miércoles, 30 de abril de 2014

Una Revolución persistente

Ulises Velázquez Gil

Hace más de un año, y con el pretexto de celebrar los 200 años de la Independencia y los 100 de la Revolución, el mundo editorial mexicano estuvo pletórico en publicaciones al respecto, entre facsimilares y de nuevo cuño; en este punto, CONACULTA presentó una colección, Summa Mexicana, donde se conjuntaron varios volúmenes con lo más granado de la cultura mexicana, empresa más que encomiable, bajo la tutela y el cuidado de Vicente Quirarte. Entre los títulos allí publicados destaca uno que, sin hacer mucho ruido, digno es acercarse a él para conocer otro ángulo de la Revolución mexicana. Y aunque el tema sea hoy moneda corriente –con sucesivas relecturas, claro está–, el autor de esa señera obra todavía espera tanto un biógrafo justo como un séquito de lectores. Hablo, ni más ni menos, del tabasqueño Andrés Iduarte.
Obra emblemática por los cuatro costados, Un niño en la Revolución mexicana (publicada por vez primera hace ya sesenta años, y cuya presencia en esta sección sirva de honrosa efeméride) cuenta los primeros años de la vida de Andrés Iduarte durante los azarosos años de la Revolución en Tabasco, que no fue la misma para todos los mexicanos. (Recordando a don Luis González y González, para los revolucionados la vida no fue la misma. Apreciaciones aparte.) 
Hijo de un prominente abogado y de una mujer con una fuerte prosapia francesa, Andrés Iduarte Foucher creció con buenos ejemplos sobre cómo debe portarse un hombre ante la vida y los azares que ésta conlleva. Sin embargo, el verdadero aprendizaje lo adquiere en plena lucha revolucionaria, cuando es obligado, junto a su familia,  a dejar la casa paterna y salvar su vida, a merced de los alzados en armas, simplemente por pertenecer a una de las familias más acomodadas de Tabasco, con cierta filia porfirista, pese a que el pequeño Andrés y sus hermanas eran hijos de Andrés Iduarte Alfaro, humilde abogado cuya única herencia fue una existencia íntegra y apasionada con su vocación. (Mucho de su padre, dice Iduarte, se nota a leguas cuando se conduce en ese mundo ancho y ajeno.)
Mientras en el norte y en el centro del país las huestes revolucionarias inspiraron corridos y gratas victorias, en el sureste no fue así; de revolucionarios pasaron a robolucionarios que acabaron con el patrimonio de las familias Foucher. Pero entre la tormenta, el pequeño Iduarte recuerda un instante de claridad: cuando los alzados detienen a su familia, en pleno éxodo hacia Campeche, al saber que descienden de don Manuel Foucher, gobernador de grato recuerdo y muerto trágicamente con el honor en alto, acaban por dejarlos libres.
Una de las características de la prosa de Iduarte es la de ponderar las buenas cualidades de las personas que llegan a su vida, pese a lo efímero o a lo persistente de su aparición en escena; precisamente, allí reside una constante en su obra. Sin embargo, ésta no puede presentarse por sí sola, si no le agregamos el decoro y la mesura de una prosa más allá del tiempo. Me explico: las páginas de Iduarte tienen la misma sustancia con que se componen las mejores de un Andrés Henestrosa, o quizás, hasta las más atípicas de Alfonso Reyes, y con el plus de contar con su espíritu primigenio pese a sus seis décadas de escritura. (Cualquier persona que lea por primera vez a Iduarte se dará cuenta de ello. Va de reto.)
Para fortuna nuestra, el CONACULTA se dignó a presentar nuevamente esta obra emblemática de Andrés Iduarte, cuya primera edición (la de 1951, por la editorial Ruta) tuvo carácter de novela cuando su autor cambió los nombres de los personajes allí mencionados; cuando la benemérita editorial Joaquín Mortiz publicó sus obras reunidas, a principios de los años 80, Un niño en la Revolución mexicana, aparte de publicarse en un solo volumen con su secuela natural, El mundo sonriente, contó con la bendición de su autor al restituirle los nombres originales. Minucia y reclamo: en la contraportada de la edición que nos ocupa, se dice que está basada en la definitiva de Iduarte. Siento decirlo pero no es así, y puede comprobarlo el lector al cotejar ambas ediciones. Aún así, no desmerece su lectura. (Caprichos de la crítica.)
En suma, Un niño en la Revolución mexicana es una magnífica puerta de entrada hacia la vida, obra y milagros de Andrés Iduarte; obra que, a decir de René Avilés Fabila, sólo es equiparable a Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco, por tratarse de obras de aprendizaje (bildungsroman), de la formación del carácter postrero de sus protagonistas; a su vez, nostalgia por un Edén perdido, devuelto al tiempo a través de su lectura. Además, demuestra a todas luces a una revolución persistente en sus ideales y hechos, todavía a la espera de justipreciarse correctamente, donde tirios y troyanos asimilen sus contradicciones, todo esto en aras de afrontar mejor nuestra historia reciente. El camino es largo, pero sabremos andarlo. (Seguro que sí.)

Andrés Iduarte. Un niño en la Revolución mexicana. Presentación de Arturo Azuela. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2010. (Summa Mexicana)

(6/enero/2012)

miércoles, 16 de abril de 2014

Itinerario hacia el origen

Ulises Velázquez Gil

Comienzo con una confesión de mi parte; cuando leo libros de ensayo, por lo regular siempre lo hago sin seguir el orden propuesto; primero, el artículo que me genera mayor interés, para luego seguir con otro muy distinto, y así sucesivamente, hasta haber leído todo su contenido. De esta extraña y nada ortodoxa manera he pasado por las armas de la lectura varios libros al respecto, pero esta manía de mi parte encontró su elemento vital en un volumen específico. Se trata de Viaje a México, del polígrafo y flâneur Adolfo Castañón, volumen de treinta y ocho textos, entre ensayos, crónicas y retratos que van de los autores queridos hasta las experiencias del escritor, metido en la vorágine del mundo presente.
Recuerdo que comencé con el ensayo sobre Salvador Elizondo, mismo que dejó maravillado por la serie de datos que se proporcionan al respecto. Mientras me sumergía más a profundidad en su lectura, me topé con algunos textos ya conocidos: el aniversario 50 del Fondo de Cultura Económica, la crónica de la premiación de Octavio Paz en Estocolmo, y el clásico retrato de un abogado ilustrado, Jesús Castañón Rodríguez, eximio hombre de libros y padre del autor. (La primera vez que los leí, fue gracias a pequeño volumen llamado El jardín de los eunucos.) Al leerlos de nueva cuenta, me dije: “Si buena parte de los textos de Viaje a México son de factura reciente, ¿por qué me topo con éstos ya conocidos?” Un lector más drástico que quien escribe, diría que Castañón ya no tiene más obras que mostrar. Falso. Más bien, estos textos ayudan un poco al resto por una sencilla razón: recordar una tradición, un origen donde coincidan todos estos temas. No por nada, este libro se divide en dos partes: “Venas encontradas”, donde el autor nos cuenta las mil y un maneras de leerse en el mundo: en un bautizo, viajando a tierras tan literarias como Oaxaca y Yucatán, o en el recuerdo de dos maestros primordiales en su formación como escritor: Alfonso Reyes y Octavio Paz, y “México y sus escritores”, donde se consigna el acendrado interés del autor por difundir la obra de grandes autores de las letras mexicanas, entre atípicos como Juan García Ponce, Sergio Pitol, Jaime Reyes y el propio Elizondo, como canónicos como Andrés Henestrosa, José Luis Martínez, Juan José Arreola y hasta Carlos Fuentes y Jaime Sabines, sin dejar de mencionar a los nuevos ensayistas, a caballo entre los treinta y cuarenta años.
Tanto los aniversarios editoriales y las crónicas de un escritor en tierras extrañamente amistosas como los retratos librarios y las remembranzas cafeteras, son formas distintas de celebrar la literatura, donde el corazón -en paralelo con el pensamiento- escribe sus mejores páginas. Por ello, no es gratuito que obras ya conocidas convivan en igualdad de condiciones en un volumen tan exquisito como señero, donde la sorpresa es el pan de cada día. 
(Paréntesis aparte, Viaje a México -título que remite a aquel volumen homónimo de Paul Morand- se encuentra completamente emparentado, por un lado del charco atlántico, con el Ejercicios de admiración de E.M. Cioran, y por este otro extremo del mar, con Retratos personales y Los días del maestro, de sus coevos mexicanos Enrique Krauze y Vicente Quirarte, respectivamente, pero si Mexicanos eminentes y Peces del aire altísimo, son los egregios recipiendarios de aquéllos, Viaje a México tiene un tremendo precedente en ese clásico contemporáneo de nombre Arbitrario de literatura mexicana.)
En su lectura de autores presentes, pretéritos y futuros, Adolfo Castañón está leyendo al mundo, es decir, al México donde le tocó en suerte vivir y escribir. Y ya que menciono la palabra México, el texto homónimo que abre el libro es una suerte de “carta de creencia”, donde su admiración por el país no sólo se queda en la letra impresa, sino en los viajes hacia el interior, evidenciando otra cara, muy distinta a la habitualmente ofrecida hacia el exterior. En una palabra, Viaje a México es más un itinerario hacia el origen que un cementerio de nombres y fechas cuya petulante pátina le quita pasión y sincero interés.
Finalizo estas líneas con una invitación para aquellos lectores interesados en conocer otra manera de ver las letras mexicanas, para que se acerquen a este libro y conozcan otra mirada acerca de ese México que nos recibe y circunda. No me cabe la menor duda de que Viaje a México cumple (y con creces) su cometido, en espera de suscitar nuevas maneras de contemplar nuestro país, sin demagogias ni exclusiones de ningún tipo. Todo sea, por decir algo, a favor de la cultura mexicana. (Así sea.)

Adolfo Castañón. Viaje a México. Ensayos, crónicas y retratos. Madrid, Iberoamericana / Vervuert, 2008. (La crítica practicante, 4)

(19/marzo/2012)

miércoles, 2 de abril de 2014

Escala íntima

Ulises Velázquez Gil

En una charla en el otrora Centro de Lectura Condesa, Alberto Blanco, poeta y músico por los cuatro costados, se quejó acerca de cómo las revistas y los pocos suplementos literarios se han plagado de malos poemas y, por ende, de malos poetas, que toman su materia prima de asuntos banales como la política y la vida privada; sin embargo, cabe resaltar las siguientes palabras, alentadoras al fin: “no basta recibir el llamado, no basta tener el talento, esto es apenas el primer paso”.
            Donde logran conjugarse tanto llamado como talento, tenemos la obra poética de la mexicana Helena Paz Garro, nacida –literalmente– entre letras, quien nos entrega una mínima pero significativa muestra de su quehacer poético en su primer libro en español: La rueda de la fortuna, bajo la incipiente serie de Poesía dentro de la legendaria colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica. (Paréntesis aparte: en su largo peregrinaje tanto literario como geográfico, Helena ya daba desde temprana edad muestras de una maestría y una intuición poéticas, inusitadas hasta para ella misma, que la orillaban a escribir sus primeros poemas, pero en francés, idioma impuesto por una esmerada educación en grandes colegios de Francia. Dicho esto, contar con una edición en español de su poesía es, en sí, un milagro.)
            A través de setenta poemas, Paz Garro nos presenta su manera de ver la vida; desde los desastres vividos (suscitados entre el exilio y la persecución en España y Francia) hasta esas piezas de relojería lírica que bien merecen tallarse en letras de oro. Doy muestra de uno breve: Era tan joven/ que todas las primaveras del mundo/ se habían dormido sobre su frente. (“A un joven”) O quizás éste, que merecería otra lectura diferente: Son un zafiro/ en el cual se juega/ el destino de Constantinopla. (“El cohete”). Y este fragmento, que no desmerecerá su respectiva lectura en conjunto: Ella canta la melodía de la tierra/ ondulante de trigo maduro/ que se extiende a pérdida de vista/ como un mar dorado. / Su risa como una cascada/ que refresca el cuarto de mil gotas de agua. (“Aparición solar”)  
Por otro lado, varios poemas están dedicados a Mijail Bulgakov, Ezra Pound, Antoine de Saint-Exupéry, e incluso a sus padres, Elena Garro y Octavio Paz; estos suelen verse como pequeños “retratos hablados”, es decir, su (aproximada) apreciación de aquellas relaciones tanto afectivas como literarias. También cabría decir que el poema breve sirve a manera de portarretrato para guardar algunas imágenes. Para muestra, bastan estos botones: Sus cabellos chispean,/ sol domesticado en una casa. / Sol vagabundo/ errante de cuarto en cuarto/ entibia nuestras almas. […] (“Mi madre”); o también éste: La naturaleza ha tocado tu frente/ borrando toda enfermedad/ y los que te quieren/ te verán, joven partícula de sol/ en una isla griega. (“A mi padre”) [De cualquier manera, ambos merecerán su respectiva lectura completa, como debe de ser.]  
             Si alguna vez se confeccionara el escudo de armas literario de Helena Paz Garro, tanto la sentencia materna “Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga” como el adagio paterno “Los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía”, conformarían esa intención. En ambos casos, se constituye una biografía (los trabajos del poeta) como un resguardo para la memoria (los temas del poeta). Sin embargo, ella alguna vez comentó que se sentía más afín a la obra materna; aún así, su sensibilidad poética no niega cierta raigambre paciana. (Es más, si no fuese por las fechas de cada poema, quizás habrían pasado por propios de Paz, pero sería pecar de exageración.)  
            A pesar del aparente desorden entre un poema y otro, respecto al año de su confección, no se pierde del todo la frescura de la imagen poética presente en la poesía de Helena Paz Garro. Me imagino que, al momento de su publicación, la autora puso en orden los papeles de su propio baúl, sin importar la fecha de los poemas incluidos, para dejar esta selección como ahora la conocemos. Si queremos sustentar un poco más esa idea, vayamos al prólogo de Ernst Jünger, quien nos dice: El poema suelto es un ramillete. El poeta entreteje palabras e imágenes, no tanto de manera lógica como por intuición. No hace falta que el o la oyente sean conscientes de que concuerdan; surten efecto por su sustancia y armonía. De pilón, para recibir un buen ramillete la fecha importa poco cuando es fresco y grato de tener en las manos.   
            Finalmente, hacía falta que la obra de una poeta notable (aparentemente desconocida, pese a su brillante prosapia) llegara a nuestras manos. En La rueda de la fortuna, como en el juego de feria, hay poemas que suben o bajan la intensidad mientras se leen, pero ninguno quema su pólvora en infiernitos, inclusive se tornan invención, y cuando la poesía nos devuelve la mirada de niño –que sólo los buenos poetas conservan desde sus primeros borradores hasta sus obras reunidas– dicha atracción se vuelve escala íntima. (Y hasta ahí.)    

Helena Paz Garro. La rueda de la fortuna. México, Fondo de Cultura Económica, 2007. (Letras Mexicanas. Poesía)

(4/noviembre/2011)