miércoles, 11 de junio de 2014

Vaivenes de la memoria

Ulises Velázquez Gil

En Ocho y medio, célebre filme de Federico Fellini, el protagonista, de nombre Guido Anselmi, mientras se debate entre hacer una nueva película o simplemente desechar esa idea, sumerge su mente creativa en una vorágine de recuerdos, acompañados por una serie de obsesiones propias. (Al final, la creación tendrá la última palabra y saldrá airosa por completo.)   
En el particular afán de revisar la vida, la escritura nos ayuda mucho para dar el siguiente paso, y en ese empeño se inscribe Zig Zag, conjunto de ensayos y artículos de José de la Colina, publicados de forma independiente en revistas y periódicos, a caballo entre la divagación y el recuerdo, el retrato con retoque y la instantánea de bolsillo.
De cierto modo, secuela natural de Libertades imaginarias (obra de mayor aliento), Zig Zag reúne 31 textos que abordan diversos temas (la literatura, la biografía de sus maestros y colegas, o la remembranza de sus santuarios culturales) pero también se ocupa de otros muy disímiles (el cine, los gatos, la tauromaquia, etc.) que abundan en asombro y maravilla, aunque, a decir verdad, no importa qué contar, sino cómo hacerlo. (Arte de Scherezada, como en los mejores cuentos.)
Reviso en la nostalgia mis avatares de cinéfilo, es decir, las vidas tomadas en préstamo a esa segunda  pero no secundaria vida que es el cine. Así como en la literatura, gracias a nuestra lectura del mundo asumimos personajes y formas de ser, y esto igualmente ocurre dentro del cine, donde el tiempo se mide en películas vistas a diestra y siniestra, géneros obligados y en personajes inolvidables; en ese “cinema paradiso” que por comodidad semántica llamamos memoria, abundan figuras, escenas y diálogos provenientes de ese mundo. El cine como un vasto río de imágenes, buenas, malas, anónimas, naturales o artificiales: una gran masa de referencias visuales y sonoras, de rostros y gestos, de ambientes reales o fantásticos, y que no importaba si venían de películas mediocres o geniales, con tal de que estuvieran en cualquier sala a la vuelta de la calle. Para De la Colina, la en cine era girar al compás de los bailes de Fred Astaire, enamorarse –una y otra y otra vez− de Greer Garson y Cyd Charisse, o invocar a las fuerzas de la naturaleza humorística con la mención del Loreliardi que (como el Rosebud de Charles Foster Kane, o el Asa nisi masa del ya mencionado Guido Anselmi) hacía más llevadero el cansado oficio de ser hombre, en concreto, por haber nacido en el siglo XX. (Un hombre de nuestro siglo, si es cinéfilo como yo, si ha visto cuando menos tres mil films, tiene su existencia poblada, compartida y a veces convivida con meros reflejos intemporales de seres, con fantasmas que fueron actores y actrices. El nuestro habrá sido un siglo de fantasmas que, siendo  estrellas fugaces o persistentes, habitantes de films olvidados o “de culto”, pasaron a una mitología del cine y del siglo.)
En la galería personal de José de la Colina, digno es de destacar la presencia de otros fantasmas, que, como sus epígonos de celuloide, se inscribieron en una parte muy elemental de su vida; maestros y amigos, colegas y familiares, todos desfilan bajo una misma tonada, como los refugiados del exilio español avecindados en el mítico restaurante El Horreo, o si la querencia nos gana por puntos, cuando el autor dedica unas líneas al recuerdo de su padre, muerto en buena lid con la vida. (Cómo le envidio esa muerte rápida, compasiva, que seguramente no tendré: morir en un instante y mirando fijamente a la bahía santanderina. Looking at the sea, como un viejo marinero en alguna página de Stevenson o de Conrad.)
A Jomi García Ascot no cesa de relacionarlo con la Rhapsody in Blue de George Gershwin (pese a que dicha obra no fuera del agrado de su amigo), mientras que Alejandro Rossi sigue sus pasos como el más querido de los hermanos, y el mítico (dos veces, cabe resaltarlo) “Cancionero del Décimo piso” recobra unas líneas al recuerdo (para vergüenza y descargo de los paroditas de la actualidad), pero entre esos recuerdos, la figura de Luis Buñuel devela una etapa poco notoria (hoy diríase afortunadamente apagada) de José de la Colina: sus pininos como actor de cine. (¿Ha seguido actuando en el cine? No, don Luis, nunca he actuado en el cine. Lo siento, parece que le quebramos la carrera. Bien quebrada, don Luis.)
Entre los fantasmas del cine y los compañeros de ruta en momentos elementales de su trayectoria literaria. José de la Colina también enfocó su mirada (periodística, en su mayoría) hacia otros objetos que funcionan casi con el mismo mecanismo de la madalena proustiana. La librería de Polo Duarte, las pin ups diseñadas por Vargas, o la programación de la XELA –suerte de elegía radiofónica, si se me permite la licencia− en vías de un futuro incierto. (Me pregunto qué será de tu inmensa discoteca, de tu gran repertorio, aun si inevitablemente habrán de abundar en él las grabaciones obsoletas de 33 o de 45 y quizá hasta de 78 revoluciones por minuto, y los discos rayados y muchos de ellos posiblemente inaudibles. ¿A dónde se irá o ya se habrá ido tanta música guardada?)
Sin embargo, como la famosa caja de Pandora, siempre hay lugar para la esperanza y si ésta tiene la forma de un gato, la mitad de la victoria ya está asegurada, como en el cálido retrato que hace de su fiel acompañante en “Polvorilla”: […] tiene sus manías: cuando, siguiendo el ejemplo de Flaubert, me da por leer en voz alta lo que acabo de escribir, o cuando declamo un poema que me gusta y exige ser dicho, se sobresalta y viene a protestar, tal vez porque sospecha que si no hablo como de costumbre estoy volviéndome un impostor, o quizá ha empezado a habitarme un inquietante alter ego. (A falta de críticos generosos y punzantes, queda siempre la respuesta de nuestro animal de compañía. Verdad que sí.)
Con todo, Zig Zag es un interesante y delicioso recorrido por las vidas presentes y pretéritas que componen la galería personal de José de la Colina, cuya maestría al contar sus historias de la historia, atrapa a su lector en potencia desde el primer párrafo hasta la última línea, como en todas sus películas, y al igual que Guido Anselmi en Ocho y medio, se deja llevar por los vaivenes de la memoria, del recuerdo familiar al “espejeo” cinematográfico, y de la proyección literaria al ¡ábrete sésamo!, porque si la vida es lo que sucede mientras pensamos en otra cosa, es doblemente bien vivida cuando ésta llega para quedarse. (Y lo demás viene por añadidura. Así sea.)  

José de la Colina. Zig Zag. México, Aldus, 2005. (Las horas situadas)

(11/enero/2013)

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