miércoles, 25 de junio de 2014

Ejercer la juventud

Ulises Velázquez Gil

En una de sus últimas entrevistas, la primera actriz Ofelia Guilmain expresó toda una vida en esta lapidaria frase: La juventud no se lleva puesta, se ejerce, y para una mujer llena de vitalidad en el escenario, más que lapidaria, es contundente. Dentro del mundo de las letras, sucede algo muy extraño: los noveles autores siguen cánones de ancianos, mientras que los creadores consumados vuelven al berrinche infantil. (Ni el justo medio se consigue ni de oídas…)
Sin embargo, existen autores hoy consolidados que en ningún momento se tildaron de sabihondos ni de ingenuos, sino que mantuvieron constante su pasión por la cultura, tal es el caso del dominicano Pedro Henríquez Ureña, de quien hoy podemos leer su inabarcable obra crítica y de creación, todavía susceptible a sorpresas como a gratas enseñanzas. Pero esa pasión y esa maestría no se dieron de la noche a la mañana. Sus Memorias, Diario y Notas de viaje son la constancia de un aprendizaje completo, a guisa de significarse en un ancho y ajeno mundo donde el “tanto tienes, tanto vales” determina el rumbo a seguir. Y esta obra muestra otro modo de ver un mundo. (Con calma y nos amanecemos…)
La primera parte, dedicada a las Memorias, presenta un cambio desde sus primeros pasos; un Henríquez Ureña rodeado de libros e inmerso en cenáculos y tertulias donde la cultura  es el eje primordial de todo. Los jóvenes lectores –con la sincera aspiración del oficio literario– y los consagrados del momento –en espera de consolidar su sacerdocio verbal–, conviven en constantes encuentros, de donde resultarán, amén de enseñanzas nuevas y de próximas esperanzas, empresas dignas del cenáculo menos conocido. Hagamos aquí un alto en el camino. El propio Henríquez Ureña, citando a Benvenuto Cellini, reconoce que no se deben escribir autobiografías antes de los 40 años, pero su perspectiva obedece a otra cosa: “quiero componer (sí, componer) una relación detallada de mi vida con los puntos que han ido quedando en mi memoria, especialmente en las cosas literarias”.
“Todo lo que no se comparte, se pierde”, reza un proverbio hindú, y para el joven aquel de 25 años, plasmarlo en papel, con la esperanza de confirmar una vocación, es una manera de compartir su experiencia, pero entre todas las gratas lecturas y el frenesí del mundo teatral –que tanto asombro causó en Henríquez Ureña– hay un espacio donde la tragedia personal tiene (por default) la palabra: la muerte de su madre dejó un enorme hueco en su sensibilidad postrera. Salomé Ureña, insigne poetisa, inoculó en él una vertiente desconocida en su obra: la poesía, vehículo donde vertió todas sus obsesiones y pérdidas irreparables. (“Todos los poetas somos felices escribiendo cosas tristes”, si suscribimos las palabras de Eugenio Florit.)
Para toda tragedia, hay una alegría equiparable y esa inquietud se materializó en una geografía ajena a la República Dominicana, concretamente, en una idea prístina y trinitaria denominada Ateneo de México. (Con su escala respectiva en la revista Savia Moderna y en la primera versión de ese grupo, el Ateneo de la Juventud, claro está.) Sus inquietudes juveniles encontraron en Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán y Antonio Caso, por decir algunos, a los compañeros ideales para enfrascarse en una empresa común, suerte de argonáutica cultural con miras hacia la modernidad mediante el método más eficaz y revolucionario: volver a los clásicos grecolatinos. (Sobre la juventud de los ateneístas y lo que éstos hicieron o dejaron de hacer, es historia corriente que sólo Susana Quintanilla conoce de pe a pa, evidente en su imprescindible libro “Nosotros”.)
Respecto al Diario, Henríquez Ureña reserva para sus páginas lo que en sus memorias se creía vedado; trasciende, por así decirlo, la frontera de lo público y se instala en el territorio de lo privado. Lo mismo dando fe de los fracasos del grupo ateneísta en su intentona de seguir en la argonáutica de la cultura, que justipreciando el papel de colegas suyos –Alfonso Reyes, por ejemplo, en quien se reconoce a fondo–, enfrascados en sus propias tormentas. Si me permiten decirlo, el Henríquez Ureña de las Memorias, pletórico en datos y en lecturas, se vuelve un poco más maduro en experiencias afectivas, sin alejarse del todo en su acometida intelectual, que habrá de intensificar en otros mares, otras tierras, donde al final la “ciudad” habría de seguirlo.
A diferencia de la primera edición de este libro, este volumen que consigna una segunda hoy cuenta con un tercer apartado: Notas de viaje. La finalidad de éstas confirma un hecho inevitable: el peregrinaje de Henríquez Ureña por otros lares, a la caza de nuevas experiencias. De hecho, fue en La Habana, Cuba, donde tuvo lugar esa travesía. Aunque México le dio a montones una experiencia que, además de cambiar la vida de sus coevos, hizo lo propio con la suya, en el circuito universitario habanero sí halló cierta holgura intelectual, pero no la deseada con fervor y con pasión. Al contrario, el “estancamiento” de sus profesores y lo acomodaticio de sus poetas y narradores, confirmó su fuerza para afrontar nuevos retos y asumir otros de igual importancia.
Si en las memorias encontramos aprendizaje, y en el diario, una insólita madurez, estas notas de viaje, aparte de los tópicos anteriores, cuentan con uno de toral sustancia: determinación, es decir, que su ímpetu juvenil regiría, por el resto de su vida, próximas acometidas en el mundo de las letras, que le otorgarían, muy a la postre, un sitio de honor en la literatura hispanoamericana. (El resto de su historia sobra decirlo, es moneda de uso frecuente.) A final de cuentas, “Recordar es un arte difícil”, como aseguraba sabiamente Raymundo Ramos; mas no imposible para aquel que se dignase a escribirlo. Para este volumen de Pedro Henríquez Ureña, el apotegma raimondiano es válido… hasta cierto punto, puesto que para plasmar recuerdos (con todo y sus datos, pletóricos y engorrosos) hace falta solamente un poco de voluntad y de ímpetu desmedidos, factores que permiten ejercer la juventud, haciendo caso omiso de tiempos y prejuicios, que sólo empañan la escritura y la vuelven farragosa y difícil de acceder. Memorias, Diario y Notas de viaje son apenas la clave para emprender y asumir un oficio que se antoja atractivo: el oficio de vivir. (Lo demás, por añadidura, nos dará grasa.)

Pedro Henríquez Ureña. Memorias. Diario. Notas de viaje. Introducción y notas de Enrique Zuleta Álvarez. México, Fondo de Cultura Económica, 2000. (Biblioteca Americana)

(30/marzo/2012)

1 comentario:

Mariposa Tecknicolor dijo...

"“Todo lo que no se comparte, se pierde”, reza un proverbio hindú, y para el joven aquel de 25 años, plasmarlo en papel, con la esperanza de confirmar una vocación, es una manera de compartir su experiencia"... Me encantó Uli. Gracias.