Ulises Velázquez Gil
En la historia de la cultura (sin
importar latitudes y épocas) son encomiables los esfuerzos de aquellos libreros
y bibliófilos que han consagrado su vida a la conservación del conocimiento;
los más acendrados en su empeño pasan a bibliómanos, cuidando su patrimonio
para consumo personal, quienes, además de cumplir ese afán, conjuntan el
saber de su tiempo, en aras de su constante retroalimentación. Ejemplo de ese
saber vivo es José Luis Martínez (1918-2007), cuya biblioteca fue el fruto de
más de sesenta años de cuidado y conformación sucesivos. A raíz de su muerte,
fue adquirida por las instancias gubernamentales, y así asegurar su
acervo, sin embargo, se planteó otro problema: ¿cómo asegurar por completo aquel
cuidado? Para que esto se lograse a cabalidad, el investigador Rodrigo Martínez
Baracs, a la sazón hijo del ilustre bibliófilo, se dio a la tarea de escribir
una pequeña guía bibliográfica al respecto. Dicho esfuerzo quedó coronado en el
libro La biblioteca de mi padre,
que hoy llega a nosotros con la misión de cuidar el patrimonio bibliográfico
generado por José Luis Martínez, sin que traspase las fronteras del olvido
(burocrático y libresco), conservando así su toral presencia.
Martínez Baracs dividió su
trabajo en tres partes, donde cuenta la formación de la
Biblioteca , su momento actual y el (posible)
porvenir de la misma. Toda biblioteca que se digne de serlo debe conformarse
por libros comprados, obsequiados y hasta robados (mediante la engorrosa
institución del préstamo personal, claro está); el autor no repara en
pormenores al reconocer esta condición en su remembranza. En su
misión como funcionario, tanto en el sector cultural como en el
diplomático, sus andanzas bibliográficas lo llevaron a hacerse de todas las
publicaciones en torno a la cultura mexicana. Igualmente, su amistad con
importantes escritores, como Alfonso Reyes, Octavio Paz y Alí Chumacero,
derivó en una generosidad bibliográfica, quienes le obsequiaban libros propios
como ajenos y así engrosar su conocimiento de las letras mexicanas (no por
nada, Gabriel Zaid lo denominó curador
de las letras mexicanas), empresa complementada por el acopio
constante de todas las revistas y suplementos culturales habidos y por haber,
desde la colección completa de La Antorcha
(legendaria publicación hecha con el sello de José Vasconcelos) hasta el
sibarítico ¡Ja-Ja!
Cierra Martínez Baracs el primer apartado con una tardía afición de su padre a
las subastas de libros antiguos, a las que solía acompañarlo: unas veces,
campante de haber conseguido un garbanzo de a libra, y otras, desanimado al no
hacerse de nada. (Gajes del oficio… libresco.)
En el segundo apartado, “Los
grandes fondos”, conformado por nueve incisos, resaltan los tópicos de
literatura e historia mexicanas. Si recordamos la señeras intenciones de
José Luis Martínez al conformar su biblioteca (conjuntar el saber y la cultura
de México), no nos cabe la menor duda de la prioridad concedida a esos fondos
bibliográficos, cuya sola consulta permitió confeccionar lo mismo ediciones
canónicas de importantes autores en las letras mexicanas, como su edición de
las Obras de Ramón
López Velarde, e igualmente plasmar esas impresiones en libros propios.
Respecto al rubro de la
Historia , José Luis Martínez también se preocupó por tener al
día todas las publicaciones: primeras ediciones, guías bibliográficas y hasta
códices en facsímil develan el oficio del conocimiento que circulaba por sus
venas. (Su Hernán Cortés,
con todo y volúmenes complementarios de documentos, lo demuestran con todas las
letras.) Una cualidad que pintaba a don José Luis de cuerpo entero, era su
insistencia en tener todas las ediciones de un mismo libro: desde el coffee-table hasta las
versiones “baratas” y de bolsillo. (Cabe decir que, enn cuanto al compendio de
la cultura mexicana, su biblioteca fue una de las más completas, sólo
equiparable a la de su colega y amigo Alí Chumacero, cuyo fondo bibliográfico
aún espera tanto cobijo definitivo como biografía en proceso.)
Por último, la tercera parte
del libro se enfoca, casi de manera testamentaria, al futuro de la biblioteca.
Asegurar su conservación no equivale nada más a tener todos los libros en un
solo recinto (en principio, se pensó en el Palacio Nacional, hoy sabemos que reside
definitivamente en la
Biblioteca de México, por los rumbos de la Ciudadela ), sino cuidar
que ese patrimonio siga con vida; esto es, recomienda Martínez Baracs: buscar
la forma de cómo guardar los papelitos encontrados en cada ejemplar, cuidar las
camisas de las ediciones encuadernadas, continuar el acopio de las revistas y
suplementos culturales, y dos que me parecen indispensables: evitar el
crecimiento indiscriminado de la biblioteca, dándole prioridad a los rubros
arriba mencionados, y hasta proyectar en un futuro próximo una edición con las
dedicatorias más bonitas de cada libro. (Esto último pude constatarlo al
revisar sendas ediciones de Libertad
bajo palabra de Octavio Paz, y Cien
años de soledad de Gabriel García Márquez, por mencionar algunas.)
A final de cuentas, La biblioteca de mi padre de
Rodrigo Martínez Baracs es sólo la primera parte de una gran empresa tanto
cultural como sentimental; en la labor de escritores, críticos e investigadores
(hoy metidos a cuidar la buena salud de la cultura en México, como hiciera José
Luis Martínez en su tiempo), su presencia es más que indispensable. Por el
significado afectivo que encierran sus páginas, cumple una deuda de honor con
la historia de la literatura mexicana, y de amor hacia un padre que dio
destino, constancia y pasión bibliográfica.
Rodrigo Martínez
Baracs. La biblioteca de mi
padre. México, CONACULTA, 2010. (Memorias mexicanas)
(2/diciembre/2011)
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