales, que pintan a cada paso el
oficio de escribir. De hecho, en el texto homónimo, es enfático al respecto: Uno de los grandes lugares comunes de
nuestra cultura, ha concluido que el de escritor es un oficio que se distingue de otros en que no tiene
reglas prefijadas. Se pueden dar consejos para ejercer y mejorar el oficio de
escritor y a veces incluso se llega a gozar el proceso; pero tarde o temprano
todo escritor termina por afirmar que se trata de un oficio ingrato, estéril y
traidor. No ocurre lo mismo con el oficio de escribir. Escribir por escribir es
un deleite. Y cuando dicho y noble oficio motiva esta serie de artículos,
donde todo desánimo queda fuera y el ímpetu primigenio de la escritura persiste
en nosotros, no cabe duda que tenemos ganada la mitad de la batalla. Y en
gloriosos textos como “Nocturno del puente de Nonoalco”, “Poética de los
pasajes” o el “Réquiem por el restaurante Borda” es evidente esa intención.
Respecto al tercer y último apartado, “En la ciudad”, no
son ya las cosas ni los hechos quienes hablan, ahora son los personajes los que
devuelven brillo a las primeras y heroísmo a los segundos, como en el retratado
en “Julio Torri y la bicicleta”, que esboza toda una microhistoria de la
humanidad en aras de mencionar la aparición de semejante transporte. Gabriel
Vargas y La familia Burrón, los héroes de los comics y hasta Felipito,
compañero de Mafalda, aparecen en esta sección a guisa de arquetipos y
nomenclaturas aún hoy aplicables al mundo de todos los días. (Paréntesis
aparte: cuando José Luis Trueba Lara conjuró tanto entrevista como recuerdo
personal en un libro sobre Quirarte, menciona varias veces la presencia de un
manuscrito suyo de nombre Aventuras para
el Hombre Araña. Confiemos que un día de éstos deje su inédita virginidad
para volverse, mediante lomo y tapas, territorio nuevo para conquistarse con la
lectura. Ojalá.)
Si me permiten decirlo, donde el oficio de recordar,
aunado a una cuidada y exacta prosa se ve con toda intensidad, es en “Caminatas
con José Emilio Pacheco”: virgilio de la Roma y la Condesa que guía a un dantiano Vicente por los restos de lo
que fue su mundo, apenas perceptible gracias a la letra escrita. (Puede desaparecer la colonia Roma […] Pueden desaparecer sus edificios, sus voces,
sus hábitos. Pero su geografía permanecerá en la Ciudad de la memoria, en la escritura de José Emilio que deja
testimonio de lo que sucesivamente, sin tregua y sin remordimiento, destruimos.)
¿Qué más decir de Enseres
para sobrevivir en la ciudad, sin reincidir en el lugar común? Si decimos
que su preocupación por la ciudad instauró una señera trilogía, hoy conformada
por Elogio de la calle y Amor de ciudad grande, estaremos en lo
correcto, pero se quedaría allí estacionada nuestra intención; sin embargo, a
medida que nos sumergimos en la lectura, habremos de darle la razón al propio
autor cuando tres temas torales de su obra poética –la ciudad, el amor y la
poesía misma –sean los autores reales de los treinta y nueve texto de este
libro. Por cierto, cuando comentaba esto con Paola Velasco, ambos coincidimos
en otorgarle, por éstas y demás razones, un epíteto médico: cardiólogo citadino. (Bien
merecido.)
Con todo, Enseres
para sobrevivir en la ciudad es a Vicente Quirarte lo que aquella cajita de
lata al Sr. Bredodeau, volviendo al símil cinematográfico de Amélie: un
breviario de fraternidades cuya prístina y épica función es devolvernos una
memoria propia, patente en los objetos, los hechos y las personas que nos
ayudan, día tras día, en el engorroso oficio de ser hombre, pero ante todo,
humano, verdaderamente humano. (Y así debe de ser.)
Vicente Quirarte. Enseres para sobrevivir en la ciudad. México, Consejo Nacional para
la Cultura y
las Artes / Instituto Cultural de Aguascalientes, 1994. (Los Cincuenta)
(23/abril/2012)
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