miércoles, 27 de abril de 2011

Theo Angelopoulos: el tiempo detenido

En mi Arcadia personal (tal y como solía entenderla Guillermo Cabrera Infante, es decir, respecto al mundo del cine), siempre es grato regresar a esas películas, hechas por aquellos cineastas que hacen más llevadero el grato oficio del cinéfilo, y cuya prìstina mirada nos devuelve el tiempo y, si me apuran, hasta la vida misma. De la extensa nómina de directores, sin importar nacionalidad, tendencia estilística y hasta temática, digno es resaltar la presencia de uno, que sigue suscitando nuevas y apasionadas polémicas; hablo del griego Theo Angelopoulos, a quien celebramos hoy en su cumpleaños 76.

Nacido en Atenas, Grecia, en 1935, y en el seno de una familia acomodada, Theodoros Angelopoulos siempre sintió una enorme predilección por el cine, en especial el estadounidense. mismo que veía (una y otra vez) con verdadera fruición, al grado que comenzó su carrera fílmica de buena forma: como crítico de cine. Más adelante, a principios de los años 60, viajó a París para hacer estudios de Leyes, para después para ingresar al IDHEC y así convertirse en director de cine. De aquella época, misma que se distinguió por una continua convivencia con sus compatriotas, entre escritores y cinéfilos, realizó varios trabajos, algunos inconclusos; su primera película, I Ekpombi (El espectáculo) en 1968, cortometraje de pátina experimental, para, dos años después, estrenar su opera prima: Anaparastassi (Reconstrucción).

Sin embargo, su naciente vena cinematográfica lo motivó a interesarse por la historia reciente de su país, entre migraciones, dictaduras y golpes de estado, a la par de sus obsesiones artísticas, al grado que, sin siquiera proponérselo, ingresaría por partida triple en la historia del cine griego. En 1972 filma Mérès tou 36 (Días del '36), primera de la llamada Trilogía de los Militares, a la que seguirían O Thiasos (El viaje de los comediantes, 1975) y I Kynighi (Los cazadores, 1977), donde repasa la historia de Grecia, antes, durante y después de la Segunda Guerra. Respecto a El viaje de los comediantes, aquí se develarían varias de las peculiaridades del cine de Angelopoulos, tales como la errancia de sus personajes (actores y familias) y la nostalgia y postrer vuelta hacia la casa paterna. En una palabra, una puesta al día del sino homérico. Otra constante digna de mencionar es que Angelopoulos plasma cada una de sus películas a manera de un enorme mural -como en las obras de Bertolt Brecht, por ejemplo- donde estén representadas todas las expresiones humanas, de la tristeza a la alegría, pasando por la nostalgia misma. Y como la Historia (así, con hache mayúscula) es ya un tópico recurrente en sus obras, para 1980 realiza su versión decimonónica de Megaléxandros (Alejandro Magno), bien recibida por la crítica de su tiempo.

Aunque ya contaba con una trilogía fílmica en su haber, y sin proponérselo en un principio, durante la década de los 80 emprende el rodaje de la llamada Trilogía del Silencio, conformada por Taxidi sta Kythira (Viaje a Citeria, 1984), O Melissókomos (El apicultor, 1986) y Topio stin omichli (Paisaje en la niebla, 1988). En Viaje a Citeria descubrimos el silencio de la Historia, cuando Spiros, antiguo militante socialista, luego de un largo exilio en la URSS regresa a Grecia para descubrir que las causas que antaño había defendido a hierro y sangre ya no tenían razón de ser. En El apicultor, el silencio del Amor, donde otro Spiros, protagonizado por Marcello Mastroianni, viaja hacia el sur y se debate entre el rescoldo sentimental hacia su ex-esposa y el joven amor que una lolita punk puede entregarle mientras realiza su último viaje. Y en Paisaje en la niebla, el silencio de Dios, cuando dos hermanos, Voula y Alexandros, viajan hacia Alemania en busca de su padre... que nunca existió, a la vera de las cosas, es decir, dejados de la mano de Dios, uno que quizás no existe pero que los sostiene en pie. Para Angelopoulos este tríptico representó, no sólo el summum de su búsqueda fílmica, sino también su afán en pintar la Grecia de los años ochenta, a caballo entre la modernidad y la tradición. Pero sus mejores obras aún estaban por venir...

Después de la Trilogía del Silencio y de filmar To metéoro to víma tou pelargou (El paso suspendido de la cigüeña, 1991) junto a Gregory Karr, Jeanne Moreau y el propio Mastroianni, Angelopoulos presentó en el Festival de Cannes en 1995 su película más ambiciosa hasta ese entonces: To vlémma tou Odyssea (La mirada de Ulises), una muy peculiar manera de celebrar el primer centenario del cinematógrafo, contándonos la historia de A. (suerte de alter ego del director, protagonizado por el proteico Harvey Keitel), cineasta que luego de vivir exiliado en Estados Unidos, regresa a Grecia para presentar su última película y luego lanzarse en busca de los negativos de la primera película filmada en los Balcanes; de Florina a Sarajevo, pasando por Skopje, Bucarest y Belgrado, la odisea de A. (sí, como la de Ulises) lo confronta con la realidad balcánica ante la caída del sistema socialista y, por ende, las migraciones y la Guerra en Sarajevo, pero también ponte ante sí un espejo, cuyo imagen ahí reflejada es apenas una mínima parte de su destino. Para las intenciones del jurado en Cannes, pudo más el humor negro de Emir Kusturica en Underground que los empeños homéricos de Angelopoulos, quien, tres años después, obtuvo la Palma de Oro con Mia aioniotita kai mia mera (La eternidad y un día), dejando en el camino a La vita è bella de Roberto Benigni. La eternidad..., a semejanza de La mirada..., nos cuenta la historia de otro Ulises, un escritor en fase terminal (encarnado por Bruno Ganz, y cuyo personaje fue escrito inicialmente para Marcello Mastroianni), quien abandona todo para terminar un poema inconcluso del siglo XIX, y recobrar, aunque sólo sea por un día, el recuerdo de su fallecida esposa. Tanto en La mirada de Ulises como en La eternidad y un día, Angelopoulos insiste en recobrar el tiempo e incluso detenerlo, para hacernos partícipes de ese milagro; el cine y la escritura son dos maneras de ver el mundo -si se me permite el lugar común- pero también nos conceden la fortuna de volver al punto de partida, al origen, e inscribir -¡¡qué encomiable tarea!!- las palabras de sus personajes en nuestro sucedáneo proceder. Para quienes descubran el mundo de Theo Angelopoulos a través de estas dos películas, su vida nunca más será la misma.

Con un rotundo éxito en festivales de La mirada... y La eternidad..., Angelopoulos regresa al set y se enfrasca en la realización de otra trilogía donde pasa revista a la historia de Grecia en el siglo XX. To livádi pou dakryzei (El prado en llanto, 2004) e I skoni tou hronou (El polvo del tiempo, 2008) son apenas las dos entregas de aquella empresa, donde, como los buenos directores, hace un guiño de ojo a sus obras anteriores; en El prado en llanto, como en El viaje de los comediantes, cuenta las peripecias de una familia, mientras que en El polvo del tiempo, otro cineasta (encarnado por Willem Dafoe), a semejanza de A. en La mirada de Ulises, vive su propia odisea, pero ninguna tiene la misma invención.

Con todo, la obra fílmica de Theo Angelopoulos es una manera prístina de detener el tiempo, donde cada quien vive su propio viaje, lleno de sinsabores, pero también de gratas enseñanzas. No nos ayuda a hacer las paces con la Historia, pero sí a llevarla de mejor manera; descubre ante nuestros ojos la razón de la esperanza, pero igualmente lo hace con la nostalgia, y, por si fuera poco, nos ayuda a detener el tiempo en aras de reconocerlo y reconocernos dentro de sí. (A título personal, luego de haber visto La eternidad y un día, entendí que tan importante es el oficio de las palabras, que compramos con la vida misma; y después de ver La mirada de Ulises, saber que el viaje interior es mucho más importante que el exterior. Ni modo, en el nombre llevo la penitencia.) Hoy, además de celebrar la vida, obra y milagros de un cineasta único en el mundo del cine, también lo hago hacia una manera de ver el mundo, un tiempo verdadero que siempre detenemos a cada instante.

(Ekharistó polí, Theo Angelopoulos!!)

sábado, 23 de abril de 2011

Relecturas del mundo primigenio

Uno de mis autores de cabecera, E. M. Cioran, decía con cierta exageración que "sólo existen los autores que son releídos", opinión con la que, al menos hoy, coincido claramente. Y no es para menos, dado que el sentido del lector en horas 24 deriva en reconocerse en aquellos libros a los que siempre volvemos por primera vez, es decir, aquellos que cuentan con la suerte de la relectura, donde siempre terminamos por encontrar nuevas y gratificantes sorpresas aún acordes con las primeras incursiones en la lectura.

Aprovechando que hoy es Día Internacional del Libro (instituido por la UNESCO, en conmemoración de Miguel de Cervantes, William Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega, que coincide, justamente, con la fiesta de San Jorge -Sant Jordi- en Cataluña), me limitaré a comentar algunos de aquellos libros que han corrido con la suerte de la gloriosa relectura. Bien sé que muchos de ustedes habrán de coincidir o disentir en mi selección, aún así, me aviento ese trompo a la uña y sigamos adelante. (Aquí vamos.)

1) El principito (Antoine de Saint-Exupéry): La primera vez que leí ese libro, fue por obra y gracia de mi madre, quien lo compró de bote pronto en un tianguis cercano a su trabajo. Una extraña tarde, cuando la telera no me satisfizo, tomé el pequeño ejemplar y me lo leí de un tirón. La inmensa curiosidad de un pequeño príncipe, con más patrimonio que dos volcanes apagados y una rosa muy peculiar, me llevó a conocer otros mundos y comprender sobremanera el valor de la amistad. En víspera de mi cumpleaños, me doy chance de releerlo y así recobrar por instantes aquellas aventuras. (Me gustaría decir las palabras indicadas para ese importante libro, pero son las que me salen por ahora.)

2) Enseres para sobrevivir en la ciudad (Vicente Quirarte): En mis años de tallerista y preparatoriano, supe de este libro gracias a las generosas fotocopias que llegaron a mis manos; más adelante, en mis primeros años universitarios, logré hacerme de un ejemplar en la Librería Educal del Pasaje Zócalo-Pino Suárez; los textos que componen el libro son el testimonio de las cosas, las personas y los hechos que, de cierta forma, conforman la formación del escritor (leáse el propio Quirarte). Entre las "biografías" de objetos tan sencillos como el cuaderno, la pluma o el lápiz, y los retratos a vuelapluma de varios personajes y una que otra escala por la Ciudad de México, Enseres... nos regala una mirada hacia la franqueza de lo cotidiano. Cada vez que releo dicho libro, lo hago para recordar qué tan importante es tener los objetos muy a la mano, en espera de obtener la palabra, la idea correcta.

3) Recuento de poemas (Jaime Sabines): En los primeros afanes de asumir el oficio de escritor, en algún momento llegamos a la obra poética de Jaime Sabines, la cual, después de leerla con suma devoción, nos sabemos poetas. ¡Craso error! Claro está que nadie nace sabiéndolo todo, pero al leer este conjunto de poemas y adentrarse en la vida del propio Sabines, uno descubre que se pueden hacer otras cosas mientras la poesía hace lo suyo. Cada que puedo, tomo mi ejemplar del Recuento... (mismo que obtuve gracias a una tía muy querida) y leo varios poemas, así hasta terminar el libro.

4) La última escala del tramp steamer (Álvaro Mutis): Una de las cosas que obtuve en mis últimoa semestres de la carrera de Letras Hispánicas, es el descubrimiento de la obra de Álvaro Mutis, y eso gracias a una maestra muy querida por aquellos días. Saber de las andanzas de Maqroll el gaviero y otros variopintos personajes, me llevó a disfrutar de sus travesías. En especial, La última escala del tramp steamer (tercera novela de las siete que integran la saga de Maqroll), me lleva a renconocerme en sus acciones y en lo vital que es vivir a plenitud, a pesar de las adversidades habidas y por haber. (No falta la ocasión para echarme, además de su relectura, la oportunidad para obsequiarlo a quien se deje.) No digo más.

5) La biblioteca de mi padre (Rodrigo Martínez Baracs): Aunque tengo la fortuna de conocer al autor (varios encuentros de SOMEHIL, claro, lo demuestran a todas luces) y de saber quién es su padre (José Luis Martínez, ni más ni menos), cuando leí su libro, suerte de guía de la biblioteca paterna, supe otra forma de vivir el sacerdocio de la cultura, la pasión por los libros. Sin embargo, la relectura de este libro reciente obedece a una simple casualidad. Cuando leo un libro, siempre tengo a la mano un lapicero para hacer las consabidas notas, pero al momento de hacerlo, se me olvidó en casa. Y lo leí de pe a pa en una sola tarde, pero llegando a casa, tomé mi lapicero y volví a leerlo. Y mientras llega el momento para intercambiar con Rodrigo mis impresiones, este libro de reciente factura apenas comienza su vida.

Bien sé que aún faltan grandes libros por leer (y, por ende, releer), pero siempre he creído que llegan en su momento, por mucho que sea el tiempo transcurrido. Hay amigos que me reprochan muchas omisiones de lectura obligada y/o básica, pero me defiendo al decirles que una cosa es el llamado y otra, el deber. Y santas pascuas. Por ahora, he compartido unas pocas, que sólo el tiempo, sólo el tiempo, habrá de confirmar o de trocar por otras mucho mejores. (Después de todo, Cioran tenía algo de razón ¿no creen? Ver para vivir, vivir para creer.)