domingo, 1 de julio de 2012

La medicina de las estrellas

Ulises Velázquez Gil
(@Cliobabelis)

Desde antaño, la humanidad, en aras de responderse las preguntas fundamentales (¿quién soy? y ¿de dónde vengo?), ha puesto su mirada hacia el cielo, y ya con algo de prisa, hasta el espacio sideral. Desde los caldeos, los griegos y los mayas, hasta los observatorios de Monte Palomar y Tonanzintla, pasando por Copérnico y Galileo, esa empresa se torna interesante a cada paso.
            En el mundo de la ciencia en México, la presencia de una astrónoma peculiar llamada Julieta Fierro (México, D. F., 1948) le inyecta entusiasmo y pasión a una disciplina que, falsamente, se ha tildado de solemne y, hasta cierto punto, aburrida. Investigadora del Instituto de Astronomía de la UNAM y profesora en la Facultad de Ciencias, cuenta con una vasta obra en torno a la astronomía en general; desde los elementales ¿Cómo acercarse a la astronomía? y El Universo, hasta los atípicos Extraterrestres, Los mundos cercanos y El libro de las cochinadas, además de un alud de libros colectivos, la experiencia compartida por ella se sostiene siempre en aras de aprender con la ciencia (y de divertirse en su procedimiento, claro está), se enuncia en aquella sentencia que los romanos sostenían a cabalidad: festina lente, o “apresúrate lentamente”, porque los grandes hallazgos que cambian el sentido de una vida, siempre se encuentran hasta en los sitios más inusitados.
             (Si un renacentista como Leonardo Da Vinci viajara en el tiempo hasta principios del siglo XXI, y se topara en el camino con Julieta Fierro, no cabría duda que el polifacético artista quedaría estupefacto con el caudal de conocimientos, pero sobre todo la versatilidad con que ella se conduce en todos los sentidos; con su antorcha olímpica de Atenas 2004, una diadema con antenitas de extraterrestre o lanzando libros a diestra y siniestra al público asistente en sus charlas y conferencias, ella comparte su lectura del mundo, que refresca su curiosidad de manera constante. De conocerla, Leonardo seguramente se hubiera inscrito en la Facultad de Ciencias, y así tomar clase con ella.)
            Su pasión por la ciencia es tan acendrada que no hay día sin que publique artículos de divulgación científica, y no por nada es una de las mentes brillantes detrás de La Ciencia desde México, serie emblemática del Fondo de Cultura Económica con más de 25 años de trayectoria editorial. Esta condición endémica, aunada a una infatigable pasión por la lectura, generó en la Academia Mexicana de la Lengua el deseo de integrarla a su seno. Después de cumplir con las diez sesiones reglamentarias y de acordar con su director fecha y lugar para la lectura de su discurso de ingreso, Julieta Fierro se volvió académica de número el 26 de agosto de 2004, en un lugar muy ad hoc a su ímpetu científico: el Museo Universitario de Ciencias, cariñosamente conocido como Universum.
            Antecedida por el Abate José María González de Mendoza, Amancio Bolaño e Isla y Porfirio Martínez Peñaloza (todos, críticos de afilada pluma), se convirtió en la cuarta ocupante de la silla XXV, y como todo incipiente académico puede elegir el tema de su interés para su discurso de ingreso, ella optó por un tema (en apariencia) alejado de sus linderos astronómicos: Imaginemos un caracol, donde establece un paralelo entre el animalito de marras y el hombre. Los caracoles y las personas nos adaptamos para vivir en las grandes urbes. Anualmente ellos gozan al devorar rosales, los chilangos encontramos en nuestra ciudad sorpresas como son las jacarandas en flor; gozamos la libertad para pensar y crear. Y como los caracoles, el hombre lleva su casa a cada instante, es decir, su propio conocimiento. El caracol lleva a cuestas su casa. ¿Y nosotros?: la mente, poblada de palabras. Nuestra edificación de ideas puede ser sorprendente, enriquecida a lo largo de la vida. A veces es un tormento: pesada y con recovecos oscuros que a pocas personas les gustaría conocer, allí domina el enojo.
Al ser la única astrónoma en la Academia, Julieta Fierro tiene un deber innato con la corporación: proporcionar palabras y términos que la ciencia produce y emplea para su desempeño comunicativo. A finales de los años 50, cuando asumió la Dirección, Alfonso Reyes fue enfático al expresar la toral encomienda, por parte de los señores académicos, de crear un Diccionario Tecnológico Mexicano, a semejanza de la Real Academia Española, donde los terminajos antes reservados a los ingenieros, mecánicos y oficios similares, ahora estarían al alcance de todos los hablantes del español de México. (Medio siglo y pico después, aún queda pendiente esa asignatura.) Para saber de ciencia es necesario conocer y usar su lenguaje; con las palabras transmitimos el placer de entender.
A la manera de Isaac Asimov y Carl Sagan, Julieta se esmera en aplicar a sus textos un estilo sencillo de explicar, sin dejar de lado la objetividad de los temas: ni galimatías ni pasquín. Como habrán notado, me gusta la ciencia, su lenguaje, la precisión y elegancia con que generaliza. Volviendo a los gasterópodos, pueden ser una plaga. Por desgracia también las palabras llegan a ser un agobio, sobre todo cuando amplifican necedades. En ese caso sirve enconcharse. Cada quien tiene sus enemigos, los nuestros no son aves o lagartos, como lo son para los helícidos; con mayor frecuencia de la que quisiéramos, son personas capaces de herir con palabras; éstas, como cualquier producto humano, pueden emplearse para el bien y para el mal. (Para los propios académicos de la lengua, ese enemigo a vencer vive en casa propia. Imagínense por qué.) 
En pocas palabras, la presencia de Julieta Fierro en la Academia Mexicana de la Lengua es primordial porque, según reza el viejo adagio, nada humano le es ajeno, y en esa intención, la ciencia siempre dará la pauta de todos sus pasos, donde nos recetará la medicina de las estrellas, motivándonos a descubrir otras maravillas más allá del firmamento, porque, después de todo, sólo somos una pequeña de parte de lo que sabemos. El resto, son sólo aproximaciones y reintegros. (Sin duda alguna.)

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