martes, 17 de septiembre de 2013

Memorias del saber

Ulises Velázquez Gil

En una de las Bellezas del Talmud que generosamente compiló el legendario Rafael Cansinos Assens, podemos encontrar la siguiente joya: Un sabio decía: –Mucho he aprendido de mis maestros, más de mis compañeros, y más aún de mis discípulos. Para quienes encuentran en la labor del maestro más que una profesión, esta referencia talmúdica suele ser muy atinada, y, si me permiten la expresión, incluso exagerada… mas no del todo. Y para las intenciones del presente artículo, un polígrafo apasionado como Vicente Quirarte también suscribiría esas palabras; hijo de maestro al fin, desde luego. 
            Los días del maestro, volumen suyo de factura reciente, es el recorrido de una vida compartida a plenitud con aquellas personas que nos otorgan armas no sólo para bien pasarse en ámbitos académicos, sino también para encarar los malos gestos de una sociedad harta de realidades, e igualmente denostando tanto promesas como esperanzas, para al fin mandarlas al fondo de esa caja de Pandora en que hoy se ha convertido el mundo. Quirarte, gracias a los 28 retratos de maestros suyos, rescata esas esperanzas con vida y les coloca en justo lugar, abiertas a todo lector ávido de conocer sus vidas nones, que ilustran por completo a fuerza de llevar la luz en sus ojos, en sus palabras, en sus obras.
Los retratos que forman esta galería –dice– son de maestros que me han enseñado lo que mejor me ha defendido: el lado luminoso de la fuerza, la lealtad a la belleza y la alegría, todas verdades femeninas. Quienes responden a esa sentencia, pueden hallarse correspondencias gratas con el lumínico Carlos González Peña y sus navegaciones en los mares de la literatura mexicana; dos tocayos con el apostólico Andrés, Henestrosa e Iduarte, y una dupla de historiadores y quijotes sin mancha, Ernesto de la Torre Villar y Martín Quirarte (este último, a la sazón, padre del autor, que engalana la portada del libro de marras), cuya integridad desmedida solamente sobra en el ejercicio físico, mas no en sus letras, en sus trabajos escritos.
            Acudo a su persona o a sus enseñanzas cuando parecen ganar terreno energías que se oponen a una plenitud cada día más difícil de sostener… Bajo esta premisa, Vicente Quirarte incluye a sus maestros más cercanos, hombres que han hecho de la palabra escrita –y, en algunos casos, de la Poesía –su modo de conducirse en este ancho y ajeno mundo; Alí Chumacero, José Luis Martínez, Rubén Bonifaz Nuño, Sergio Fernández, y mujeres notabilísimas como Clementina Díaz y de Ovando, Graciela Hierro y Esperanza Meneses (cuya mención seguramente obedece a una geografía personal y afectiva del retratista), se agrupan en estas palabras con que inicia este libro. Precisamente, en este grupo persiste en buena parte de la obra quirartiana, tanto nominalmente (una cita textual, y el puro gusto de recordarlos mediante la escritura de su nombre) como verbalmente (ciertas acciones que los inscriben en un Olimpo peculiar, sin la divinidad que obnubila y confunde, pero resaltando una humanidad sin prejuicios ni tapujos). Así como existen historiadores del sustantivo e historiadores del verbo, como aseveró don Luis González y González, también cabría aplicarlo a los maestros. (Va de tarea.)   
            La mayor parte de mis maestros que aquí aparece ha hecho del salón de clase su trinchera; otros han ejercido su magisterio en diversos ámbitos y sin proponérselo, siempre con pasión sin restricciones. ¿Para qué buscar maestros, si cada libro en sí es uno?, seguro dirá más de uno; no dudo que haya algo de razón, mas no toda completa. Quirarte, para diversificar su nómina de grandes mentores, no duda en incluir, justamente como buen hombre de letras, a sus escritores queridos, aquellos que no ceden ante nada para expresar su compromiso con la creación, y, por qué no, con la enseñanza. Renato Leduc, Fernando del Paso, José Emilio Pacheco, Felipe Garrido, Gonzalo Celorio, son apenas algunos ejemplos vivientes. A excepción de Garrido y Celorio, todos los demás han ejercido su magisterio en los periódicos, en las novelas y hasta en las cantinas, a la búsqueda del tiempo perdido, finalmente recobrado en la poesía diaria de sus obras y los preceptos bien llevados por Quirarte. (Hasta cierto punto, claro…) 
            Con todo, aún podría escribir algo más sobre Los días del maestro; hacerlo sería como aplicar un examen sorpresa de la SEP y aceptarlo sin ton ni sonia. Nada de eso. Solamente haré la clásica recomendación para acercarse a su lectura. Aunque muchos tenemos nuestras propias “historias de maestros” (con su respectiva escala en la pantalla de plata), no todos podemos saber de memoria; en cambio, sí, disfrutar la memoria del saber con estos retratos y sus aproximaciones. Y como aquella cita del Talmud, reconocer todos esos tipos de enseñanzas, para suscribirse, con franqueza, hacia la última. (Fin de la lección.)    

Vicente Quirarte. Los días del maestro. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2008. (El Centauro)

(21/octubre/2011)

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