Ulises Velázquez Gil
En Ocho y medio, célebre filme de Federico Fellini, el protagonista,
de nombre Guido Anselmi, mientras se debate entre hacer una nueva película o
simplemente desechar esa idea, sumerge su mente creativa en una vorágine de
recuerdos, acompañados por una serie de obsesiones propias. (Al final, la
creación tendrá la última palabra y saldrá airosa por completo.)
En el particular
afán de revisar la vida, la escritura nos ayuda mucho para dar el siguiente
paso, y en ese empeño se inscribe Zig Zag,
conjunto de ensayos y artículos de José de la Colina, publicados de forma
independiente en revistas y periódicos, a caballo entre la divagación y el
recuerdo, el retrato con retoque y la instantánea de bolsillo.
De cierto modo,
secuela natural de Libertades imaginarias
(obra de mayor aliento), Zig Zag reúne
31 textos que abordan diversos temas (la literatura, la biografía de sus
maestros y colegas, o la remembranza de sus santuarios culturales) pero también
se ocupa de otros muy disímiles (el cine, los gatos, la tauromaquia, etc.) que
abundan en asombro y maravilla, aunque, a decir verdad, no importa qué contar,
sino cómo hacerlo. (Arte de Scherezada, como en los mejores cuentos.)
Reviso en la
nostalgia mis avatares de cinéfilo, es decir, las vidas tomadas en préstamo a
esa segunda pero no secundaria vida que
es el cine. Así
como en la literatura, gracias a nuestra lectura del mundo asumimos personajes
y formas de ser, y esto igualmente ocurre dentro del cine, donde el tiempo se
mide en películas vistas a diestra y siniestra, géneros obligados y en
personajes inolvidables; en ese “cinema paradiso” que por comodidad semántica
llamamos memoria, abundan figuras, escenas y diálogos provenientes de ese mundo.
El cine como un vasto río de
imágenes, buenas, malas, anónimas, naturales o artificiales: una gran masa de
referencias visuales y sonoras, de rostros y gestos, de ambientes reales o
fantásticos, y que no importaba si venían de películas mediocres o geniales,
con tal de que estuvieran en cualquier sala a la vuelta de la calle.
Para De la Colina, la en cine era girar al compás de los bailes de Fred
Astaire, enamorarse –una y otra y otra vez− de Greer Garson y Cyd Charisse, o
invocar a las fuerzas de la naturaleza humorística con la mención del Loreliardi que (como el Rosebud de Charles Foster Kane, o el Asa nisi masa del ya mencionado Guido
Anselmi) hacía más llevadero el cansado oficio de ser hombre, en concreto, por
haber nacido en el siglo XX. (Un hombre
de nuestro siglo, si es cinéfilo como yo, si ha visto cuando menos tres mil
films, tiene su existencia poblada, compartida y a veces convivida con meros
reflejos intemporales de seres, con fantasmas que fueron actores y actrices. El
nuestro habrá sido un siglo de fantasmas que, siendo estrellas fugaces o persistentes, habitantes
de films olvidados o “de culto”, pasaron a una mitología del cine y del siglo.)
En la galería
personal de José de la Colina, digno es de destacar la presencia de otros
fantasmas, que, como sus epígonos de celuloide, se inscribieron en una parte
muy elemental de su vida; maestros y amigos, colegas y familiares, todos
desfilan bajo una misma tonada, como los refugiados del exilio español
avecindados en el mítico restaurante El
Horreo, o si la querencia nos gana por puntos, cuando el autor dedica unas
líneas al recuerdo de su padre, muerto en buena lid con la vida. (Cómo le envidio esa muerte rápida,
compasiva, que seguramente no tendré: morir en un instante y mirando fijamente
a la bahía santanderina. Looking at the sea, como un viejo marinero en alguna página
de Stevenson o de Conrad.)
A Jomi García
Ascot no cesa de relacionarlo con la Rhapsody
in Blue de George Gershwin (pese a que dicha obra no fuera del agrado de su
amigo), mientras que Alejandro Rossi sigue sus pasos como el más querido de los
hermanos, y el mítico (dos veces, cabe resaltarlo) “Cancionero del Décimo piso”
recobra unas líneas al recuerdo (para vergüenza y descargo de los paroditas de
la actualidad), pero entre esos recuerdos, la figura de Luis Buñuel devela una
etapa poco notoria (hoy diríase afortunadamente apagada) de José de la Colina:
sus pininos como actor de cine. (¿Ha
seguido actuando en el cine? No, don Luis, nunca he actuado en el cine. Lo
siento, parece que le quebramos la carrera. Bien quebrada, don Luis.)
Entre los
fantasmas del cine y los compañeros de ruta en momentos elementales de su
trayectoria literaria. José de la Colina también enfocó su mirada
(periodística, en su mayoría) hacia otros objetos que funcionan casi con el
mismo mecanismo de la madalena proustiana. La librería de Polo Duarte, las pin ups diseñadas por Vargas, o la
programación de la XELA –suerte de elegía radiofónica, si se me permite la
licencia− en vías de un futuro incierto. (Me
pregunto qué será de tu inmensa discoteca, de tu gran repertorio, aun si
inevitablemente habrán de abundar en él las grabaciones obsoletas de 33 o de 45
y quizá hasta de 78 revoluciones por minuto, y los discos rayados y muchos de
ellos posiblemente inaudibles. ¿A dónde se irá o ya se habrá ido tanta música
guardada?)
Sin embargo, como
la famosa caja de Pandora, siempre hay lugar para la esperanza y si ésta tiene
la forma de un gato, la mitad de la victoria ya está asegurada, como en el
cálido retrato que hace de su fiel acompañante en “Polvorilla”: […] tiene sus manías: cuando, siguiendo el
ejemplo de Flaubert, me da por leer en voz alta lo que acabo de escribir, o
cuando declamo un poema que me gusta y exige ser dicho, se sobresalta y viene a protestar, tal vez porque sospecha que si no
hablo como de costumbre estoy volviéndome un impostor, o quizá ha empezado a
habitarme un inquietante alter ego. (A falta de críticos generosos y
punzantes, queda siempre la respuesta de nuestro animal de compañía. Verdad que
sí.)
Con todo, Zig Zag es un interesante y delicioso
recorrido por las vidas presentes y pretéritas que componen la galería personal
de José de la Colina, cuya maestría al contar sus historias de la historia, atrapa
a su lector en potencia desde el primer párrafo hasta la última línea, como en
todas sus películas, y al igual que Guido Anselmi en Ocho y medio, se deja llevar por los vaivenes de la memoria, del
recuerdo familiar al “espejeo” cinematográfico, y de la proyección literaria al
¡ábrete sésamo!, porque si la vida es
lo que sucede mientras pensamos en otra cosa, es doblemente bien vivida cuando
ésta llega para quedarse. (Y lo demás viene por añadidura. Así sea.)
José de la Colina. Zig Zag. México, Aldus, 2005.
(Las horas situadas)
(11/enero/2013)
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