Ulises Velázquez Gil
En una de sus últimas
entrevistas, la primera actriz Ofelia Guilmain expresó toda una vida en esta
lapidaria frase: La juventud no se lleva puesta, se ejerce, y para una mujer
llena de vitalidad en el escenario, más que lapidaria, es contundente. Dentro
del mundo de las letras, sucede algo muy extraño: los noveles autores siguen
cánones de ancianos, mientras que los creadores consumados vuelven al berrinche
infantil. (Ni el justo medio se consigue ni de oídas…)
Sin embargo,
existen autores hoy consolidados que en ningún momento se tildaron de
sabihondos ni de ingenuos, sino que mantuvieron constante su pasión por la
cultura, tal es el caso del dominicano Pedro Henríquez Ureña, de quien hoy
podemos leer su inabarcable obra crítica y de creación, todavía susceptible a
sorpresas como a gratas enseñanzas. Pero esa pasión y esa maestría no se dieron
de la noche a la mañana. Sus Memorias,
Diario y Notas de viaje son la constancia de un aprendizaje
completo, a guisa de significarse en un ancho y ajeno mundo donde el “tanto
tienes, tanto vales” determina el rumbo a seguir. Y esta obra muestra otro modo
de ver un mundo. (Con calma y nos amanecemos…)
La primera parte,
dedicada a las Memorias,
presenta un cambio desde sus primeros pasos; un Henríquez Ureña rodeado de
libros e inmerso en cenáculos y tertulias donde la cultura es el eje
primordial de todo. Los jóvenes lectores –con la sincera aspiración del oficio
literario– y los consagrados del momento –en espera de consolidar su sacerdocio
verbal–, conviven en constantes encuentros, de donde resultarán, amén de
enseñanzas nuevas y de próximas esperanzas, empresas dignas del cenáculo menos
conocido. Hagamos aquí un alto en el camino. El propio Henríquez Ureña, citando
a Benvenuto Cellini, reconoce que no se deben escribir autobiografías antes de
los 40 años, pero su perspectiva obedece a otra cosa: “quiero componer (sí, componer) una relación
detallada de mi vida con los puntos que han ido quedando en mi memoria,
especialmente en las cosas literarias”.
“Todo lo que no se
comparte, se pierde”, reza un proverbio hindú, y para el joven aquel de 25
años, plasmarlo en papel, con la esperanza de confirmar una vocación, es una
manera de compartir su experiencia, pero entre todas las gratas lecturas y el
frenesí del mundo teatral –que tanto asombro causó en Henríquez Ureña– hay un
espacio donde la tragedia personal tiene (por default) la palabra: la muerte de su madre dejó
un enorme hueco en su sensibilidad postrera. Salomé Ureña, insigne poetisa,
inoculó en él una vertiente desconocida en su obra: la poesía, vehículo donde
vertió todas sus obsesiones y pérdidas irreparables. (“Todos los poetas somos
felices escribiendo cosas tristes”, si suscribimos las palabras de Eugenio
Florit.)
Para toda
tragedia, hay una alegría equiparable y esa inquietud se materializó en una
geografía ajena a la
República Dominicana , concretamente, en una idea prístina y
trinitaria denominada Ateneo de
México. (Con su escala respectiva en la revista Savia Moderna y en la primera
versión de ese grupo, el Ateneo
de la Juventud ,
claro está.) Sus inquietudes juveniles encontraron en Alfonso Reyes, Martín
Luis Guzmán y Antonio Caso, por decir algunos, a los compañeros ideales para
enfrascarse en una empresa común, suerte de argonáutica cultural con miras
hacia la modernidad mediante el método más eficaz y revolucionario: volver a
los clásicos grecolatinos. (Sobre la juventud de los ateneístas y lo que éstos
hicieron o dejaron de hacer, es historia corriente que sólo Susana Quintanilla
conoce de pe a pa, evidente en su imprescindible libro “Nosotros”.)
Respecto al Diario, Henríquez Ureña
reserva para sus páginas lo que en sus memorias se creía vedado; trasciende,
por así decirlo, la frontera de lo público y se instala en el territorio de lo
privado. Lo mismo dando fe de los fracasos del grupo ateneísta en su intentona
de seguir en la argonáutica de la cultura, que justipreciando el papel de
colegas suyos –Alfonso Reyes, por ejemplo, en quien se reconoce a fondo–,
enfrascados en sus propias tormentas. Si me permiten decirlo, el Henríquez
Ureña de las Memorias,
pletórico en datos y en lecturas, se vuelve un poco más maduro en experiencias
afectivas, sin alejarse del todo en su acometida intelectual, que habrá de
intensificar en otros mares, otras tierras, donde al final la “ciudad” habría
de seguirlo.
A diferencia de la
primera edición de este libro, este volumen que consigna una segunda hoy cuenta
con un tercer apartado: Notas
de viaje. La finalidad de éstas confirma un hecho inevitable: el
peregrinaje de Henríquez Ureña por otros lares, a la caza de nuevas
experiencias. De hecho, fue en La
Habana , Cuba, donde tuvo lugar esa travesía. Aunque México le
dio a montones una experiencia que, además de cambiar la vida de sus coevos, hizo
lo propio con la suya, en el circuito universitario habanero sí halló cierta
holgura intelectual, pero no la deseada con fervor y con pasión. Al contrario,
el “estancamiento” de sus profesores y lo acomodaticio de sus poetas y
narradores, confirmó su fuerza para afrontar nuevos retos y asumir otros de
igual importancia.
Si en las memorias encontramos
aprendizaje, y en el diario,
una insólita madurez, estas notas
de viaje, aparte de los tópicos anteriores, cuentan con uno de
toral sustancia: determinación, es decir, que su ímpetu juvenil regiría, por el
resto de su vida, próximas acometidas en el mundo de las letras, que le
otorgarían, muy a la postre, un sitio de honor en la literatura
hispanoamericana. (El resto de su historia sobra decirlo, es moneda de uso
frecuente.) A final de cuentas, “Recordar es un arte difícil”, como
aseguraba sabiamente Raymundo Ramos; mas no imposible para aquel que se dignase
a escribirlo. Para este volumen de Pedro Henríquez Ureña, el apotegma
raimondiano es válido… hasta cierto punto, puesto que para plasmar recuerdos
(con todo y sus datos, pletóricos y engorrosos) hace falta solamente un poco de
voluntad y de ímpetu desmedidos, factores que permiten ejercer la juventud,
haciendo caso omiso de tiempos y prejuicios, que sólo empañan la escritura y la
vuelven farragosa y difícil de acceder. Memorias,
Diario y Notas de viaje son apenas la clave para emprender y asumir
un oficio que se antoja atractivo: el oficio de vivir. (Lo demás, por
añadidura, nos dará grasa.)
Pedro Henríquez Ureña. Memorias. Diario. Notas de viaje.
Introducción y notas de Enrique Zuleta Álvarez. México, Fondo de Cultura
Económica, 2000. (Biblioteca Americana)
(30/marzo/2012)