Ulises Velázquez Gil
Derivada de los enconados debates –sin
fin– entre la historia y la literatura, por un lado, abundan los engrudos
narrativos y, por el otro, monografías rellenas de jergas y terminajos: los
primeros, no pasan del caramelo literario, y los otros, del ensayo agridulce.
Sin embargo, aún existen obras que ayudan al conocimiento de la historia,
aunado esto a una prosa plena de fluidez para contarla. Un ejemplo maravilloso
de semejante maridaje se halla en la novela Península,
Península de Hernán Lara Zavala, narrador de trayectoria impecable,
a quien más de uno podría reprocharle su anglofilia,
mas no su cuidada prosa.
La novela en cuestión nos
cuenta un suceso primordial en la historia mexicana del siglo XIX: la Guerra de Castas en la
península de Yucatán en 1848 (cuando en otros lares, la bandera de las barras y
las estrellas ondeaba con ímpetu vergonzoso); contada desde diversos ángulos
(es decir, que alternadamente cada personaje cuenta su vida, como parte de),
nos muestra la perspectiva tanto de los terratenientes como de los indígenas
mayas, quienes sufren el poderío de los primeros. Entre uno y otro bando, dos
personajes, la señorita Bell y el doctor Fitzpatrick (a la sazón, extranjeros
llegados a la península), se ven enredados en los tejemanejes de los lados en
conflicto. Miss Bell, mientras cuida a los hijos de los terratenientes, ¿qué
más puede hacer una institutriz sino guardar en su diario las cosas del día? Si
leemos con cuidado sus anotaciones, vemos que, en su condición de extranjera,
se da cuenta, más que los propios habitantes, de los entramados suscitados en
torno a la guerra. (Aún así, nunca interviene en los hechos.) En cambio, el Dr.
Fitzpatrick sí participa de los conflictos locales. Los mayas de la Península ven no sin
cierto recelo al médico irlandés (como extranjero que se digne de serlo), pero
ninguno niega su don de gentes y su papel como salvador del pueblo… gracias a
las artes médicas.
Ambrose Bierce, avinagrado
escritor estadounidense (parcialmente esbozado por Carlos Fuentes en Gringo viejo), fijó su
sentencia de muerte con la siguiente expresión: “Morir en México… ¡eso sí es
eutanasia!” Tanto para Miss Bell como para Fitzpatrick, ser extranjero en
México lleva un riesgo en sí, pero se sublima poco a poco al residir en un
territorio veladamente ajeno a los sucesos de la capital del país, aun entre
sus propios coetáneos. (No por nada, todavía hablamos de la Península como la hermana república de Yucatán
¿verdad?)
Otro personaje digno de
mención radica en José Turrisa, suerte de intelectual e historiador local,
encargado –por derecho de sangre– de guardar testimonio y relación de las cosas
de la Península. A
medida que avanzamos en la lectura, se puede hallar un eco del propio Lara Zavala
en Turrisa, pero, si me permiten un poco, creo también que de Justo Sierra
O’Reilly (padre del fundador de la Universidad Nacional )
¡¡y hasta del historiador centenario Silvio Zavala!! Pero el narrador, claro,
pide a gritos su lugar.
Desdoblado en Turrisa, Lara
Zavala sigue escribiendo esa eterna novela, la Historia
de su tierra natal, compuesta en muchas pequeñas historias, pero, quizás, esto apenas sea la
primera parte de aquella empresa. Si en De
Zitilchén (su primer libro de cuentos, que en este 2011 cumple
treinta años de haberse publicado) muestra el mundo representado en un solo
pueblito, y en Charras
(primera incursión, a su vez, por los terrenos de la novela), los tejemanejes
de la política local, Península,
Península no se queda atrás al respecto, porque conjunta todo eso y
más, presentándonos así un mural de personajes y de sucesos que conformarán la
nueva vida de una nación en progreso, e igualmente se fija en esos retratos de
caballete que son las vidas de sus habitantes. Cabe decir también que dicha
obra es un pequeño homenaje a uno de sus autores de cabecera, William Faulkner,
cuya alusión a Absalon, Absalon
se nota desde el título mismo, y la sucesión de historias diferentes nos
remite, a la primera de cambios, a Las
palmeras salvajes. (Seguramente, los fans de Faulkner habrán de desmentirme. Quizás.)
Álvaro Mutis dijo en alguna
entrevista que los libros viven su propia vida y los premios que éstos ganan
son sólo la “fajita” que se les pone en la envoltura. En una palabra, no
influyen para nada en su curso natural. Me inclinaría a pensar igual, pero no
del todo. Los premios se le otorgan a la obra, claro, mas no al autor. Para Península, Península tanto la Medalla Yucatán 2008, como los premios
Elena Poniatowska
de Novela 2009, el Real Academia
Española 2010, y el Justo
Sierra 2011, por parte del gobierno de Campeche en fechas
recientes, son sólo un pretexto para su completa y franca lectura, donde no
desmerece también hacerlo a la par de la demás obra narrativa de Hernán Lara
Zavala. De cualquier manera, todo narrador que se digne de serlo, siempre habrá
de seguir aquel consejo de León Tolstoi: “Pinta tu aldea y pintarás al mundo”.
(Así sea.)
Hernán
Lara Zavala. Península,
Península. México, Alfaguara, 2008.
(7/noviembre/2011)
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