domingo, 7 de noviembre de 2010

Proyecto Anaparastassi

Cuando en julio pasado, se llevó a cabo una junta de emergencia de la SONAHIST, se propuso de bote pronto una nueva propuesta para las actividades culturales de la nueva época de la Sociedad. Gracias a los buenos oficios de Laura Leñero y Rosalía Florescano, la primera actividad de arranque sería un ciclo de charlas con historiadoras denominado Café Clío. Lo más difícil del asunto era proponer a las expositoras. Sin embargo, tanto Laura como Rosalía se ofrecieron a impartir dos de las cinco sesiones programadas. En la sesión se barajaron nombres como los de Rebeca Garciadiego, Miriam González Meyer, Sofía de la Garza, Patricia Matute, entre otras igualmente notables. Mientras se llegaba a una resolución, pasaron al siguiente asunto.
Siguiendo con el orden del día, y aún persistentes los nombres de Garciadiego y De la Garza, ambas habían ingresado meses antes a la SONAHIST, por lo que el siguiente paso sería impartir una conferencia magistral. Ellas, sin pensarlo, aceptaron gustosas y listas para tamaña encomienda.
A principios de agosto, en el Auditorio Malmberg de la Nueva Biblioteca de Buenavista, Sofía de la Garza impartió el ciclo de conferencias Legatarios de la historia. Testamentos indígenas de la Colonia, el cual contó con una completa afluencia, misma que convenció a la investigadora para plasmarla en forma de libro y ante semejante cuestión, no le restaba mas que afilar los lápices y ponerse de nuevo a trabajar.
Para cuando le llegó el turno a Rebeca, ocurrió algo inesperado: al edificio de Liverpool 76 habían llegado dos paquetes (de procedencia semejante, pero con distintos remitentes). Uno de estos era una maleta de viaje, perteneciente a la Profa. Myriam Gossman, que fue localizada en el departamento de objetos perdidos del Aeropuerto David Ben-Gurion en Jerusalén. (Cuando las autoridades dieron con la dueña de la valija extraviada, de inmediato la llevaron a la Embajada mexicana. La diplomática a cargo de la legación, Miriam Torres Vergara, al enterarse de ello, además de hacer lo pertinente para regresarla a sus legatarios, hizo lo propio con las pocas pertenencias que Gossman había dejado en la Universidad Hebrea de Jerusalén, mediante una charla de media hora con Ilana Berman, directora del Colegio de Historia, acompañadas por café y algunos bagels. Finalmente, se acordó mandar todo en paquetes separados.
Luego de recibir lo envíos jerosolimitanos, Rebeca y Rosalía se comunicaron con la Dra. Garibay, para abrir con cuidado los paquetes. Por desgracia, la Presidenta de la Sociedad, en ese momento, estaba en la Biblioteca Nacional, en plena plática con el Director general, por lo que sugirió localizar a Ana Laura Máynez, quien, en su carácter de Secretaria, supervisaría los trabajos de apertura. Al poco tiempo, llegó a la Sociedad, donde la esperaban Rosalía y Rebeca, y abrieron cautelosamente el envío de la universidad. En dos horas de agudo escrutinio, se enumeraron las siguientes cosas: Algunos libros de E.M. Cioran, Italo Calvino y Jorge Luis Borges, un juego de pluma fuente y lapicero, dos vestidos de una sola pieza con estampado de flores, una bolsa llena de souvenirs, y dos portafolios repletos de notas y cuadernos personales. (A excepción de los libros, las plumas y sus apuntes, el resto se guardó de nuevo en la caja, por si alguna vez llegaran a servir.)
Después que Rebeca llevara los portafolios a su oficina, para luego revisarlos y ponerlos con el resto de los papeles por catalogar, abrieron la maleta que envió el aeropuerto. La sorpresa al abrirla fue mayúscula: en vez de ropa y enseres de belleza, había siete cuadernos idénticos, una agenda ejecutiva repleta de direcciones, números telefónicos y algunos e-mails, y una cartera de cuero llena de dólares y de euros en todas las denominaciones. (Al trasladar euros a dólares y sumarlos con el resto, se llegó a la suma de 5 millones de dólares.) La pregunta era: ¿Qué hacía Myriam Gossman con esta cantidad y varios cuadernos en su valija, en vez de ropa y demás enseres? (Era una suerte que la maleta estuviese intacta.) Siguiendo con la logística, Rebeca puso las libretas donde estaban los demás papeles, y el dinero, en la caja fuerte. Ya después, y con mayor calma, le sacarían algún provecho.
Llegada la noche, y completa la mesa directiva, se propuso a Rebeca Garciadiego develar el misterio de la valija, puesto que ella coordinaba directamente los trabajos de catalogación del archivo Gossman. Pero, para que cumpliera a cabalidad dicha encomienda, delegó sus funciones (como editora suplente de la memoria-homenaje a Hannelore Malmberg) a su compañera Sofía de la Garza, dado que la encargada oficial, Miriam González Meyer, se encontraba en Nueva York, donde participaría en un Congreso de Traductores, mientras el esposo de ésta, Armando Calles Alamán, miembro de la Junta Benefactora de la SONAHIST, gestionaba un apoyo editorial ante la Universidad de Columbia, mismo que ayudaría a la Sociedad. La propuesta fue aceptada, a condición de que se reuniera cada mes con el comité de premiación para los Premios Malmberg y la beca Gossman de este año. Ambas partes se pusieron de acuerdo.
Una semana después, Rebeca se encerró a piedra y lodo en su estudio y revisar minuciosamente cada cuaderno. Dedicó una semana al 1, dos para las libretas 2, 3, 4 y 5, y apenas un fin de semana (cosa inusitada, cabría decir) a la 6 y 7. Para cuando terminó de checarlas, las únicas fuerzas que le quedaban las empleó para dormirse sobre uno de los sillones del estudio. Horas más tarde, envió sendos e-mails a la Dra. Garibay y a la Mtra. Florescano, notificándoles los resultados. En el lapso de dos horas, recibió respuestas oportunas y acordaron verse en la segunda oficina de la Sociedad: el Sanborns de Los Azulejos.
Mientras degustaban unas enchiladas suizas y varias jarras de agua de jamaica, Rebeca comentó lo siguiente: las 7 libretas indicaban la procedencia de varios objetos, a quiénes habían pertenecido y su última ubicación. Además, resaltó que aunque cada cuaderno tenía escrita la misma frase, Proyecto Anaparastassi, en la primera hoja aparecía un nombre diferente: Joseph Steiner, Elías Cohen, Annemarie Braun, Álvaro Pereira, Isaac Rivavelarde, Alexander Bret y Lucas Perel, los cuales también constaban en la agenda. El proyecto Anaparastassi consistía en restituir, a los descendientes de esas personas, las pertenencias que les fueron arrebatadas durante la Segunda Guerra Mundial, las cuales estuvieron en poder de la anticuaria Madeleine Boutonnat, también conocida como Lady France. (Aquí habría de preguntarse lo siguiente: ¿qué relación hay entre Lady France y las Malmberg? La propia agenda revelaría un poco más el misterio.)
Anne-Marie Madeleine Boutonnat de la Rue nació en Marsella el 10 de agosto de 1907, dentro de una familia de comerciantes. Al llegar a París, después de la Primera guerra, obtuvo un empleo como dependienta de una zapatería, donde estuvo no pocos años, hasta casarse con su antiguo jefe, Georges Sarine, en 1937. Luego de la invasión nazi a París, ambos se convirtieron en colaboracionistas, es decir, denunciaban a las familias judías que vivían en la ciudad; como su ambición no tenía límites, y gracias a ciertas concesiones por parte de los alemanes, Madeleine y su esposo se apropiaron de las pertenencias arrebatadas a aquellas familias judías, mismas que ocultaron en varios lugares y así confundir a novicios ladrones, a la Resistencia e, incluso, a los mismos nazis.
Después de la guerra, en 1949, los Sarine ocultaron parte de sus botines en varias bóvedas de seguridad, repartidos en bancos de Suiza y de Nueva York. Poco tiempo después de su llegada a Estados Unidos, pusieron una tienda de antigüedades, Annette (llamada así por la única hija que tuvieron, Anne-Marie, fallecida en el trasatlántico americano Marianne, cuando éste hizo escala en Dublín). Luego de diez años de residencia neoyorkina, se encontró, a mitad de Central Park, el cuerpo sin vida de Georges Sarine. Según el forense, murió a causa de varios impactos de bala, cuando intentó resistirse a un asalto, mismos que lo fulminaron al instante. (Eso decía el parte policial, pero la versión que corría por los bajos fondos, fue una vendetta por parte de la maffia, puesto que Sarine se negó a venderle a un importante capo una colección de estampas del Renacimiento. ¡¡Vaya precio que pagó por su necedad!! Y según las malas lenguas, quien asesinó a Sarine llegó a integrarse a la escolta de un capo legendario, Sam Giancana, cuando Las Vegas era la segunda casa del hampa.)
A principios de los años 60, Boutonnat conoció a la joven y prometedora pareja conformada por William Gossman y Hannelore Malmberg, y a la famosísima Carla W. Brightman, con quienes compartía afinidades documentales y un acérrimo coleccionismo. Según los diarios personales de la Dra. Malmberg, las reuniones se daban de la siguiente forma: “Recuerdo que le decíamos a Madeline, Lady France, porque, nos decía, su fortuna la hizo en la Francia ocupada por los nazis; acto, cabe decir, heroico. […] En un principio, le disgustaba ese mote, pero acabó por acostumbrarse. […]” Sin embargo, en renglones subsecuentes escritos con otro color de tinta, se preguntaba: “Sí, aún me resulta inverosímil la historia de su fortuna, pero creo creerle más a Balzac que ‘detrás de una gran fortuna, siempre hay un crimen’ y no dudaría siquiera en pensarlo”.
Desgraciadamente, dicho misterio tardaría cerca de treinta años en esclarecerse, puesto que los Gossman Malmberg radicaron de forma permanente en México. En las pocas ocasiones que viajaban a Nueva York y visitar a sus antiguas amistades, incluyendo a Lady France, Hannelore buscaba algunos indicios que la condujeran al origen de toda esa fortuna. Pero llegada la década de los 80, ella desistió por completo. Sin embargo, fue el destino quien puso de nuevo en la mesa ese interés. En el New York Times del 4 de octubre de 1993, apareció en la sección de Obituarios la siguiente noticia: “Fue encontrado sin vida el cuerpo de la famosa anticuaria, coleccionista de arte moderno y escritora Madeline Sarine, la famosa Lady France, en su residencia de Flushing Meadows. De acuerdo con los informes del forense, murió por envenenamiento ocasionado por una falla en el sistema de calefacción. Su sirvienta, la afroamericana Annabel Carver, se encontraba en ese momento en el sur de Alabama, visitando a unos familiares, gracias a un permiso que le otorgó la hoy finada. Aún no sabe qué destino le depara a todas sus colecciones de arte y a su cuantiosa fortuna. Los restos de Anne-Marie Madeleine Boutonnat de la Rue, como se llamaba en realidad, serán cremados y llevados a Cherburgo, Francia, donde también se encuentran los de su esposo, el también anticuario Georges Sarine”.
En aquel entonces, un malestar respiratorio y la reciente muerte de su esposo, retuvieron a Hannelore Malmberg en la ciudad de México, más no del todo. Una semana después de la noticia y tres días antes de la lectura del testamento, Hannelore recibió un extraño paquete; al abrirlo eran 7 libretas idénticas donde se consigna la procedencia de una parte de todas sus colecciones, es decir, aquella que obtuvo durante la Francia invadida y que guardó en bóvedas de varios bancos suizos. Además, se le envió una partida especial de 5 millones de dólares como apoyo para restituirles, a los descendientes de los antiguos y legítimos dueños, su patrimonio.
Pasó varios años de su vida viajando a Europa para localizar a los descendientes, sin que alguna agencia gubernamental lo supiese. Con el listado de nombres, investigó en archivos de Francia, Alemania e Israel, y hasta llegó a entrevistarse con algunas de sus antiguas amistades en Inglaterra y Rusia. Casi a punto de abdicar, a finales de los años 90, localizó a los nietos de Álvaro Pereira, radicados en Barcelona. Concertó una cita con ellos y en una reunión privada, les entregó sus objetos familiares, además de algún dinero. (Gracias a un reportaje publicado en National Geographic, firmado por las periodistas Verónica Balmoral y Leyvi Castell, se supo que aquellos objetos terminaron en varios museos de Portugal, puesto que los Pereira los vendieron para sufragar una nueva empresa editorial. Lamentablemente, terminaron en bancarrota.)
En París, encontró a la hija menor de Elías Cohen, Sarah, quien emanaba felicidad al recuperar los objetos familiares. Y en vista de que vivía una difícil situación económica, Hannelore le regaló 500 mil dólares para vivir decorosamente y nunca vender sus pertenencias. (Con el dinero se retiró a provincia y su patrimonio familiar quedó nuevamente guardado en una bóveda bancaria, pero en París. Nunca más se supo de ella.)
En Génova, dio con la única descendiente de Isaac Rivavelarde, su nieta Bárbara R. de Cabrera, empleada del Consulado Español. Luego de entrevistarse con ella, acordaron donar sus pertenencias familiares al Museo del Prado, puesto que le era más gratificante compartirlos con el pueblo español. (Ni siquiera se llegó a un acuerdo monetario. Mero altruismo.)
Sin tanto problema, en Londres encontró al hijo de Joseph Steiner; en Atenas, a la hija de Annemarie Braun, y en Moscú dio con la viuda de Alexander Bret, los cuales no le dieron importancia al buen gesto de la Dra. Malmberg. Sin embargo, casi al borde de la decepción, en Jerusalén se llevó una sorpresa: Lucas Perel era, de los siete, el único sobreviviente. Al entrevistarse con él, le contó todas las peripecias por las que habían pasado los objetos de su familia, las cuales el propio Perel no alcanzaba a creerlo. Pero lo peculiar del asunto era el acuerdo para la entrega de las cosas: las aceptaría de vuelta si Hannelore le obsequiaba las siete libretas donde Lady France registró e inventarió las antiguallas y demás objetos. Por desgracia, la Dra. Malmberg falleció en septiembre de 2005, delegando en su hija Myriam esa misión.
(Ahora, después de conocer este entramado de historias, Rebeca no sabía qué decir. “Ahora comprendo el porqué de su interés en crear una cátedra en la Universidad Hebrea. ¡¡Excelente coartada!!”)
En reunión secreta con la mesa directiva, Rebeca propuso llevarle a Lucas Perel las libretas que había de darle Myriam Gossman, a nombre de su madre. Sin decir agua va, la propuesta se aprobó de inmediato, por lo que Rebeca y su compañera y colega Jael Martínez Loyo viajaron a Jerusalén para visitarlo. Al saber que eran conocidas de las Malmberg, el Sr. Perel les confesó que Hannelore le dio la llave de una bóveda de seguridad de un banco suizo, donde se hallaban sus cosas. Y mientras esperaba el rimero de cuadernos pertenecientes a Lady France, con ayuda de su hija Rachel, quien trabajaba en el Ministerio de Cultura, trajo sus cosas a Israel y las donó al Museo del Holocausto, sin que ninguna de las Malmberg se enterase. Después de tan amena charla, Rebeca y Jael le entregaron las libretas. Cuando Garciadiego pensaba sacar la cartera con el dinero, Perel le dijo:
-No, no me hace falta. Ya las cosas están con sus legítimos dueños y eso fue lo que sobró a Hanny, je, je.
Y luego de una prolongada pausa:
-Usen el dinero para lo que Hanny y Meyer les gustaba: la investigación. Y si llegan a saber algo de colecciones perdidas, avísenme, por favor.
Al momento de acompañarlas a la puerta, les dijo:
-¿Saben qué significa anaparastassi? “Reconstrucción”, en griego. ¿No se les hace demasiado lógico?
De vuelta en casa, la Sociedad tenía el tiempo contado para organizar la entrega de los premios Malmberg y la beca Gossman. Y como los restantes 2 millones de dólares del proyecto de restitución ya eran suyos, con esa cantidad sufragaron sus gastos y hacer la logística como debía ser. Finalmente, el 4 de septiembre, en el Auditorio Jaime Torres Bodet del Museo de Antropología, se presentó el libro De Babelia. Homenaje a Hannelore Malmberg y Myriam Gossman, coordinado por Laura Leñero, Ana Laura Máynez, Eliseo Blancarte y Miriam González Meyer. Trece días después, en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, se anunciaron a los ganadores de los premios Malmberg: Araceli Cosío Bazant (De vuelta al mar), Rosa Terrazas Galeana (El norte sin brújula), José Trinidad Castañón Aguirre (Barco a la negritud), Judith Garro Dávila (Esquelas encontradas) y Daniela Rodríguez Buñuel (Fuera del cine, la vida), mientras que la beca Gossman, por segunda vez consecutiva se dividió en tres personas: las historiadoras Paulina Velázquez MacGregor y Alicia Cárdenas Velázquez, y la diseñadora gráfica y empresaria Ana María Groban de Anguiano, quien además diseñó la página de Internet: www.sonahist.net. Además, la Junta Benefactora de la SONAHIST cambió su nombre al de Fundación Amigos de la SONAHIST, donde ingresaron la propia Ana Groban y la editora Mayela Ramos de la Calleja.
(Sin embargo, esto apenas sería el principio de una nueva era. Y si le sumamos que aún faltan los museos, todavía la Sociedad tendrá cuerda para rato. Después de todo, ¡¡qué son 2 millones de dólares!!)

sábado, 6 de noviembre de 2010

Todo sobre Myriam Gossman

Tal y como se había acordado, en mayo pasado, se llevó a cabo el homenaje a la finada investigadora mexicana Hannelore Malmberg. Desde el interior de la Sociedad Nacional de Historiografía, la Facultad de Estudios Superiores, campus Norte, y el Instituto Nacional de Antropología e Historia, a lo largo de cinco días se presentaron ponencias; la investigadora Miriam González Meyer impartió un curso sobre historia y literatura, y se hizo el anuncio de los candidatos al premio Malmberg. (Regularmente éste se daba a conocer el 17 de septiembre de cada año, pero en semejante circunstancia, se hizo una excepción.)
Al término del homenaje (realizado del 8 al 12 de mayo, en las sedes antes mencionadas), la Sociedad llevó a cabo una de sus magnas sesiones, donde se acordaron tres cosas: 1) Publicar la memoria del homenaje, que llevaría el siguiente título: De Babelia. Homenaje a Hannelore Malmberg, coordinada por las lingüistas Ana Laura Máynez y Laura Leñero, el escritor Eliseo Blancarte y Myriam Gossman, hija de la Dra. Malmberg. (Deberá estar lista para la segunda entrega del premio Malmberg, a llevarse a cabo el 12 de octubre en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes.) 2) Aprobar, casi por unanimidad, el ingreso de dos nuevas integrantes, ambas historiadoras: Sofía de la Garza Muriel, experta en estudios prehispánicos y coloniales, y Rebeca Garciadiego Katz, investigadora versada en materia de Revoluciones del siglo XX y otrora secretaria particular del presidente de El Colegio de México. Y para comenzar su trayectoria historiográfica de manera oficial en el seno de la SONAHIST, se comprometieron a impartir un curso sobre sus respectivos temas; coordinadas, desde luego, por su colega y amiga Miriam González Meyer. Y 3) El anuncio de una nueva etapa en el quehacer de la Sociedad: el intercambio académico. Gracias a un convenio con la Universidad Hebrea de Jerusalén, se instituyó la Cátedra Hannelore Malmberg, y la Profa. Gossman sería la primera en inaugurarla. Para ello, partió hacia Jerusalén, donde permanecería un año completo, y dedicada, no sólo a impartir las cinco conferencias reglamentarias, sino que también generaría futuros convenios académicos y editoriales.
Antes de irse, dejó instrucciones para la creación de una Junta de Benefactores de la SONAHIST, quienes se encargarían de obtener tanto apoyos económicos como conseguir los espacios necesarios donde realizar los eventos de la Sociedad. Dicha junta quedó integrada por los empresarios José Luis Carranza Ruizpalacio, Armando Calles Alamán y François-Xavier Poulain (a la sazón, esposos de Laura Leñero, Miriam González y Rosalía Florescano, respectivamente); el académico Serafín Ruiz de Alarcón, la arquitecta Claudette Seligson, la matemática (metida en política, qué remedio) Onatta von Weissberg, el Ing. Agustín Tolsá Quintana, y la propia Gossman, representante de la familia Malmberg. (Precisamente, por la naturaleza de sus lazos, comenzaría una época de bonanza para la institución.) Por desgracia, esto culminó de un solo golpe.
La mañana del 9 de junio, a las oficinas de la SONAHIST, en Liverpool 76, llegó un e-mail de la Universidad Hebrea con el siguiente contenido: “Myriam Gossman, académica visitante en esta universidad y primera en ocupar la Cátedra Hannelore Malmberg, falleció ayer, 8 de junio, a las 20:15 hrs. [tiempo local], en un accidente automovilístico cuando volvía de la ciudad de Tel-Aviv. La acompañaban David Warman, profesor titular en la misma universidad, y Rebeca Solano Torres, empleada de la Embajada Mexicana. Murieron al instante. La Universidad Hebrea de Jerusalén y las embajadas de México e Israel correrán con los gastos de traslado a México.” La misiva fue recibida por Ascensión F. de Enrigue, Eliseo Blancarte y Rebeca Garciadiego, quienes luego de leerla, se pusieron en contacto con la embajadora de Israel y llevar a cabo las respectivas exequias.
El día 12 de junio, a las 8 p.m (tiempo local), un avión de Aeroméxico trajo los restos mortales de la Profa. Gossman y de la Sra. Solano. Cuando los féretros bajaron del avión, una banda de música que había enviado la Secretaría de Relaciones Exteriores y la Embajada Israelí, interpretó sendos repertorios de música hebrea y de obras de Vivaldi, respectivamente. La comitiva que acudió al acto estuvo conformada tanto por la mesa directiva de la SONAHIST como por amigos y familiares tanto de Myriam Gossman como de Rebeca Solano. (Ese mismo día, Fermín Feria y Edgar Espinola, abogados de la familia Gossman Malmberg, llevaron a cabo todas las disposiciones que ella dejó acordadas, las cuales se conocerían el mes siguiente. Por mientras, los abogados se limitaron a decir que los restos de la ilustre benefactora serían incinerados y puestos en una urna metálica, localizada en el interior de su antigua casa, hoy sede de la Sociedad.)
Sin embargo, para algunas integrantes, tanto la Dra. Malmberg como su hija Myriam, generaron un profundo misterio y eso les hacía darle demasiadas vueltas a la cuchara. Dicha incertidumbre (casi desconcierto) fue objeto de charla entre Eliseo Blancarte (otrora amigo de las Malmberg) y sus colegas Garciadiego, González Meyer y De la Garza, las Clío, en el Sanborns de Los Azulejos.
-Desgraciadamente –dijo Eliseo– nadie logró traspasar la privacidad de esa familia; si llegué a conocerlas, se debió a que la Dra. Malmberg era una asidua lectora en la biblioteca donde yo trabajaba. Para cuando me integré a la SONAHIST, conocí todos los entramados de doña Anna, como cariñosamente le llamaban sus vecinos. Pero, para serles franco, nunca conocí muy bien a su hija Myriam. Recuerdo que le decía Minnie Malmberg; ella ¡¡por poco y me mata!! Cuando supe que le disgustaban las comparaciones con su mamá, al igual que los diminutivos, renuncié a ello.
Se quedó pensativo unos instantes y continuó diciendo.
-Creo que no está en mí hacer su biografía –dice con voz entrecortada– Bueno…si ayudé a Rebeca de la Torre y a Ericka Mildred Ortega para reconstruir la vida de su madre, pero fue sólo a instancia de mis colegas, por supuesto. ¡¡¡Y porque la conocí muy bien, claro está!!!
Cinco minutos después de proferir esa frase, Blancarte pagó la cuenta y se retiró conmocionado.
Una semana después, las Clío se reunieron para desayunar en el mismo lugar y discutir dos cosas: una, encomiar la reciente publicación del primer libro de González Meyer, Travesía cristera (libro que recoge tres años de trabajo ininterrumpido, donde hurgó en archivos públicos y privados de Jalisco, Aguascalientes y Zacatecas, cuyo apoyo económico se dio gracias a su empresarial esposo), y la otra, la tentativa de reconstruir en conjunto la vida, obra y milagros de Myriam Gossman.
-Cuando ingresé por primera vez y de modo oficial a la Sociedad –decía Miriam González–, fue a mi casa para felicitarme. Además de una botella de oporto, me regaló un fajo de documentos acerca de la Guerra Cristera, mismos que ella encontró (dado su olfato documental y anticuario) en una casa abandonada de Guadalajara. Desde aquel día, supe que coincidiríamos no pocas veces. Es más, en este mismo lugar, le hable bien de ustedes, de sus notables investigaciones y de mi sueño al tenerlas conmigo trabajando dentro de la Sociedad. Ella, con una paciencia de Job, me dijo: “Tocaya, si tu deseo es ése, para la próxima sesión, proponlas para que ingresen formalmente. Si te apoyan más de cinco personas, sostén su candidatura. Y si en la siguiente reunión se aprueba oficialmente su ingreso, ¡¡ya está!! De eso no me cabe duda.” Fue de las pocas veces que no sólo me convenció, sino que me convirtió por completo.
Luego que Miriam pagara la cuenta, las tres se dirigieron a las oficinas de la SONAHIST para consultar los archivos de Myriam Gossman. Para su fortuna, contaron con el apoyo (y su complicidad, para variar) de Rosalía Florescano, quien las dejó sumergirse entre cajas y cajas de documentos y cuadernos personales. La mayor sorpresa que se llevaron fue el hallazgo de su (mínimo) árbol genealógico.
La línea familiar de Myriam Gossman comienza en Bonn, Alemania, donde su abuelo, Joseph-Isaac Gojman, de origen judío, nació en 1899. Él llegó a Nueva York, en 1917, donde consiguió empleo como zapatero. (Cuando el personal de migración tomó sus datos, su apellido pasó de Gojman a Gossman.) Luego de tres años, se casó con Rebecca-Georgette Katz (también judía, al parecer), con quien tuvo dos hijos, Myriam Laurette y William Joseph, nacidos el 16 de junio de 1920. (Seis años después, Myriam muere de neumonía, causada por un mal diagnóstico.) A raíz del crack de 1929, los Gossman Brown viajaron a Veracruz, donde el padre administró un importante hotel del puerto; allí, William pasó los mejores veranos de su vida y ello le generó el gusto por la cultura mexicana.)
En 1940, regresan a Estados Unidos y logran asentarse en Filadelfia. El padre obtuvo empleo en un banco y William se enlistó en la Marina. Cuando Estados Unidos entró en la Segunda guerra mundial, fue enviado al Pacífico (como marino de cubierta), en la misma tripulación al mando del legendario Douglas MacArthur, de quien fue su secretario particular. (Al término de la guerra, aquel famoso militar le obsequió una de sus pipas favoritas, la cual conservó por mero cariño, dado que detestaba fumar y ver que lo hicieran. Pero ante tamaño personaje, tuvo que aguantarse.) Posteriormente, se dio de baja y, ni tardo ni perezoso, ingresó a la Universidad de Harvard, donde estudió Historia, Filosofía y Antropología. Su tesis de doctorado versó acerca de las lenguas nativas del norte del México, misma que ameritó el grado magna cum laude. En 1959, siendo profesor de Historia en Princeton, conoce a Hannelore Malmberg Krause, con quien se casó al año siguiente. En Newark, N. J., el 20 de julio de 1961, nació su única hija, a quien puso el nombre de su finada hermana.
En 1966, los Gossman Malmberg llegan a la ciudad de México, lugar donde William ocuparía la cátedra de Antropología lingüística en la Escuela Nacional de Antropología e Historia y su esposa Hannelore se dedicaría a la investigación filológica en la Universidad Nacional, además de satisfacer su coleccionismo documental. Su estancia se hizo permanente.
Con el ambiente familiar lleno de pesquisas historiográficas y pasiones documentales, Myriam se interesó, además de las matemáticas y el baile, por la historia y la lingüística; por tanto, decidió estudiar Letras Hispánicas en la Universidad Nacional e Historia en El Colegio de México, donde se doctoró con una tesis sobre la diplomacia mexicana en el período presidencial de Plutarco Elías Calles. Con semejante trabajo, ingresó al Instituto Matías Romero. A la muerte de su padre, en 1993, dejó el instituto para ocupar una cátedra de Historia de la diplomacia en México en la universidad. Entre sus clases en la facultad, ayudaba a su madre en los asuntos de investigación documental y a la compra/venta de manuscritos, cosa que era notoria en la familia, desde que Carla Williams Brightman entró en la vida de los Gossman.
Cuando la Dra. Malmberg se retiró del rastreo documental, Myriam se dedicó a llevar las cuentas familiares, además de cuidar la salud de su madre, quien presentó, en los últimos años, primeros indicios de Alzheimer. Postrer a su muerte, en 2005, donó sus archivos personales a la Biblioteca Nacional, y creó dos fideicomisos para la conformación de la beca Gossman y los premios Malmberg. Hasta su repentina muerte, ocurrida el 8 de junio, formaba parte de la Junta Benefactora de la SONAHIST.
(Al término de una exhaustiva revisión de centenares y centenares de papeles, Miriam, Sofía y Rebeca quedaron impresionadas y no conciliaron el sueño en tres días. Finalmente, redactaron algunas líneas al respecto, pero no pasó de allí.)
A mediados de julio, la pieza faltante en el vidrioso rompecabezas había aparecido. Los abogados Espinola y Feria leyeron, en sesión solemne de la SONAHIST, las disposiciones restantes: 1) Seguirán vigentes los fideicomisos para que se sigan dando las becas Gossman y los premios Malmberg, cuyas fechas de anuncio y entrega no cambiarán. 2) Su biblioteca personal se dividirá en dos partes, una de las cuales se quedará en la sede de la Sociedad Nacional de Historiografía; el resto, se donará a la Nueva Biblioteca de Buenavista. 3) El acervo documental, conformado por diarios personales y otros papeles, deberá catalogarse, para después integrarlo al Fondo documental C. W. Brightman de la Biblioteca Nacional. 4) Se promoverá, por parte de la Junta de Beneficencia de la Sociedad, la creación del Museo William Gossman, con los objetos personales de la familia, más otros que cumplan con el perfil museográfico. 5) Miriam González Meyer se integra al equipo de coordinadores de la memoria/homenaje a la Dra. Malmberg, misma que deberá estar lista antes del 12 de octubre. Además, se le dará carta blanca (al igual que Rebeca Garciadiego y Sofía de la Garza) si decide catalogar todo su archivo personal. Y 6) Desaparece la cátedra Malmberg en la Universidad Hebrea de Jerusalén, a causa de los conflictos intestinos que aquejan a dicha ciudad. (La Sociedad, haciendo acopio de resignación, tardó en aceptar este punto, pero finalmente la pérdida de una cátedra no desaparecería sus sueños documentales. Muy al contrario, los incrementaría.)
Tal y como se había acordado, la mitad de su biblioteca personal se donó a la Nueva Biblioteca de Buenavista, misma que se inauguró una semana después. (Por supuesto que la SONAHIST no se perdería tamaño evento.) El rector de la Universidad Nacional, la directora del Instituto Politécnico, la Secretaria de Cultura y la presidenta de la Sociedad, cortaron el listón inaugural del nuevo auditorio que llevaría el nombre de su benefactora, Myriam Gossman, localizado en el interior de la biblioteca. Ese mismo día, se resolvió elegir a la nueva mesa directiva; desde luego, se valoraron los logros obtenidos, para pensar en nuevas y mejores empresas, pero, sobre todo, preservar el espíritu que les dio origen. En las tres horas que duró la asamblea, se presentó la nueva mesa directiva: Pilar Garibay Portilla, Presidenta; Ana Laura Máynez Ojeda, Secretaria; Nidia Lapesa y Alatorre, Tesorera; Rosalía Florescano Meyer, Prosecretaria; Laura Darina Leñero Barrera, Protesorera; Rebeca Garciadiego Katz y Miriam González Meyer, Vocales. Las primeras acciones que llevaron a efecto fueron: 1) Cambiar el nombre de la sociedad, el cual quedaría como Sociedad Nacional Historiográfica, donde tendrán cabida todas las vertientes de la investigación al respecto. 2) Aceptar como integrantes oficiales al investigador Raymundo Barthes Arreola y al profesor Miguel Ángel Torres Alfonso. En carácter de honorarios, al politólogo Juan Dettmer Pipitone, a la historiadora de religiones Jael Martínez Assad y a la lingüista Helen Graziano, directora del Instituto Cultural Israelí, quien se comprometió a trabajar junto a la Sociedad en pro del intercambio cultural. (Si hacemos caso a las malas lenguas, Graziano fue alumna de Garibay y de Lapesa en la carrera de Letras Hispánicas; cosa que hará posibles todos los proyectos habidos y por haber.)
[Ahora sí, los Gossman Malmberg pueden descansar en paz. Bueno, sólo falta el museo, pero ese asunto, se resuelve solo. ¿O no?]

viernes, 5 de noviembre de 2010

Memorias y legado de Hannelore Malmberg

Uno de los objetivos primordiales de la Sociedad Nacional de Historiografía, además de realizar bienalmente el Encuentro Internacional de Lingüistas e Historiógrafos en la Facultad de Estudios Superiores, campus Norte, y de engrosar sus filas con el ingreso de nuevos investigadores, es la publicación –en su mayoría, coediciones– de una serie de libros, producto del esfuerzo investigador de sus integrantes; resultado del inconmensurable acervo acumulado por Carla W. Brightman. Sin embargo, una incógnita aún por develar era la toral preocupación de la Sociedad. Es decir, qué papel había jugado, directa e indirectamente, la investigadora alemana Hannelore Malmberg.
Según los asuntos tratados por la Sociedad en su sesión del 9 de septiembre, luego de nombrar como integrantes oficiales a las lingüistas Nidia Lapesa y Laura Leñero, a las historiadoras Miriam González y Rebeca de la Torre Guedea, y a la filósofa e investigadora en Humanidades, Ericka Mildred Ortega y Calvino, se acordó, mediante mutuo acuerdo, llevar a cabo un señero homenaje a la insigne investigadora. Y, por ello, fueron comisionadas estas últimas para escribir una muy sucinta cronología y, desde luego, un esbozo biográfico en torno a su vida, obra y milagros. Para ello, se pusieron en contacto con Eliseo Blancarte (bibliotecario en la Biblioteca Laurina y amigo personal de la Dra. Malmberg), quien les comentó de la precaria salud de la investigadora, cosa que no las desanimó del todo, e insistieron en concertar una cita con ella. Y dos días después, ya cansado de ser correo chuán entre ambas partes, por fin, les arregló un encuentro, con la condición de que también participe –dentro del proyecto– Laura Barrera, conductora del noticiario cultural Ventana 22. Para conseguir la ayuda de la periodista, no hubo tanto problema, puesto que la presidenta de la Sociedad, Ascensión F. de Enrigue, fue entrevistada durante la presentación del tercer tomo de las Obras Completas de su esposo, el Dr. Miguel Enrigue de León, y ella quedó de conseguirle un ejemplar firmado por el eximio investigador.
Ya concertada la cita, en Liverpool 76, la Dra. Malmberg (con ayuda de su hija Myriam) las recibió con agrado y con buenos ánimos para llevar a efecto la entrevista. Myriam sugirió que se realizara en la biblioteca personal de su madre. Con las grabadoras desenfundadas y una micro cámara (metida de contrabando) encendida, doña Anita (como la llamaban sus vecinos desde que llegó a México) procedió a contar su vida. “Desde que mi memoria lo permite, siempre he sabido que los Malmberg, antaños y pospretéritos, terminan por asirse a los arcanos de la palabra o de los números, ya que eso permite conocer, de manera sucinta, su mundo interior, y del como mueve al exterior.
“Nací el 12 de octubre de 1925 en la ciudad de Berlín, dentro del seno de una familia de origen judío, con profundas dotes intelectuales y científicas. Leopold Malmberg, mi padre, era bibliotecario en la Nacional de Berlín; mi madre, Anna Krause, enfermera que sirvió en la Cruz Roja durante la Primera guerra mundial. Ellos tuvieron en total cinco hijos: Benjamín, quien fue soldado en el ejército alemán; Sarah, enfermera, como mamá, claro; Leonard, a la postre, físico nuclear; Myriam, posteriormente, una tremenda economista, y yo, la menor de todas, filóloga. A todos se nos inculcó el amor por las letras y los números, a pesar de la distancia creada por nuestras respectivas áreas. [....] En 1939, cuando estuve por ingresar al liceo, nos enteramos de la amarga noticia de la invasión nazi a Polonia. Con eso, mi padre supo que pronto correríamos con la misma suerte. Ni tardos ni perezosos, logramos salir de Alemania. Peregrinamos por muchos lugares: primero París, donde mi hermana Sarah conoció a un joven comunista francés, Henri Meyer, quien se la lleva a España (a donde también fuimos a parar), y termina asistiendo a los heridos del frente republicano durante la Guerra Civil. Mi padre, con profética intuición, sabía lo que iba a pasar, y nos llevó consigo hasta Inglaterra. En Londres, supimos de la infame victoria franquista, y esperamos en vano el regreso de mi hermana y de mi cuñado el francés. Pero tampoco nos salvamos del inminente destino que enmarca la guerra. Cuando ocurren los bombardeos nazis a la ciudad, mi padre nos envió junto con mi madre a Edimburgo, para estar a salvo, mientras él se quedaría con mi hermano Benjamín a rescatar las pocas vidas que quedaban allí. Al término de la guerra, mi padre nos alcanzó en Escocia, pero solo: Benjamín murió en un bombardeo cuando trataba de salvarle la vida a unas niñas que habían quedado atrapadas bajo las ruinas de un internado. Después de ese amargo episodio, mi padre, cansado y avejentado por dos guerras, sugirió que viajáramos hacia Estados Unidos para, de alguna forma, empezar desde cero (y lo decía por mí, especialmente, ja, ja, ja, ja).
“En septiembre de 1946, llegamos a Nueva York, señal de buena fortuna luego de haber estado casi diez años viviendo como extranjeros en nuestro propio continente. Por fin, ¡una tierra a la cual llamar casa! Tres años después, y de haber vivido de la caridad dada por la Comunidad Judía, decidimos fijar nuestra residencia en el estado de Nueva Jersey, donde Leonard, Myriam y yo ingresamos a la Universidad de Princeton. Leo estudió Física nuclear (uno de sus maestros fue el mismo Albert Einstein); Myriam, Economía, donde fue compañera del notable John F. Nash (a la postre, Premio Nobel de Economía 1994), y yo, en cambio, estudié Filología. Desgraciadamente, cuando Leo acababa de titularse, mi padre falleció. Era el año de 1958. Decidimos cremar sus restos y llevarlos al Mar Mediterráneo, según su última voluntad. Dos años después, mi madre, mermada por el cáncer, también falleció. En el verano de 1962, aprovechando un viaje a Grecia, depositamos las cenizas de ambos en el mar.
“Según recuerdo, o logro recordar –ya no me siento tan joven, saben–, fui una alumna notable... Bueno, tal vez así lo vea. Pero no niego que, lo poco que sé (o sabía, yo no sé) me llevó a ser alumna de Roman Jakobson en el Massachussets Institute of Technology. Además del café caliente, las anécdotas en ruso, y los galanteos de mis compañeros, lo que, en verdad, agradezco es haber conocido a dos personas muy importantes en mi vida. Por un lado, mi finado esposo, William Gossman, judío como yo, antropólogo, y con quien compartía el gusto por las lenguas indígenas americanas, las bicicletas, el té de la India, Monet, y, nuestra gran pasión, Myriam Laurette, mi hija, nacida en 1961. Y por otro, a mi amiga de toda la vida, Carla Madeline Williams, quien estudió Historia en Cambridge, donde fue compañera del famoso Eric Hobsbawn. Juntas tuvimos una afición mutua: coleccionar miríadas de archivos y documentos particulares, los cuales comprábamos casi por kilo, e incluso ofrecíamos estratosféricas cantidades si se trataban de manuscritos acerca de las Letras o la Historia de México. Y como la situación nos la pintan calva, pasaron dos cosas. Una, a William le ofrecieron la cátedra de Antropología lingüística en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, en la ciudad de México; otra, Carla, al casarse con Harry Leslie Brightman, diplomático de tiempo compartido, también terminaría en México, ya que lo nombraron Primer Cónsul de la Embajada Norteamericana. En 1966, llegamos aquí, para nunca más salir”.
Doña Anita pidió a sus interlocutoras hacer una pausa para disfrutar de esa otra hurdidora de historias: la hora de la comida, donde lo más granado de la memoria se roza con las boutades que sólo el grandioso sabor del mole poblano, la sopa de calabacitas y los chongos zamoranos, puede ofrecer como confluencia de tiempos viejos y tiempos nuevos. Degustados los alimentos y acabada el agua de horchata, la Dra. Malmberg continuó su relato. “En 1970, ayudé a Carla con la compra del archivo personal de Pierre-Marie Mirelles, del cual su descendiente, Leonardo Valiñas Díaz (un médico de quien no deseo acordarme), se deshizo de tamaño acervo nada más para saldar sus gastos funerarios, y, claro, si la muerte no le sentó bien, mucho menos a sus papeles. Por esos mismos años, ella conoció al legendario Arturo Alfonso Cabrera, un flamante jubilado de Teléfonos de México, de quien se decía que ése no era su verdadero nombre; tampoco era una pera en dulce, ya que le gustaba hurgar ratonilmente por los archivos del Ministerio de Comunicaciones. Una de sus pesquisas, por poco le cuesta la cárcel o la orfandad a sus hijas –a quienes estimamos mucho, ¿no es así, Myriam?– Pues bien, para hacerles un favor, compramos sus documentos, para que ellas pudieran vivir decorosamente. Eso también ocurrió con los papeles de Eugène Broca, en 1980, y con los del pobrecito Enrique Solano, al que su prematuro Alzheimer terminó por vencerle”.
En ese momento, Laura Barrera sacó la casta periodística con la siguiente pregunta: “Dra. Malmberg: Luego de la muerte de su amiga Carla W. Brightman, ¿Pensaba cuál sería el destino final de su colección documental?” Y la doctora contestó, muy convincente de sí misma: “Bueno, a Carla no le pasó por su cabeza donarlos a alguna universidad. Simplemente su coleccionismo (o urraquismo, debería decir) no tuvo límites, y eso llevó a su esposo Leslie y a su hijo Frank Truman a las puertas de la locura, pues su esposo se suicidó aventándose del edificio de la Lotería Nacional en 1988 (algunos pensaron que fue a causa del fraude electoral), y a su hijo, a ahogarse en el Mar de Maracaibo, en Venezuela, bajo pretexto de unas vacaciones. Esto creo que fue en...¡Ay, hijita! Tú, ¿recuerdas? Mmmm... ¡Ya!, en 1990. Desde entonces, se dejó a la buena de Dios, para luego morir en 1992. Casi al mismo tiempo que mi querido esposo, quien me dejó el 10 de mayo de 1993.
“¿Y del archivo? ¡Yo fui la primera en oponerme que terminara en Puebla! Pero, claro, ¿qué se puede hacer contra la burocracia?” (“Pues, madre, estar con ella, ¿no crees?”, dijo su hija con sorna.) “Y ¿saben lo que hice? No lo podrían creer, viniendo de una vieja como yo, ja, ja, ja, ja, pues bien, soborné a algunos funcionarios para que aquellas investigadoras universitarias dieran a conocer los arcanos que los documentos guardaron por muchos años. Y cuando supe de la publicación del Códice Máynez, tuve una reacción encontrada. Gastamos en vano, Carla y yo, bastante dinero y muchos años de nuestra vida, para hacernos de esos documentos, para que ahora se publiquen y pasen de un sueño a otro. Lo mismo con los Manuscritos misioneros de Mirelles, los Epistolarios de Enrique Solano, y ese “juguete lexicográfico” llamado Diccionario Transoceánico de Comunicaciones. ¿Por qué despertarlos de un sueño para sumirlos en otro? No, ¡no me parece justo! Eh.... al menos, eso pienso.”
En ese momentáneo impasse de memoria, la pericia se vuelve pregunta, y esta vez, la Dra. Rebeca de la Torre le hace una última pregunta: “Dra. Malmberg: Después de haber hecho un pequeño acercamiento a su trayectoria –hablamos de 35 años, ¿no es así?– ¿qué resta para el futuro?” Y la señera señora responde con cierto dejo de incertidumbre: “Eh.... Pues pienso terminar mis memorias, mi hija me ayuda en eso, porque, como ya se sabe, el olvido ya casi me tiene secuestrada del todo, y para darle alcance, recurro a grabadoras –como las suyas– para ello, pues. Respecto a las investigaciones, ¿para qué preguntan si ustedes ya lo han leído y escrito casi todo?, ja, ja, ja, ja. Y... (Dirigiéndose a su hija) ¿qué más?” Interviene Myriam Gossman: “Creo que por hoy es suficiente, ya tendremos mucho tiempo para que entretengas a tus visitas, madre. Así que... ¿para cuándo la próxima vez?“ Entre todas responden que para la siguiente semana, en especial el 18 de septiembre. Aceptado el acuerdo, se despidieron de ellas, con la esperanza que la siguiente reunión sea mejor que las venideras. Además, ya sólo faltaban quince minutos para que Laura Barrera diera inicio a su noticiario cultural, aunque, para ser honestos, creo que no le importaba del todo. Al menos, ese día.
Desgraciadamente, el 17 de septiembre, al mismo tiempo que la Sociedad llevaba a cabo su reunión semanal en el Salón de Actos del Palacio de Minería, Laura Barrera daba la fatal noticia: “Empezamos con una nota triste. A las tres de la tarde de hoy, falleció la insigne investigadora, académica y escritora alemana radicada en México desde 1966, Hannelore Malmberg, a causa de un paro cardiorrespiratorio. En estos momentos, sus restos son velados en una agencia funeraria en la calle de Félix Cuevas. Le sobrevive su hija Myriam Gossman, quien informó a este noticiario que el féretro permanecerá hasta las cinco de la tarde del día de mañana; después, sus restos serán cremados y dispersados en el puerto de Veracruz. En los próximos días, dará a conocer las últimas disposiciones que su madre dejó listas para cumplirse posterior a su muerte. Descanse en paz”.
Después de las ocho de la noche, todos los integrantes de la Sociedad dieron el respectivo pésame a Myriam Gossman, para después montar una guardia de honor durante una hora. Luego hicieron lo propio tres miembros de la Academia Nacional de la Lengua: Raymundo Barthes Arreola, Rubén Darío Beristain Yáñez y Miguel Ángel Torres Alfonso. (En entrevistas posteriores, el Rector de la Universidad Nacional, la Directora de la Facultad de Estudios Superiores, campus Norte, y la Presidenta de la Sociedad Nacional de Historiografía, anunciaron que sí se realizará el consabido homenaje, tal y como se había acordado, a principios del mes de mayo del siguiente año.)
En la reunión extraordinaria de la Sociedad, llevada a efecto el 4 de octubre, en el Auditorio del Programa de Investigación del campus Norte, Myriam Laurette Gossman Malmberg dio a conocer las disposiciones correspondientes: 1) La casa de Liverpool 76 será donada a la Sociedad Nacional de Historiografía, como domicilio fijo de la misma, donde llevará a cabo sus actividades. 2) Se crea la Beca Myriam Gossman para incentivar las investigaciones en Letras Hispánicas, Historia y Filosofía. 3) Se instituye el Premio Hannelore Malmberg a las mejores investigaciones en los ramos lingüístico, literario, filológico, histórico y filosófico, hechas a lo largo del año. El anuncio anual de los ganadores se dará puntualmente cada 17 de septiembre, y la entrega formal, el 12 de octubre. Y 4) Los documentos personales y su extensa biblioteca quedarán bajo resguardo de la Universidad, con la creación del Fondo Reservado Carla Williams Brightman.
Al año siguiente, el Premio Malmberg fue entregado a los siguientes trabajos: Nuevas filosofías del transtierro, de Ericka Mildred Ortega y Calvino; Las vueltas de la Historiografía, de Rebeca de la Torre Guedea, e Itinerarios alfonsinos, de Miguel Ángel Torres Alfonso. (Algunas categorías quedaron desiertas por falta de logística en las ternas.) Y la beca Gossman, por única vez, se repartió entre tres personas: el lingüista Salvador Altamirano Lara, el escritor Julio Monterroso, y el editor Abraham Perry Gerrard, quienes gozaran de sus beneficios durante todo un año. [¡Quién iba a pensar que el patrimonio de la Dra. Malmberg se dilapidara tan rápido! O, por lo menos, eso hizo ver su hijita. Usted, Lector, ¿Con quién se queda?]

jueves, 4 de noviembre de 2010

El Diccionario Transoceánico

Gracias a un proceso estocástico y aleatorio, la Sociedad Nacional de Historiografía eligió a las últimas personas encargadas de sacar a flote el rescate y edición de los manuscritos restantes en el Archivo Brightman. Y fue estocástico y aleatorio, ya que nada más se reunieron la secretaria, la tesorera y las dos vocales, puesto que la presidenta tuvo una reunión de emergencia con el director del Instituto de Investigaciones Bibliográficas.
Las personas agraciadas con el privilegio de dar a conocer los documentos restantes son dos académicas de la Facultad de Estudios Superiores, campus Norte: Nidia Lapesa y Alatorre, y su otrora alumna y ahora correctora de estilo en un periódico de poca difusión, Laura Darina Leñero Barrera, quien en sus ratos libres atiende la marcha de Centuria Ediciones (misma que coeditó la memoria del Primer Encuentro de Profesionales de la Lengua). Al enterarse de tamaña encomienda, Laura Leñero fue la primera en negarse, ya que las esporas y hongos que invadían la totalidad de las cajas, no era benéfica para su salud. Después de tres dictámenes médicos hechos en dos hospitales públicos y uno privado (el cual, no sólo le quitó el tiempo, sino una fuerte suma de dinero por dos días de análisis), reiteró su compromiso.
A la semana del dictamen hecho por la Sociedad, tanto Nidia Lapesa como Leñero quedaron perplejas a ver el sinnúmero de cajas donde se albergan los textos en cuestión. Pero, gracias a un permiso especial del director de la Biblioteca Nacional (y a un descuido del encargado del Fondo reservado) sacaron las diez cajas y las llevaron al domicilio de la Profa. Lapesa. Luego de dos semanas ininterrumpidas, de ajustarse al presupuesto asignado por la Universidad y de que el esposo de Laura, el abogado José Luis Carranza, les consiguiera un amparo por evasión a la justicia, revisaron con parsimonia cada caja hasta sacar el último papel. Para su sorpresa, no sería así. Intercambiaron sendas notas, telefonearon a colegas para pertinentes aclaraciones, y nadie supo darles un mínimo norte. Resignadas, prosiguieron con su labor. Al final, sus pesquisas no estaban del todo erradas: habían hallado, entre todas las cosas, notas y planos para la confección de un diccionario (“Empresa fácil”, decía Laura Leñero), pero no uno cualquiera, sino de índole técnica.
En 1900, un ingeniero de origen francés, Arthur Alphonse, fue contratado por un empresario mexicano para introducir las nuevas innovaciones técnicas a México, dentro del panorama de las telecomunicaciones. Es decir que, durante su periplo técnico en que fue chícharo del equipo alemán de la Siemens, telegrafista en la estación ferroviaria de Buenavista, y hasta conductor de tranvía, recopiló una serie de términos técnicos usados en el rubro de las comunicaciones; inquietud que encajonó en una de las gavetas de su escritorio luego que la Revolución mexicana lo llevó hasta Veracruz, donde volvió a ser telegrafista (fue de los primeros en vivir el desembarco norteamericano de 1914) y para equilibrar los gastos de manutención de su esposa e hijas, también hizo de conserje en un hotel del puerto. Para fortuna de su proyecto, retomó en menor parte esas indagaciones, mismas que volvieron al cajón, luego que lo acusaran injustamente de simpatizar con Victoriano Huerta (chisme que le inventaron sus compañeros del hotel), y junto con su familia, se embarcó hacia España. Allí, como empleado del Servicio Postal, al servicio de la Segunda República Española, pasó de Madrid a Barcelona. Esa situación lo llevó a militar –a su debido tiempo– en los dos bandos en pugna durante la Guerra Civil. Así, en ambos, no sólo se ganó la simpatía de algunos jefes militares, sino compiló algo de léxico en torno a las comunicaciones.
Tras la derrota de la República Española, en 1940, pasó a Francia, donde –por su conocimiento del idioma inglés, español y alemán– entró a trabajar en radiodifusoras parisinas, e incluso llegó a participar en la Resistencia contra los nazis, hasta que un antiguo colega de la aventura mexicana de la Siemens lo trajo de regreso a México, y logró colocarlo en un minúsculo empleo dentro de Teléfonos de México, en el antiguo edificio de la calle de Victoria. En 1946, y con su nombre ya castellanizado, Arturo Alfonso pasó en limpio sus notas acumuladas a lo largo de muchos años y, al revisarlas, se dio cuenta que debería confeccionar un diccionario para el gremio de nuevos trabajadores en instituciones de índole comunicacional, y aprovechando su amistad con los veladores de Teléfonos de México, del Correo Central y del Ministerio de Comunicaciones (cuando estaba en el viejo edificio frente al Palacio de Minería), entraba por las noches, con el mayor sigilo, siempre a la cacería de minucias comunicativas. Así se pasó treinta años; luego, lo jubilaron. A su muerte, en 1979, sus hijas Ximena y Mercedes, a falta de dinero, vendieron sus manuscritos a un anticuario de la calle de Allende, quien (por razones obvias) remató su negocio (y todo lo que en él había) a la inglesa Carla Brightman, para que su insólito destino tuviese fin en las cajas del archivo hallado en la ciudad de Puebla, y al llegar a las instalaciones de la Universidad, la ahora conformada Sociedad Nacional de Historiografía, encargada de su rescate y publicación, no demoró en dar a conocer su acervo.
Cuando Nidia Lapesa y Laura Leñero terminaron de ordenar todas las fichas y de cotejarlas con el outline del diccionario, ya se tenía una idea clara de los resultados, es decir, la materia prima de unos ensayos al respecto. Sin embargo, prefirieron concluir el postergado proyecto de Arturo Alfonso. Por esta razón, tuvieron que solicitar, no sólo una prórroga para sus conclusiones, sino que hasta se pidió apoyo económico a la misma Universidad para tal objeto. Para su buena fortuna, un benefactor anónimo depositó en la cuenta bancaria de la Sociedad una cantidad excesivamente generosa, destinada a ese proyecto.
Después de dos meses, y con ánimos de workaholic, Nidia Lapesa y Laura Leñero concluyeron el Diccionario Transoceánico de Comunicaciones que Arturo Alfonso deseaba concretar a lo largo de toda una vida. Luego del favorable dictamen editorial (y del visto bueno de la Sociedad), al llegar las galeras a sus manos, sacaron dos fotocopias, destinadas a las nietas de Arturo Alfonso: Laura Cabrera y Miriam Solano, quienes se alegraron porque los manuscritos de su abuelo ahora están a buen recaudo.
Posterior a su presentación formal en la Feria editorial del Palacio de Minería, a excepción de cincuenta ejemplares repartidos entre las investigadoras, la Sociedad de Historiografía y las nietas del ilustre Alfonso, el resto de la edición despareció misteriosamente de todas las librerías universitarias. Se dice que el Secretario de Gobernación, individuo de rancia memoria, mandó comprar todos los ejemplares existentes, cuyo ínfimo destino fue terminar en las bodegas de la Nueva Biblioteca de Buenavista, cerradas a piedra y lodo, bajo la pena de destierro a quien osare entrar en ellas. Otros dicen que el Ministro de Cultura del gobierno francés la compró en su totalidad para obsequiarla a todos los investigadores asistentes al Encuentro Internacional de Lingüistas de la Unión Europea, realizado del 15 al 17 de noviembre, en el Centro Beaubourg de París. [De antemano, usted ya lo sabe. Si llegara a dudar de algo, Dra. Malmberg, no tarde en expresarlo.]

miércoles, 3 de noviembre de 2010

El Epistolario de Enrique V. Solano

Debido al período vacacional en todas las universidades, el Comité de Rescate Documental no pudo sesionar en el Auditorio del Programa de Investigación del campus Norte. Sin embargo, y aprovechando las nuevas tecnologías, la presidenta en turno del comité, Ana Laura Máynez Ojeda, logró comunicarse con la historiadora Rosalía Florescano Meyer, puesto que ella sería la siguiente investigadora en trabajar en el proyecto de rescate y estudio del Archivo C. W. Brightman; cuestión que el Comité había acordado en su última sesión, realizada en el Sanborns de Los Azulejos. Y como Pilar Garibay y Ascensión Fernández todavía estaban de viaje por España, Ana Máynez citó a Rosalía, a la semana siguiente, en la Librería Universitaria cercana a la Glorieta Insurgentes. Al encontrarse, le explicó que ya era hora de integrarse al equipo de rescate, y a la brevedad, le proporcionaría los documentos para su respectivo estudio.
Los documentos en cuestión eran los siguientes: una serie de cartas que había recibido, a lo largo del siglo XX, el escritor e historiador diletante Enrique V. Solano. Estas cartas fueron encontradas en una de las enmohecidas cajas del Archivo, que cayeron en las manos de la coleccionista luego que las pertenencias del eximio humanista fueran repartidas, posterior a su muerte, en mayo de 1990, entre diferentes coleccionistas y anticuarios (uno de ellos, la Sra. Brightman). Desde luego, el gusto de la británica le duró todavía dos años, hasta su muerte el 20 de julio de 1992. Y como parte del trabajo consistió en fotocopiar todas las cartas, Rosalía consiguió, en el almacén de bajas del Patronato Universitario, una fotocopiadora (que, para su buena fortuna, estuvo en la oficina del rector De la Fuente, luego de una vapuleada reelección). Ya instalada en su casa, leyó todas las cartas, para después redactar un primer informe sobre el estado y condiciones del epistolario. Posteriormente, clasificarlas según sea necesario.
El primer epistolario de Solano lo inició con el periodista norteamericano John Kenneth Turner, quien a principios de siglo se encontraba en México. La forma en que se conocieron fue de lo más peculiar: Turner, disfrazado como empresario, conoció las ínfimas condiciones laborales en las que los indígenas trabajaban en los campos henequeneros, en Yucatán; mismos datos que su México bárbaro terminaría consignando. Cuando Turner se detuvo a comer en Mérida, uno de los meseros que lo atendió, al verle más semblante de escritor que de empresario, le preguntó por su trabajo, a qué se dedica, en fin, esas cosas que sólo la curiosidad, así de democrática, saca a flote. Total, que entre ambos comenzó una amistad de dos años, mismos en que se enviaron sendas cartas, donde confesaban mutuas inquietudes y futuros proyectos. (Aquel mesero, quien cinco años después egresó de la Escuela de Jurisprudencia, era Enrique V. Solano.) Por desgracia, las cartas que envió a Turner, nunca se hallaron en el archivo del periodista, ya que, entre su separación de Ethel Duffy y su nuevo matrimonio, terminaron por perderse.
El segundo epistolario, además de oler a té de manzanilla y habanos Veracruz, lo tuvo con un joven poeta, a quien conoció en 1937 en el Congreso de Escritores Antifascistas de Valencia. Aquel poeta le contaba sus inquietudes respecto de la creación literaria, sus posturas acerca de la política de izquierda, cosas que enervarían a cualquier radical y palidecerían a todo conservador que se respete. De vuelta en México, esa amistad se afianzó día tras día, hasta que dicho poeta, al volverse diplomático de tiempo compartido, no sólo cambió de país, sino hasta de esposa y amigos, entre éstos el propio Solano. Y para acabarla de amolar, las cartas que le envió al poeta, las quemó –junto con su ropa y otros adminículos– la anterior esposa de este, con el tristemente célebre nombre de Elena.
Ordenar el tercer epistolario le resultó a Rosalía ser la más difícil empresa, debido a que la llevó a vivir, durante dos meses, en San José de Gracia, Mich. Según las cartas que Solano envió al historiador Luis González y González, con quien entabló dicha correspondencia (hermosa, a decir verdad), éste se escondió, por invitación del eximio historiador, en su pueblo natal. En esas cartas, hablaba de la necesidad de indagar sobre las propias raíces, y que, para conocer cómo se mueve el mundo, menester es hablar de la propia aldea. Tantas fueron sus inclinaciones históricas, que González y González lo recomendó para ingresar a El Colegio de México. Sin embargo, esa relación quedó trunca debido a que, años después, salió a la luz la obra más conocida del historiador: Pueblo en vilo. (De los motivos, mejor ni hablar.)
Para el cuarto epistolario, Rosalía (pese a su asma política y a su ciática de temple cristero) se sumergió en las entrañas del antiguo Palacio de Lecumberri, hoy Archivo General de la Nación, porque allí descubriría algunos detalles que le llevaran a ordenar las cartas de Solano con el siempre combativo José Revueltas. Cuando ambos ingresaron a la cárcel de Lecumberri (uno, por disolución social; otro, por evasión hacendaria), en 1969, lograron entablar una comunicación epistolar –aunque los separaban cinco crujías– que duraría hasta la muerte del escritor. Lo más raro del acervo, es que las primeras cartas que envió Solano a Revueltas las redactó sobre papel de estraza (basura que tiraba uno de sus compañeros de celda luego de degustar unas grasosas quesadillas de sesos, muy a pesar de la cuchareada hecha por los guardias del penal). El resto de las cartas (escritas en papel revolución) las escribió posterior a su salida de la cárcel. La materia de éstas, propiamente hablando, eran objeto de innumerables polémicas (por la política, desde luego), mismas que pasaban a segundo plano después que Solano probaba el delicioso molito que Mariate, la esposa de Revueltas, preparaba en su casa. Desgraciadamente, a la muerte del escritor, las cartas que envió a Revueltas se perdieron, gracias a que una gotera en el apartamento del duranguense acabó con algunos de sus papeles.
Antes de ordenar el quinto y último epistolario, Rosalía recibió la visita de una antigua alumna (y ahora flamante colega historiadora), Miriam González Meyer. Le contó acerca del proyecto en que se hallaba inmersa, y en algún punto de la conversación, Miriam le comentó que ella tiene en su poder unos manuscritos de Enrique V. Solano, ya que ella, mientras investigaba acerca de la Guerra Cristera, le llegaron unos papeles suyos, testimonio de sus andanzas en los últimos años de la Revolución, y en todo el período cristero. Afortunadamente, Miriam logró conservarlos puesto que el anticuario a quien había conocido y dado los manuscritos, se los dejó, debido esto a su repentina muerte. Desde luego, Rosalía vio en esta buena intención de Miriam una idea genial: que ambas trabajaran al alimón en la edición crítica del epistolario, aparte de sacar a la luz otros textos escritos por Solano. Y luego de ordenar el último epistolario conformado por las cartas que Solano recibió del escritor argentino Jorge Luis Borges (como resultado de una breve relación que tuvo con él desde marzo de 1985 hasta su muerte en junio de 1986), Rosalía se comunicó con Ana Máynez para informarle que la investigación estaba terminada, y proponerle que Miriam González Meyer se uniera al equipo, sea de manera directa o indirecta, según se viera. Por aquellos días, Ascensión Fernández y Pilar Garibay ya habían regresado de Europa, por lo que Ana Máynez se puso en contacto con ellas de inmediato.
La siguiente sesión se llevó a cabo en el Auditorio Fray Bernardino de Sahagún del Museo de Antropología. Allí, Rosalía Florescano presentó su informe de trabajo, se conformó la creación de la Sociedad Nacional de Historiografía (evolución del Comité de Rescate Documental para el Archivo Brightman), debido a que sus integrantes no sólo abarcarían la vertiente lingüística, sino también las realizadas en disciplinas paralelas. El Directorio de la Sociedad quedó de la siguiente manera: Ascensión Fernández Merino, Presidenta; Pilar Garibay Portilla, Secretaria; Ana Laura Máynez Ojeda, Tesorera; Bárbara Belmar Pimentel, Prosecretaria; Leopoldo Valera de Cuellar, Protesorero; Rosalía Florescano Meyer y Patricia Matute von Wobeser, Vocales. El primer acto de dicha Sociedad fue nombrar como integrante honoraria a la historiadora Miriam González Meyer.
Cinco meses después, salió a la luz, en la Biblioteca del Universitario, el libro Memoria pospuesta. Cartas y manuscritos, de Enrique V. Solano, cuya edición crítica corrió a cargo de Rosalía Florescano Meyer y Miriam González Meyer. Para su fortuna (¿o desgracia?) las primeras tres ediciones se agotaron de forma paulatina. La primera, por la fuerte demanda del estudiantado de Historia, en la Facultad de Estudios Superiores, campus Norte. La segunda, en edición de bolsillo, que obsequió la Academia Nacional de la Historia en contubernio con la Sociedad Nacional de Historiografía. Y la tercera (en su totalidad y de un modo apenas insólito) por incineración, debida por un incendio en una librería universitaria. Después de esto, se intentó sacar una cuarta edición, sin embargo, los editores lo han pensado muchas veces, y seguirán así, aunque sobrevivan tres huelgas universitarias, dos exposiciones egipcias en el Museo de Antropología, y un efecto Borges. [Ya usted me dirá sus conclusiones, ¿verdad, Dra. Malmberg?]

martes, 2 de noviembre de 2010

Los manuscritos misioneros de Mirelles

Luego de la publicación del facsímil del Códice Máynez, a la Dra. Ana Laura Máynez Ojeda (sin parentesco alguno con el depositario del documento, claro) se le comisionó emprender la labor de paleografiar, fijar y hacer el estudio crítico de unos manuscritos sobre lingüistas misioneros, también desbalagados en el Archivo Carla Williams Brightman. Desde luego, con el respectivo apoyo por parte de la Universidad y del Instituto Nacional de Antropología.
Para que sus pesquisas tuvieran un buen rumbo, requirió asesorarse por sus amigas y colegas Pilar Garibay y Ascensión Fernández, cosa que nunca se realizó puesto que Pilar se cambió de casa y por su presente naturaleza no tendría tiempo para asesorarla; tampoco Ascensión Fernández, quien se encontraba en un congreso internacional de Filología en la Complutense de Madrid, España. Sin embargo, esto no la desanimó (pero la hizo acreedora a una gripe de investigador, un dolor de tobillo durante dos semanas y a una afonía que le duró tres días), y recurrió, sin pensarlo, a su colega Leopoldo Valera, investigador del Instituto de Investigaciones Antropológicas y un inusitado e inédito autor de líricos correos electrónicos.
Cuando pasó al Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional, donde le proporcionarían los documentos requeridos, se llevó un enorme susto cuando se dio cuenta que, no sólo era un pequeño legajo, ¡sino cinco! Afortunadamente, Librado Villavázquez, encargado del Fondo reservado, le permitiría llevarse un legajo por mes para su estudio detallado. Ana Máynez lo convenció de otro modo: leer un legajo diferente cada semana, realizar respectivas anotaciones, formularse posibles hipótesis al respecto, y, luego de tener ya diseñado un mapa de trabajo, ahora sí, llevarse uno por mes y hacer las aplicaciones necesarias. Un mes después, Ana llegó a una conclusión: en realidad, no había un solo autor a quien se le atribuyera la autoría de los Manuscritos misioneros, ¡sino cinco! Es decir, dicha autoría se debatía entre cinco personas en un lapso de 250 años.
Fechado en 1555, el primer legajo fue obra del franciscano español Felipe de Mendoza, quien se hallaba en el Bajío (región sur del actual estado de Guanajuato), donde aprendió la lengua de los naturales –en este caso una variante del tarasco– y con base a sus observaciones, ideó un Breve Arte de la lengua tarasca, el cual terminó en 1590, pero permaneció inédito hasta ahora. (Es más, la única gramática conocida en la época no pasa de ser la de Maturino Gilberti, por fortuna y desgracia.)
En 1609, otro fraile, esta vez agustino, Bernardo del Toral, residente en la provincia de la Nueva Galicia, partió hacia el extremo oeste (el actual territorio de Nayarit) donde también su labor misionera se vio empañada por la hostilidad de los indígenas huicholes hacia su persona, por lo que se refugió hasta que los naturales se acostumbraran a su presencia. Después de dos años, el agustino, ni tardo ni perezoso, aprendió su lengua. Primero realizó –para uso de sí– un Vocabulario del huichol, que dio lugar, cinco años después, a su Arte de la lengua huichol, terminada en 1626, con una ligera apostilla añadida a los dos años. En ese tiempo, regresó a Guadalajara para convertirse en el nuevo auxiliar del arzobispo, por lo que sus notas y manuscritos quedaron en el completo olvido. (Del Toral murió en 1676, pero para sus investigaciones ya había muerto años atrás.)
En 1711, un fraile de la Compañía de Jesús, Rodrigo de Granada, rescató los apuntes de Del Toral, puesto que, al revisarlos, obtuvo las bases para llevar a cabo su misión catequizadora en el norte de la Nueva Galicia (territorio actual de Sinaloa), ya que le tocaría proseguir con la labor emprendida por su antecesor. En Sinaloa, supo de la lengua cahita, en la que se metió de lleno por largos años, hasta tener lista una de las gramáticas más controvertidas respecto de esa lengua. Sin embargo, Granada murió en 1731, debido a una fuerte congestión intestinal ocasionada por el cambio de dieta al que se había sometido, luego de veinte años de residir en Sinaloa. Uno de sus hermanos de orden (del que no sabemos su nombre) se quedó con sus manuscritos, copió algunas cosas y, seis años después, sacó a la luz el Arte de la lengua cahita (en la edición que posteriormente publicó Eustaquio Buelna.) Del resto de los papeles, nunca más se supo su paradero.
Por esos mismos años, en Chiapas, un dominico, Enrique Pérez de Marchena, realizó una gramática del tzeltal, con base a su labor de evangelización en esa comunidad indígena. El Pequeño Arte de la lengua tzeldal fue su obra final luego de seis años ininterrumpidos, hasta que una revuelta de indígenas lacandones acabó con todo vestigio de los agustinos, y fue incierto el paradero de sus manuscritos.
Diez años más tarde, un jesuita, Fernando Díaz Mora, de camino a Yucatán, pasó por Chiapas y se enteró de la suerte que habían corrido algunos religiosos por esa zona. Se detuvo en las ruinas del convento agustino donde había estado Pérez de Marchena, las revisó minuciosamente y logró rescatar los pocos legajos del agustino. (Para su sorpresa, el Arte estaba completo.) Y con semejante material, lo llevó consigo hasta Yucatán, donde continuó con el postulado de la evangelización. No le costó mucho aclimatarse a las condiciones de los mayas, lo que facilitó, primero, la confección de un calepino, y, posteriormente, un Arte de la lengua maya, en 1755. Desgraciadamente, en 1767, por el destierro decretado por la Corona, este jesuita partió hacia el Vaticano, donde llegó a ser asistente del bibliotecario y erudito español Lorenzo Hervás y Panduro.
A la muerte del jesuita Díaz Mora, en 1810, un filólogo francés, Pierre-Marie Mirelles, se dio a la tarea de conseguir todas las gramáticas y vocabularios indígenas confeccionados en la Nueva España, última voluntad de su amigo y maestro. Así que, al llegar a México, no tuvo idea alguna en la que habría de meterse. Para su fortuna, logró obtener los papeles del franciscano Felipe de Mendoza, que se hallaban en poder del Corregidor de Querétaro (pariente lejano del fraile); los manuscritos de Del Toral y los de Rodrigo de Granada estaban en manos del padre Manuel Abad y Queipo (a la postre, fuerte opositor del padre Miguel Hidalgo), el cual se los vendió por una onerosa cantidad, para que, de una vez por todas, lo dejara en paz.
En Europa, Mirelles transcribió de su puño y letra todos los legajos, hasta ya tener arreglados todos los trabajos. Pero no tenía una dirección fija todo este proceso. Es decir, no sabía cómo afrontarlos y para qué iban a servir. Por fortuna, Wilhelm von Humboldt (hermano del infatigable Alexander) se hizo de un sinfín de gramáticas de lenguas indígenas (entre estas, las del otomí y del náhuatl), y logró asesorarlo para que él no quedara sin brújula, ni las gramáticas sin difundirse. Desgraciadamente, Mirelles murió en 1831 y a sus papeles se les obligó a dormir el sueño de los justos, hasta 1970, año en que el tataranieto de Pierre-Marie Mirelles, el médico mexicano Leonardo Valiñas Díaz, antes de morir, vendió todos los manuscritos familiares a la excéntrica coleccionista británica Carla W. Brightman. También otra muerte (en este caso, la de la coleccionista) los regresaría al olvido de los cientos de cajas, llenas de humedad y esporas, en la Biblioteca Angelina.
En 1995, el Comité de Rescate Documental (encabezado por Ascensión Fernández de Enrigue, Pilar Garibay Portilla, Ana Laura Máynez y Mariana Centenario), cuando rescató el archivo de Eugène Broca, hizo lo propio con el resto del acervo documental para su respectiva catalogación en la Biblioteca Nacional. Mediante un proceso rotatorio (en ocasiones, estocástico y aleatorio), se asignaría, a cada investigador interesado, un documento diferente para su minucioso y encomiable estudio.
Al año siguiente, la investigadora Máynez Ojeda sacó a la luz la edición facsimilar y crítica en cinco tomos de los Manuscritos misioneros de Mirelles, con el prólogo de Leopoldo Valera, y gracias a una beca de la Fundación Europea para la Ciencia y la Cultura, con sede en Londres, durante el último período administrativo de su directora, la Dra. Edith Díaz-Mireles, de quien se decía que era familiar lejana del eximio y admirable erudito francés en cuestión. [¿O qué? ¿Me dejará mentir otra vez, Dra. Malmberg?]

lunes, 1 de noviembre de 2010

El Códice Máynez

Después de un largo y exhaustivo trabajo de paleografía, edición y publicidad, las doctoras Pilar Garibay Portilla y Ascensión Fernández de Enrigue sacaron a la luz la edición facsimilar de un documento que se hallaba perdido en el archivo Carla Williams Brightman de la Biblioteca Angelina, en el que se consignan los últimos testimonios de la Conquista. (El Dr. Miguel Enrigue de León lo llamó el Códice Máynez.) Dicho documento había permanecido fuera del alcance de los investigadores por muchos, muchos años.
Escrito en 1590 (año de la muerte de fray Bernardino de Sahagún) por el también franciscano Miguel Díaz de Aguilar –alumno de fray Francisco de Toral antes de su muerte y allegado a uno de los informantes del propio Sahagún– recopiló algunas cosas que al fraile se le había pasado escribir en su Historia general de las cosas de la Nueva España. Su texto, llamado Addenda sobre la relación de la Conquista de México a los manuscritos del Excelentísimo fraile franciscano Bernardino de Sahagún, logró terminarlo en 1616. Desgraciadamente, dicho texto nunca se editó puesto que los manuscritos y sus respectivas ilustraciones se perdieron luego que el franciscano Díaz de Aguilar murió en 1665, a la edad de 91 años. (Hasta en eso coincidió con su antecesor, de apellido real Ribeira.)
En 1895, el filólogo y escritor español Serafín Máynez y Díaz-Triviño, mientras preparaba un trabajo acerca del alemán infatigable Alexander von Humboldt, en sus pesquisas realizadas en la Biblioteca Nacional de Berlín halló un legajo amarillento en cuya primera hoja estaba escrito el nombre del franciscano Díaz de Aguilar. Procedió a revisarlo y, luego de un mes, realizó algunas anotaciones que se vieron complementadas, años más adelante, con el contenido de los Primeros Memoriales de Sahagún, albergados por la Real Academia de la Historia, en Madrid, donde conoció –casi de oídas– al también filólogo y erudito mexicano Francisco del Paso y Troncoso. Por desgracia, años después, sus intenciones de volver a Berlín para darle un último vistazo al manuscrito se disiparon cuando los nazis ascendieron al poder, cosa que vedó el acceso de los extranjeros a las bibliotecas alemanas, y quedó en el olvido después que el non e insigne erudito muriera como consecuencia de la Guerra Civil Española, durante el cerco de Barcelona.
En 1945, con la entrada de los rusos en Berlín, dos de sus soldados (sin saber lo que su vida sería a partir de entonces), entraron en la Biblioteca y rescataron del fuego algunos libros y documentos. Uno de estos, Yuri Knórosov, sería de sobra conocido; pero el otro, Yevgueni Brodka, rescató la Addenda y la llevó consigo a Moscú. En 1955, desencantado del sistema estalinista y de su empleo como funcionario del Partido Comunista, se fue a Francia donde realizó estudios de Filología en La Sorbonne, cosa que sirvió de mucho para adentrarse en el manuscrito. Allí, Brodka, quien adaptó su apellido a Broca, conoció a Samuel L. Vidal, antiguo alumno de Serafín Máynez, que conocía de sobra sus trabajos. Cuando Vidal supo que dicho documento admirado por su maestro estaba en manos de su ahora alumno, decidió trabajar al alimón con él y develar las incógnitas restantes.
Diez años más tarde, Eugène Broca viajó a México, donde conoció los trabajos del Padre Ángel Echegaray, quien junto a su alumno Miguel Enrigue de León, formaron el legendario Seminario de Culturas Prehispánicas, ahora Instituto de Investigaciones Históricas. Por desgracia, su mentor y amigo Vidal murió de un infarto dos años antes, dejando ya terminadas sus investigaciones sobre la Addenda. Cuando conoció al padre Echegaray, le confió que tenía en su poder un manuscrito que daría un giro de 180 grados a todas sus teorías. Ambos se pusieron de acuerdo en trabajar juntos. Al año siguiente, Broca decidió radicar definitivamente en México, en especial en la ciudad de Puebla, lugar benigno a su diabetes. A la muerte del Padre Echegaray, en 1969, prosiguió con los estudios hasta que el manuscrito quedó listo, no sólo para edición definitiva, sino también para facsímil y para su futura donación a la Biblioteca Nacional, al cuidado de la Universidad. Lamentablemente, Eugène Broca ( Yevgueni Iossip Brodka) murió en 1980. Sus objetos y manuscritos fueron adquiridos por la coleccionista británica Carla Williams Brightman, quien a su muerte los donó a la Biblioteca Angelina, donde permanecieron encerrados en cajas de cartón y en condiciones de completa humedad, hasta que en 1995, las doctoras Garibay, Fernández de Enrigue, Ana Laura Máynez y Mariana Centenario rescataron ese y otros manuscritos para su inmediata colocación en la Biblioteca Nacional, junto a los de su colega y amigo el padre Echegaray.
Desde entonces, a tal manuscrito no le han faltado investigadores dedicados a él, sin embargo, el misterio ahora por develar es si seguir denominándolo Códice Máynez, porque, al haber pasado por tantas manos, ya no se sabe quién comenzó con esto. (Y si no, pregúntenle a Hannelore Malmberg o a Hillary Maines, quienes me confiaron este asunto.)