miércoles, 23 de octubre de 2013

Matria de palabras

Ulises Velázquez Gil

Un historiador ingenioso y andante, de nombre Luis González y González, nos regaló un neologismo hoy en día muy socorrido en su obra historiográfica: me refiero a la palabra matria, la cual, siguiendo su corazonada, “se puede abarcar de una sola mirada y recorrer de punta a punta en un solo día”. Trasladando estas palabras a la literatura, concretamente a la poesía, parecería empresa fácil, mas no del todo.
El ingenio poético de Karen Villeda nos entrega una obra de factura reciente donde entrar a territorio extraño se tornará imperiosa empresa: Babia. A la primera de cambios, con sólo mencionar esta palabra, de inmediato viene el lugar común: “Estar en Babia”, es decir, en la lela, fuera de sí, con pájaros en la cabeza, entre otras expresiones sinónimas. Pero si suscribimos nuestra curiosidad al vademécum o hacia cualquier tumbaburros, descubriremos que Babia es una comarca en el reino de León, lugar de reposo de la corte, y, si seguimos buscando, hasta sale a relucir una lengua de esas regiones, el bable. (En una palabra, es todo eso… ¡¡y lo que falta!!)
Compuesto por tres secciones, Babia presenta las miradas del padre, la madre y la propia autora, en afanes autorreferenciales, si se me permite decirlo. Comencemos por el padre, figura toral de “Escritura paternal”, a quien se le relaciona con el acebo, árbol conocido por su enorme firmeza que dura todo el año, de donde se fabrican muebles finos y hasta ligas para cazar pájaros; pero esos “muebles” tienen diseños como el siguiente: Desperdigo lutos. // Desperdigo lutos en la insolencia del herbaje alegando el nombre de la penumbra: Babia. Aquilato cada fisura en la clepsidra. Se humea el ramalazo del acebo.
El tiempo, verdadero artesano de la palabra, se encarga de preparar el ambiente por donde el monarca, Rey de Babia, asentará sus dominios, lares que no requerirán otra explicación sino la suscrita al poema “El Rey”: Leo el epitafio repujado en la frente del Rey: “No hay apego debajo de la savia.” […] El Rey de Babia posee la estancia de mis muertos, tiene la falseada aurora recogiendo desolación. […] No sé qué es un asomo de esperanza. (Lo que en la primera sección pareciera ser un canto al terruño, en esta parte la presencia paterna –residente en la figura del Rey– demuestra el lado opuesto, a un soberano empeñado en perpetuar su reinado, a expensas del tiempo que todo lo cambia a su paso; donde la esperanza –aludida, pero no asumida del todo– ni siquiera se cumple del todo. Es más, entre el gatuperio y el alano, el Rey suplicará la hoguera.)
Para “Lengua madre”, Karen Villeda persiste en su descripción de prosapias, pero con un poco más de esperanza dentro de sí. La dama retiene el cataclismo de pasos que regresan para traicionar al Rey de Babia. Hay que poner a prueba las cinturas. La serpentina encarnada de pupilas es el coselete de los caballeros. Miran de reojo a la dama. Su corazón está sentado en flor de loto. (¿Consorte? Preferiblemente consejera.) Un papel fundamental de la Dama es guiar al monarca, sin embargo, las victorias de esa corte agrupada en Babia no se cuentan por el número de adeptos en su interior, sino en la resistencia ofrecida en el refugio de las palabras. (La lengua es una deserción de la memoria, no hay pistas de saliva.)
A diferencia de la primera Babia vislumbrada al principio del libro, hay una segunda entre comillas donde se conjugan la escritura paternal y la lengua madre. (En Babia se nace en la riada del silencio. “Morí en la palabra.” // Nací en la infertilidad del Rey de Babia. De ningún modo la resurrección.) No queda sino avocarse hacia una consecuente caída, cuyas palabras se queden fijas, como una patria plena de silencios. Paremos un poco el carro: si la Babia sin comillas del Rey alude a un reino perdido, ideal si se quiere, entonces la entrecomillada por la Dama se vuelve utopía de palabras cuya única certeza es la desaparición, y, por añadidura, el recuerdo y la vida que sus habitantes le ofrendan a cabalidad.
Para la última sección, Karen Villeda deja a lado la interpósita persona y, de primera mano, también habla de su reino vencido. Tres ligeros apartados –como las partes que componen Babia– terminan volviéndose su matria particular. En “La rabia de los viejos”, nuevamente es la figura paterna quien lleva la voz cantante; paraje de silencios al fin y al cabo, esta reminiscencia paterna encuentra particular descripción en el siguiente poema: Yo te he visto llorar. // Esto es el silencio, M. A., halagar a las palabras con la punta de la lengua. Respecto al Rey de Babia esbozado al principio del libro, el recuerdo paterno demuestra un destino de palabras, en aras de cristalizarse con la escritura, elemento que resiste todo embate del tiempo. Sobre “Iris”, Villeda persiste en develar su parentalia, donde la firmeza de la raíz materna ayuda a explicarse mejor. Espejismos de recuerdo, tierra jurada, fogonazo para la oquedad: Babia. // Una prisa de labios que se consagra en el umbral del tragaluz. Babia. […] Alguna vez, Iris y M. A. volvieron desechos a Babia, en la elocuencia de piernas y brazos. Alguna vez, retornaron al anonimato. (En pocas palabras, Babia ¿es a Karen Villeda lo que Yuria para Jaime Sabines, una residencia para sus manes, o el ansiado hogar sólido?)
Tanto las intuiciones del poeta como su recuerdo familiar encuentran su morada final en “Diario de viaje”, suerte de reflexiones acerca del principio del mundo, el pueblo natal del padre, expandido en otros reinos gracias a la poesía; de cualquier manera, como aseguraba Eugenio Florit, “los poetas somos felices escribiendo cosas tristes”. (He lloriqueado tu rostro hasta decir basta. // Hay que desgajar esta mirada para darla de comer a las palomas.) Y si el recuerdo nos hiere, como si fuera una canción de José Alfredo Jiménez, concluiremos con la autora que Babia es un muerto a cuestas en el dorso de mi padre o ese niño. (A final de cuentas, el exilio.)     
Volvamos a las palabras de Luis González y González acerca de su neologismo; si las aplicáramos a Babia (como así también con el poemario de su preferencia), la mirada familiar es el leitmotiv que sustenta la corte desdibujada en la primera mitad del libro, y las puertas que se abren día tras día son las imágenes con que Karen Villeda intenta descubrir su origen. En una palabra, la poesía crea, descubre y transforma. Dentro de la geografía poética de México, las búsquedas de Babia en cierto modo serían las mismas de Sin biografía de Claudia Hernández de Valle-Arizpe, o de Contramundos de Ingrid Solana; en todos los casos: íntima lectura del mundo, matria de palabras que persisten, como quiera que sea, en el prístino itinerario de la poesía. (Ojalá que sí. ¡¡Ojalá!!)      

Karen Villeda. Babia. México, UNAM/Dirección de Literatura, 2011. (Ediciones de Punto de Partida. Poesía, 8)

(18/mayo/2012)

viernes, 11 de octubre de 2013

Primer viaje, primera mirada

Ulises Velázquez Gil

A diario y en toda ocasión, toda primera vez es siempre la mejor: una amistad incipiente, una ruta para llegar a casa, el uso de un nuevo aparato que supla al celular de mil batallas, por mencionar otras maneras de llamarla, al final todo deriva en un primer viaje por donde quiera que se vea. Pero cuando éste llega a nosotros en la infancia temprana, éste resultará el mejor de todos.  
Para celebrar sus primeros 44 años de servicio (y en espera de grandes glorias por venir), el Sistema de Transporte Colectivo (Metro) tuvo la original y novedosa idea publicar una antología de textos alusivos a ese primer viaje en Metro, como resultado de un concurso que se convocó a principios de año, dirigido hacia niños de entre 6 y 12 años. De todos los trabajos recibidos, se eligieron 40 finalistas, y a partir de allí, se eligieron los 24 más significativos (incluyendo los ganadores de los primeros lugares) para que esa antología se hiciera realidad.   
Muestrario de incipientes exploraciones subterráneas, Un metro de aventuras nos presenta 24 maneras de vivir la primera impresión que el Metro dejó en aquellos protagonistas y viajeros en proceso de germinación. (Aunque para muchos, ese primer viaje nunca termina del todo...) En su generoso prólogo, Leo Mendoza (cuyo primer recuerdo del Metro se remonta a una tragedia familiar) es enfático al decirnos lo siguiente: […] el Metro no deja de sorprendernos, imaginemos por un momento lo que ese espacio significa para un niño: más allá de los apretones, las incomodidades y uno que otro abusivo o vivales, en este medio de transporte viajan diariamente millones de historias, algunas tan buenas que luego pasan a ser parte de las noticias, de alguna novela o hasta de una buena película.
De aquellas historias nacidas en el Metro, recuerdo con especial atención “Dos palabras”, escrito por María Fernanda Blas Gómez, alumna de secundaria, primer grado, quien descubriera en la Línea 12 uno de muchos sinsabores que la vida nos entrega sin aviso previo, pero también se le develó un milagro inusitado: […] ese día yo descubrí el significado de la palabra “divorcio”. Como hija había escondido mi cabeza para que no me doliera la separación de mis padres, la ruptura de mi familia. Pero también descubrí el significado de la palabra “amistad”, pues créanme, a partir de ese día Camila y yo somos grandes amigas, las mejores confidentes, las mejores comadres. […] estoy segura que en esa línea Dorada siempre la recordaré porque en ella nació una amistad que espero dure por toda la vida.
Dos historias dignas de notar en Un transporte de aventuras: “La patita de Cenicienta” de Karla Jazmín López Pérez (1° primaria) y “El bautizo de mi gatita” de Brenda Magaly Gómez Sandoval (5° primaria). Para el primer caso, a raíz de un descuido al momento de abordar el vagón, la protagonista (Cenicienta versión petite) queda atrapada al filo del tiempo. (Desde ese día siempre cuidé de dar el paso más grande al subir al vagón. Jamás olvidaré ese momento. Aún tengo miedo y sigo calzando pequeño a pesar de mis siete años.) Mientras que para el segundo caso, la nomenclatura de las estaciones que integran la Línea 1 ejerce una sorprendente atracción hacia una niña, en el afán de nombrar a su nueva mascota. (Viajábamos por la línea Uno, estaba yo tan concentrada en el nombre que no me di cuenta en qué estación nos encontrábamos cuando mamá y papá preguntaron: “¿Dónde estamos?” De pronto alcé la vista y leí estación del Metro Balderas, y se me vino una idea genial. –¿Mamá, puedo ponerle a mi gatita Balderas? Mamá contestó con su linda sonrisa: –El nombre que tú quieras está bien, mi princesita.)
Muestrario de viajes del campo a la ciudad (sin dejar el D. F.), enlace de museos, reunificador de familias y generador de nuevas amistades, entre otras sorpresas llevadas de la mano de la fantasía (como un Buzz Lightyear al rescate del juguete perdido, un escape subterráneo de una guerra mundial, o la antesala de un viaje intergaláctico), el Metro nunca deja de sorprender a estos pequeños buscadores de la serpiente naranja, y desde su prístina perspectiva (sin los prejuicios que nosotros, metronautas de tiempo compartido, acumulamos a lo largo de los años) nos enseñan a valorar con justeza un medio de transporte indispensable en nuestras vidas, y que, sin tarifas diferenciadas ni tragedias en hora pico, la vida en el Metro es la mejor visa al paraíso.
A la primera de cambios, quizá sólo sean las primeras palabras de escritores ocasionales, pero confío plenamente en que varios de los 24 niños que nos contaron su odisea personal en Un transporte de aventuras, en un futuro no tan lejano persistan en el afán de contarnos más historias del Metro, porque hay dos cosas en esta vida que nunca se dejan de hacer: viajar y soñar, y en ambas, ellos lo saben de sobra, no existen límites. Ante nuestros ojos, siempre observaremos un primer viaje, pero ante los suyos, una primera mirada es innegable. Para lo demás, quedará el tiempo. (Verdad que sí.)

AA. VV. Un transporte de aventuras. El Metro a través de la mirada de los niños. México, Sistema de Transporte Colectivo Metro / Para leer en libertad, A. C., 2013.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Etapas de un viaje

Ulises Velázquez Gil

Antes de consolidar su fama gracias a la saga de siete novelas en torno suyo, Maqroll el gaviero –extensión poética del colombiano Álvaro Mutis– hizo escala en los llamados “Hospitales de Ultramar”, donde sobrevivir era un deber de viajero; superado ese trance, el resto llegaría por añadidura. Sin embargo, hay otro tipo de viaje poético no exento de suscitar pesadumbre que anagnórisis, y eso hasta el poeta menos aplicado lo sabe.
Peregrina desde el nacimiento (puesto que nació en Oaxaca), Ingrid Solana nos entrega en Contramundos una peculiar manera de enfrentar sus viajes poéticos; a guisa de itinerario, éste se compone por cuatro libros, con un protagonista y una trayectoria propia, en apariencia opuestos, mas no del todo. Entremos en materia.
“Yeguas de luz”, primera sección del libro, sirve como piedra de toque desde donde Solana comenzará su retrospectiva. Si hubiera un punto de encuentro de varios escritores oaxaqueños, es hablar de su tierra, de las maravillas que ésta encierra. Y una de ellas quede como primer ejemplo: Propiciar la materia/ las palabras que cabalgan al centro,/ al mío./ Despertar las yeguas de la infancia,/ el poder entrelazado su fuerza/ luminosa./ Recuerdo/ el tejido de un huipil y/ el verano descarnado en sus destellos./ Los imaginarios cristales de mi vida […] Si una primera lectura permite una adelantada impresión, la autora nos comparte los primeros guiños de su tierra natal, donde el recuerdo de su abuela –dos veces matria– y los colores con que se describe Oaxaca toman por asalto el verso y, como en el hexámetro homérico, una diosa canta, o por lo menos, se le aproxima: Zapoteco acaricia el destello a mis orillas/ y la lengua respira hecha de sueños/ en el mar de mis recuerdos sosegados. Así como en Chiapas y en Tabasco cuando se levanta una piedra un poeta aparece, con los autores oaxaqueños ocurre algo parecido: la raíz zapoteca no duda en hacerse notar. Andrés Henestrosa lo supo muy bien –y que me desmientan las miles de páginas escritas en torno suyo–, y si me permite la autora, no dudaría en colocarla junto a él: No se detienen los sueños de la infancia/ que dibujan la impronta de la espera entre los huesos./ No se detienen los primeros sonidos del recuerdo,/ los olores a pan viajando desde lejos./ […] Son de huellas,/ los caminos trazados en la tierra de mi pueblo,/ un pueblo seco perdido entre los cerros. […] (Honor a quien honor merece.) Respecto a la yegua que Solana emplea para viajar con la poesía es una forma precipitada para asir el recuerdo, como el unicornio soñado por Deckard en Blade Runner. A final de cuentas, para hablar del viaje, no debemos salir del punto de partida.
Para “Contra/aullar”, la luz de la sección anterior se torna sombra en ese recorrido. Si la yegua de luz lleva consigo un recuerdo prístino y una deuda de cariño hacia el origen, para esta sección, regida por un sentido canino, es temor y reclamo, soledad y auxilio. El aire tétrico recorre la ciudad nocturna/ con su murmullo habitual y su violencia./ Son grises las paredes de mi cuarto oscuro/ y entre los ojos se me clavan los gritos de los perros. Donde la mayoría observa fidelidad y hasta un dejo de “humanidad”, Ingrid Solana endosa al perro una queja ante el desconcierto de la realidad. Siempre hay un perro que grita más fuerte,/ que arrebata de dolor toda su ira./ Y cuando la noche se traga voraz sus lamentos,/ el sueño no viene/ ni penetra con el frío/ la memoria adormecida. Si en los versos anteriores quien tiene la palabra es testigo de los hechos del perro, al final de cada página su versión de primera fuente no se hace esperar: [No cazamos sino olores,/ nuestras patas están tejidas con las huellas/ de una caza sin nombre de un solo rastro] (Si se me permite el lugar común, entre más conozco al hombre, más quiero a mi perro. Qué remedio.) Aún así, la querella con que se conduce el canino protagonista es reclamo, cierto, pero también odisea; nunca se deja de contar un peregrinaje: [De odios perros murieron mis ancestros,/ y como todos los abuelos/ marcaron territorio con orina], porque, después de todo, […] es necesario creer que tenemos nombres,/ que me distingue esto que hago delante del papel.
Para “El exilio de los gatos”, la autora se solidariza con un animal que no ha vivido un peregrinaje, sino que se trata de su figura misma; desde tiempos inmemoriales, del altar al ostracismo, el gato, literalmente, vive a salto de mata. Para hablar de ellos, Ingrid Solana los ubica en una “casa”, una residencia preñada por la nostalgia. (Nostalgia… ¿de qué?) Escuchemos con atención: La casa azul es una IMAGEN BLANDA,/ un murmullo silencioso,/ insignificante./ Nada detiene los lamentos del gato que la mira. (Si observamos minuciosamente, encontraremos en el verso la inclusión de palabras con letra mayúscula; me imagino que para enfatizar el hilo conductor del poemario. Es más, si nada más leemos esas palabras y de forma seguida, ¿tendremos acaso otro poema diferente? Sería una posibilidad no muy lejana después de todo.)
Además de contar un exilio con la aparición de un personaje llamado Gato King, “El exilio de los gatos” se torna una épica del instante, suerte de microhistoria felina donde la querella por el poder, sobre todo por la sobrevivencia, es toral destino. Gato King OTEA el horizonte con sus pupilas ciegas,/ lo abordo, lo tomo entre las manos,/ se retuerce ante el contacto,/ quiere su LIBERTAD Y asistir al peligro de la casa,/ a su imaginario eterno. (“La casa me protege del frío, de la lluvia, pero no me protege de la muerte”. Sin sentirse animal, Jaime Sabines ya lo sabía de antemano.)
Entre el exilio y su residencia, y las polémicas por la supremacía gatuna, Solana recalca la cercanía del gato, inclusive ponderando sus cualidades y, si se permite, hasta sus defectos más evidentes: Para no escuchar los ruidos del mundo,/ los gatos se taparon los ojos/ y aprendieron un LENGUAJE MUDO,/ rotundo en vocales abiertas,/ pétalos vacíos de DESPOJOS. […] Los gatos desean abrir todas las puertas/ y no sucumbir ante las redes eléctricas/ de las seguridades humanas./ Los gatos desean su libertad/ a través de la posesión de alguna certeza.
Y ya que la palabra certeza aparece en escena, un animalito que se relaciona casi por completo con ese concepto es, sin duda, el grillo, protagonista de la última sección de Contramundos. Como en la segunda parte del libro, “La casa de los grillos” cuenta dos voces: la del poeta y la del objeto, en este caso, el grillo. (Un solo a dos voces, si hacemos caso a Octavio Paz y Julián Ríos.) [Llegué a la casa de los grillos/ a través de mi cansancio./ Había metido mis cosas en cajas./ Había dejado la palabra amistad/ entre cartones./ La casa de los grillos/ es un ático entre los cerros], a lo que el grillo responde: /Un grillo es la espesura/ invisible del sonido.
A lo largo de los poemas, la voz de Ingrid Solana se halla estacionada en una mudanza, en desempacar las emociones y mirar a la distancia lo que se deja detrás de sí, y el paisaje que se avecina; aunque, a decir verdad, la mudanza real ocurre en casa propia, donde el inquilino oficial, seguramente lo habrán notado, es la consciencia o el resabio de ésta. [La casa de los grillos/ sacaba las historias de las cajas./ Estaba mi abuelo,/ un margen nostálgico en el/ blanco y negro de sus ojos llamas], mientras que el grillo persiste en una apacible morada: /El grillo descansa cuando/ la mañana vierte sus alas en/ la fugacidad del silencio matutino. En suma, la voz de la poeta inscribe la ausencia en el acto de mudarse, aún en casa propia, y la voz del grillo, recobrar el silencio, a manera de anagnórisis y acompañamiento por estos lares donde la nostalgia quizás haga de las suyas. (Hasta que la poesía lo permita ¿no creen?)
A guisa de conclusión, Contramundos es un itinerario de acompañamientos, donde Ingrid Solana representa a los animales como parte de una evolución poética; el reencuentro con la matria (“Yeguas de luz”), la pesadumbre de la realidad (“Contra/aullar”), el aprendizaje del exilio (“El exilio de los gatos”) y la esperanza recobrada (“La casa de los grillos”) hacen de esos mundos posibles las etapas de un viaje en continua transformación, donde la palabra es la llave de entrada. Después de todo, habremos de suscribir lo dicho por Samuel Beckett en Cómo es: “Los animales saben”, y hasta la propia autora lo reconocerá sin tapujos. Luego de leer este libro, contemos que ustedes también así lo crean. (Ojalá.)

Ingrid Solana. Contramundos. 2ª ed. Toluca, México, Instituto Mexiquense de Cultura, 2011 (Piedra de Fundación).

(22/junio/2012)