miércoles, 8 de enero de 2014

Incipiente y experimentada

Ulises Velázquez Gil

En su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, Salvador Elizondo lanzó una sentencia bastante lapidaria para todo autor que se respete: Nada ilustra la vocación de un escritor que la vida de su primer libro. Para unos, resulta gratificante recordarlo, como consecuencia natural de un talento innato, mientras que, para otros, suena engorroso acordarse de ello, por los yerros allí expuestos. Sin embargo, cuando el primer libro de un novel autor alcanza un reconocimiento inesperado, la duda sobre persistir o declinar en el camino se vuelve una constante de vida.
En las letras mexicanas son contados los casos de jóvenes autores que se aventaron al mundo editorial, a sabiendas de pasar desapercibidos, o también, proclives a una extraña sobrevaloración por parte de sus lectores. Algunos –muy pocos, claro– han sabido crecer (y crecerse) con gracia e ingenio, cuyas poéticas, es decir, los engranajes de su creación literaria, ahora nos resultan obvias y hasta recurrentes. A este elenco de noveles autores en México, ahora se inscribe un nombre doblemente atípico: Andrea Chapela, quien aparece en la escena literaria con su primera novela, La heredera.
Compuesta por 24 capítulos (como las horas del día), Andrea Chapela nos cuenta dos historias: una, la de Irene, una joven que tiende a aislarse del mundo conocido, de sus compañeros de escuela, amigos y hasta de su familia, y la segunda, acerca de una región fantástica de proporciones míticas llamada Vâudïz, mundo fantástico creado por Irene. Dos mundos, en apariencia opuestos, que conviven en diplomática distancia, se ven involucrados con la presencia de otro personaje fundamental, Erick, a la sazón compañero de clase de Irene en el colegio, quien se adentra paulatinamente en su mundo.
Vâudïz también tiene a su propia protagonista: la princesa Nannerl, hija menor de la casa real, quien se debate entre tomar su lugar en la sucesión del trono (amedrentada por su hermana Samanta) o buscar su propio camino. Entre las persecuciones y la traición por parte de su hermana, Nannerl se refugia en el Bosque de Medianoche, donde conoce a los niños sin sombra, quienes la reciben con afecto en su morada, y después, llamada por el destino, se integra al grupo de las guerreras nocturnas, aprendiendo toda serie de enseñanzas, entre los conocimientos de la magia y el arte de batirse a duelo. Todos estos sucesos influirán en el reconocimiento gradual de su destino.
Volvamos con Irene; sus problemas con la familia, sus compañeros de escuela y ante la duda de saber si se siente correspondida por Erick, ella se refugia en Vâudïz, donde nunca se sentirá sola. De cierta forma, coincide con Nannerl, el refugiarse en sí misma, pero hay un elemento que nuevamente las hermana: el aprendizaje y el reconocimiento de su destino. Para que la maldad desaparezca del mítico reino, debe reconocerse como la heredera de su reino, en quien todas las cosas habrán de equilibrarse; Irene, por el contrario, para que Vâudïz no se involucre con el “mundo real” (el de su abuela, el de sus amigas) debe compartir su mundo con Erick.
Ante este panorama, me atrevo a decir que La heredera es una novela de aprendizaje, tanto en quien narra la historia como en quien la vive. (Y viceversa.) Si seguimos en este curso, Andrea Chapela tiene una deuda de honor (y de amor a la lectura, por supuesto) hacia sus clásicos, es decir, aquellos libros que conformaron su camino narrativo; Harry Potter, Las crónicas de Narnia y la famosísima saga de J. R. R. Tolkien resuenan en su historia, y no dudaría también que Michael Ende y hasta el Italo Calvino de Si una noche de invierno un viajero o de la trilogía de Nuestros antepasados, se filtren en su prosapia literaria. Si en autores primerizos, las influencias se notan a la primera lectura, para el caso de Andrea Chapela esto no suele verse como defecto, sino como una virtud indiscutible. Al contarnos una historia diferente, siempre estará la impresión de recorrer los mismos lares, de navegar hacia viejos puertos, donde el viaje –la lectura– se renueva constantemente.
Vâudïz existía en algún lugar más allá de su mente. Tal vez había existido antes de que ella lo imaginara. Se dice que un autor no elige sus temas, sino que éstos lo eligen, y para el caso de Andrea Chapela queda muy a la medida, dado que ya hacía falta conocer este tipo de historias, restringidas solamente para la tradición europea. Sin embargo, en el árbol genealógico de las letras mexicanas, escritores como Angelina Muñiz-Huberman, Hugo Hiriart, Esther Seligson y hasta el León Krauze de El vuelo de Eluán, vean en ella a una digna recipiendaria de sus invenciones e intenciones, joven en edad, pero consumada en intuiciones narrativas.
Finalmente, La heredera (primera novela de una tetralogía, a la que seguirán El creador, La cuentista y El cuento) muestra la postrer vocación de una novel escritora, incipiente y experimentada, cuyas mejores líneas aún buscan un lugar hacia donde dirigirse. No cabe duda que estamos ante un caso extraordinario en las letras mexicanas, en espera de volverse tan universales como la Tierra Media, Fantasía o Narnia. Pero esa historia… todavía queda por contarse. (¿Por Andrea, Irene o Nannerl? Esperemos entonces…)

Andrea Chapela. La heredera. Barcelona, Puck, 2008.

(9/enero/2012)

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