miércoles, 20 de noviembre de 2013

Una ciudad holográfica

Ulises Velázquez Gil

En una charla con varios colegas en algún lugar de la Condesa, luego de expresarles mi asombro por los lugares que ya no existen en la ciudad, una poeta de místicos vuelos me lanzó una frase lapidaria que lo resumió todo: “es porque te tocó nacer en la generación del holograma”. A fuerza de comprender letra por letra esas palabras, encontré una (posible) razón: los que aún somos jóvenes, es decir, menores de 40 años −como quien esto escribe−, cuando nos hablan de edificios que ya no existen por completo, y algunos de los que, simplemente, quedan fragmentos, es como si estuviéramos frente a una alucinación, un espejismo, un holograma. (Como quien dice, sólo sabemos su nombre.)  
En el empeño por recordar la gloria pasada de aquellos lugares, un centrícola marginal, René Avilés Fabila, nos ofrece en Antigua grandeza mexicana su visión de una ciudad que se nos fue con el tiempo (mejor dicho, que la desquiciada noción de modernidad –enarbolada por el político en turno, las más de las veces− se llevara en silencio).
Dividida en cinco partes (acompañadas por una serie de fotografías extraídas del archivo gráfico del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM), Antigua grandeza mexicana funciona a manera de guía turística por calles y edificios del primer cuadro de la Ciudad de México, con su respectiva descripción sobre los usos que tuvieron antaño, y el agregado memorialista del autor. Para mí, de niño, en plena Segunda Guerra Mundial, el Centro (así, con mayúscula), el hoy llamado Centro Histórico, era mi casa, mi escuela, mi vida, el ombligo del mundo, era México.
Bajo la primera clasificación, Avilés Fabila pondera la importancia de los edificios que componen aquella patria del corazón, hilando también sus propios recuerdos a la vida de esos recintos. Menciono un ejemplo. Al hablar de la Antigua Aduana (donde hoy se localiza la Secretaría de Educación Pública), sin olvidarse de su prístina función, presencias notables como José Vasconcelos, David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera –fantasmas del dominio público− se conjugan con las de José Revueltas y René Avilés Rojas, padre del autor, y donde una sencilla y no menos encantadora Plaza de Santo Domingo se torna sucursal del paraíso. Hoy sabemos que esos lares son estancia fraternal de evangelistas e impresores. Vale la pena advertir que el lugar seleccionado para construir el edificio era un punto importante tanto en la vida azteca como en la hispana y con el tiempo resultó ser la zona donde se formó la nueva educación y cultura, nacieron los valores del México que hoy tenemos y por cuyas calles caminaron poetas, pintores, estudiantes de la primera universidad de América Latina, narradores en busca de temas para sus novelas, músicos que preparaban obras de envergadura. En ese vaivén de sueños y hazañas, estaba como eje la plaza de Santo Domingo, en el viejo centro histórico de la Ciudad de México.
Para los que somos orgullosamente UNAM, no nos dejan de sorprender las cariñosas evocaciones que René Avilés Fabila realiza en torno a uno de los lugares más emblemáticos, el Antiguo Colegio de San Ildefonso, la legendaria Preparatoria 1. A este lugar repleto de historia, que aparece en libros fundamentales, de prosa vigorosa y sonora, como El desastre de José Vasconcelos, yo solía acudir a buscar amigos y a ver los murales de Orozco y Fermín Revueltas, iba a la diminuta sala cinematográfica Fósforo y a El Generalito y en el auditorio Simón Bolívar escuchaba conferencias y sesiones musicales… (A la distancia, la logística actual del ACSI no ha perdido su encanto ¿verdad? Pero sigamos adelante.)
Después de llevarnos por los edificios y las calles que suscitaron sus primeros afectos y presagiaron su quehacer editorial, ahora su recorrido toma por asalto algunos lugares significativos para la vida de la ciudad y del país, como el Palacio Nacional y el Zócalo, parejera de toda la vida. De todos los sitios de Palacio Nacional, y aparte de los frescos de Rivera, me fascinaba visitar a Benito Juárez, iba al sitio llamado el Recinto de Juárez y me conmovía la severidad con la que vivía y los atroces sufrimientos que padeció en sus últimos momentos, narrados de manera magistral por uno de sus mejores biógrafos: Héctor Pérez Martínez […] en Juárez el impasible. Como dato curioso, en esas épocas: los intelectuales estaban del lado del poder. (Paréntesis aparte: por las inmediaciones del Palacio Nacional, una heroica empresa cultural se gestaba para deleite de bibliófilos y deber de investigadores: el Boletín Bibliográfico Mexicano de la Secretaría de Hacienda, aún a la espera de su propia biografía.)
Respecto a los recintos dedicados a la cultura, merecen grata mención El Colegio Nacional (donde el autor, cuando niño, tuvo su primer encuentro con un gigante humanista llamado Jaime Torres Bodet) y la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, con todo y su famosa polémica por la publicación de Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis. (Ambas, hasta el día de hoy, gozan de cabal salud.)
Cabe señalar una presencia entrañable en la matria urbana y literaria de René Avilés Fabila: la legendaria librería de Polo Duarte, Libros Escogidos, donde la trinchera más perdurable del exilio español dio asilo a un sinnúmero de escritores presentes, pretéritos y futuros. Polo Duarte tenía verdaderos tesoros, libros viejos y nuevos, espléndidos. Poesía, además, una interminable colección de autógrafos, páginas arrancadas a libros de personajes famosos que habían parado en sus manos […] Allí […] concurrían el poeta Juan Rejano, el novelista Otaola y el crítico de cine Francisco Pina, todos ellos republicanos y hombres de vasta cultura y amplia generosidad. Entre los jóvenes iban Gustavo Sáinz, Gerardo de la Torre, José Agustín y yo, desde luego.
Cada vez que hablo de la ciudad, sea cual sea el pretexto, aquellos famosos versos de Constantino Cavafis vuelven a mi pensamiento y se empeñan en hallar su lugar en estas líneas: No hallarás otras tierras, no hallarás otro mar. La ciudad te habrá de seguir. Para René Avilés Fabila, como a Bernardo de Balbuena y a Salvador Novo en sendas obras clásicas, compartir su mirada en torno a la grandeza mexicana, nos recobra una ciudad que para nosotros hoy se antojaría la mejor de todas, o por lo menos, habitable por completo; mientras que para aquellos que la vivieron a flor de piel, es un grato regreso a la querencia.
En estos tiempos dedicados al rescate de las historias de la Historia (empleando una generosa expresión de Vicente Quirarte, también ilustre centrícola), Antigua grandeza mexicana es una importante contribución al recobrar, a la par de una historia personal, la vida privada de una ciudad que se niega a morir, una ciudad holográfica de donde surgirán, victoriosas, dos lecturas: la arquitectónica, en espera de una justa presencia que permita la conservación de los edificios todavía firmes, y la literaria, para reconocernos en las obras que nos han marcado como habitantes y viajeros del Centro Histórico. (Nunca es tarde para conocerlo muy fondo. De verdad.)

René Avilés Fabila. Antigua grandeza mexicana. Nostalgias del ombligo del mundo. México, Porrúa, 2010.

(16/noviembre/2012)

viernes, 15 de noviembre de 2013

Comenzar por el principio

Ulises Velázquez Gil

Toda ocasión siempre es una primera vez. Para conocer al amor de su vida, para hallar el trabajo soñado, para resarcir viejos errores, para asumir nuevos retos, en fin… todo responde a esa circunstancia; pero así como existen las primeras veces, también hay vueltas al puerto de salida, las reincidencias, pues. Un reto, tan novedoso como reincidente, es la lectura, abierta a nuestras intenciones y pletórica en invenciones que hacen más amena la vida que se va a cada instante. Y en ésta, no basta solamente con leer, sino saberlo hacer con todas las letras. Y quien conoce muy bien esos arcanos se hace llamar Felipe Garrido.
Narrador consumado y navegante de las aguas del cálculo editorial –y hoy flamante recipiendario ex aequo del Premio Xavier Villaurrutia 2011– ha dedicado la mitad de su vida en la formación de lectores, ante un panorama desconcertante y poco alentador, que restringe el acto de leer a la obligatoriedad de los programas académicos o relacionados con el aula escolar. Resultado de su encomiable y hasta heroica labor, llega a nuestras manos El lector se hace, no nace, donde nos cuenta sus experiencias en un campo siempre primigenio, susceptible al eco del tiempo presente; así también nos comparte sus preceptivas y buenos consejos en aras de crear nuevos lectores y de renovarle fuerzas a los ya encaminados. Y aunque es enfático en como deben conducirse tanto uno como el otro, Garrido no olvida aquel problema que a su epígono José Vasconcelos causaba no pocas preocupaciones: el analfabetismo, todavía persistente 90 años después de la creación de la Secretaría de Educación Pública. Sin embargo, el tipo de analfabetismo que genera más escozor en Garrido se deriva del uso de las nuevas tecnologías, ágrafas y autistas como teléfono celular de última generación, o como un perfil de Facebook o de Twitter. (Apreciaciones aparte…)
En los diecinueve ensayos y artículos que integran El lector se hace, no nace, hay dos asuntos de toral presencia: una, compartir una experiencia –la del autor, claro está– en torno al acto de leer, desde el seguimiento de sus mayores en dicha acción, pasando por la coincidencia de intereses y temas, hasta el descubrimiento de nuevas vías hacia una respectiva retroalimentación. Y segunda, extraer de allí las armas o los instrumentos con que se habrán de capacitar a los nuevos promotores de la lectura. (Paréntesis aparte: cuando este libro llegó a mis manos, nueve años antes de estas líneas, algunas cosas que ya intuía desde el principio, se vieron confirmadas y hasta mejoradas, por si me dignaba en emplear el mismo método. Aún agradezco esa feliz coincidencia.)
Hace varios años, en un homenaje a Manuel Pedroso, insigne maestro llegado a la Facultad de Derecho por obra del exilio español, Carlos Fuentes compartió la siguiente estampa: mientras él se debatía entre seguir la carrera de leyes o dedicarse de tiempo completo a la literatura, Pedroso le dio el siguiente consejo: “Si desea entender el derecho mercantil, lea a Balzac, y si desea comprender el derecho penal, entonces lea a Dostoievsky”. Sirva esta instantánea literaria para resaltar uno de los intereses primordiales de este libro de Felipe Garrido: la lectura de muchos temas, con miras hacia una mejor comprensión del mundo circundante, sin cometer el pecado de la erudición excesiva en un solo tema; en otras palabras, la hoy citada multidisciplina. Garrido confía en que la lectura de poesía, novela, cuento, teatro o ensayo literario, ayuda a sensibilizar aún más al lector en potencia. Además, si le sumamos el interés paulatino en formar lectores, primero leyéndoles un texto sencillo sobre cualquier cosa, para luego acrecentar las temáticas a medida que pasa el tiempo. De cualquier manera, la lectura, con sus respectivas bases, se encuentran en constante evolución.
Finalmente, El lector se hace, no nace, responde a una inquietud de conocer, muy a fondo, los avatares de la lectura y, claro está, en torno a la formación de lectores: territorio conocido en la geografía cultural de Felipe Garrido, quien, además, es un consumado cuentista, otra de las formas de la promoción de la lectura. Dicho sea de paso, este volumen tiene seguimiento tanto en Para leerte mejor como en Leer el mundo, a la sazón, su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua. No cabe duda que en aras de promover la lectura, es decir, comenzar por el principio, acercarse a este tipo de lecturas (inclusive las sugeridas en esta columna, desde luego) nos hará buenos ciudadanos, grandes maestros, mejores personas. (Al menos, la tentativa o el prístino deseo de serlo. Ojalá.)

Felipe Garrido. El lector se hace, no nace. Reflexiones sobre lectura y formación de lectores. México, Ariel, 1999. (Ariel Practicum)

(30/enero/2012)

jueves, 14 de noviembre de 2013

Andanzas y maestranzas

Ulises Velázquez Gil

En los anchos y ajenos caminos del ensayo en México, todos los autores que incursionan en ese género, tienen –tenemos– una deuda con Michel de Montaigne: a cada instante ganado al tiempo, una hoja bien escrita es el mejor de los paseos. Y cuando se origine a raíz de la lectura de nuestro tiempo circundante, o de la mirada ajena con la que coincidimos en lugar y forma, será, sin duda, un paseo bien hecho.
Ensayista de altos vuelos y alurófila en sabio acompañamiento, Paola Velasco nos entrega en Veredas para un centauro el resultado de sus paseos, donde una variedad de temas salen a su encuentro para enunciarnos su naturaleza y seguir una línea trazada por el solitario de la torre, Michel de Montaigne −denominada primeramente paseo−, y de aquel polígrafo de dos orillas, Alfonso Reyes, que llamara al ensayo el centauro de los géneros, por su carácter igualmente erudito que imaginativo. (No olvidemos que sus mejores trabajos llevan ese doble sino.) Y aunque en ella reconocemos una deuda con ambos, también lo es del Gilbert Keith Chesterton que urdió sus Enormes minucias, de donde resalta el texto sobre las cosas que se llevan en el bolsillo.
El “bolsillo” de Paola lleva consigo quince objetos de distinta especie, entre remedios para el dolor, gatos que acompañan a los escritores y hasta una instantánea –snapshot, instagram− de las bancas del Paseo de la Reforma, sin olvidarnos de los escritores que componen su propia genealogía, sus clásicos, que vuelven a sus ojos para tornarse parte de sus líneas y de sus pensamientos, gracias a la fidelidad de muchas lecturas. 
Ida y vuelta, entrar y salir sin fatiga del libro a la vida y viceversa, es prerrogativa de contados escritores y Reyes habría de servirnos como ejemplo del hombre que combina disciplina, ciencia, humor y vitalismo en sus textos, la intuición de lo cotidiano zigzagueando entre el culmen de la sabiduría. La generosa descripción que hace del regiomontano eminente bien podría quedarle a ella, dado que esas características la pintan por entero. No sólo la presencia de Alfonso Reyes sale a su encuentro, también hacen lo propio Gilberto Owen, Francisco Tario, Nélida Piñón y Clarice Lispector, a quienes dedica sendos textos, casi todos procedentes de libros colectivos, entre volúmenes en homenaje, reseñas críticas y hasta embriones de prólogo. Sin embargo, al reunir a esos extraños textos peregrinos en una sola publicación, les concede cierta unidad, a guisa de bitácora lectora; de todas formas, prueba de vida.
Leer el mundo, apelando a la generosa expresión de Felipe Garrido, obedece a hacerlo con las imágenes y los signos que se nos presentan alrededor. En “Holland House Library”, aquella imagen de una biblioteca destruida por los embates de la guerra cobra en Paola Velasco el más fraternal réquiem por la lectura y por el conocimiento, imperecederos pese a todo embate del tiempo transcurrido: […] la fotografía de la biblioteca de la Holland House produce una doble fascinación: por un lado, la atracción que ejerce el horror y algo de absurdo que raya en lo insano: cómo puede ser que luego de diez horas continuas de bombardeo, más de cien víctimas e incontables pérdidas arquitectónicas, tres hombres entren a echar un vistazo tan despreocupados y curiosos […] a una biblioteca vencida, agonizante, que les entrega lo que sobrevivió de sus tesoros. ¿Tanta puede ser la magnitud de nuestra indiferencia? 
Los paseos de Paola Velasco van de las letras a la vida y de vuelta; inclusive por calles y avenidas como el Paseo de la Reforma, suerte de experiencia inusitada y festiva: Paseo de la Reforma es un largo abalorio de personajes, anécdotas, acontecimientos enlazados sin hiatos ni cesuras. Su funambulesco equilibrio tensa fuerzas, anulándolas y reforzándolas, poniendo como fiel una dialéctica que hace de esta avenida un espacio de cadenciosa coexistencia […] Es el escenario de una cotidianeidad de visiones absurdas y espléndidas. […] Es el mismo y tan otro, el Paseo donde los amigos se reúnen a conversar, a matar el tiempo, y los amantes se dan el primer beso mirando hacia la Palma mientras en el edificio de la Bolsa de Valores, bajo los destellos de sus cristales, se define el rumbo de la economía de este país. (Como quien dice, Paola pasea literalmente por su objeto de escritura.)
“Las veredas quitarán, pero la querencia ¿cuándo?”, reza un conocido refrán que bien resumiría una vocación lectora y hasta de consumada investigación. El transcurso de una vida dedicada a ello se resume en las lecturas que se hacen –por obra del azar, o por una necesaria y engorrosa enseñanza–, pero al final las más importantes, se tornarán en aquella querencia que nos espera como si un solo día hubiese transcurrido, aunque los años digan lo contrario. En este libro, veredas y querencia son la misma cosa, porque quitan y acercan a su vez; alejan del tedio y de la ignorancia, motivando un conocimiento ulterior. Asimismo, acercan y confirman la pasión por la lectura y, claro, también la escritura.
En suma, Veredas para un centauro se antoja interesante recorrido por el mundo que nos circunda; los libros que leemos (y, por consiguiente, sus entrañables autores), los utensilios de cada oficio cotidiano, las emociones encontradas en una fotografía y hasta las trayectorias que hacen el dolor y la melancolía por todo el cuerpo, entre otras cosas, describen a carta cabal todo lo que aprendimos tanto en el lugar de los hechos como en las palabras que escuchamos a través de la zarza ardiente; andanzas y maestranzas que definen una postrera vocación, o simplemente, nos llevan de vacaciones por la vida. Después de todo, como decía Amelia Earthart, “la aventura es lo único que importa”, y en el ensayo también lo vale, ¿no es así? (Así sea.)

Paola Velasco. Veredas para un centauro. México, Universidad Autónoma Metropolitana, 2012. (Molinos de Viento, 147)

(17/diciembre/2012)

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Querencia y conversación

Ulises Velázquez Gil

En alguna entrevista consignada en Conversaciones, Emil Cioran mencionó una frase de cierta forma contundente: “Sólo existen los autores que son releídos”. Aunque incendiaria, esta sentencia encierra mucho de razón, dado que tanto los autores como los libros, luego de una o varias relecturas, suscitan varios regresos al punto de partida hasta volverse grata querencia y franco aprendizaje.
Un lector de tiempo completo, de nombre Jorge F. Hernández –y parroquiano de esta sección, claro está–, se une a esta empresa con un libro bastante sui generis, donde se conjugan admiración y maestrías: Signos de admiración. Compuesto por veintinueve perfiles, el autor nos da fe de su admiración y del acto de lectura al que se somete cuando el recuerdo lo remite, casi de inmediato, al aprendizaje adquirido en esas incursiones. Su labor se empeña en ir a contracorriente de lo impuesto por editoriales, cúpulas e inclusive los caprichos del merchandising en turno. 
Sucede que en el mundo de los autores ya habitantes de eternidad o escritores aún en ronda de publicación reina un confuso ánimo que oscila entre la exagerada adulación o la descarnada admiración. Unas veces, cuando el afán de obtener la aprobación priva en el objetivo de la escritura, muchas de las veces el acercamiento a un autor, en aras de pintarlo de cuerpo entero o de ofrecer la maravilla trasnochada a los lectores del día siguiente, se vuelve mera palabrería, que no rebasa el cedazo del elogio convenenciero; para Jorge F. Hernández esto no sucede así. Sabemos de sobra que ese afán de ofrecer la maravilla trasnochada (muy a la manera de un cuento de Julio Torri), no ceja en elogios, pero tampoco en consejos; describe el brillo del diamante, sin olvidarse del carbón primigenio. Dicho de otra forma, pondera el trabajo de sus escritores predilectos y las consecuencias de su inclusión en la vida, así también la faceta más humana de ellos, aquella donde, face to face, se descubren más coincidencias, o al menos, se confirman las ya conocidas. 
Hay justeza en los perfiles de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Eliseo Diego, Julio Cortázar, Jorge Ibargüengoitia y Augusto Monterroso, por ejemplo; amistad, en los de Octavio Paz, Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Antonio Muñoz Molina y Eliseo Alberto, por mencionar algunos. Pero en todos impera un solo sentido: agradecer su compañía en momentos determinantes, adversos o favorables. Son textos, a veces en forma de pequeños retratos, y otras veces, ensayos simples que no tienen más pretensión que la de declarar pública y abierta admiración por los escritores y sus obras mencionadas en estas páginas.
“Nada tiene que ver la admiración con el respeto”, exclama nuevamente E. M. Cioran. (Tiene razón, pero no toda.) Mientras que el respeto cuenta con una cierto halo de solemnidad, la admiración, en cambio, da fe de la vitalidad que alimenta cada paso que damos en cada una de nuestras andanzas: llorar de gusto mientras se comulga secreta y públicamente con la fraternidad de un Álvaro Mutis; refrendar las pasiones de un Octavio Paz o un Antonio Muñoz Molina, o quizás hilvanar los días ganados al tiempo mediante la maestranza de dos Eliseos (padre e hijo, desde luego), son sólo algunas de las querencias cardiográficas que componen Signos de admiración. (Siempre en espera de nuevas y sucedáneas continuaciones…)
Finalizo con una instantánea personal. Platicando con el propio Jorge F., sea en un minisúper de la Condesa, o en plena Feria del Libro en el Zócalo (ambas, con peripatética devoción), siempre acabo por descubrir a flor de piel aquellos signos de admiración que equilibran el libro de marras: aprendizaje (aunque “todo cambia”, si seguimos a Mercedes Sosa, los libros nos entregan su misma esencia, siempre renovada en las relecturas), paciencia (si las coincidencias persisten, el tiempo transcurrido siempre termina por darnos grasa) y, sobre todo, amistad, elemento primordial que auxilia a los anteriores, sin imponer el milagro resultante de todo ello. Signos de admiración, a la manera de Francisco de Quevedo, se inscribe hacia aquel famoso verso “pocos, pero doctos libros juntos”. Después de todo, la mejor de las conversaciones aún está por llegar. (Excelente comienzo ¿verdad?)  
    
Jorge F. Hernández. Signos de admiración. México, UNAM / DGE-Equilibrista, 2006. (Pértiga, 5)

(18/noviembre/2011)

martes, 12 de noviembre de 2013

Menú de miradas

Ulises Velázquez Gil

En algún párrafo de México, ciudad del fuego y del agua, Octavio Paz dijo que la comida “es una feria, un ballet de sabores”; lo mismo podemos decir de la literatura, abundante en suculentas novelas y cuentos, ensayos forjados con la pericia del mejor gourmet y poemas compuestos en la repostería de las palabras, y aunque la mayor parte del tiempo las únicas letras relacionadas con el mundo de la cocina son sólo las plasmadas en recetarios y revistas de facilidad culinaria, es preciso hacer un alto en el camino para reconsiderar aquella percepción.  
            Con una marcada trayectoria en el mundo de la poesía en México, Claudia Hernández de Valle-Arizpe nos entrega Porque siempre importa. De cocina y cultura, suerte de escala íntima en el género ensayístico que compila buena parte de los artículos publicados en el diario Unomásuno, producto de su legendaria columna “La Divina comida” (con todo y su respectiva versión radiofónica transmitida por Radio Educación), donde cocina y cultura convivían en sana armonía, dejando apantallado a más de uno. Dividido en cuatro importantes apartados (De comida, escritores y libros; México. Historia y presente, Otros mapas, y China y Japón), Hernández de Valle-Arizpe nos lleva a conocer varios momentos de la cocina en la cultura. (¿Y viceversa?)
            Cuando el arte de comer nos orilla a compartir todas nuestras experiencias, el mundo que nos rodea resuelve justipreciar el lugar que nos corresponde y cuando las letras se sientan a la mesa, es inevitable encontrarnos con varios comensales (algunos, de sobra conocidos); gracias al buen apetito de la autora, renacentistas como Leonardo Da Vinci y Gunther Grass descubren sus facetas culinarias en aras de crear una buena prosa y una divina comida, cuya liturgia y ritual cuentan con la misma importancia, incluso ciertas peculiaridades de escritores inclasificables como Juan Carlos Onetti, Franz Kafka y Michel Tournier. (Es más, hasta Amélie Nothomb, iconoclasta hasta para ella misma, se sienta con afanes de biografíar su hambre.) Ante semejantes convidados, la autora descubre ante nosotros los placeres de la comida y de la escritura.
            De su infinita sabiduría como observador de la vida en México, el dibujante Abel Quezada nos regaló la siguiente definición: La patria es lo que comemos desde niños, y si nuestra geografía alimenticia se compone por chiles, chocolate, insectos, hongos comestibles, y esas formas de la ambrosía vueltas pan y dulces típicos, no cesaremos de darle la razón, e igualmente en las páginas de Porque siempre importa la autora nos enseña mil y un maneras de llevar a México en la patria, en el corazón… y en el estómago, aderezadas con la bullanga de las coplas populares, y suscitando emociones encontradas entre los extranjeros que nos visitan, como en todas sus películas. Y ya que hablamos de cine, también comparte con nosotros las metáforas que la comida cobra en la pantalla de plata, demostrando que la vida no sería la misma sin la presencia de un rico platillo ni de conocer el menú de otros lares. (Por cierto, la autora también nos regala varias instantáneas de su experiencia gourmet en China y Japón, de donde extrajo varias cosas, dignas de especial atención.) 
            Con todo, Claudia Hernández de Valle-Arizpe contribuye a la conversación entre cocina y cultura desde varias formas que nos recuerdan el deber de la comida y la presencia que ésta tiene dentro de la geografía, la política, la religión, el arte y la literatura. A guisa de un menú de miradas, Porque siempre importa cuenta con la importante prosapia de otras letras culinarias, como La cultura del antojito de José Iturriaga de la Fuente, el Grano de sal de Adolfo Castañón, y las imprescindibles Memorias de cocina y bodega de aquel famoso gourmand llamado Alfonso Reyes. Adentrarse en su lectura, en sí, ya es la mejor de todas las degustaciones. ¡¡Buen provecho!!     

Claudia Hernández de Valle-Arizpe. Porque siempre importa. De comida y cultura. México, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2009. (Al margen)

(1°/agosto/2011)

lunes, 11 de noviembre de 2013

El tiempo también pinta

Ulises Velázquez Gil

En ocasiones, cuando se conoce una parte de la obra escrita por una persona de “mal agüero”, solemos tirar al cesto de la basura más cercano el primer libro que hojeamos de y sobre él. Al tratarse de un historiador, todavía somos un poco más tolerantes, pero si hablamos de Enrique Krauze nadie sabe a qué atenerse. Pero yo sí lo sé, cuando el libro en cuestión lleva un sencillo y nada pretencioso título: Retratos personales, cuyo eje central es la biografía, a través de varios personajes de la vida mexicana que pasaron por su tiempo y espacio.
Veintiséis retratos, repartidos en seis secciones (Crear, Saber, Servir, Ejercer el poder, Criticar al poder e Historiar), son la muestra fehaciente del interés, pero sobre todo, de la admiración que Krauze tiene hacia varios personajes de la cultura, la política y las artes, cuya presencia aún suscita sea enconadas polémicas, sea gratas coincidencias. Aunque, cabría decir, que varios de los personajes reunidos podrían abarcar no sólo una, sino varias clasificaciones. “La clasificación que utilizo focaliza un aspecto de la persona, el que considero predominante”.
Cuando se trata de hablarnos acerca de los autores consignados por él, Krauze emplea un lenguaje menos complicado, más certero en sus intenciones y esto gracias a la notoria admiración hacia el biografiado; sin embargo, buena parte de esos retratos se deben, desgraciadamente, al rigor y a la resignación de un obituario. La convivencia personal o intelectual con los biografiados, se nota en la franqueza del estilo al escribirlos. Sus retratos de Octavio Paz, Daniel Cosío Villegas, Luis González y González, Alejandro Rossi y Gabriel Zaid, son addendas a los viejos y entrañables puertos de llegada. En otros, como los dedicados a Julio Scherer, Carlos Castillo Peraza, Luis H. Álvarez y hasta Emilio Azcárraga Milmo, son admiraciones con cierta coyuntura, pero leales a su propósito. (Pero entre el rigor de la pluma y la pasión de la pala, digno es recalcar la presencia de artistas gratamente notables: Manuel Álvarez Bravo y Juan Soriano.) Y el resto, simplemente una promesa cumplida, tales los casos de Edmundo O’Gorman, José Luis Martínez, Jean Meyer, Richard M. Morse y un atípico del siglo XIX, José Fernando Ramírez, donde cabe decir que son un recuento justo y hecho a tiempo.
Retratos personales es a Enrique Krauze lo que Ejercicios de admiración es a E. M. Cioran o Los días del maestro para Vicente Quirarte, es decir, toda esa amplia gama de prólogos, textos laudatorios y obituarios que expresan el aprecio y la admiración que el autor sintió hacia algunos de sus contemporáneos. En el caso de Krauze, sí se aplica esto, pero simplemente son deudas de honor conjuntadas en un solo volumen. Según su autor, es una secuela natural de Mexicanos eminentes; aún así, diría que ambos libros son los primeros volúmenes de uno solo, de índole naturalmente biográfica. (En el libro precedente, Alexander von Humboldt, Pedro Henríquez Ureña y Joy Laville son agrupados en el apartado “Mexicanos por adopción”, al que –dado el rubro– debería agregarle el texto sobre Jean Meyer; sin embargo, éste queda muy bien entre los hombres del oficio de historiar, como Luis González y González.)
¿Por qué leer Retratos personales? Aunque varios de los retratados en este volumen no sean del agrado del lector, es preciso acercarse a ellos para conocerles otra faceta, menos prejuiciosa pero más humana a final de cuentas. Incluso, reconoce Krauze, que esa intención siempre se halla bien sustentada por una cita de Marc Bloch: “Robespierristas, antirrobespierristas, ¿por qué no me dicen, sencillamente, cómo era Robespierre?”. En una palabra, dejar el prejuicio afuera de la sala y aceptar la invitación para conocer a los indiciados sin nada que perder. Si después de leer el libro, dicho prejuicio sigue latente, al menos el lector se dio tiempo para conocer otro punto de vista. (Cuestión de enfoques.)  
Finalmente, sólo una recomendación para una próxima obra de este tipo: que Krauze incluya más retratos y/o biografías de más mexicanos eminentes –ahora y siempre–, como Álvaro Matute y Javier Garciadiego (a quienes escribió sendos y formidables textos, a manera de bienvenida en la Academia Mexicana de la Historia), pero el tiempo, sólo éste, hará lo propio. El tiempo también pinta, decía -y con justa razón- Francisco de Goya. Y más retratos de Krauze tendrán ese privilegio.  

Enrique Krauze. Retratos personales. México, Tusquets, 2007. (Andanzas, 207/11)

(14/noviembre/2011)

miércoles, 6 de noviembre de 2013

A salto de gato

Ulises Velázquez Gil

Detrás de cada hombre hay una gran mujer y detrás de cada gran mujer hay un gran gato. Esta frase de Helena Paz, empleada como epígrafe de Andamos  huyendo Lola, escrita por su madre Elena Garro, resume, además de una franca verdad, una fe de vida; tanto los gatos como las letras tienen una cosa en común: son partícipes fundamentales en el proceso de la creación, sin importar a qué se dedique el creador en ciernes o un consumado maestro, aunque, en ambos casos, esto suele verse de manera relativa.
Una joven ensayista de largo aliento, Paola Velasco, empeñada en descubrir el engranaje de la relación entre los gatos y el arte (entiéndase letras, pintura, música, etc.), nos presenta cinco ensayos como resultado de su intentona en aquella empresa, agrupados bajo el título Las huellas del gato. (Antes de entrar en materia, la autora nos dice que su interés por el felino no obedece a una perspectiva zoológica, es decir, en los tipos de razas, fisiología y, a ratos, hasta su etología; más bien lo hace en el sentido de responderse aquellas dudas en torno al animalito de marras.)
Al contrario de lo que pudiera pensarse, la presencia del gato en el arte no es inusitada. De hecho, pocos animales han conseguido excitar tanto la imaginación del hombre como este felino, desde el instante en que comenzó a figurar en la historia de la humanidad. Dicho en otras palabras, “y en el Principio, fue el Gato…” En “Los gatos y la imaginación”, Paola Velasco nos introduce en el universo del felino, y la perspectiva que de él se tuvo a lo largo de la historia; de la diosa Bastet, adorada por los egipcios, pasando por su persecución en la Edad Media y hasta la legendaria matanza felina consignada por Robert Darnton, el gato ha influido en sobremanera en el quehacer sucedáneo del hombre. Inclusive, en el ámbito religioso, el gato pasa del culto a la persecución en un solo chasquido de dedos; con tal de desaparecer las creencias paganas de antiguos habitantes, era preciso que la alta jerarquía eclesiástica tomara a dicho animalito como su “chivo expiatorio”, en quien sobreponer todas las desdichas de la humanidad, llámense brujas de Salem o gatos de color negro. Sin embargo, el tiempo acabó por reivindicarlos: sus acérrimos enemigos, los roedores, se convirtieron en portadores de enfermedades, y la presencia del gato para su exterminio fue toral para su cumplimiento. En pocas palabras, el felino en cuestión sufrió un diacrónico cambio de significado. (Al Infierno y de vuelta, como quien dice…)
Infancia es destino, reza el sobrevaluado adagio. Y si el destino forja la presencia de un animal o mascota, dicho adagio aún puede justificarse. “Balthus, un trazo de siete vidas”, además de acercarnos a la obra pictórica de tan singular artista, Paola Velasco se sumerge en sus entrañas creativas cuando pondera y justiprecia la aparición de un gato desvalido en su plena infancia, y del como su (definitiva) ausencia motivó en el joven Balthasar Klossowski su transformación en el genio llamado Balthus. Así como un proverbio judío dice que el hombre nunca se consolará de haber perdido a la mujer de su juventud, podríamos decir también que igualmente sucede algo parecido con la mascota de la infancia; en aras de buscar esa consolación (o la idea que de ésta se tiene), se plasma, ya sea en una hoja en blanco, en una partitura o en un lienzo virgen, esa intentona: “a un mundo dominado por el impulso de la muerte, Balthus opuso siempre la creación. La pérdida de Mitsou lo obligó desde niño a decidir el signo de su vida. Ante él extendíanse dos caminos. Ambos implicaban y reconocían el horror de la tragedia humana. En ninguno se descartaba el dolor o lo transitorio de la vida […] Ninguno le devolvería el hogar ni remediaría su condición de exiliado. De pilón, cabe decir la autora acertó por completo desde el nombre del ensayo, aludiendo a las vidas que lleva consigo el singular animalito, éste inyectó en Balthus algo más que un destino. (Por lo menos, ésa sería mi idea… ¿quizás?)
Cuando escucho la palabra persistencia, de botepronto pienso en Salvador Dalí y en sus relojes blandos, pero no erraría del todo si aplicara esa misma palabra al protagonista del libro, y si a esto le sumamos el genio y la vitalidad creativa de varios escritores, estaremos preparados para leer tanto “Felina inmortal” como “Juan García Ponce: el ojo del gato”. Para el primer escenario, la autora nos dice: Fundados más allá de lo que el tiempo alcanza a atestiguar, los grandes mitos vuelven buscando otorgarle una dimensión universal a la literatura: persisten. Y una de las formas de la persistencia es la inmortalidad, tópico que haya en el gato a su más digno representante; y esto nada tiene que ver como lo divino o lo espiritual, sino más bien se debe a una cuestión de supervivencia. Eso sí, la literatura, en efecto, sí nos asegura que los gatos tienen siete vidas, hasta nueve, si la fe concede dicha licencia. El gato negro de Edgar Allan Poe, que produce siempre horror, se hermana, por ejemplo, con la enigmática felina del cuento “El lado de la sombra” de Adolfo Bioy Casares. En ambos, “ser inmortal no es otra cosa que el terror de un anhelo. […] La inmortalidad horroriza, sí. Embelesa también”. Y para cerrar el elenco, otra alurófila eminente, Elena Garro, entra en escena para presentarnos su perspectiva; perseguida en su propio país, y ante el artero asesinato de tres de sus gatos, Elena Garro decide enviar a los demás hacia Argentina, donde sufrieron un destino igual de infausto que el asesinato: la castración y el abandono. (Desde luego, Bioy tuvo su versión y la esposa de éste, Silvina Ocampo, también; aún así, los gatos nunca volvieron.) En ambos casos, la inmortalidad felina es, si se me permite decirlo, una prístina opción para adueñarse de otra inmortal presencia, vuelta mujer al paso del tiempo.
En “Juan García Ponce: el ojo del gato”, el asunto anterior no está tan alejado del todo, puesto que emplea su mirada para interactuar con los seres a quienes observa, para así intervenir sabiamente en su juego de seducción. Cabe mencionar que el propio García Ponce, a través de la acuciosa lectura de la célebre trilogía de Pierre Klossowski, se replanteó a sí mismo la visión que hasta entonces tenía del erotismo (que leyó, tradujo y explicó para entenderse aún más), con miras a un juego más allá de lo visual. Un juego donde los ojos del gato –y el propio animal, por consiguiente– nos deparan una sorpresa. ¿Ya lo adivinaron? Pues sí, se trata, ni más ni menos, de un voyeur, partícipe del ritual erótico de los protagonistas del cuento-novela-episodio “El gato”, pero también un observador tentado al ménage-à-trois. En suma, el gato representa mucho más: es la mirada y la presencia de los otros, del espectador o el lector que asiste a la exposición de la obra de arte que representa la mujer. Su participación completa la unión de la pareja. Satisface la necesidad que él tiene de compartirla, de divulgarla, y de ella de ser compartida, divulgada.
Cuando Milan Kundera confeccionaba sus “Ochenta y nueve palabras”, una mala noticia orilló a incluir en su “diccionario” una relacionada con su colega y amigo Octavio Paz. En lugar de hacer esto con una persona, como se supone la mayoría de las veces, Paola Velasco dedica su “Réquiem por un gato (Adagio dolente)” a Mina von Barnhelm, la bellísima y cordial gata que la acompañó durante mucho tiempo, entre libros y remembranzas, entre gatunas y literarias, y de quien rescata su afición musical por Wolfgang Amadeus Mozart, sin olvidarse del gran Johann Sebastian Bach: primero en tiempo, primero en derecho. Tan fuerte es el recuerdo de su mascota finada, que la autora se sumerge profundamente en las cualidades felinas de la obra mozartiana. (Si Vicente Quirarte recurrió a Saraband de Georg Friedrich Händel para que unos perros amarillos acompañaran a su hermano en el último viaje, no dudaría ni un ápice que Paola hiciera lo propio con su querida Mina.)
En pocas palabras, Las huellas del gato es un interesante recorrido, a salto de gato, por una historia llena de pasiones por la vida -con todo y sus sorpresas-, y de fidelidades al tiempo que nunca deja de sorprendernos. Además, cabe decir que este primer libro de Paola Velasco es sólo el glorioso principio de una obra que se antoja persistente, inusitada y, por supuesto, original. Y mientras llega a nuestras manos su Veredas para un centauro (obra que confirmará su innegable maestría ensayística), desde ahora cuenta con un señero y merecido lugar en la República de las Letras, digna de leerse con fruición y franqueza, porque, como solía decir Alfonso Reyes, “todo lo sabemos entre todos”, y si de noche todos los gatos son pardos, siempre habrá alguno que nos deje una huella inolvidable. (Así sea.)

Paola Velasco. Las huellas del gato. Ensayos obre arte y literatura. México, CONACULTA, 2006. (Tierra Adentro, 319)

(5/marzo/2012)