miércoles, 23 de julio de 2014

Confidencia y hermandad

Ulises Velázquez Gil

Desde hace más de un año, todas las efemérides giran en torno a una misma figura de las letras mexicanas para siempre hacer de las suyas en el ingente esfuerzo por mantener aún en la memoria la presencia señera de un escritor con todas las letras llamado Alfonso Reyes, cuya inmensa obra –veintitrés volúmenes, más de quince epistolarios, dos gruesos tomos de labor diplomática y apenas las primeras dos entregas de su Diario– suscita tanto admiración (hacia la obra) como respeto (hacia los abultados volúmenes). Sin embargo, varios críticos y allegados al propio Reyes (léase Alicia Reyes, nieta suya y albacea del patrimonio alfonsino) se han dado a la tarea de presentarnos varias facetas de su obra mediante el socorrido recurso de las antologías, suerte de pasaporte o salvoconducto hacia los territorios de la creación alfonsina. Y una de ésas, enfocada en la faceta epistolar, llega en el momento justo: Cartas mexicanas (1905-1959).
Gracias a los ingentes (¡y alfonsinos!) esfuerzos de Adolfo Castañón, más de cincuenta años, consignados en 176 cartas a más de cincuenta destinatarios (Miguel de Unamuno, Juana de Ibarbourou, Gabriela Mistral, Xavier Villaurrútia, Salvador Novo, Jaime Torres Bodet, Carlos Fuentes, etc.), conoceremos el progreso y el crecimiento natural de un escritor en busca de su propia voz; un joven que comparte sus inquietudes, pero también se halla presto a aprender varias cosas, que, sobra decirlo, habrán de convertirlo en la figura señera de nuestros días.
De los corresponsales a resaltar en esta nutrida antología, destacaría, al menos, unos tres: Pedro Henríquez Ureña, con quien aprende como el más avezado alumno, hasta el extremo de superarlo; Julio Torri, suerte de esgrima intelectual, donde no se sabe ciertamente quién es el maestro y quién el alumno, pero que denota una especie de “hermandad” aderezada con los años, cuyo distanciamiento final fue originado por lo mismo que la alentó: un libro, ni más ni menos; y Genaro Estrada, compañero de viaje en los años posteriores a la Revolución mexicana, cuyo estallido ocasionó el auto-exilio del eximio autor (luego de aquel febrero de Caín y metralla, en 1913, que le arrancara a su padre). Estrada, aparte de compartir con Reyes la empresa diplomática allende el Atlántico, hace lo propio en el periodismo y la promoción de la cultura, pero éste va más allá en esas cosas: todo un confidente, casi un hermano.
También cabe mencionar la toral presencia de otros interlocutores, para quienes la fina atención del polígrafo regiomontano no les fue indiferente: Enrique González Martínez, José Vasconcelos y Martín Luis Guzmán, coetáneos suyos, de época y de empresa cultural, y de quienes recibe varias enseñanzas y una que otra discrepancia –ni modo, señores, hasta en los toros de la misma corrida hay competencia. Otro corresponsal digno de mencionarse, y cuya ulterior valía intelectual supo ver Alfonso Reyes, es Octavio Paz, con quien llevó más de dos décadas de relación epistolar. Las cinco décadas de aprendizaje alfonsino cobran sus mejores frutos cuando Paz entra al quite, a guisa de volverse su próximo relevo en las letras mexicanas; se convence de sus propias facultades al ver que Reyes las alienta sin problema alguno. (Si la duda persiste, convendría acercarse al volumen que consigna dicha relación. Igualmente aplica para los anteriores casos.)
En suma, la presente antología nos presenta varias miradas de la vida de Alfonso Reyes; entre buenas razones y sabrosas polémicas, corresponde al lector conocer una faceta poco explorada del corpus alfonsino. Se incluyen, además, una carta de José Gaos a su nieta Alicia Reyes, recordando a su ilustre colega de la Casa de España, y un epílogo de Serge I. Zaïtzeff acerca de su etapa de mayor producción epistolar. La invitación final reside en acercarse a una excelente antología, y, claro, a un autor que sigue ganando batallas a favor de la literatura.

Alfonso Reyes. Cartas mexicanas (1905-1959). Selección e introducción de Adolfo Castañón. México, El Colegio de México, 2009. (Testimonios)

(26/diciembre/2011)

miércoles, 9 de julio de 2014

La vida en el epistolario

Ulises Velázquez Gil

En anteriores ediciones de la Venta Nocturna del Fondo de Cultura Económica (concretamente en la sucursal de la Condesa), me hice del volumen que compila la correspondencia entre Alfonso Reyes y Octavio Paz. Debo confesarles que quien escribe es un adicto a los libros de cartas, y más si provienen de grandes plumas. 
Una colega mía me regaló hace muchos años una antología de literatura epistolar, donde se pueden encontrar desde las clásicas de Abelardo y Eloísa, pasando por algunas de Jonathan Swift y Madame Du Deffand, hasta las sinceras líneas de Van Gogh y las apasionadas de Bolívar. Pero fue a principios de los dosmiles cuando compré en un remate las cartas de Paz a Pere Gimferrer. Me aventé dicho ejemplar en menos de un mes, con la satisfacción de conocer una faceta secreta y cordial de un autor muy aferrado a sus convicciones. (Nota: aquí no se trata del buscar camorra con el Paz polemista, sino de maravillarse con sus impresiones como lector del mundo, sea en sus libros, sea en el trato diario.) 
Por el lado opuesto, Alfonso Reyes tiene una copiosísima producción epistolar y adquirir cualquiera de los volúmenes compilatorios ya es una garantía; algunos publicados por el FCE mismo, y otros, bajo el sello de El Colegio Nacional.
Sin embargo, confrontar dos plumas de alto calibre en una serie de cartas, no es nada fácil. Un laconismo alfonsino (Yo creo que usted no sabe bien el lugar que ocupa en mi estimación y mi cariño. […] Ya va Ud. por su camino derecho. Desde mi cansancio y mi alegre vejez, le abro los brazos, efusivamente. […] Lo leo, lo releo, lo aplaudo, lo recuerdo, lo quiero de veras) se carea con una exageración paciana (Por todas partes encuentro sus huellas. No hablo del escritor, sino del hombre […] aparte de lo que le debemos todos como aprendices de literatos y poetas, su mejor lección ha sido su incapacidad para el rencor y la envidia).
Por un lado, Reyes –como todo gran maestro– sugiere, comenta, propone, alienta, motiva, conforta, pero en ningún momento obliga e impone. (Sus primeras impresiones ya las esperaba. Sígame contando, que espero también una lenta evolución en su sensibilidad y en sus emociones. […] No le niego que me afligen un poco ciertas inquietudes que veo entre los jóvenes por abrirse paso, aunque reconozco que tienen derecho a arreglarse con tiempo una futura situación cómoda.) Y, por el otro, Paz sobrevuela el vértigo de la creación, sin arrebatar ni rebelarse (No sabe hasta que punto me fastidia tener que molestarlo con tantas insignificancias. No es que tema agotar su interés por mí; es que no me gusta abusar de personas como usted. […] También debo pedirle perdón, a usted que es nuestro maestro, por varios pecados contra la pureza del lenguaje. […] Díganos su secreto para escribir bien.); aún así, se asume como prestatario de una tradición (la buena salud de las letras mexicanas) y de un aprendizaje, es decir, la experiencia alfonsina como dechado de virtudes que pintan a un humanista de cuerpo entero. ¿Demasía vs. mesura? Si se cambiaran los papeles, ¿sería lo mismo?
Cuando abordé en una ocasión anterior las Cartas mexicanas de Alfonso Reyes, fui enfático al mencionar que entre Reyes y Paz existió una relación maestro-alumno, pero que, al fin y al cabo, de colegas y amigos, porque, como decía John Reed, “ser tu amigo es tratar de ser honrado intelectualmente”. 
Con todo, acercarse a la correspondencia tanto de Reyes como de Paz es acercarse plenamente a la experiencia de la creación literaria; con sus bemoles y sostenidos, claro está. Pero también lo es coincidir en simpatías y dispatías (términos de A. R.), y disfrutar de dos plumas con verdadera pasión. Verdad que sí. 

Correspondencia Alfonso Reyes / Octavio Paz (1939-1959). Edición de Anthony Stanton. México, Fondo de Cultura Económica/Fundación Octavio Paz, 1998. (Tierra Firme)

(1º/octubre/2012)