miércoles, 31 de diciembre de 2014

2014: quince lecturas del tiempo

Ulises Velázquez Gil

En este 2014, y como se habrán imaginado, la página que albergaba mi espacio estuvo en una serie de altibajos, los cuales influyeron sobremanera en la continuidad de la columna de quien esto escribe; aún así, el interés por compartir mis hallazgos bibliográficos no disminuyó del todo, y aunque mis colaboraciones fueron pocas, no así mis lecturas. (Quede aquí constancia de ello.)
Al momento de hacer el listado definitivo de los libros que leí en este año, resolví quedarme con los que resumen una deuda de cariñosa lectura, misma que, andando el tiempo, convertirá a un callado lector en un consumado colega. Con todo, la lectura como agradecimiento es el eje conductor de este espacio, en sus muchos avatares. He aquí esta selección.

1) ¿Te gusta el látex, cielo? (Nadia Villafuerte) Una galería de personajes que viven en una frontera constante, sea la de sus pensamientos, sea la de sus acciones, pero que al final tienen la última palabra. Personajes a salto de mata, queda en ustedes seguirles la huella… o perderles de vista.
2) Dodo (Karen Villeda) Itinerario por partida doble a través de la poesía, que nos lleva a conocer las dos caras de una tripulación ávida de aventuras y de ambiciones; por un lado, la incertidumbre al llegar a tierras extrañas, y por el otro, las secretas intenciones de cada viajero sobre un ave extrañamente preciada.
3) Filosofía y vocación (Aurelia Valero Pie) Recuento de aprendizajes al amparo del filósofo transterrado José Gaos, en cuyos discípulos y pares disentir y coincidir son parte primordial de la conversación y de la polémica suscitadas en pro del conocimiento. A más de medio siglo de distancia, aquellas discusiones resuenan en la actualidad como si apenas ayer hubieran comenzado.
4) Ignacio Allende. Una biografía (Adriana Rivas de la Chica) Justa y oportuna biografía sobre uno de los caudillos de la Guerra de Independencia, que redimensiona su lugar correspondiente en la historia mexicana; de indispensable lectura si deseamos conocer todas las perspectivas de la época.
5) Andrés y Diego en la muerte de Frida (Rafael Gaona) En este año se cumplieron 60 años de la muerte de Frida Kahlo, y esta novela, que además de dar cuenta de los sucesos previos al sepelio de la pintora, nos contó la historia de un escritor íntegro de vida y obra: Andrés Iduarte, en quien recayó toda la responsabilidad del suceso.
6) Cuaderno ideal (Brenda Lozano) Para comprender mejor las sinrazones de la distancia, nada como llevar un diario a guisa de bitácora y de terapia contra el olvido, así también para poner en orden las cosas. Esta novela agrupa todo ello y un poco más, para reconocer, de una vez por todas, que hay mucho de Ulises en Penélope.
7) Señorita Vodka (Susana Iglesias) Las andanzas de una teibolera por varias ciudades que se le escapan de las manos, donde descubre hasta qué punto un amor puede devastar una vida o hasta que profundo se puede caer en aras de reconocer el papel jugado en un mundo lleno de mentiras y de falsas esperanzas.
8) Los ingrávidos (Valeria Luiselli) Dos historias paralelas que tienen como escenario la ciudad de Nueva York, donde la memoria, el exilio y los pasos de un poeta por una ciudad ajena hacen que una editora descubra una historia que podría ser la suya. (Si las ciudades destruyen las costumbres, como sugería conocido compositor, en ésta hasta se reescriben.) 
9) Al calor de la amistad (Octavio Paz/José Luis Martínez) Recuento de varias décadas de constancia epistolar, muestra de una amistad ejemplar que resistió a todos los embates de su entorno nacional e internacional; dos vidas generosas e inteligentes unidas bajo el esmeril de la palabra, a prueba de tiempo, donde la honestidad intelectual brilla en cada línea, letra por letra.
10) Permiso para el amor (Efraín Huerta) En este año, pletórico en antologías y reediciones, este breve florilegio da fe de la poesía amorosa de Efraín Huerta, como otra manera de cantarle al tiempo y a la ciudad; una sencilla y grata manera de acercarse a un glorioso centenario.
11) Ausencia compartida (Marina Azahua) Galería de treinta ensayos donde la mirada se pone constantemente a prueba; entre fotografías, instalaciones, películas y esculturas, nuestra percepción pasa del vértigo a la certeza, porque detrás de cada objeto hay algo de nosotros mismos esperando salir a la luz.
12) Barrio Verbo (Ingrid Solana) A cada instante, el mundo y su velocidad requieren de muchas lecturas, en aras de ganarle al tiempo algunas partidas; los veinticuatro ensayos de este libro dan fe de esa empresa, donde al final de la lectura, será otra la manera de entablar guerra con las cosas.
13) Moho (Paulette Jonguitud) Un viaje al interior de una mujer que descubre, a través de un extraño pasajero de su cuerpo, los rescoldos de un acre pasado y los desconciertos de un presente sin invitación previa; una novela que merece varias lecturas, apelando al significado de aquel extraño inquilino de la protagonista. 
14) Antología personal (José Revueltas) En este año de gloriosos centenarios, digno es acercarse a la primera antología de un escritor comprometido con su tiempo, pero ante todo, con la palabra misma; cuentos y fragmentos de novela como prueba de vida en espera de suscitar en el lector contemplación y detenimiento. 
15) Un pedigrí (Patrick Modiano) Escrita cuando su autor cumplió 60 años, esta novela es un ajuste de cuentas con las vidas paralelas y disímiles de sus padres; así también, toma de conciencia en primera persona en aras de justipreciar su presencia en un mundo difícil de domesticar. (Quede la escritura como instrumento para lograrlo.)

En espera de coincidir en el 2015 que se avecina cada vez más, reciban mis mejores deseos y por aquí seguiremos, en la marcha de las letras, a la busca de un paréntesis aparte. Lo demás sólo el tiempo y nada más.
(¡Muchas gracias a ustedes!)

viernes, 26 de diciembre de 2014

José Revueltas: antologías necesarias

Ulises Velázquez Gil

Seamos realistas. Sólo en el fragor de la pérdida o en el fervor del aniversario las instancias culturales se animan en hacer homenajes, mesas redondas y publicaciones de y en torno al personaje del momento, y este año que termina fue pletórico en esas intenciones. Pero cuando se juntan los aniversarios de tres importantes escritores mexicanos, el asunto se complica aún más, por evitar a toda costa que uno de los homenajeados opaque al resto, mucho menos pasar de noche sus efemérides. Afortunadamente, las actividades realizadas tuvieron su justa medida, y los lectores de Octavio Paz, Efraín Huerta y José Revueltas podemos dormir tranquilos ante este año triplemente jubilar.
De los tres escritores celebrados en 2014, José Revueltas merece un poco más de atención; en aras de colocarlo en el justo lugar que merece, no faltaron mesas redondas, homenajes, lecturas colectivas ni publicaciones. Para conseguir la atención de nuevos lectores y reafirmar la elección de quienes lo han leído, nada como acercarse a las antologías de su obra, antesala de unas Obras Completas a la espera de leerse por completo. Vayamos por partes. 
            A principios de los dosmiles, Andrea Revueltas y Juan Cristóbal Cruz (hija y nieto del escritor, respectivamente) se sumergieron En el filo (UNAM / Era, 2000), selección de obra ensayística y testimonial, facetas poco conocidas del escritor duranguense como cronista de los cambios sociales, en su lucha por mejorar las condiciones de la gente y de buscar su posterior desarrollo. “Volver a los escritos de una personalidad tan inevitable en el paisaje cultural de nuestro país […], es una manera privilegiada de no ignorar el zócalo en que se deberá apoyar toda reflexión sobre nuestro nuevo siglo mexicano”. Una larga marcha en busca de justicia (“Marcha de hambre sobre el desierto y la nieve”), los recuerdos familiares en las cartas a Silvestre Revueltas y las miradas del ambiente carcelario en su diversas estancias en las Islas Marías y en Lecumberri, muestran a un Revueltas comprometido con el testimonio de los hechos, y qué mejor instrumento para ello que la palabra escrita.
            (Paréntesis aparte: ¿por qué una antología de ensayo, crónica y testimonio? Muy sencillo, como contrapeso de La palabra sagrada, publicada un año antes por Ediciones Era, con prólogo y selección de José Agustín –compañero de Revueltas en Lecumberri– con algunos cuentos suyos, incluyendo la noveleta El apando. A diferencia de En el filo, esta antología hoy en día cuenta con sucesivas reediciones. De lo perdido, lo encontrado.)
            No fue sino hasta este año cuando se planeó la reedición de sus obras publicadas individualmente, la conjunción en siete volúmenes de sus Obras completas, además de estudios críticos sobre su vida y obra, y, por supuesto, las antologías para un primer acercamiento. Con motivo del Día Nacional del Libro, celebrado el 12 de noviembre, se obsequió a los lectores El sino del escorpión (SEP/ CONACULTA/ CANIEM, 2014), volumen de diez cuentos seleccionados y prologados por Eduardo Antonio Parra. Treinta años de constancia en el cuento presentes en “Dios en la tierra”, “Dormir en tierra”, “La palabra sagrada” o en aquel que da nombre al volumen. “Con el día de ofrecer al lector mexicano una muestra representativa de la cuentística de José Revueltas […] seleccionamos de los tres volúmenes que el autor publicó en vida las que, a consideración de quien esto escribe” –dice Parra en el prólogo– “son las mejores piezas”. Aunque la mitad de la batalla ya estaba ganada, todavía una asignatura estaba pendiente: una antología “general” (por darle algún nombre), justa medida de creación y reflexión para adentrarse en la obra revueltiana.
            Entre las publicaciones preparadas para el centenario, resalta Ver en las tinieblas (Fondo de Cultura Económica/ Era, 2014), voluminosa selección a cargo de José Manuel Mateo, experto en la obra de Revueltas y cuya mirada crítica supo pesar en igual medida narrativa que reflexión, con algunas variantes respecto de las antologías precedentes. Como la hecha por José Agustín, incluyó El apando, pero dejó de lado varios de los cuentos conocidos y suplió esa ausencia con los primeros capítulos de El tiempo y el número, novela que Revueltas escribía al momento de su muerte en 1976. Por otro lado, su relación con la de Andrea Revueltas y Juan Cristóbal Cruz se reforzó con los Apuntes para una semblanza de Silvestre Revueltas, evidencia de un (posible) afán biográfico que define y resignifica la figura de su hermano tanto como genio y compositor como hermano y mentor. Ante estos escenarios, el editor nos dice lo siguiente: “No se trata, pues, de ahorrarle a nadie el trabajo de leer entero al autor de Dios en la tierra o Los errores […] sino porque para cumplir tal propósito deberíamos llegar hasta los archivos donde se conservan originales, inéditos y aun materiales publicados en su momento pero no reunidos en las Obras completas […] Y aun cuando se lea todo acaso estaremos en el principio, porque la lectura apenas cuenta si prescinde de la relectura; y sin la segunda, tercera o cuarta lectura no hay trabajo reflexivo”.
Ante este panorama de antologías –todas necesarias, cabe decirlo– hay una fundamental, que resume una trayectoria comprometida con la palabra. Se trata, desde luego, de la Antología personal (1975) que el propio Revueltas preparara para el Fondo de Cultura Económica. Cuentos de Dios en la tierra, Dormir en tierra y Material de los sueños conviven en franca armonía con dos capítulos de su novela Los días terrenales; precedidos por “Mi posición esencial” a guisa de prólogo, donde expone sus ideas sobre la novela y sobre la misión que tiene como narrador y crítico de su tiempo. Comenzaré por referirme a una cuestión de mi oficio como escritor. Lo que concibo como novela, o sea, esa forma particular del movimiento: el movimiento real percibido, representado e imaginado por medio de los recursos de la literatura. […] Para la novela la realidad es un todo objetivo, pero también subjetivo y fantástico, del cual puede eliminarse incluso cualquier objetividad. (Todavía tenemos mucho que aprender de esta posición esencial, en paralelo con las demás antologías.) 
A final de cuentas, todo acercamiento es permisible, y esa condición es inmune a celebraciones, homenajes del sector oficial o conmemoraciones a contracorriente; ojalá y con estas líneas aparezca un nuevo lector de José Revueltas, dispuesto a echarse un clavado en una obra prístina y comprometida. Después de todo, no serán las primeras ni las últimas antologías que se hagan al respecto. Ya el tiempo se encargará de confirmar nuestras pesquisas o equivocaciones.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

La vida que se detiene

Ulises Velázquez Gil

En las letras mexicanas, son contados los casos de escritores únicos, cuya obra aún espera un paciente lector y un crítico certero que pondere su presencia en el panorama cultural. A esta pléyade de autores “iconoclastas”, donde se mencionan los nombres de Josefina Vicens, Pedro F. Miret y Francisco Tario, hay uno que, por sí mismo, destaca entre todos. Su nombre, Salvador Elizondo.
Para unos, narrador consumado, para otros, poeta secreto, y para algunos, provocador profesional, Salvador Elizondo fue la prueba viviente de esa pasión por la escritura; misma que cuenta con obras emblemáticas como Farabeuf, Narda o el verano, Camera lúcida o Estanquillo, por decir algunas. Y como todo escritor que se respete, halló cobijo en las páginas de un periódico simplemente para compartirnos sus visiones, maravillas trasnochadas, incluso después de haber fallecido.
Pasado anterior, libro que hoy nos ocupa, reúne buena parte de la colaboración periodística de Elizondo en las páginas del diario Unomásuno, y consigna el interés del autor por la vida que pasa frente a él; aunque no se trate de su primera compilación periodística (Estanquillo, de 1994, fue primero en tiempo y derecho), Pasado anterior nos presenta a un Elizondo de cuerpo entero, uno que siempre nos sorprende con sus desconciertos.
Cuando Andrés Henestrosa volvió a la trinchera periodística a principios de los dosmiles en El Universal y en el propio Unomásuno, sus lectores de toda la vida presentimos que don Andrés se repetía, es decir, que nos parecía haber leído algo similar en artículos anteriores… pero en diarios ya extintos y hasta reunidos en volúmenes anteriores. Para el caso de Elizondo, estos artículos se publicaron en el Unomásuno (antes que en El Nacional, compilados en Estanquillo), cuyo tratamiento punzante y a ratos ácido, no disminuye la maestría ni su capacidad de síntesis.
Desde el Indio Fernández y la debacle del cine mexicano, pasando por los sinsabores de la política en turno, hasta el señero homenaje a sus colegas de de pluma, Elizondo nos entrega un entusiasta retrato de todos ellos, aderezado con algunos elementos auto-biográficos, como su pasión por la fiesta brava y su admiración por fotógrafos insignes como Manuel Álvarez Bravo, o Paulina Lavista, a la sazón, su esposa e instigadora del volumen de marras.
Pese a que la publicación de Pasado anterior, obedeció, de cierta manera, a un afán post-mortem, todos los artículos pueden leerse como si hubieran sido escritos ¡apenas ayer!, es decir, con una prosa fluida en su lectura pero certera en sus intenciones; además, dicha antología presenta un lado menos conocido de Elizondo: no el narrador “truculento” que fue en su juventud, sino el ciudadano de a pie, preocupado por los temas del momento. (¿Acaso habría decir también que el padre de familia, el profesor universitario o el escritor retirado en su torre de Babel, también caben en esa nómina temática?)
Pasado anterior, con todo, es un muestrario de cosas y casos de la vida diaria, vistos desde el cedazo crítico de Salvador Elizondo; suerte de manual de supervivencia, nos enseña a ver con otros ojos la vida, que se detiene acompasada en el instante mismo de su creación. Para los activos y nuevos fans de Elizondo, hacía falta ya que estos materiales salieran a la luz, reunidos en forma de libro, teniendo como gloriosos antecedentes hemerográficos Contextos, el propio Estanquillo y su granada selección de Escritos mexicanos bajo el amparo de la Biblioteca del ISSSTE. Aún así, ningún artículo tiene desperdicio, eso sí, acabada su lectura, siempre tendremos antojo de leer muchos más. (Así sea.)

Salvador Elizondo. Pasado anterior. México, Fondo de Cultura Económica, 2007. (Letras Mexicanas, 141)

(19/diciembre/2011)

lunes, 22 de diciembre de 2014

Una mirada periférica

Ulises Velázquez Gil

Se dice que cada quien es “hijo de sus obras”, es decir, por buenas o por malas que éstas hayan sido, sus consecuencias y resultados asumimos por entero. Para quienes hacemos de la escritura una forma de confrontarse con el mundo, digno es hacer un alto en el camino y poner las cosas un poco en orden y así seguir adelante con nuestras andanzas y maestranzas.
Un atípico escritor francés (hoy día, flamante Premio Nobel de Literatura), Patrick Modiano se sumerge en una tarea tan exhaustiva como apasionante a través de la novela: contar su vida, no con la pretensión de una autobiografía, sino justipreciar su lugar en el mundo, y esta acción, desde la trinchera de las letras, se vuelve una interesante empresa.
A lo largo de cinco partes, Un pedigrí es una novela que pasa revista a los ambientes donde se dio el nacimiento y ulterior desarrollo del futuro escritor; a lo largo de la narración, resuenan en la memoria nombres diversos, escenarios que, a primera vista, no pasarían de la mención enciclopédica, pero que en la petite histoire de Modiano son necesarios, diríase que indispensables. Que el lector me disculpe por todos estos nombres y los que vendrán a continuación. Soy un perro que hace como que tiene pedigrí. Mi madre y mi padre no pertenecen a ningún ambiente concreto. Tan llevados de acá para allá, tan inciertos que no me queda más remedio que esforzarme por encontrar unas cuantas huellas y unas cuantas balizas en estas arenas movedizas, igual que nos esforzamos por completar con letras medio borradas una ficha de estado civil o un cuestionario administrativo.
Como en toda vida digna de contarse, los personajes de Modiano aparecen y desaparecen como figurantes de un escenario inmenso, a excepción de tres fundamentales: el autor y sus propios padres, ambos en recíproca relación con el primero, y las personas que giran en la órbita de cada uno, funcionan a manera de enlaces con el mundo de allá afuera. Dos mariposas extraviadas e inconscientes en una ciudad sin mirada. […] Pero qué le voy a hacer, ése es el terruño –o el estiércol– de donde vengo. Estos retazos de sus vidas que he reunido lo sé sobre todo por mi madre. Muchos detalles referidos a mi padre se le escaparon, el turbio mundo de la clandestinidad y del mercado negro donde se movía por la fuerza de las cosas. Ella no supo casi nada y él se llevó sus secretos consigo.
Dicen que el infortunio o el grato azar acercan a dos desconocidos, sin importar sus vidas previas, y doblemente si éstas son tan disímiles y algo fugitivas como el tiempo mismo. Por un lado, la trayectoria de su padre se conformaba de claroscuros y pruritos (su condición judía y la mala fama de los apellidos italianos en la posguerra), viviendo siempre a salto de mata, entre negocios de dudosa acción. Albert Modiano (o Henri Lagroua) vivía al día, de milagro, en una suerte de lotería jugada con los mismos números, sin otra ganancia que el error y la experiencia. Sin embargo, le da a su hijo una importante lección: Una noche […] mi padre me dijo una frase que, sobre la marcha, no entendí demasiado bien, una de las pocas confidencias que me haya hecho nunca: “Nunca hay que descuidar los detalles pequeños… Yo, por desgracia, siempre he descuidado los detalles pequeños…” Pero en donde el señor Modiano era muy enfático era en el deseo ferviente que su hijo llegara a estudios superiores: A mi padre le habría gustado que fuera ingeniero agrónomo. Opinaba que era una carrera con futuro. Si le daba tanta importancia a los estudios era porque él no había estudiado y era hasta cierto punto como esos gángsters que quieren meter a sus hijas en un internado para que las eduquen las hermanitas.    
La vida de su madre, por otro lado, corría entre bambalinas y extensas giras artísticas por Francia y el extranjero; como si la propia vida no le bastara, la madre del joven Patrick buscaba otra manera de vivir todas las vidas imposibles. En enero de 1962 una carta de mi madre […]: “No te he llamado por teléfono esta semana. No estaba en casa. El viernes por la noche fui al cóctel que dio Litvak en el plató de su película. También he ido al estreno de la película de Truffaut Jules et Jim y esta noche voy a ver la obra de Calderón en el TNP… Me acuerdo de ti y sé que estudias mucho. Ánimo, querido muchacho. Sigo sin arrepentirme de haber dicho que no a la obra con Bourvil […]
Entre las vidas al límite de sus padres, sobresalen los deseos propios y las inquietudes de hacer una vida sin tantas complicaciones, pero… ¿qué vida no las tiene?; así como su padre se embarca en nuevos negocios al margen del tiempo, la ley y hasta la geografía, y su madre interpreta papeles en escenarios tan disímiles, el joven Modiano encuentra su pasión por la vida en la literatura, en leerla, primero, para después escribirla. No es gratuito que a lo largo de la novela haga revista de todos los libros leídos por obra y gracia del azar, las bibliotecas de provincia, los amigos de sus padres, el padre Accambray –su profesor de francés en el liceo– y hasta de los robos a casa habitación por una urgente necesidad monetaria, hicieron mella en su carácter y lo conducirían por el camino de la escritura: En cuanto empecé a escribir, nunca volví a robar nada. También mi madre, pese a su habitual altanería, birlaba a veces algunos artículos “de lujo” y de marroquinería en las secciones de La Belle Jardinière o en otras tiendas. Nunca la pillaron con las manos en la masa. (Si se me permite el símil policial, de la reconstrucción de los hechos a la vuelta al lugar del crimen las palabras hacen la diferencia.)    
Carlos Pellicer, poeta y viajero, expresó en alguno de sus poemas un deseo juvenil: “Tengo 20 años y creo que el mundo ha nacido conmigo”. No dudaría por mucho en que el joven protagonista de Un pedigrí suscribiría también esa inquietud, sin embargo, no era tan fácil en realidad: Estábamos saliendo de un túnel, pero no sé de qué túnel. […] ¿Era acaso la ilusión de los que tienen veinte años y creen, una generación tras otra, que el mundo empieza con ellos? Aquella primavera el aire me pareció más liviano. Y no es para menos, puesto que otro tiempo menos ajetreado (pero no carente de taras y pruritos) se avecinaba para el futuro escritor.
¿Por qué leer Un pedigrí? A la primera de cambios, para conocer de primera fuente a un narrador sin par, en quien la memoria es solamente un instrumento para crear nuevas historias que nos devuelvan el pasado que se escapó tras una pesada sombra, así también compartirnos algo del presente y sus sorpresas (como Catherine, niña protagonista de otra novela del escritor francés); una mirada periférica por una época pródiga en breves encuentros y notorias discrepancias, que por economía del lenguaje llamamos brecha generacional. Y en esos avatares, Patrick Modiano tiene muchas historias que contar, y ésta es sólo el principio. (Quede la sugerencia.)  

Patrick Modiano. Un pedigrí. Trad. de María Teresa Gallego Urrutia. 2ª ed. Barcelona, Anagrama, 2014 (Panorama de Narrativas, 684).

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Oficio de Scherezada

Ulises Velázquez Gil

En la escena final de Blade Runner, Roy Batty, antes de morir, confiesa a su perseguidor Rick Deckard sobre las cosas que ha visto a lo largo de su vida y que los humanos no podrían creerle. En el arduo y proteico oficio de la literatura, aquella profesión de fe del reflexivo replicant también podría quedarnos muy a la medida, por el impulso natural de aplicar en el papel una, otra o varias historias. Para el caso particular del narrador y ensayista Jorge F. Hernández, dicha condición aplica sobremanera de forma satisfactoria, pero las cosas que sus cuentos nos presentan, aunque conocidas, es otra su manera de leerlas. 
Suscribiendo lo dicho por Julio Cortázar acerca del cuento (que éste gana por nocaut, a diferencia de la novela que lo hace por puntos), El álgebra del misterio nos entrega catorce historias que se sustentan en los avatares de la memoria, la del propio Jorge F. Hernández, para ser precisos; cuenta que una vez, una de sus maestras más queridas, Mrs. Grabsky, le sugirió convertir en cuentos todas las “patrañas” dichas en clase. (Y así fue, desde entonces…)
Ante el alud de información que nos embarga el cerebro, tenemos siempre el remanso de los datos aislados, las historias insólitas y las ocurrencias impredecibles. Cuando perdemos, por ejemplo, una credencial, surge una imperiosa necesidad por contarlo, de saber qué se esconde tras ese hecho. Sea como producto de las lecturas o de los encuentros con la vida misma, Jorge F. Hernández se sirve de esas experiencias para hilvanar un cuento. Un “científico” que lo inventó casi todo –hasta una tercera parte del Quijote–, un amigo inventado (“True friendship”) o hasta la hipótesis –y su consecuente confirmación– de cómo los enanos se esfuman del mundo, toda historia tiende a presentar, en lo inusitado de su anécdota, otra forma de ver las cosas; darse, por así decirlo, una oportunidad para vivirlas en carne propia. Y como su inventiva no sólo se queda en el caballete narrativo, varias ocurrencias se vislumbran en el microrrelato; intermedios inexplicables, como él dio en nombrarlos, cuya sola finalidad estriba en presentar “historias” sin fecha de caducidad, es decir, “que emanan de los momentos vacíos, de los deseos apenas formulados y de los anhelos imposibles que sólo necesitan la duración fugaz de una buena sobremesa para volverse eternos”.
Ante el imperio de las amnesias y la muy socorrida práctica de acomodar el pasado según los antojos del presente, tenemos siempre a la mano el escudo de nuestra propia memoria. Cuando su madre tuvo un derrame cerebral, Jorge F. recurrió a un oficio que destila creatividad por los cuatro costados y así devolverle el presente perdido: contar historias. A diferencia de Scherezada o del tusitala Robert Louis Stevenson, no procuraba prolongar el tiempo, sino recobrarlo en su justa dimensión; “Eight seven three” da cuenta de ello, con un cómplice inusitado (hasta para quien esto escribe): los números, soñados por el protagonista, a guisa de una epifanía, como Russell Crowe en A beautiful mind cuando los números se le presentan enfrente de sí, y cada uno origina un nuevo comienzo, entre apuestas en el hipódromo y los ejercicios escolares. Siguiendo con los números, “Siete unos”, que se antoja crónica de cuatro jugadores de dominó, se torna delirante itinerario de recuerdos y charadas, mismos que vuelven una y otra vez al mismo escenario, como una sucesión de números jugados que nunca se repiten. (Paréntesis aparte: cuando se publicó Un montón de piedras, su primera “antología personal”, Jorge F. nos compartió varios cuentos inéditos, como primicia de un próximo libro; cuando se leen por vez primera, se disfrutan sobremanera, y para cuando llega el nuevo volumen a donde pertenecen, la satisfacción de la relectura nos entrega otras respuestas, y, de ser posible, hasta confirma su deleite primigenio. Vivir para ver.)
Ante las ruidosas imposiciones de la falsificación o el engaño, tenemos el silencio de nuestra conciencia. Para “Cabeza fría” (que recoge un horror de nuestros tiempos, las ejecuciones como producto del narco) queda el acto de contar esa historia como una expiación y, si se quiere, hasta un salvoconducto de la realidad desquiciada. Pero es en “Coincidencias inútiles” el lugar del crimen que sustenta esa frase. ¿Qué resulta más inverosímil? ¿Contar la historia de un enfermo mental y su empeño en mandar su cuento a un concurso? ¿Acaso, el no menos sorprendente encuentro entre un lector de Adolfo Bioy Casares y un doble suyo made in Spain? Me inclinaría a pensar que ambos escenarios, por la manera cómo se cuentan; aunque, al final, solamente el narrador tiene en su conciencia el quid de las cosas, la secreta matemática de las palabras.
Con los libros anteriores que Jorge F. Hernández dedicó al cuento (En las nubes, Escenarios del sueño y Seis Cuentos Seis y uno de regalo), se nota una gratísima correspondencia con El álgebra del misterio en presentarnos varias historias que, de no contarse, de seguro acabarían por perderse. Volviendo a Blade Runner, queda sino recibir el testamento que el replicant Roy Batty nos deja en su momento final: Todos estos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. La misión del narrador es hacer que esas historias, sus historias, no se pierdan en el camino, como las lágrimas en la lluvia, claro está.
Finalmente, aquel oficio de Scherezada tiene en Jorge F. Hernández a uno de sus representantes más activos, en estos tiempos donde hemos perdido la capacidad de asombro. Como en todo libro suyo, en El álgebra del misterio también hay una historia que viaja con las alas del sueño, como parte de una historia más grande, que no requiera de tantas explicaciones, pero sí de personajes inolvidables y de misterios meramente sorpresivos. (Así sea.)  

Jorge F. Hernández. El álgebra del misterio. México, Fondo de Cultura Económica, 2011. (Letras Mexicanas)

(17/febrero/2012)

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Soledades a contrapunto

Ulises Velázquez Gil

“Escribir es, siempre, convocar fantasmas. Escribo: convoco fantasmas. Convoco fantasmas: escribo”, nos dice Julieta Campos en Un heroísmo secreto. Para quienes asumimos a diario las batallas colaterales al oficio de escribir, aquellos fantasmas son de gran ayuda tanto en la confección de un texto como en su consistente lectura, y no es para menos, puesto que la literatura, como aquel cuento de Juan José Arreola, es el lugar de las apariciones.
            Cazadora de fantasmas sin remitente, Valeria Luiselli nos entrega su primera novela, Los ingrávidos, a guisa de experiencia en ese “lugar de las apariciones”, donde una voz inusitada habla por persona interpósita para dar fe de su tránsito por el mundo; concretamente, en la ciudad donde radica la autora, Nueva York, escenario dúplex para dos historias en apariencia opuestas.  
            Entre los quehaceres de una asalariada del ámbito editorial, madre de dos hijos, y lectora en horas 24, para más señas, se le presenta una insólita aparición literaria, Contemporáneo por partida doble, y de quien suscribirá su itinerario por esa ciudad (aunque, por decirlo de alguna forma, ninguna urbe suele ser la misma): Todo empezó en otra ciudad y en otra vida, anterior a ésta de ahora pero posterior a aquélla. Por eso no puedo escribir esta historia como yo quisiera –como si todavía estuviera ahí en fuera sólo esa otra persona–. Me cuesta hablar de calles y de caras como si aún las recorriera todos los días. No encuentro los tiempos verbales precisos. […]
            En ese juego de tiempos (y de lecturas, por consiguiente), aparece ese extraño inquilino en la vida de la narradora, de improviso entre sus oficios lectores en la editorial donde trabaja. Entre White y Minni (jefe y compañera de trabajo, respectivamente) y una flota de autores tan disímiles como Carlos Díaz Dufoo Jr., Josefina Vicens e Inés Arredondo, aparece en escena un sujeto llamado Gilberto Owen: primero, como otro autor por editar (en aras de ser absolutamente novedoso, o por lo menos, de salir avante del paso editorial), para después volverse compañero de ruta por una ciudad que, como si en ello se definiera el concepto de ciudadanía, sigue tratando como forasteros a sus habitantes. Un viernes por la tarde, mientras hojeaba libros en la biblioteca de la Universidad de Columbia para llevar a la editorial […] di con una carta del poeta Gilberto Owen a Xavier Villaurrutia: “Vivo en Morningside Av. 63. En la ventana derecha hay una maceta que parece una lámpara. Tiene redondas llamas verdes…”.
Una vez que se convoca al otro narrador de esta historia, tanto la vida de la joven editora como la presencia del autor de Novela como nube, se alterna en un sube y baja de encuentros, vivencias (¿acaso ensoñaciones?) dentro de un ambiente repleto de ausencias. Para Owen, las de sus hijos, las de un prominente Federico García Lorca (aún en proceso de volverse poeta en Nueva York) y los ecos de Clementina Otero, inclusive hasta las de sus compañeros de ruta (Contemporáneos a la distancia); mientras que para ella, éstas se concretan en un marido guionista de entrada por salida, una bebé todavía sin hablar y en el hijo mayor, llamado el mediano, entre dos tamaños del asombro. ¿De qué es tu libro, mamá?/ Es una novela de fantasmas./ ¿Da miedo?/ No, pero da un poco de tristeza./ ¿Por qué? ¿Porque están muertos?/ No, no están muertos./ Entonces no son tan fantasmas./ No, no son fantasmas.  
Mientras la narradora transita por los andenes de la edición, en el tiempo que le queda libre se enfrasca en la escritura de una novela, donde personajes tan atípicos como Dakota (experiencia acústica en el abismo de la cubeta) y Moby (falsario vendedor de pasados artificiales) aparecen y desaparecen a su antojo; incluso, de tan subrepticios que son, no sabemos si fueron inventados, o simplemente están de paso, a la vera de otra historia para contar. Todo es ficción, le digo a mi marido, pero no me cree./ ¿No estabas escribiendo una novela sobre Owen?/ Sí, le digo, es un libro sobre el fantasma de Gilberto Owen. (¿Será cierto?) 
Respecto a la estructura de la novela, tanto los recuerdos de Owen como las andanzas de la narradora encuentran en el fragmento (llámese párrafo corto, apunte marginal, nota al calce, o tarjeta de visita) su recurso ideal para la sucesión y ulterior desarrollo de ambas historias, hasta finalmente fusionarse en una sola línea, donde se trastocarán dos mundos en oposición aparente, como dos trenes al paso en una estación del Metro (subway). Paréntesis aparte: cada uno de los fragmentos que conforman la novela, funcionan a semejanza de los vagones del Metro, es decir, como pequeños universos donde se delate una sensación inesperada, cita a ciegas con el destino, quizás invitación al viaje: El metro, sus múltiples paradas, sus averías, sus aceleraciones repentinas, sus zonas oscuras, podría funcionar como esquema del tiempo de esa otra novela./ El metro me acercaba a las cosas muertas; a la muerte de las cosas. […].        
            En las vidas paralelas de Owen y de la narradora editorial, dos personajes funcionan como sus leales correspondencias, enlaces entre el tiempo y la palabra: Homer Collyer y el mediano. En el primero, los recuerdos y el eco que de éstos queda en la vida, para Owen son la guía ineludible por parte de un vidente ciego; para el segundo caso, entre neologismos (trabajorio, Consincara, tornado de giraviento) y una enorme capacidad de asombro, latente en su proteico estado infantil, es para la narradora su tabla de salvación, antes que la realidad o la desmemoria la disperse hacia el silencio, cuyo cerco la bebé comienza a romper…   
Con todo, en esta novela se alternan sucesivamente dos universos en apariencia opuestos, con el fin de significarse en una ciudad donde hasta la más nimia ocurrencia (o neologismo, o bagatela coleccionable) resumen los latidos de una vida. Desde el territorio libre de la página en blanco, y en el empeño de conjurar fantasmas, siempre saldrán a nuestro encuentro uno, dos, tres, varias soledades a contrapunto, cuyas travesías interiores ejecutan un secreto mecanismo, capaces de remover hasta la sensibilidad más escondida de su lector en potencia, porque, después de todo, y como asegura Vicente Quirarte respecto de Gilberto Owen, “El escritor es el muerto que nunca acaba de irse”. Y en Los ingrávidos quede ya la evidencia de su transitoriedad. (Lo demás, sólo el tiempo… y los lectores.)
    
Valeria Luiselli. Los ingrávidos. México, Sexto Piso, 2011.

(1º/agosto/2014)

lunes, 24 de noviembre de 2014

Equipaje de mano

Ulises Velázquez Gil

“Estoy en una guerra con las cosas, no me importa el camino y menos dónde voy…”, dice una canción de la chilena Fakuta. Para quienes hacemos de la literatura un campo de batalla, aquellas líneas describen una condición ineludible, sin embargo, otras son las circunstancias donde esa “guerra” se pierde por ausencia u omisión. 
Para Marina Azahua, historiadora de las cosas y cronista de imágenes fugitivas, esta empresa no está del todo perdida y para muestra, basta su primer libro: Ausencia compartida. Treinta ensayos mínimos ante el vacío, suerte de museo o de inventario del tiempo que se va. Cuando el autor aspira a generar una vivencia ensayística en el lector, desarrolla una empresa que no sólo se basa en la transmisión de información. El ensayo busca transformar algo dentro del lector, retorcer tripas, apelar al elemento perceptivo, emocional, que convertirá a la reflexión teórica en poesía crítica. (Mejor forma literaria para ese empeño no puede haber…)
Cada ensayo se conforma por dos partes (Lado A y Lado B), como las caras de un elepé o un cassette. Mientras la parte A apela al ejercicio estético u óptico, la B, por otro lado, se adentra en la reflexión y la crítica. Veamos estas condiciones en el texto “Luces” a guisa de ejemplo: Cuando se camina, las huellas brillan. Las olas rompen, y a lo largo del borde del agua se iluminan ciudades (Lado A); […] Existen cosas demasiado intensas como para poderse tocar. Se les debe mantener a una sabia distancia, para que no se consuman y extingan con gran velocidad. El asombro en su forma más pura nos mataría (Lado B).
Entre las cosas que revisa Marina Azahua en esta galería de ensayos, se cuentan fotografías, cuadros, instalaciones, inclusive películas y libros, tal es caso de Taller de taquimecanografía, empresa palimpséstica a ocho manos de Aura Estrada, Gabriela Jaúregui, Laureana Toledo y Mónica de la Torre, sobre la que asegura lo siguiente: Escribir parece sólo escribir, hasta que uno cambia de herramienta. Basta con imaginar el público tal limitado que tendría hoy en día un texto escrito en taquigrafía para darse cuenta de que aquél se ha tornado un lenguaje secreto en la actualidad. Como el texto taquigráfico al que hace referencia, no todos los objetos nos develan su misterio a la primera de cambios, sino que nos sumergen dentro de ellos y así conocer mejor su materia prima o las sinrazones de su presencia; en portavoz de sus intenciones, si se permite decirlo. 
Para el caso de la fotografía, tópico predominante en la mitad del libro, la autora es enfática en recalcar su papel testimonial, a su vez que justiprecia tantos los instrumentos de su creación como las circunstancias posteriores a su acción. Aunque la cámara sea –en apariencia– la misma, no así la historia secreta de esa fotografía en turno. La cámara ha contribuido a una deformación similar en nuestra percepción; el tiempo ha dejado de ser medida de la realidad en un mundo donde podemos congelar un instante. De mil formas la fotografía ha afectado el tiempo-espacio tanto como volar. Ahora imaginemos qué sucede cuando las dos cosas se combinan: la vista desde el cielo desencaja la manera de mirar.
Desde las fotografías de Tina Modotti y Graciela Iturbide hasta las polaroids de Mike Brodie y las photomaton de Andy Warhol, pasando por una postal del sitio arqueológico de Pompeya, cada fotografía se deriva de un vértigo, es decir, una confrontación con la realidad que rodea a esas imágenes arrebatadas al tiempo. Al final, la conciencia del memento mori, si seguimos a Susan Sontag, se hará escuchar.
Una de las definiciones por antonomasia del ensayo es, sin duda, la de paseo. A lo largo del libro, conocer algunas “instantáneas” de la vida de la autora, en su encuentro con la vida y el arte, se vuelve toral empresa, donde la memoria proporciona su testimonio de primera fuente. Desde temprana edad me quedó claro que la historia se compone de desastres consecutivos. Las anécdotas felices son material pobre para la historia de la humanidad. Los cumpleaños y las comidas familiares se olvidan con facilidad; la evidencia de esas interacciones cotidianas, encapsuladas en fotos anodinas, aburre. En cambio, los desastres se quedan fijos en la memoria: las muertes, los suicidios, las largas enfermedades, ésas nadie las olvida. Más allá de la catástrofe privada, nuestra historia personal se invade de desastres públicos: mi abuela vivió la Gran Depresión; mis tíos abuelos, la Segunda Guerra Mundial; mi madre protestó contra la Guerra de Vietnam, a mi padre le tocó el 68. ¿A nosotros qué nos tocará?
Para Marina Azahua, digno es compartir una parte de esos paseos por la vida, donde su lectura del mundo escrito y no escrito (diría Italo Calvino) no se hace esperar. Tanto en cuadros de Bob Rauschenberg, performances de Marina Abramović y grabados de Otto Dix, como en esculturas de Duchamp, instalaciones de Marco Evaristti y hasta películas de Werner Herzog y David Lynch (dicho sea de paso, no dudaría por mucho que Mulholland Drive haya influido sobremanera en la generación de la autora), […] su intención es dar cuenta de lo ilusoria que puede llegar a ser la vista y la vida. Al emprender el camino del análisis de lo visual, se debe partir de esta premisa, pues no siempre lo que miramos resulta ser verdad. […] todo lo mirado puede llegar a ser una ilusión, en ocasiones, incluso la ilusión misma. (¿Será?)
Con todo, los treinta ensayos de este libro nos ayudan a sobrellevar de grata manera esa “guerra con las cosas”, de donde lectores y artistas esperamos salir airosos, o por lo menos, con una mirada renovada en contemplación como en experiencia; equipaje de mano que nos acompaña a diario contra las amarguras del ambiente artístico, y en ese empeño, Marina Azahua no está del todo sola: el Barrio Verbo de Ingrid Solana y las Veredas para un centauro de Paola Velasco hacen más llevadera una trayectoria en proceso de confirmación, donde la inteligencia en la mirada y la generosidad en la escritura hacen de Ausencia compartida un volumen indispensable de leer, abierto a cualquier perspectiva que de ello resulte. El resto, sobra decirlo, depende de otra mirada. (Así debe ser.)  

Marina Azahua. Ausencia compartida. Treinta ensayos mínimos ante el vacío. Toluca, México, Gobierno del Estado de México–Secretaría de Educación, 2013 (Letras. Ensayo).

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Dietario para una vida

Ulises Velázquez Gil

El bibliófilo y navegante de las letras mexicanas, José Luis Martínez, daba a quienes convivían con él un sabio consejo en cuanto a los menesteres de la investigación: el dato aislado merece el espacio de la ficha de trabajo, mientras que los datos o referencias de largo aliento requieren, ineludiblemente, integrarse a un cuaderno. Aditamento de trabajo infaltable en toda labor de escritura, cuenta con una doble fidelidad: por un lado, es el espacio donde el escritor se compromete a no perder destreza mientras llega el momento de preparar su obra maestra, y, por el otro, como catalizador para los pruritos en turno. Sea como diario, bitácora, logbook, libreta de tránsito, o moleskine, no hay autor sin cuaderno que le acompañe día tras día, para sobrellevar tanto las amarguras en turno como las inusitadas alegrías.  
            Consciente de esta ineludible relación, Brenda Lozano –usuaria y admiradora del objeto en cuestión– nos entrega, a guisa de segunda novela, un Cuaderno ideal, donde todo se permita, aunque en realidad nada sea para tanto. La narradora, correctora en horas 24, en vista del próximo viaje que hará su pareja, Jonás, y en el tiempo que dure la espera, se propone llevar un cuaderno y así dar libre curso a sus sensaciones, angustias, hallazgos e inclusive dudas respecto a su condición de mujer esperanzada, Penélope reloaded que no requiere nada más aparte del cuaderno de marras y una pluma Bic. Encontré mi combinación: cuaderno Scribe para diario y cuaderno Ideal para la ficción. Éste es mi matrimonio. Géminis por fin se hace uno. Hoy es un día feliz en el que encontré cuadernos Scribe e Ideal arrumbados, empolvados, en una papelería en la calle Alfonso Reyes. Eran los últimos. […]
            Alguna vez, Vicente Quirarte decía que de todos los instrumentos imprescindibles del escritor, el cuaderno todavía genera la misma sensación que cuando se estrenan útiles escolares en la primaria. Con una libreta (entre más bonita, menos tentados estaremos de usarla) hacemos tareas nunca pedidas, como aquella que la narradora se impone desde el principio de su espera, buscando en el cuaderno personal un (posible) espejo: No dije que le regalé a Jonás un cuaderno igual a éste para que tuviera un gemelo. Un cuaderno en el DF, otro en Madrid. Como los gemelos de Siracusa. Un cuaderno Ideal que compré para Jonás, iguales como dos gotas de agua, un gemelo que no conoce las andanzas del otro. Quizás si el mío se cae el otro se mancha súbitamente. (Placer de döppelganger, ¿no creen?)
Mientras se desata la espera de esta Penélope que teje calceta con bolígrafo y letra pequeña, también se suscita una serie de hallazgos donde el mundo que tiene por suerte en leer, se torna igual de asombroso que desconcertante. Tercera noche sin Jonás. Tengo sueño. Estoy acostada. El gato juega en la sala con el lápiz que se me cayó; yo tengo cada vez más sueño. El gato y yo somos como los dos turnos en la recepción de una oficina: alguno de los dos atiende el mostrador. No sé, desde luego, qué quiere decir eso, pero es el tipo de cosas que escribo como jugando con este lápiz. Escribir es mi forma de ser gato y de tirar pelos o frases, en el sillón.  
Hagamos un alto en el camino. ¿Qué entendemos por ideal? (Según como se vea, me atrevo a responder.) Cuando deseamos deshacernos de una angustia que no nos deja en paz, verterla en hojas blancas (o rayadas, como las olas del mar) es un alivio; pero cuando una cosa vista en el trajín del día tras día suscita el asombro, nos saca una sonrisa, o por lo menos, fragmente toda rutina; por supuesto, esto también constituye un alivio. Mi cuaderno ideal es música de bolsillo. Un cuaderno ideal es también un karaoke. Un cuaderno ideal en su infancia sirve de posavasos, en edad madura sirve para trabar puertas. Un cuaderno ideal en edad reproductiva abre sus dos páginas aunque sea tarde, se abre de páginas incluso un domingo en la madrugada, como ahora. Un cuaderno ideal también es un teléfono. […] (Es decir ¿lo que guste y mande el autor? ¿Aquello que es imperioso rescatar del olvido? ¿Las palabras que no caben un correo electrónico, un SMS o una tarjeta de visita? No dudaría en suscribir alguna de esas posibilidades, aunque todas se quedarían cortas.) 
La metamorfosis es la continuación de la historia de un personaje: puede ser un castigo o un regalo. Me pregunto si la palabra escrita tiene el mismo poder, si las palabras nos cambian así. Si escribir o leer nos metamorfosean. La diferencia entre un texto de largo aliento y la celeridad de un post-it, se destaca por la cantidad de lecturas hechas a lo largo de una vida; para los fragmentos que conforman Cuaderno ideal, el transcurso del tiempo puede enunciarse en batallas campales entre un gato y el alambrito del pan, en diatribas a favor del aromatizante para pisos Poet, en las vidas paralelas de su familia allende el Atlántico, y hasta en la disyuntiva de elegir la mejor interpretación de Wild is the wind: si con Nina Simone o con David Bowie. A final de cuentas, lo que parece suntuosa bagatela, se convierte en crónica del instante: Cambiar. Desconocerse es más importante que conocerse. Y qué mejor manera de confirmarlo que escribiendo a ciegas, como quien lanza una botella al mar; o un tuit en la clandestinidad de la madrugada.        
            Si sabemos descifrar sus hojas de ruta, encontraremos tres referencias primordiales en cuanto al carácter fragmentario de la novela; se escucha el eco de Cómo es –novela compuesta en fragmentos falsamente inconexos– de Samuel Beckett, como también el punzante rigor de los aforismos de E. M. Cioran. Sin embargo, Cuaderno ideal cumple una deuda de admiración con El libro vacío de Josefina Vicens. Si encontrara una primera frase, fuerte, precisa, impresionante, tal vez la segunda me sería más fácil y la tercera vendría por sí misma. El verdadero problema está en el arranque, en el punto de partida. Estas líneas de la novela antes referida resuenan al momento de urdir una frase nueva, o un párrafo pendiente que consigne la constancia del escritor, en recompensa por una paciencia lectora del mundo no escrito, suscribiendo una expresión de Italo Calvino. (La piñata de Proust, los Beatles por la mañana, y hasta invocaciones a la Santa del Bond, la Virgen de la Papelería, la Madonna del Xerox, o el Santo Niño de las Becas, son apenas pequeñas muestras sobre cómo trasladar el mundo no escrito hacia la otra orilla… del cuaderno en turno.)   
¿Por qué leer Cuaderno ideal? ¿Para descubrir, de una vez por todas, que hay mucho de Ulises en Penélope? ¿Para develarnos lo más profundo de lo más banal? ¿O quizá para entender que somos seres de fragmentos, cuya disposición definitiva reside en un oráculo de tinta y papel? Sobra decir que para todas las preguntas la respuesta es afirmativa, aunque habría que agregar una respuesta más: para descubrir minúsculos mundos posibles (como los que sueña el gato que lucha contra el alambrito del pan) donde la realidad sea menos accidentada, ni toda espera se prolongue cada vez que la libreta de guardia se acabe; dietario para una vida en proceso de construcción, donde todos los incidentes y temas periféricos adquieren notoriedad gracias a un sano contrapunto entre una pluma constante y un cuaderno leal, a prueba de tiempo. (Para lo demás, borrón y cuenta nueva…)
    
Brenda Lozano. Cuaderno ideal. México, Alfaguara, 2014.

(11/julio/2014)

miércoles, 29 de octubre de 2014

Vuelta al mismo mar

Ulises Velázquez Gil

Hay escritores que se pasan la vida viajando sin designio previo, donde es más la experiencia vivida que el viaje realizado, quien otorga una cierta mirada del y hacia el mundo. Y cuando se está consciente de haber logrado una meta cumplida, digno es recapitular las cosas y hacer la justa valoración de todo. 
            Después de una larga vida en el extranjero y repartida entre las desventuras del traductor free-lance y del diplomático estratega, en su libro El arte de la fuga el escritor mexicano Sergio Pitol pasa revista a sus experiencias e igualmente hace lo propio con las lecturas hechas en ese trayecto. Dicha faceta le recuerda a cada instante su compromiso con las letras, como una suerte de reconocimiento, pero también de motivación, en aras de hallar otras maneras de decir lo mismo.
            Entre los autores que descubre y traduce tanto en Praga y Varsovia como en Barcelona y México (y los que lee deslumbrado por inusitados recursos narrativos, vistos hoy como los nuevos mediterráneos a descubrir por las nuevas teorías narratológicas), Pitol no ceja en reconocerse en ellos, puesto que la ingente labor de lectura y de escritura nunca se separan ni por error; mientras más se lee, mayores sorpresas se develan al momento de crear una obra propia, de abarcar un cuarto propio, como sugería Virginia Woolf.
            Si el lugar común no miente, Baltasar Gracián mencionó la presencia de tres tipos de conversaciones: con los vivos, con los muertos y consigo mismo. Apliquemos esto al libro de marras: en el primer caso, sus encuentros con algunos de sus autores queridos (ejemplos de ello podemos encontrarlos en las páginas que Pitol dedicó a Carlos Monsiváis, o en los estupendos párrafos sobre Antonio Tabucchi o Juan Villoro), mientras que para el segundo, son esas lecturas que osan acompañarlo cada vez que la ocasión lo amerita (Cervantes, Henry James, la propia Virginia Woolf), dejando en claro los hallazgos de la lectura. Por último, para el tercer estadio, sucede aquí una cierta anagnórisis entre el “anciano” que urdió este libro y el joven aquel que se lanzó a viajar al otro lado del charco, buscando quizás un destino, cuando en realidad acabó por encontrarse a sí mismo.
            Queda decir, a final de cuentas, que la literatura no es más que “el arte de la fuga”: una manera de escaparse del mundo de afuera, hostil y despiadado, y adentrarse en otro, menos casquivano y desconcertante, sin olvidarse de vivir una vuelta al mismo mar, como el poema de Cavafis, lleno de nuevas mercancías y nuevas experiencias, pero siendo la misma persona en cierta forma. Además, lo que leemos a lo largo del tiempo forja la mayor parte de nosotros, y cuando el camino andado hace que todas las escalas coincidan, el resto viene por sí solo. Y con El arte de la fuga Sergio Pitol lo ha logrado y con creces. (Y va de nuevo...)    

Sergio Pitol. El arte de la fuga. México, Era, 2007. (Bolsillo Era, 11/1-2)

(24/octubre/2011)

miércoles, 15 de octubre de 2014

Breviario de fraternidades

Ulises Velázquez Gil

En una escena de Amélie, la protagonista del título, metida a secreta heroína de los desmemoriados, decide devolverle a un ya cincuentón parisino, el Sr. Bredodeau, un objeto de enorme valía: una vieja cajita de cigarros en cuyo interior el niño –que fue aquel señor en su tiempo–, colocó sus “tesoros” y, al reencontrarse con éstos, sucede una especie de anagnórisis de boulevard de donde derivaría, seguida por dos vasos de coñac, una reflexión acerca de la vida que se va. Como al feliz recipiendario de este milagro, en algún momento los objetos que formaron parte de una vida gloriosamente vivida (la infancia, entiéndase) regresan a nosotros para pedir a gritos inscribirse en la memoria, sea pública o privada. 
            Un cotidiano navegante de ese otro mar, la literatura, Vicente Quirarte, con la fuerza de voluntad que sólo otorga la escritura, nos entrega un libro hecho, fundamentalmente, con esa materia prima, de nombre Enseres para sobrevivir en la ciudad, producto de la constancia periodística en varios diarios de la Ciudad de México, destacando sobremanera entre banalidades de primera plana que gastan tinta en cantidades industriales.
Compuesto por treinta y nueve artículos, este libro se divide en tres secciones independientes aunque autónomas entre sí: “Enseres”, “Para sobrevivir” y “En la ciudad”. Para el primer apartado, Quirarte dedica tinta, papel y algo de memoria suya, como es debido, en hablar acerca de esos objetos cotidianos que se afanan en acompañarnos en cada momento de la vida; permítanme nombrar sólo algunos: lápiz, pluma, cuaderno, portafolios, libro, gabardina, paraguas, camisa… y aquí me detengo, porque seguro más de uno pedirá que interrumpamos esa enumeración. En realidad, lo que Quirarte logra con este libro obedece a un lugar común de todos los escritores: decir de otro modo lo mismo. (¿No es así, maestro Bonifaz?)
            Una microhistoria del lápiz, la diplomacia cultural detrás del portafolios, el heroísmo de la camisa y la gabardina, y hasta la presencia primordial de ese adminículo de escritura llamado pluma fuente, encuentran en la prosa franca y fluida de Quirarte a su cronista idóneo; aparte de emplear esos objetos con miras a reducirle tedio a su experiencia personal. En “Animal de pluma”, por ejemplo, quede constancia de ello: He aprendido que, como las mujeres, las plumas más finas y hermosas suelen ser infieles; que aquellas que más cuidamos, terminan por perderse. Cuando me regaló una de sus plumas consentidas, Mariano Flores Castro me dijo “dómala”, que en lenguaje de pluma fuente significa quiérela, lávala sólo con frecuencia y agua pura, escucha de vez en cuando su bomba (pocas cosas se parecen tanto al corazón), deja que el punto se acostumbre naturalmente a la inclinación y al peso de tu mano, así como el caballo se adapta al toque de tu rienda. (Confieso no sin alegría seguir esta profesión de fe. Así sea.)
            (La trashumante sabiduría de Charles Baudelaire nos dice que sólo se considera a alguien como un artista si éste lleva intacto a su niño interno. Cuando Quirarte habla de sus objetos, no cabe duda que se torna impersonal, aún desde la distancia personal. Cuestión de enfoques.)   
            El segundo apartado, “Para sobrevivir”, son las acciones las que llevan la nota cantante, pintando de cuerpo entero a un protagonista de sus propias emociones, así también a varios que se tornan ejemplo a seguir. Las “sacerdotisas del café con leche” –invocadas por Ramón López Velarde–, los misterios que guardan los cuadernos negros de Francisco Hernández o las desventuras del profesor que escribe, que “no puede escribir porque tiene toneladas de trabajos por revisar. No puede ser un buen profesor porque sus energías mejores están dedicadas a la literatura”, Quirarte incide en ponernos estas estampas ejemplares junto a otras primordiales, que pintan a cada paso el oficio de escribir. De hecho, en el texto homónimo, es enfático al respecto: Uno de los grandes lugares comunes de nuestra cultura, ha concluido que el de escritor es un oficio  que se distingue de otros en que no tiene reglas prefijadas. Se pueden dar consejos para ejercer y mejorar el oficio de escritor y a veces incluso se llega a gozar el proceso; pero tarde o temprano todo escritor termina por afirmar que se trata de un oficio ingrato, estéril y traidor. No ocurre lo mismo con el oficio de escribir. Escribir por escribir es un deleite. Y cuando dicho y noble oficio motiva esta serie de artículos, donde todo desánimo queda fuera y el ímpetu primigenio de la escritura persiste en nosotros, no cabe duda que tenemos ganada la mitad de la batalla. Y en gloriosos textos como “Nocturno del puente de Nonoalco”, “Poética de los pasajes” o el “Réquiem por el restaurante Borda” es evidente esa intención.
            Respecto al tercer y último apartado, “En la ciudad”, no son ya las cosas ni los hechos quienes hablan, ahora son los personajes los que devuelven brillo a las primeras y heroísmo a los segundos, como en el retratado en “Julio Torri y la bicicleta”, que esboza toda una microhistoria de la humanidad en aras de mencionar la aparición de semejante transporte. Gabriel Vargas y La familia Burrón, los héroes de los comics y hasta Felipito, compañero de Mafalda, aparecen en esta sección a guisa de arquetipos y nomenclaturas aún hoy aplicables al mundo de todos los días. (Paréntesis aparte: cuando José Luis Trueba Lara conjuró tanto entrevista como recuerdo personal en un libro sobre Quirarte, menciona varias veces la presencia de un manuscrito suyo de nombre Aventuras para el Hombre Araña. Confiemos que un día de éstos deje su inédita virginidad para volverse, mediante lomo y tapas, territorio nuevo para conquistarse con la lectura. Ojalá.)
            Si me permiten decirlo, donde el oficio de recordar, aunado a una cuidada y exacta prosa se ve con toda intensidad, es en “Caminatas con José Emilio Pacheco”: virgilio de la Roma y la Condesa que guía a un dantiano Vicente por los restos de lo que fue su mundo, apenas perceptible gracias a la letra escrita. (Puede desaparecer la colonia Roma […] Pueden desaparecer sus edificios, sus voces, sus hábitos. Pero su geografía permanecerá en la Ciudad de la memoria, en la escritura de José Emilio que deja testimonio de lo que sucesivamente, sin tregua y sin remordimiento, destruimos.)
            ¿Qué más decir de Enseres para sobrevivir en la ciudad, sin reincidir en el lugar común? Si decimos que su preocupación por la ciudad instauró una señera trilogía, hoy conformada por Elogio de la calle y Amor de ciudad grande, estaremos en lo correcto, pero se quedaría allí estacionada nuestra intención; sin embargo, a medida que nos sumergimos en la lectura, habremos de darle la razón al propio autor cuando tres temas torales de su obra poética –la ciudad, el amor y la poesía misma –sean los autores reales de los treinta y nueve texto de este libro. Por cierto, cuando comentaba esto con Paola Velasco, ambos coincidimos en otorgarle, por éstas y demás razones, un epíteto médico: cardiólogo citadino. (Bien merecido.)    
            Con todo, Enseres para sobrevivir en la ciudad es a Vicente Quirarte lo que aquella cajita de lata al Sr. Bredodeau, volviendo al símil cinematográfico de Amélie: un breviario de fraternidades cuya prístina y épica función es devolvernos una memoria propia, patente en los objetos, los hechos y las personas que nos ayudan, día tras día, en el engorroso oficio de ser hombre, pero ante todo, humano, verdaderamente humano. (Y así debe de ser.)    

Vicente Quirarte. Enseres para sobrevivir en la ciudad. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Instituto Cultural de Aguascalientes, 1994. (Los Cincuenta)

(23/abril/2012)

miércoles, 1 de octubre de 2014

Un evangelio a contracorriente

Ulises Velázquez Gil

En la historia de la literatura, quienes pasan por el cedazo de la crítica y la ficción tanto el Antiguo y el Nuevo Testamento, no pasa que los tilden de apóstatas, reformistas o simplemente blasfemos o demoníacos, según sea el caso. No hay escritor que no haya hecho esto, sea para entretener, sea para echar el ácido crítico. Desde Nikos Kazantzakis hasta Lanza del Vasto, en ambas orillas del charco, ejemplos sobran.
En el caso de René Avilés Fabila, esta condición no le es ajena; desde sus primeros cuentos, reunidos en Hacia el fin del mundo (libro que ya cumplió sus primeros 41 años de publicado), hasta sus Fantasías en carrusel, puede verse la forma mordaz como describe –a su manera– conocidas estampas de la Biblia. Ahora nos entrega un volumen bastante heterodoxo (hasta para él mismo): El Evangelio según René Avilés Fabila. Dicho volumen está conformado por una serie de ensayos acerca de algunas historias bíblicas (convertidas en lugar común gracias al cine en todas sus vertientes), pero con una perspectiva vidriosa, es decir, buscando una explicación un poco más lógica. ¿A qué me refiero?
Donde el lugar común y la Iglesia encuentran un ambiente donde impera la paz y un cierto aroma divino, en realidad se respira un dulce olor a guerra; que si el demonio existe para hacerle contrapeso al supremo, que los héroes bíblicos fueron los primeros kamikaze, o ya de plano, saber que el Jesús ensalzado hasta las cachas por la Iglesia no es más que una versión semioriental de un líder político, entre otras cosas, las encuentra René a través de varios ensayos y artículos. Pero como su prosapia narrativa se cuela hasta la cocina, cabe resaltar una serie de minificciones en torno al Diablo, las cuales, cabe decir, son de lo mejor. (Si en un futuro próximo Avilés Fabila planea actualizar sus Fantasías en carrusel, no dudaría en sugerirle una nueva sección con estos cuentos.)
Bien sé que hay muchas cosas por decir de El Evangelio según René Avilés Fabila, pero por ahora me limito a recomendar su lectura (católicos recalcitrantes y sectarios del Yunque, abstenerse), y así disfrutar de una prosa sin concesiones, digna de la prosapia fantástica que prosiguieron Jorge Luis Borges y Juan José Arreola. Un libro que sí puede picarse de polémico, pero también ameno. De verdad.

René Avilés Fabila. El Evangelio según René Avilés Fabila. México, Plan C, 2009. (La mosca muerta, 23)

(29/agosto/2011)

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Una vida bien narrada

Ulises Velázquez Gil

En el empeño ineludible de narrar la vida, hay tres disciplinas literarias (todas hermanas) que se disputan ese privilegio: la historia, la novela y la biografía. La primera se sirve de datos duros y estadísticas, mientras que en la novela su espectro de invención es aún mayor. Ante este panorama, la biografía queda en vilo sobre su posterior proceder, o mejor dicho, busca ser fiel a los datos duros, pero también al interés por parte del lector mediante un estilo atractivo. Como el de una novela. (Difícil tarea, cierto, mas no imposible del todo…)  
            Una joven e inteligente historiadora, Adriana Fernanda Rivas de la Chica, incursiona en el género biográfico con este primer trabajo en torno a una de las principales figuras de la guerra de Independencia, Ignacio Allende, y cuya intención se dirige en develar más cosas sobre él, y que no fue el personaje secundario como se piensa comúnmente: El interés por este personaje venía de tiempo atrás, pero he de decir que en mucho creció porque era un personaje poco mencionado en comparación con insurgentes como Miguel Hidalgo y Costilla o José María Morelos y Pavón. […] (Aunque se diga hasta el hartazgo que los biógrafos no eligen a su objeto de estudio, sino al contrario, en este libro ambas circunstancias actúan en igualdad de fuerzas; ya veremos qué le deparará en esta empresa.)
            Dividido en cuatro capítulos, Ignacio Allende: una biografía da cuenta del desarrollo y acción de este personaje, así como el contexto social, económico y político que le rodeaba, y que de alguna forma hizo mella en su proceder posterior. En el primero, sobre el entorno social y familiar, hay un problema presente en la génesis y formación del futuro insurgente: la agricultura al interior de la Nueva España, al igual que los diversos negocios que los criollos manejaron en sus lugares de origen; todo ello aunado al estira y afloja de los sucesos en la metrópoli, es decir, la España imperial. En estas provincias, con una acendrada organización político-económica, nace Ignacio José de Allende y Unzaga, de quien conoceremos (mediante la mirada ecuánime de Adriana Rivas) su gusto por las labores de su hacienda, el efecto que causaba su interesante personalidad y sobre todo cómo el trato peninsular hacia los suyos prendió en él un firme deseo de corregir las cosas, cambiar su suerte y la de sus familiares. Digno es de notar […] que era una persona que contaba con la amistad de personas reconocidas, que ingresó a la milicia provincial y que desde aproximadamente 1807 ya asistía a tertulias donde se discutían los principales hechos que acaecían en el virreinato. Estos tres factores sin duda desempeñaron un papel importante en la manera en que Allende reaccionó ante los eventos políticos que afectaron a Nueva España a partir de 1808.
Para el segundo capítulo, vemos como su ingreso a en el ejército modeló su carácter algo levantisco; a la par de su aprendizaje militar, fue testigo de los caprichos del poder virreinal: que si contar con un ejército bien dotado era una necesidad o un capricho, que si los tejemanejes del gobernante en turno, en torda circunstancia donde el ejército tuviera presencia importante, siempre habría alguna injerencia del biografiado al respecto. Incluso, en su formación castrense, habría de conocer a varios personajes con quienes se confrontaría una vez iniciada la guerra de Independencia. A fines de 1800 […] Allende viajó a San Luis Potosí, junto con parte de su regimiento, para hacer una estancia de seis meses con el objetivo de apoyar a la compañía de granaderos que se encontraba ahí encantonada. El comandante en jefe de las tropas […] era nada menos que Félix María Calleja del Rey, y al parecer tuvo en muy buen concepto a Allende, ya que lo puso al mando de la compañía de granaderos.  
Paréntesis aparte: durante el servicio de Allende en la compañía de Calleja, Rivas de la Chica menciona que fue en ese periodo cuando se persiguió al llamado indio Mariano, Máscara de Oro, quien encabezara el primer levantamiento en contra de la monarquía española a principios del siglo XIX; lo que para nuestra joven historiadora es una nota al pie de página, para Jean Meyer fue tanto un volumen de documentos para la historia de Nayarit como su primera novela, A la voz del Rey. (En algún momento de la vida, historia, novela y biografía debían unirse en esta gloriosa coincidencia. Vivir para ver.) 
Con su amplio conocimiento de los problemas imperantes tanto en la península ibérica como en Nueva España, Allende simpatiza con varios círculos conspiracionistas, y respecto a esta faceta se desarrolla el tercer capítulo, donde descubriremos cómo adquirió un enorme compromiso político por generar un cambio en la postrera conducción de su patria; para él, los sucesos de 1808 –que las colonias españolas en América tuvieran cierta autonomía sobre sus asuntos de índole política y económica, sin separarse por entero de la metrópoli– fueron su motivo conductor para buscarle un nuevo porvenir. Sin embargo, Allende no alcanzaría a comprender los alcances de la conspiración de Querétaro, de la que formaba parte junto con el corregidor Miguel Domínguez, su esposa Josefa Ortiz y Miguel Hidalgo, cura del pueblo de Dolores, entre otros personajes de la época, pero ninguno de sus participantes se imaginaría los alcances de ésta, como detonador de un levantamiento armado. Aquel militar de San Miguel el Grande […] se topó con un movimiento que no había imaginado, con una serie de aristas que su mente non contempló y que muchas veces se le fueron de las manos. El movimiento que tanto él como muchos otros tenían en la mente, se desmoronó desde la madrugada del 16 de septiembre de 1810 y no quedó más recurso que tomar las más importantes decisiones sobre la marcha.        
            El cuarto y último capítulo es el más importante de todos, pues nos presenta a un Ignacio Allende en su justa dimensión, como un hombre de ideas propias y no como suscriptor de los hechos del cura Hidalgo; aunque el movimiento armado los tuviera como sus más confiables líderes (que sí lo eran, claro está), la diferencia entre ellos era abismal. Mientras Hidalgo conducía a un pueblo sin otra cosa que un resentimiento acumulado, Allende, en cambio, buscaba a toda costa mantener el orden y aplicar algo de disciplina militar en los nuevos adherentes a la causa libertaria; lamentablemente, luego de grandes triunfos y sonadas derrotas –como en Puente de Calderón, frente a su antiguo superior Calleja– las fricciones entre ambos se hicieron muy evidentes. Y sin caer en parcialidades y excesos de otras biografías, Adriana Rivas justiprecia la figura de ambos, aun cuando el enemigo verdadero (¿acaso lo hay?) se encuentre dentro del propio ejército. En otras palabras, ninguno negaba las cualidades del otro, pese a que la situación marcara lo contrario. Eso sí, ambos estaban conscientes de no vivir para ver consumada su empresa.   
¿Por qué leer Ignacio Allende: una biografía? Para develar mejor la figura del militar insigne, un estratega en potencia que para demostrar su maestría e ingenio encabezó un movimiento armado no destinado a ganar pero sí a generar inquietudes libertarias. También, para convencernos por entero que no hay figuras predominantes en una lucha armada, sino que la suma de varias fuerzas es la que realmente escribe la historia, una que baje a los caudillos del pedestal y del caballo y, a ras de tierra, los haga más próximos a nosotros; una vida bien narrada en aras de ponderar mejor a los personajes esenciales, así también de los sucesos que les dieron forma.
Al finalizar la lectura de esta biografía, no dudaría ni un ápice que Adriana Fernanda Rivas de la Chica ha sabido unir aquellas tres disciplinas literarias referidas al principio de estas notas, porque después de todo, por nimia o sobrevaluada que sea una vida, siempre se puede leer como la más apasionada novela o como la más justa de las historias. Y que el tiempo haga lo suyo. (De verdad.)    

Adriana Fernanda Rivas de la Chica. Ignacio Allende: una biografía. México, Universidad Nacional Autónoma de México / Instituto de Investigaciones Históricas, 2013 (Historia Moderna y Contemporánea, 62).

(26/mayo/2014)